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Capítulo I

Pensamientos de un rey

El castillo estaba en silencio bajo la fría noche, todos se habían dormido ya, todos menos uno. Fernando II seguía sentado en su trono, todo en torno a él estaba en silencio, pero en lo más profundo de su mente, todo era un caos. Su pulso estaba acelerado, lo cual le hacía no poder conciliar el sueño. Sabía que algo horrible iba a pasar, algo tan malo que le quitaba el sueño.

Miraba por la ventana, con la vista perdida a lo lejos, todo estaba oscuro pero sabía que duraría poco. Fernando pensaba en su larga trayectoria como Rey de aquel lugar. Todo se acabaría pronto, lo presentía.


Había crecido adorado por todos los habitantes del reino, sus padres siempre le habían guiado por el buen camino: el camino de la sabiduría. Y era justo ese camino el que le hacía sentirse tan indefenso en aquella situación.

La noche cubría el reino Baldín, la cálida luz de la Luna alumbraba su inmensa muralla, sus casas, sus bosques, su lago…

La noche se hacía eterna, el rey no conseguía que sus ojos se cerraran y pudiera dormir, no paraba de darle vueltas. Su vida no se alargaría mucho más, pero eso no le importaba; la vida de sus súbditos corría un gran peligro.

***

El sol asomó por fin en el horizonte, las campanas de la iglesia sonaban como de costumbre. Las ventanas de las casas se abrían constantemente, y algunos aldeanos salían de sus casas para dirigirse a sus granjas. El rey lo observaba todo desde la ventana de palacio, con miedo a que todo eso se acabara de un momento a otro.

La puerta de la sala del trono se abrió y entró en ella una mujer.

La mujer que irrumpía en ese momento en la sala, no era otra que la reina Clementina. Su cara era delgada y alargada. Sus ojos eran pequeños, como si de dos semillas sobre una base blanca se tratara; sus pupilas eran de color marrón intenso y tenían cierto brillo. Una sombra color dorado se prolongaba desde el comienzo de sus párpados hasta el principio de sus diminutas cejas; bajo sus pestañas inferiores se podían encontrar tres puntos de purpurina en cada párpado inferior. Su nariz era aguileña y sus orificios nasales algo pequeños. Sus grandes labios rosáceos se encontraban entreabiertos en ese momento, lo cual dejaba que sus blancos dientes se pudieran vislumbrar.

Sobre su negro cabello liso, recogido en un moño más bien grande, se encontraba una enorme corona de oro. La parte inferior de la corona constaba de un aro del tamaño de la cabeza de la reina; estaba rodeado por líneas y puntos de un color más brillante. Sobre el aro se encontraban cuatro imperiales en forma de triángulo con los bordes gruesos y carente de relleno; alrededor de los bordes se podía encontrar una cinta de oro y plata. Del imperial que se encontraba justo en el centro de su frente, colgaba un conjunto de joyas rojas y blancas. Su pelo también estaba cubierto por un velo traslúcido con detalles rojos a los bordes.

Lo que más impresionaba era su vestimenta. Ella lucía con gracia un vestido dividido en tres partes, la camisa y la falda. La camisa era de una tela color rojo, cubierta por un estampado de oro. Las mangas eran de una tela transparente, también con estampados de oro. Podía verse su vientre porque la camisa solo le tapaba la pechera. La falda estaba unida a la camisa por un hilo gordo de color oro. La prenda estaba ceñida a la altura de las caderas, y después se ensanchaba a partir de las rodillas. Era de la misma tela que la parte superior y también tenía estampados color oro, sobre todo en la parte de la cadera.

La bella mujer entró en la sala e hizo una reverencia hacia el rey.

El rey tenía la cara más larga que ancha, y su expresión no era del todo amigable. Sus ojos eran pequeños y rasgados, de un color verdoso. Su nariz era muy delgada y sus fosas nasales algo pequeñas. Lo que más llamaba la atención de su áspero rostro era su barba, no demasiado larga pero lo suficiente como para hacer acto de presencia en su pálido rostro. Su cabello estaba despeinado, lo cual era normal, dado que llevaba en vela toda la noche.

Sus vestimentas no llamaban la atención tanto como las de su mujer. Vestía una arrugada camisa blanca, cubierta por una casaca de terciopelo rojo con remates de oro, que le cubría desde cuello a los pies.

—Buenos días —dijo ella alzando la mirada mientras su reverencia continuaba.

El rey no contestó, seguía sumido en sus pensamientos. Clementina se alzó extrañada, pues no era costumbre de su marido el no contestar a un saludo.

—Si se me permite opinar, diría que está algo ausente esta mañana —puntualizó la dama.

El rey desvió sus pensamientos y miró a su mujer.

—Buenos días, Clementina —saludó por fin el hombre.

Por la puerta entró una damisela con mandil y falda larga. Hizo una reverencia y habló.

—Buenos días, majestades. El desayuno está servido en la sala de comedor, pueden entrar cuando quieran —dijo la plebeya.

La reina asintió y le indicó que ya podía dejar la sala. Después de ello, siguieron con su conversación.

—Clementina, id a desayunar, yo no tengo apetito —explicó el rey, angustiado—. Avise a mi consejero de que me gustaría verle en mi despacho.

La reina asintió y salió de la habitación, preocupada por su marido. Jamás le había visto así, y sus actos la intranquilizaban.

Poco después, el fiel consejero del rey Fernando II se presentó en el despacho del Monarca. Antes de entrar llamó a la puerta, y al no recibir contestación alguna, decidió entrar. El monarca ya estaba en aquella sala desde hacía unos minutos, pero seguía sumido en sus pensamientos.

Fernando no se había inmutado a la entrada de su súbdito, pensaba en la gran amenaza, y ese era el momento de poner voz a sus pensamientos.

—Buenos días, majestad. Estoy a sus disposición —saludó el consejero.

En ese momento, el monarca volvió al presente, pero no perdió tiempo en saludos, fue directo al punto de cuestión de su conferencia.

—He pasado toda la noche pensando en un asunto de vital importancia, es un presentimiento, pero sé que en un futuro no muy lejano será la realidad —explicó Fernando II.

El consejero estaba algo confundido, no entendía lo que el rey quería decirle.

—Discúlpeme, majestad, pero no le comprendo —dijo el súbdito.

El rey sabía que solo él podía sentirlo, era un poder que Dios le había concedido con algún propósito.

—Carson, Baldín corre un grave peligro, lo presiento. No sé qué va a pasar ni cómo, pero algo ocurrirá, a no mucho tardar —volvió a explicar el rey.

El consejero estaba atónito, no sabía lo que percibía el rey, pero el monarca nunca le había mentido, así que debía ser verdad.

Entre dos murallas

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