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prólogo

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En reconstrucción, su primera obra poética publicada –luego de aventurarse en los intrincados caminos del ensayo, la historiografía y la investigación educativa- Henry Benjumea ha logrado crear un universo, una realidad circular en la que la vida es poesía cotidiana y la poesía sólo se entiende como síntesis de la vida; en la que la vida se cimenta en la palabra que la puede nombrar y la palabra sólo se entiende como síntesis de la experiencia. Cuerpo, Casa, Mundo, son metáforas de los espacios en que habita el ser humano y constituyen los puntos de partida y de llegada en la escritura. Los tres son infinitos en su pequeñez o en su grandeza; distantes y, a la vez, cercanos.

Hay, en este universo poético, un sentido testimonio humano desde lo cotidiano, sin pretensiones de profundidad intelectual, de visiones mesiánicas, de artilugios de estilo (no tengo mujer ni hijos/solamente algunas deudas/que he sabido sostener/durante años/….. /no tengo novias ni amantes/de vez en cuando alguna incauta/que no alcanza a avergonzarse/de mi imagen). Quizá –si es que existe en la obra- la única pretensión es la de evitar el esquema, la monotonía (ignoro lo que sucede casi siempre/repelo la continuidad de los sucesos/la regularidad que embota los sentidos).

Esta obra ha sido escrita con la complejidad de la sencillez y sin la trampa de la simpleza, y ha sido lograda con un lenguaje que nombra la realidad sin distorsionarla y sin juzgarla, sin retorcerla para que parezca importante o llamativa a los ojos del lector (enfrentar la realidad a lo real/nombrar esta mesa, este perro/este agujero/calentar este pozo de hielo/que amordaza/que agrava sin querer/la ansiedad/el desvarío). En ella se nos presenta y se nos hace sentir la existencia con múltiples y contrarios valores; como un sinsentido que atrapa y cautiva, como un compromiso incomprensible, como incertidumbre que envuelve, como sorpresa que aguarda entre los rincones y nos ausculta, como acto de fe, como esfuerzo vano, como viaje perpetuo y movimiento pendular en el que se pierden las cosas, el tiempo, las certezas (ahora es a otro precio/nadie asume su oficio/ el carpintero no asierra la madera/ni los muertos acuden a la cita/para tranquilidad de los verdugos). Por momentos nos recuerda al dolido César Vallejo (el hombre/busca en sus bolsillos/se fuma la tristeza), o a Fernando Pessoa con su desasosiego perturbador y lúcido que nos provoca vértigo y reflexión.

El poeta -el hombre cotidiano- no pertenece, para Henry Benjumea, a ninguna especie en particular (he decidido no ser hombre ni camello/y en el punto exacto del cenit/recobrar mi sombra inhabitada); ambas cosas no son muy diferentes entre si. El poeta es sólo aquel que escribe poemas, el que soliloquia, el testigo de aconteceres vanos, aún así llenos de un misterio maravilloso que sólo puede traducirse en palabras.

El ser humano no tiene memoria de sí mismo, ni grandes recuerdos que lo enorgullezcan (no tengo vivencias perdurables/todas huyen/al reclamo/de unos ojos sin reflejo); no tiene padre, su existencia ha sido refundida en el tiempo, y quizá valgan más los amigos, el corazón (intruso vegetal/explorador secreto de mundos inviolados), la soledad, pero no la de los muertos; sí la que, bajo el oficio diario y minucioso del poeta, condensa en la palabra el efímero, pasajero y casi imposible sentido del mundo.

El hombre -el poeta cotidiano- se debate, para Henry, entre la ciencia y la poesía, como entre dos abismos insondables (donde se estrecha la intuición/aparecen la disección y los teoremas/donde no llega el escalpelo de la ciencia/resurge con vehemencia la poesía). Sospecha del conocimiento y renuncia a él. Declara su impotencia y hace su manifiesto en el que importa, sobre todo, la búsqueda de palabras.

En síntesis –y sin ninguna pretensión de brindarnos alguna moraleja, algún conocimiento profundamente misterioso, o alguna edificante lección para la vida–, para Henry, cada cual debiera dedicarse a lo suyo (que se mezcle el licor/con el veneno/que afloren sin temor/los instintos en forma de langosta/que vengan de todos los confines/a preguntar al oráculo/mientras la pitonisa/se agita en oraciones). A nosotros, los desocupados lectores –cómplices silenciosos del acto de escribir– también nos corresponde nuestra parte: (a cantar/ a vivir con desafuero).

Arturo Alonso Galeano

Bogotá, D.C., abril de 2009

Reconstrucción

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