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XXVI.— Caballeros y escuderos

El primer oficial del Pequod era Starbuck, natural de Nantucket, y cuáquero por descendencia. Era un hombre largo y serio, y, aunque nacido en una costa gélida, parecía muy apropiado para soportar latitudes cálidas, por ser tan dura su carne como la galleta bizcocha. Transportado a las Indias, su sangre viva no se estropearía como la cerveza embotellada. Debía haber nacido en alguna época de sequía y hambre general, o en uno de esos días de ayuno por los que es tan famoso su Estado. Sólo había visto treinta áridos veranos: esos veranos habían desecado toda su superficie física. Pero eso, su flacura, por así decir, no parecía ya señal de ansiedades y cuidados agostadores, ni tampoco indicación de ningún desgaste corporal. Era simplemente la condensación de aquel hombre. No tenía en absoluto mal aspecto; al contrario. Su pura y tensa piel se le ajustaba de modo excelente, y apretadamente envuelto en ella, y embalsamado en fuerza íntima y en salud, como un egipcio revivido, este Starbuck parecía preparado a soportar largas épocas venideras, y a soportarlas siempre como ahora; pues, con nieve polar o sol tórrido, como un cronómetro patentado, su vitalidad interior estaba garantizada para salir adelante en todos los climas. Mirándole a los ojos, a uno le parecía ver en ellos las imágenes demoradas de aquellos múltiples peligros que había afrontado con calma en toda su vida: hombre firme y sólido, cuya vida, en su mayor parte, había sido una elocuente pantomima de acción, y no un manso capítulo de palabras. Sin embargo, con toda su curtida fortaleza y sobriedad, había en él ciertas cualidades que algunas veces afectaban, y aun en ciertas ocasiones parecían casi contrapesar a todo el resto. Insólitamente concienzudo para ser un marinero, y dotado de honda reverencia natural, la soledad salvaje y acuática de su vida le inclinaba fuertemente, por tanto, a la superstición, pero a esa suerte de superstición que en ciertos caracteres parece proceder más bien de la inteligencia que de la ignorancia. Lo suyo eran portentos exteriores y presentimientos interiores. Y si a veces esas cosas doblaban el hierro soldado de su alma, los lejanos recuerdos domésticos de su joven mujer y su hijo, en el Cabo, tendían mucho más a desviarle de la rudeza originaria de su naturaleza, y abrirle aún más a esas influencias latentes que, en algunos hombres de corazón honrado, refrenan el empuje de la temeridad diabólica tan a menudo evidenciada por otros en las vicisitudes más peligrosas de la pesca de la ballena.

—No quiero en mi bote a ninguno —decía Starbuck— que no tenga miedo de la ballena.

Con eso parecía querer decir no solamente que el valor más útil y digno de confianza es el que surge de la estimación realista del peligro encontrado, sino que un hombre totalmente sin miedo es un compañero mucho más peligroso que un cobarde.

—Sí, sí —decía Stubb, el segundo oficial—: este Starbuck es un hombre tan cuidadoso como pueda encontrarse en cualquier lado en la pesca de la ballena.

Pero no tardaremos en ver lo que significa exactamente esa palabra «cuidadoso» cuando la usa un hombre como Stubb o casi cualquier otro cazador de ballenas.

Starbuck no iba en una cruzada en busca de peligros; en él, el valor no era un sentimiento, sino una cosa simplemente útil para él, y siempre a mano para todas las ocasiones prácticas de la vida. Además pensaba, quizá, que en este asunto de la pesca de la ballena el valor era una de las grandes provisiones necesarias para el barco, como la carne y la galleta, que no se podían derrochar locamente. Por lo tanto, no tenía ganas de arriar las lanchas en busca de ballenas después de la puesta del sol, ni se empeñaba en cazar un pez que se obstinase en luchar contra él. Pues Starbuck pensaba: «Aquí estoy en este crítico océano para ganarme la vida matando ballenas, y no para que ellas me maten ganándose la suya»; y Starbuck sabía muy bien que centenares de hombres habían muerto así. ¿Cuál había sido el destino de su propio padre? ¿Dónde, en qué profundidades insondables, podría encontrar los miembros despedazados de su hermano?

Con recuerdos como éstos en él, y además, dado a cierta superstición, como se ha dicho, el valor de este Starbuck, si a pesar de todo podía mostrarse, debía ser extremado. Pero en un hombre así constituido, y con experiencias y recuerdos tan terribles como él tenía, no entraba en lo natural que esas cosas dejaran de engendrar ocultamente en él un elemento que, en circunstancias adecuadas, irrumpiera saliendo de su encierro y quemara todo su valor. Y por valiente que fuera, era principalmente de esa clase de valentía, visible en ciertos hombres intrépidos, que, aunque suelen mantenerse firmes en el combate con los mares, o los vientos, o las ballenas, o cual quiera de los acostumbrados horrores irracionales de este mundo, no pueden, sin embargo, resistir esos terrores, más espantosos por ser más espirituales, que a veces le amenazan a uno en el ceño fruncido de un hombre colérico y poderoso.

Pero si la narración siguiente hubiera de revelar en algún caso el desplome completo de la fortaleza del pobre Starbuck, apenas habría tenido yo ánimo para escribirla, pues es cosa lamentable, e incluso desagradable, mostrar el hundimiento del valor de un alma. Los hombres pueden parecer detestables en cuanto sociedades anónimas y naciones; podrá haber seres serviles, locos y asesinos; pero el hombre, en su ideal, es tan noble y resplandeciente, tan grandiosa y refulgente criatura, que todos sus semejantes deberían correr a echar sus vestiduras más preciosas sobre cualquier mancha ignominiosa que haya en él. Esa virilidad inmaculada que sentimos dentro de nosotros, tan en lo hondo que permanece intacta aun cuando parezca perdido todo el carácter exterior, sangra con la más penetrante angustia ante el espectáculo desnudo de un hombre hundido en su valor. Ni aun la propia piedad, ante una visión tan vergonzosa, puede ahogar del todo sus reproches hacia las estrellas que lo consienten. Pero la augusta dignidad de que trato no es la dignidad de los reyes y los mantos, sino esa dignidad sobreabundante que no se reviste de ningún ropaje. La veréis resplandecer en el brazo que blande una pica o que clava un clavo; es esa dignidad democrática que, en todas las manos, irradia sin fin desde Dios, desde Él mismo, el gran Dios absoluto, el centro y circunferencia de toda democracia; ¡Su omnipresencia, nuestra divina igualdad!

Entonces, si en lo sucesivo atribuyo cualidades elevadas, aunque oscuras, a los más bajos marineros, renegados y proscritos; si en torno de ellos urdo gracias trágicas; sí aun el más lúgubre, y acaso el más rebajado de ellos, a veces se eleva hasta las montañas sublimes; si pongo un poco de luz etérea en el brazo de ese trabajador; si extiendo un arco iris sobre su desastroso ocaso; entonces, contra todos los críticos mortales, ¡sosténme en eso, oh Tú, justo Espíritu de la Igualdad, que has extendido un único manto real de humanidad sobre toda mi especie! ¡Sosténme, oh Tú, gran Dios democrático, que no rehusaste la pálida perla poética al negro prisionero, Bunyan; Tú que envolviste, con hojas doblemente martilladas del más fino oro, el brazo mutilado y empobrecido del viejo Cervantes; Tú, que elegiste a Andrew Jackson de entre los guijarros, que lo lanzaste sobre un caballo de guerra, y que le hiciste tronar más alto que en un trono! ¡Tú, que en todos tus poderosos recorridos por la tierra siempre escoges a tus campeones más selectos entre la realeza de los sencillos; sosténme en esto, oh Dios!


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