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Capítulo 2

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CARLO le sujetó los brazos y deslizó sus manos hasta abrazar los hombros de Aysha mientras posaba los labios en el vulnerable hueco de la clavícula. Su tenue perfume lo incitaba a recorrer la sensible piel del límite del cuello, saborearla, pellizcarla apenas con los dientes, percibiendo a cambio el ligero espasmo con el que el cuerpo de Aysha reaccionaba a sus caricias. Era una amante generosa, apasionada, con una entrega a la aventura y al juego que él encontraba sumamente atractiva.

Siguió explorando con los labios la curva de uno de sus pechos, para acabar succionándolo, y, una vez degustado, pasar a estimular del mismo modo a su gemelo. Aysha se preguntaba si Carlo era consciente de lo que sus caricias despertaban en ella. Al pensar que podía tratarse de una técnica ensayada sentía un dolor insoportable. Que estuviera aplicando con ella el fruto de una larga experiencia…

Le bastaría con una sola vez que sintiera que él temblaba de deseo… de ella, y nada más que de ella. Con saber que también ella podía hacerle perder todo autocontrol. ¿Era pedir demasiado, el aspirar a tener su amor? Él le había puesto un anillo, y pronto iba a darle su apellido. Quizá debería bastarle con eso.

Pero quería ser para él mucho más que una compañera sexual satisfactoria, o una anfitriona perfecta, y, al mismo tiempo, oía dentro de sí una voz que recomendaba «Acepta lo que él esté dispuesto a dar, y agradécelo; un vaso medio lleno es mejor que un vaso vacío.»

Cruzó las manos en la nuca de Carlo, y atrajo su cabeza hacia ella, excitándose con el contacto de su boca al pegarse a la suya. Hizo deslizar su lengua contra la de él, y luego realizó un círculo lento y amplio, antes de iniciar una danza exploratoria que era casi tan provocativa como el propio acto sexual.

Con una mano Carlo sujetaba firmemente a Aysha por la nuca, mientras iba deslizando la otra por una cadera, hasta aferrar una nalga, y apretarla así con fuerza contra él. Ella lo deseaba ahora, duro y rápido, sin preliminares. Deseaba sentir su fuerza, sin barreras ni precauciones. Como si él ya no pudiera resistir ni un segundo más sin poseerla.

El tacto ya familiar de sus dedos, explorando con delicadeza el centro de su feminidad, le arrancó un suspiro, al que siguió un torturado gemido cuando empezó a estimularla. Era desesperante que él tuviera un conocimiento íntimo tan exacto de cómo hacer enloquecer a una mujer.

La boca de Carlo se apretó contra la suya, haciéndola moverse al mismo ritmo. Aysha se aferraba a sus hombros mientras sus dedos se adentraban en ella. Cuando ya creía que no iba a poder soportarlo más, se produjo una variación, y Aysha gritó, sin que el sonido llegara a salir de su garganta, al deslizarse Carlo dentro de ella en un único envite.

El placer era exquisito, y le arrancó un murmullo de deleite, truncado al retirarse Carlo súbitamente, a la vez que la echaba sobre la cama. Sus labios se apartaron de los de ella, para dedicarse a recorrer su garganta, los delicados huecos de las clavículas, la carne suave y temblorosa de cada pecho, la concavidad del ombligo. Estaba claro qué perseguía, y Aysha sentía encenderse chispas en todas sus terminaciones nerviosas, a punto de convertirse en un incendio devorador. Ya había perdido parte del control de sus movimientos, y, aunque trató de decirle que se detuviera, las palabras brotaban tan roncas de su garganta que eran ininteligibles.

Carlo era un maestro en el arte de dar placer. Sus dientes mordían, su lengua presionaba, con la suavidad o la insistencia precisas, en los puntos exactos, para llevarla al límite, y para mantenerla en él, hasta que fuera ella quien suplicara la consumación. Volvió a besarla en la boca, y Aysha se arqueó contra él al penetrarla con un único y rápido movimiento, inmediatamente seguido por otros, suaves y lentos al principio, que fueron aumentando en intensidad y profundidad, incendiándola de deseo por él.

La piel de ambos ardía y estaba rociada de sudor, la sangre circulaba como azogue por las venas de Aysha. La unión iba más allá de lo físico: ella le hacía entrega de su corazón, de su alma, de todo su ser. Se le entregaba, era suya. En ese momento, estaba dispuesta a morir por él, tal era el grado de su entrega.

«Un grado aterrador», pensó Aysha largo rato después, cuando yacía contra el cuerpo de él, puesto que suponía prácticamente la negación de su identidad. Pero, a la vez, el ritmo constante de la respiración de Carlo, el poderoso latido de su corazón, iban tranquilizándola. No se había dormido aún, puesto que sus dedos le recorrían perezosamente la espina dorsal, y la sutil presión en cada vértebra resultaba sedante. Aún pudo sentir en su pelo el suave roce de sus labios, antes de quedarse profundamente dormida.

Habían hecho el amor fantásticamente, y había llegado el momento de susurrarse que se amaban, pensó Aysha al despertarse, de jurarse amor eterno. Quería hacer esas promesas, y quería oír las de él, pero, al mismo tiempo, prefería la muerte a pronunciar esas palabras y que Carlo no las correspondiera. Así que lo besó suavemente en el pecho y dibujó un círculo con la punta de la lengua. Sabía a perfume, mezclado con su propio olor masculino. Lo mordió, percibiendo la dureza de los músculos, y luego volvió a besar donde había mordido, y siguió, acercándose al pezón.

Fue deslizando de los dedos sobre una cadera, se detuvo en la cara interna del muslo, y notó cómo se tensaba su pelvis.

–Cuidado con lo que haces –le advirtió Carlo, al seguir ella acariciándolo delicadamente. No más que la yema de un dedo, tan ligera como un ala de mariposa, y el resultado sobre el miembro masculino era increíble. Daba casi un poco de miedo, ver la velocidad a la que se transformaba, recuperando su potestad como instrumento de placer.

Aysha deseaba provocarlo, liberar su parte salvaje, hacerle olvidar los límites y la separación entre ambos, hasta que dejasen de ser dos y no formasen más que una sola persona, en perfecta armonía espiritual, mental y física. Pero Carlo le arrancó un grito de sorpresa al tomarla por la cintura con ambas manos y sentarla encima de él. La excitación se disparó por todo su cuerpo al levantar él las caderas y caer ella contra su pecho. Una mano sujetó su nuca, y la obligó a ofrecerle su boca. El beso ardiente de Carlo la forzó a reconocer que era ella quien le pertenecía, en cuerpo, mente y alma. De su cabeza desapareció todo pensamiento ajeno a la tormenta que ese hombre desataba en ella.

Todo lo que había sucedido entre ellos hasta entonces palideció a su lado. Bien sabía Dios que Carlo la había hecho arder de deseo antes, pero lo que ahora sentía era… primitivo, grosero, potente, voraz. Empezó a moverse al mismo ritmo que él, impulsada por un hambre que eclipsaba todo recuerdo del momento o lugar en que se encontraban.

Ni siquiera se dio cuenta de en qué momento cambiaban de postura. No fue consciente de nada hasta notar la alteración de su tacto, la gradual disminución del ritmo, que consiguieron hacerla recuperar parcialmente la cordura. La dominaba ahora una especie de encantamiento, un deseo desesperado de hacer durar aquel momento, no fuera a fracturarse y desaparecer.

En aquel estado, no tuvo conciencia de las lágrimas rodando por su cara, ni del calor emanado por su piel, ni del temblor de su cuerpo cuando las manos y los labios de Carlo la llevaron al orgasmo.

Después, él bebió los restos de las lágrimas y la besó en los párpados, ahora cerrados. Cambió de postura, tendiéndose de espaldas, sin soltarla, así que Aysha quedó acurrucada sobre su cuerpo. Quedaba en ella un leve resto de agitación, y él la besó suavemente, mientras deslizaba los dedos dibujando el perfil de su esbelta figura, sus gráciles curvas, la finura del talle, la redondez de las nalgas.

Fue Carlo quien al cabo de muchos minutos se separó, mientras ella dejaba resbalar una mano siguiendo el contorno del rostro masculino.

–Paso la primera a la ducha. Tú haces el café –le propuso entonces en un susurro.

–Compartimos la ducha –repuso él, con una sonrisa que volvió a desintegrar la paz en que se encontraba Aysha– y luego yo me encargo del café, y tú preparas algo sólido.

–Machista –comentó ella, con distraída indulgencia.

Carlo le acarició el pecho con los labios, y la saeta del deseo volvió a quemarla por dentro, mientras él sugería:

–Siempre podemos dejar lo del desayuno y concentrarnos en la ducha.

La propuesta iba acompañada de hechos contundentes, y Aysha les prestó su más retozona atención.

–Es una oferta muy tentadora, pero la verdad es que necesito comida para seguir funcionando –contestó, con lo que de momento concluyeron las escaramuzas eróticas.

Luego, Aysha se dio la ducha más rápida de la historia, se vistió, se recogió el pelo en la nuca, y se aplicó colorete, sombra de ojos y rímel. Cuando Carlo volvió a verla, su aspecto era como de haber dedicado media hora a arreglarse, en lugar de cinco minutos.

–Siéntate y come –le ordenó, sirviéndole una tortilla francesa–; ya está el café.

–Qué joyita de hombre –lo alabó ella al probar el café, que estaba delicioso, al igual que la tortilla.

–Ésta sí que es la evolución del hombre: de machista a joyita en el transcurso de veinte minutos –comentó él con buen humor.

Ella sonreía sin dejar de masticar, y, entre bocado y bocado, le dijo:

–No se te vaya a subir a la cabeza.

Mientras él desayunaba, Aysha lo miraba, y, sin darse cuenta, se encontró con la vista clavada en el cinturón de su albornoz. El lo notó y le dijo con guasa:

–No tienes tiempo para quedarte a hacer tus comprobaciones.

Ella le sonrió, se puso enseguida en pie, y se acabó de golpe el café:

–Es el último día que voy a la oficina. Pero, a partir de mañana …

–Promesas –dijo Carlo, aún más burlón.

Aysha se puso de puntillas para darle un beso en la cara, y él giró la cabeza para que sus labios se encontraran.

–Tengo que darme prisa –le dijo con auténtico pesar–. Te veo esta tarde.

Después de esta despedida, se marchó, porque le interesaba de verdad su trabajo. La tarea de seleccionar y combinar colores y formas para convertir las casas en hogares la fascinaba. Dar con los muebles, las telas, los objetos adecuados en cada caso, para que cada pieza potenciara el conjunto y el resultado fuera a la vez singular y cómodo. Se había ganado una reputación profesional gracias a su búsqueda de la perfección para cada cliente.

Pero, naturalmente, había días en los que con muchas llamadas telefónicas apenas conseguía resultado alguno, y ese último día de trabajo fue uno de ésos. Sin contar con que tuvo que hacer un repaso del estado en que se encontraba cada uno de los pedidos pendientes que se servirían mientras ella estuviera fuera, y ésa era una gestión como para ocupar la jornada completa.

Luego, se fue a almorzar con algunos compañeros, que le entregaron su regalo de bodas, una exquisita fuente de cristal tallado. Por la tarde hubo que rematar infinidad de cosas, y eran más de las siete y media cuando entraba en el apartamento de Carlo, exclamando:

–¡Estaré en diez minutos! –mientras se iba descalzando sin detenerse en su camino a la ducha.

Al cabo de nueve minutos, ya salía otra vez disparada, cuando él la detuvo, pasándole un brazo encima del suyo:

–Más despacio.

–Pero si es muy tarde. Ya tendríamos que haber salido –le dijo ella con urgencia, a la vez que trataba de soltarse, sin conseguirlo–. Vamos a hacer esperar a toda esa gente.

Él se acercó más e inclinó la cabeza hacia ella:

–Pues que esperen un poco más.

Sus labios rozaron los suyos con tan increíble dulzura, que ella sintió que se le derretían las entrañas, y que sus labios se entreabrían con un suspiro bajo la presión de su boca. Al cabo de unos minutos, Carlo levantó la cabeza para poder examinar la expresión de Aysha. No dijo nada, pero debió de satisfacerle la languidez que suavizaba ahora sus hermosos ojos grises. «Misión cumplida», al menos una parte de la tensión acumulada había desaparecido. En voz alta, dijo:

–Ya podemos irnos.

–Estaba todo calculado –fue la conclusión, más bien melancólica, de Aysha, mientras bajaban al aparcamiento en el ascensor directo, al verlo sonreír con aire de experto.

–Confieso que sí.

Lo que estaba reconociendo era que había procurado llevarla de un galope desbocado, que es el ritmo que había llevado del trabajo, a un trotecillo cómodo, así que Aysha le sonrió con agradecimiento al subir al Mercedes.

–¿Qué tal has pasado el día? –le preguntó una vez sentada en el asiento del copiloto mientras se abrochaba el cinturón.

–Reuniendo ofertas, revisando cifras, visitando una obra. Con muchas llamadas.

–Todo asuntos en los que eras imprescindible, ya veo.

Carlo puso el coche en marcha, y salió a la calle, antes de contestarle, con un punto de ironía:

–Es un buen resumen.

La iglesia era un hermoso edificio de piedra antigua, separado de la calle por jardines con amplias praderas e hileras de árboles, un rincón de sosiego. Aysha tuvo que respirar hondo cuando vio los muchos coches aparcados en el acceso. Ya había llegado todo el mundo. La verdad era que asistir a una boda, o verla en el cine o en la televisión, era muy diferente de participar en la propia, y eso que no era más que un ensayo.

–Quiero llevar la cesta –estaba porfiando Emily, que era la más pequeña de las dos niñas del cortejo, y no sólo de palabra, sino intentando quitársela a Samantha.

–Yo no quiero llevar un cojín. Eso es de nenas –declaró Jonathan, el mayor de los pajes.

Oírle eso en el ensayo auguraba lo peor. Si creía que sostener una almohadilla de raso con puntilla suponía un menoscabo de su hombría, ¿qué no diría cuando lo disfrazaran con un traje, chaleco de raso y pajarita incluidos?

–Es de nenas –confirmó el menor de los pajes.

–Pues tenéis que hacerlo –dijo Emily, dándoselas de autoridad.

–Pues no.

–Pues sí.

Aysha no sabía si reír o llorar:

–¿Qué tal si Samantha lleva la cestita de los pétalos de rosa, y Emily la almohadilla?

Casi se podían ver los engranajes mentales moverse, mientras cada una de las niñas sopesaba la importancia de una y otra tarea.

–Para mí la almohadilla –fue la conclusión de Samantha, al comprender que las arras eran de más valor que los pétalos de rosa que había que esparcir delante de la novia.

–Te puedes quedar con la cesta –dijo Emily, que había hecho sus propios cálculos.

Teresa puso los ojos en blanco, las madres de las niñas trataron de persuadirlas, primero, y luego de sobornarlas. Las cuatro damas de honor estaban descorazonadas, puesto que, durante la ceremonia, cada una tenía que ocuparse de uno de los niños.

–Bien –dijo Aysha, levantando las manos como para rendirse–. Éste es el nuevo reparto: habrá dos cestas, una para Emily y otra para Samantha. Y –mirando a los dos niños con severidad– dos almohadillas.

–¿Cómo dos? –Teresa no daba crédito a lo que oía, pero Aysha asintió con la cabeza:

–Dos.

Las dos niñas quedaron encantadas, y los dos chicos agacharon la cabeza sin atreverse a manifestar su desacuerdo.

Aysha consideraba ahora que más valdría no haber llevado a los niños al ensayo, sino haberles explicado simplemente qué tenían que hacer el gran día, y confiar en que pondrían tanto interés en lucirse que no habría ningún fallo. Mientras atendía a las instrucciones del sacerdote, pensaba que habría que encomendarse a la divina providencia.

Una hora más tarde, estaban todos sentados a una mesa muy larga en un restaurante de los que no ponían objeciones a los niños. Como la comida y el vino eran buenos, todos se fueron relajando, y Aysha disfrutó mucho de la informalidad de la ocasión, por contraste. Se reclinó contra el brazo de Carlo, que preguntó:

–¿Cansada?

–Ha sido un día muy largo –le contestó ella, mirándolo a los ojos, con una insinuación de intimidad.

–Mañana podrás dormir hasta la hora que quieras –le dijo él, besándola en la sien.

–Sería estupendo, pero tendré que llegar temprano a casa para ayudar a Teresa con los preparativos de la merienda. Ya sabes, lo que ha organizado como despedida de soltera.

Eran casi las doce cuando los comensales empezaron a moverse, y transcurrió otra media hora hasta que Aysha y Carlo consiguieron marcharse, porque las damas de honor no acababan de despedirse nunca, y Teresa tenía instrucciones que no podían esperar hasta el día siguiente.

Así que era la una más o menos cuando Aysha entró la primera en el ático, se quitó los zapatos, se soltó el pelo, y se fue directa a la cocina.

–¿Te apetece un café?

Más que oírlo, lo sintió acercarse por detrás, y ponerse inmediatamente a masajearle la espalda. Dio un suspiro de alivio, porque las manos de Carlo hacían maravillas con la tensión de sus hombros, y él preguntó:

–¿Te gusta?

Ya lo creo que le gustaba. Estaba dispuesta a suplicarle, si era preciso, para que continuara.

–No lo dejes, por favor –dijo, cerrando los ojos, para abandonarse mejor a aquel regalo celestial.

–¿Algún plan para mañana por la noche? –preguntó Carlo con entonación indolente, y ella sonrió con asombro al responder:

–¿Quieres decir que tenemos una noche libre?

–Te llevaré a cenar.

–No –le contestó sin dudarlo–, prefiero comprar algo para cenar aquí.

–El masaje se da mejor con el cliente tumbado.

La distensión que había ido ganando a Aysha dio paso a una oleada de excitación. Su corazón se puso a latir más deprisa.

–Eso a lo mejor es peligroso.

–Podría acabar siéndolo –corroboró Carlo–; pero es preferible que el masaje sea completo.

–¿Me estás seduciendo? –preguntó Aysha, sintiendo una nueva aceleración del pulso.

–¿Te sientes seducida? –preguntó él, a su vez, y su risa sonó suave y profunda junto a su oído.

–Ya te lo diré –fue la respuesta de ella, llena de picardía–. Digamos que de aquí a una hora.

–¿Una hora?

–Tu recompensa dependerá del efecto del masaje –le informó Aysha con gran solemnidad, que se transformó en carcajada al levantarla él en brazos y llevarla al dormitorio.

Los minutos durante los cuales Carlo iba extendiendo lentamente aceite aromático por cada centímetro de su piel, mientras ella yacía boca abajo sobre una toalla, constituyeron la más deliciosa forma de tortura sensual. «¿Cómo se me pudo ocurrir que iba a resistir una hora?» Al cabo de treinta minutos, el placer era tan dolorosamente intenso, que a duras penas conseguía no darse la vuelta y rogarle que la tomara.

–Me parece –dijo, de forma no muy audible– que ya es suficiente.

Los dedos de Carlo se deslizaron subiendo por sus muslos, y apretaron con firmeza ambas nalgas antes de detenerse rodeando su cintura.

–Te recuerdo que hablamos de una hora –dijo, haciéndola volverse.

–Pagarás por esto –lo amenazó Aysha, sintiendo que un fuego líquido le recorría las venas.

Lo miraba con los ojos entornados, lo cual acentuaba la longitud de sus pestañas. Carlo se inclinó y se apoderó de su boca con un breve y duro beso.

–Con ello cuento –le dijo.

Sometida a la dulce brujería de su tacto, creyó volverse loca, pero luego fue ella quien lo empujó hasta el límite, siempre consciente de que sus oscuros ojos no perdían su expresión de acecho, por mucho que ella intentara hacerlo perder el control. El deseo, esa fuerza primitiva e insolente, acabó por adueñarse de su cuerpo, dejando a su mente desnuda y vulnerable, haciendo estallar en mil pedazos su propia sensación de control.

Aysha no recordaría luego las lágrimas que rodaron por sus mejillas hasta que Carlo le rodeó la cara con ambas manos y las barrió con los pulgares. La cubrió los labios de besos delicados, y después su beso se convirtió en un acto de posesión. Más tarde, siguieron simplemente abrazados, hasta que la respiración de ella se normalizó y el corazón volvió a latirle con regularidad, momento en el que él la acomodó a su lado, sin despertarla, para pasar toda la noche enlazados.

Aysha apenas se movió cuando él se levantó a las ocho, pasó a la ducha, se vistió y fue a preparar el desayuno. Lo que consiguió hacerla luchar contra las brumas del sueño fue el aroma a café recién hecho que llegó hasta el dormitorio.

–Qué guapa estás despeinada –la saludó Carlo mientras instalaba la bandeja que llevaba en la mesilla. Era verdad que tenía las mejillas suavemente rosadas, que el sueño hacía parecer maquillados sus párpados, y que, con las pupilas dilatadas, los ojos se le comían la cara.

–Hola –dijo ella, tirando de la sábana hacia arriba, con lo que provocó su carcajada.

–Qué adorable modestia.

–Me has traído el desayuno a la cama –murmuró ella con sincero reconocimiento–; eres maravilloso.

–Procuro complacer.

Aysha estaba plenamente de acuerdo con eso.

–Claro que es de suponer que, ahora mismo, estarás más pendiente de la comida que de mí, ¿verdad? –dijo él, inclinándose para besarla en la garganta, y pellizcar luego la piel, primero con los labios, y después con los dientes, para recorrer luego la suave curva de sus pechos.

«Baja un poco más, y ya verás qué interés tengo por la comida», pensó Aysha, y dijo, muy formalita:

–Por supuesto. Voy a necesitar toda la energía posible para el día que me espera.

–La despedida de soltera –dijo Carlo, mirándola a los ojos.

–Eso es –declaró ella, sosteniéndole la mirada–: una ocasión que debe resultar memorable, según Teresa.

–Pues entonces, aquí tienes zumo de naranja, y una dosis de cafeína para ponerte en marcha –anunció Carlo, sentándose en la cama.

De las tostadas, los croissants, la mermelada, el queso, y las finísimas lonchas de salami y de jamón no dijo nada, pero allí estaban. Era un auténtico festín.

Aysha se incorporó, con cuidado de seguir con la sábana sujeta bajo los brazos, y tomó el vaso de zumo que le ofrecía. Bebió después una taza de café, acompañada de un croissant con mermelada, y luego un sandwich de jamón y queso.

–¿Más café?

Dudó un instante, miró la hora, y renunció a la segunda taza:

–Dije que estaría en casa hacia las nueve.

Carlo se puso en pie y recogió todo.

–Me llevo la bandeja.

Diez minutos después, Aysha estaba duchada, arreglada, y dispuesta a afrontar el día. Vestida con unos vaqueros que subrayaban la esbeltez de sus piernas y con un top ajustado que acentuaba la delicada curva de sus pechos, pasó por la cocina para despedirse.

–Muchas gracias por el desayuno –le dijo, empinándose para depositar un beso en la mandíbula.

Él le rodeó la cintura y se apoderó de tal modo de su boca con sus propios labios, que la dejó momentáneamente sin sentido del equilibrio. Luego, poco a poco, suavizó la presión, fue recorriendo el contorno de sus labios hinchados con los suyos, la besó en las comisuras, y la soltó.

–De nada, cariño.

Aysha parpadeó varias veces, porque le costaba enfocar. Aquello había sido… «cataclísmico» era la palabra. Ah, y apasionado, sin duda. Quizá después de todo estaba limando poco a poco el autocontrol de Carlo. No pudo dejar de pensar en ello durante todo el trayecto en coche hasta la casa de sus padres.

Boda de sociedad

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