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II

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LO PRIMERO QUE STANDISH PENSÓ AL CHOCAR CONTRA EL AGUA fue que tenía que evitar ser destrozado por la hélice. Como si toda su vida hubiera estado estudiando qué hacer en caso de caer al océano Pacífico. El instinto de supervivencia bramó con fuerza en su pecho, y Standish hizo lo que había que hacer. Muchos años atrás, cuando era apenas un muchacho, el tercer oficial de un barco que iba de Francia a Nueva York le había dicho, en medio de una conversación cualquiera, que no tantos de los que caían por la borda eran destrozados por la hélice, como suponía el hombre común. Standish había olvidado cómo se llamaba el tercer oficial, pero minutos más tarde tuvo que concluir que, a juzgar por su propia experiencia, el hombre sabía lo que decía.

El Arabella era un barco de una sola hélice, que avanzaba a la mísera velocidad de diez nudos. El mar estaba calmo como un lago artificial. Fue una zambullida torpe y desgarbada. Primero entraron los brazos, después la cabeza y por último el resto del cuerpo, con los pies doblándose al dar con el agua.

Se sintió de inmediato en un hostil remolino. El Arabella intentaba volver a atraerlo hacia su amplio seno, y el mar trataba de alejarlo. Aunque tenía los ojos bien cerrados debajo del agua, Standish pataleó instintivamente en la dirección correcta. Con toda la fuerza de sus brazos y sus bíceps impulsó su cuerpo hacia la superficie, alejándolo del barco. Una vez más el Arabella lo succionó como un imán gigante, y una vez más él golpeó con furia el agua espumosa. A continuación sintió que lo arrojaban con gran fuerza. “¡Oh, Dios! —se dijo Standish—. ¡Oh, Dios!” Sabía que estaba al costado de la popa y su intuición le dijo que era inútil luchar durante los siguientes instantes fatídicos. De modo que se abandonó a su suerte y sintió que realizaba varias volteretas submarinas y otras contorsiones acrobáticas contra su voluntad. Cuán cerca estuvo, durante aquellos giros, de la agitada hélice del barco Standish nunca lo supo. De pronto se sintió zarandeado sin piedad, como si dos manos gigantescas lo estuvieran abofeteando de ida y vuelta. Fue enviado a las profundidades, tan abajo que le dolieron los oídos por el cambio de presión. Pero por lo demás estaba ileso. Contuvo la respiración durante toda la ordalía, apretando los ojos y la boca, y cuando apareció en la superficie un momento después, en el centro de la estela salobre del Arabella, ni siquiera había tragado agua.

Los pensamientos de Standish durante esos segundos tuvieron que ver, y esto es bastante extraño, más con la vergüenza que con el temor. Los hombres como Henry Preston Standish no andaban cayéndose de barcos en medio del océano; eso, sencillamente, no se hacía. Era algo estúpido, infantil y de mala educación, y si hubiera habido a quien pedirle perdón, Standish lo habría hecho. En Nueva York, los que lo conocían sabían que era un hombre afable. Su crianza y su educación habían hecho hincapié en la afabilidad. Incluso siendo adolescente, Standish siempre había hecho lo que había que hacer. Sin ser en absoluto esnob ni hacer un culto de las buenas maneras, Standish era realmente un caballero, en el buen sentido, del tipo discreto. Caerse de un barco causaba muchas molestias a los demás. Tenían que arrojar un salvavidas. El capitán y el jefe de máquinas tenían que detener el barco y hacerlo girar. Tenía que bajarse un bote salvavidas; y luego vendría el espectáculo de Standish, empapado y desaliñado, siendo devuelto a la seguridad del barco, con todos los pasajeros a lo largo de la baranda, alentándolo con una sonrisa y más tarde, sin duda, ofreciéndole toda clase de anécdotas sobre percances similares. Caerse de un barco era mucho peor que volcarle la bandeja a un camarero o pisarle la cola a una dama. Era aun más embarazoso que lo de aquella chica de alta sociedad que, en Nueva York, tropezó y cayó por las escaleras cuando hacía su gran entrada, la noche de su debut. Era humillante, mortificante. Era para insultarse por idiota; como para darse a sí mismo una patada. Cuando se ve a otros cometer esos errores bufonescos, en el fondo, no se los perdona; no hay compasión ante su incomodidad.

Ese tipo de pensamientos pasaban por la mente de Standish incluso mientras daba las bruscas volteretas debajo del agua y se acercaba Dios sabe cuánto a las furiosas cuchillas de la hélice del Arabella. Después, cuando salió disparado hacia la superficie, desesperado por una bocanada de aire, dos nuevas líneas de pensamiento se impusieron en su cerebro. Una era que debía informar de inmediato al Arabella sobre su situación. La otra era que todo aquello resultaba tremendamente divertido: un hombre de su edad, cayéndose de un barco.

Sin embargo, la primera idea tenía más fuerza que la segunda. Cuando su cabeza apareció entre el agua espumosa, abrió la boca y respiró profundo. Al mismo tiempo comenzó a gritar en dirección al barco.

Pero no salió palabra de sus labios. Pedaleando en el agua para permanecer a flote, Standish abrió los ojos y se encontró con la visión más aterradora que hubiera visto nunca; tan aterradora era que su mente se paralizó por un instante. No de miedo, sino de asombro. Eran las nalgas indecentemente grandes y desnudas del Arabella, contemplándolo ominosas con sus ojos de buey, mientras se alejaban en un océano de espuma. Standish nunca había imaginado que un barco, ni ninguna otra cosa, pudiera verse así. Gracias a sus viajes, conocía mucho sobre la forma de los barcos; podía darse cuenta si un barco era lindo o feo. En Honolulu, al ver el Arabella desde cierta distancia meciéndose en el muelle, lo admiró de inmediato. Era largo y no demasiado ancho, no tenía incongruencias de caños o chimeneas, estaba pintado de un gris modesto, el puente no sobresalía y la cubierta contribuía a una elegante terminación. El Arabella daba la impresión de combinar fuerza con delicadeza… en Honolulu. Podía haberse llamado “señorita” Arabella; una señorita pechugona y autosuficiente, pero señorita al fin.

Pero ahora Standish comprendía cuán errado había estado. Los ojos se le desorbitaron un poco en esos breves momentos en que se quedó observando, fascinado y horrorizado, la nauseabunda visión. Una vez, en el zoológico de Nueva York, había visto el trasero sin adornos de un mandril adulto, y por unos momentos había quedado fascinado. Luego su costado más fino, imponiéndose sobre el ordinario, le había indicado darse vuelta e ir a ver los elefantes. La popa del Arabella le recordó las nalgas de aquel mandril. La hélice, revolviendo el agua, hacía un ruido persistente que Standish nunca antes había oído. Desde la cubierta posterior, donde esos ojos de buey lo observaban solemne y misteriosamente, la popa se curvaba hacia dentro y descendía hacia el timón, casi proclamando, con esas líneas en repliegue, que eran aquellas sus partes privadas, de las que un hombre pudoroso debería desviar la mirada. En el centro, debajo de los ojos de buey, se había tatuado en la carne, en letras monstruosamente grandes:

ARABELLA - NUEVA YORK

Si hubiera podido elegir, Standish no habría mirado ese tatuaje hasta después de haber convivido muchos años con el Arabella.

Tan grande era la popa del barco y tan pequeño él, que se quedó sin habla. Era como si, caminando por el Central Park y contemplando los rascacielos con sus cúpulas doradas, se encontrara uno de repente, cara a cara y a la vuelta de un arbusto, con un dinosaurio de grandes cuernos. Sería tan tremendo el susto que pasaría un buen rato hasta lograr lanzar un grito. Muchas horas después, Standish pudo razonar todo esto y, aun siendo incapaz de perdonarse ese silencio, aceptó que había sido inevitable.

El Arabella, mientras tanto, había avanzado unos buenos cien metros; treinta, por lo menos, antes de que Standish saliera a la superficie, y unos setenta más mientras miraba enmudecido. Por fin su mente comprendió con espanto la cantidad de tiempo que estaba perdiendo. En furiosa batalla contra sí mismo, Standish intentó recuperar la compostura: esa fue, tal vez, su perdición. Porque logró, con un esfuerzo tremendo, volver a ser una persona racional. Si su horror hubiera llegado al miedo extremo, podría haber gritado enardecido para pedir ayuda; habría chillado y despotricado. Y quizás alguien, a bordo del Arabella, habría escuchado sus alaridos, aunque hasta eso era dudoso, debido a las peculiares circunstancias que tenían lugar en la cubierta de proa en ese instante.

Dadas las circunstancias, Standish estaba condenado por su educación a ser un caballero incluso en ese momento. Los Standish no eran gritones; tres generaciones de caballeros habían convertido la trompeta de la antigua laringe Standish en un melodioso violoncello. Ni siquiera había sido necesario enseñarle al niño Henry Preston Standish a no gritar; instintivamente había sabido que el fuerte de los Standish era una voz modificada con un tono circunspecto, uno de los tantos rasgos suavizados que habían permitido que los Standish prosperaran en el mundo cosmopolita.

De modo que después de volverse tan racional como podría haberlo hecho cualquier caballero que acabara de caerse de un barco, Standish le informó al Arabella sobre su indiscreción.

—¡Hombre al agua! —gritó—. ¡Hombre al agua!

Solo que se dio cuenta —y le dio mucha gracia— de que no estaba gritando. Era necesario lanzar un tremendo alarido para hacer mella en el océano Pacífico, y Standish tuvo la ridícula sensación de que solo estaba susurrando.

—¡Hombre al agua! —dijo por tercera vez, haciendo un esfuerzo adicional por hacer oír su voz. Pero aparentemente el Arabella era indiferente a su queja; aquel trasero observaba con rostro inescrutable al hombre en el océano.

—¡Oigan! —dijo Standish, viendo cómo el Arabella se alejaba otros diez, veinte, treinta metros—. ¡Oigan, les digo! ¡Hombre al agua, al agua, al agua! ¡Oigan…! ¡Oigan!

Ignorando que uno de sus huéspedes se debatía en el mar, el Arabella seguía su debido curso. Las voces llegan lejos cuando el mar está calmo, pero algo conspiraba contra Standish: cierta falibilidad humana en el castillo de proa del barco.

El castillo de proa tenía dos sectores: uno en estribor, donde dormían los marineros, y otro en babor para los fogoneros, los engrasadores y los limpiadores. Uno de los marineros era un finlandés llamado Bjorgstrom a quien Standish nunca había visto. Bjorgstrom era un buen hombre, de modales humildes, capaz de permanecer respetuoso y sonriente ante sus superiores… si estaba sobrio. Pero no entendía que su raza no estaba hecha para beber, y había escondido en su armario un okolehao comprado en Honolulu. Durante toda la noche, enojado temporariamente con la vida, había estado tomando okolehao; y ahora el potente líquido estaba en el pico de su efecto. Cuando Standish realizó su ineficiente pedido de ayuda, Bjorgstrom armaba tremendo escándalo en el castillo de proa. Había estado cantando y hablando solo en voz muy alta; finalmente otro marinero llamado Gaskin, que intentaba dormir, le había pedido que se callara: Bjorgstrom se había negado rotundamente y se había puesto muy agresivo. Una palabra llevó a la otra y pronto los dos hombres estaban a punto de llegar a los golpes. Bjorgstrom tenía la lengua floja por el alcohol y Gaskin era naturalmente locuaz, con lo que cayeron en una estrepitosa discusión que no dejaba de subir de tono y de volumen. Si no la escucharon los pasajeros ni los oficiales, sí lo hizo la tripulación de ambos sectores del castillo de proa. El ruido despertó a todos los que descansaban, que agregaron sus gritos iracundos a la vorágine de sonidos, exigiendo silencio total para poder seguir durmiendo.

Pronto una batahola de abucheos, silbidos y reclamos a todo pulmón reverberó entre las placas de acero del castillo de proa del Arabella. Durante esos momentos tan angustiosos para Standish, las cosas finalmente llegaron a tal punto que Bjorgstrom sacó un cuchillo y Gaskin se vio forzado a dejarlo inconsciente pegándole en la cabeza con un zapato viejo. Bjorgstrom se disculpó con Gaskin más tarde, cuando se despertó después de un largo sueño, tomó varios litros de agua y volvió a estar sobrio. Los dos hombres se dieron la mano, se palmearon la espalda y son amigos hasta el día de hoy. Sin embargo, es fácil entender que con toda la batahola fue imposible escuchar la débil voz de Standish clamando en el agua.

Standish, por supuesto, no era consciente de estas circunstancias. Cuando vio que el Arabella seguía alejándose, le ocurrió lo que debía haberle ocurrido unos minutos antes. Se dio cuenta de cuál era su destino, perdió la razón y recuperó su verdadera voz. Profirió unos gritos tan feroces y cargados de terror que el primero de los Standish, establecido en suelo americano alrededor de 1650, habría hecho un gesto de entusiasta aprobación de haber podido oírlos en su tumba.

—¡Hombre al agua! —gritó Standish—. ¡Hombre al agua, hombre al agua, hombre al agua!

Diez, veinte, treinta veces repitió Standish la cantinela hasta que se puso levemente morado y empezó a jadear. Pero el Arabella prefirió hacer oídos sordos mientras continuaba su camino. El tercer oficial estudiaba cartas de navegación en la cabina del piloto; el cabo soñaba despierto, los ojos sobre la brújula y las manos apenas sobre el timón; el capitán Bell tomaba café en su camarote, mirando orgulloso su goleta de cuatro mástiles, casi terminada; el cocinero fregaba platos en la cocina, y todos los demás trabajaban abajo o bien dormían.

Standish dejó de gritar tan repentinamente como había empezado. Ahora el Arabella estaba como mínimo a cuatrocientos metros. La estela en la que Standish pedaleaba se había mezclado con el mar, deshaciéndose en él. Una cosa era nadar en la estela espumosa y muy otra balancearse en el mar calmo. Una era efímera, parte de la vida que Standish conocía, algo creado por algo que había sido creado por el hombre. La otra era eterna e incomprensible. En la estela, la dificultad se percibía como temporaria. ¡Pero en el mar…!

Inexplicablemente, Standish se empezó a reír. Era difícil; tenía que tenderse de espaldas y mirar hacia arriba, directo al cielo pálido, pero lo logró. Rio como nunca antes había reído en su vida, o como nunca volvería a reír; carcajadas, risotadas, risas que le hacían saltar las lágrimas y le inundaban la garganta. ¡Henry Preston Standish cayéndose de un barco! ¡Henry Preston Standish solo en medio del océano! Era verdaderamente cómico; era la médula de todo humor. Si pudiera verlo Olivia… ¡los niños!

El sol naciente, que había quedado fuera de su vista por haber caído del lado del vapor y dentro de él, de pronto se hizo visible en el horizonte; o Standish se había desplazado un poco con la corriente o bien el cabo había permitido que el Arabella modificara levemente el rumbo de brújula. Standish se elevó un poco sobre el agua y se le rio en la cara al sol naciente. Había salido, entero y redondo, en el cielo bajo del este; el mentón se apoyaba, impaciente, sobre el horizonte. El sol lo observó despótico, como exigiendo que se le explicara quién era el pez extraño en ese mar familiar.

Y de pronto Henry Preston Standish comprendió la verdadera soledad de su situación. Era un endeble montoncito de vida en un mundo inmenso. El sol era muy fuerte y él muy débil. Aquel océano sin medida, tan seguro de sus poderes, le recordó que no era más que un hombre asustado muy lejos de su hogar. Varios segundos pasaron antes de que notara que había dejado de reírse.

El caballero que cayó al mar

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