Читать книгу Incertidumbre - Hermine Oudinot Lecomte du Noüy - Страница 3
I
ОглавлениеEn una admirable noche del mes de junio reina extraordinaria animación en el viejo castillo de Creteil. En el patio de entrada, el continuo rodar de los carruajes no cesa hasta después de haber dado las doce en el campanario de la iglesia. Los curiosos de la aldea se han alejado, satisfechos de haber admirado algunas elegantes toilettes, y contemplado la suntuosa decoración del vestíbulo, de columnas enguirnaldadas, con flores y luces eléctricas. Todo es allí alegría, calor y perfume. Sin embargo, no lejos de la fachada de la vasta mansión, que da sobre el Marne, un joven se pasea a lo largo, en actitud meditabunda y de una manera nerviosa. Ni las armonías de la orquesta del baile que dan los Aubry de Chanzelles, en honor de los veinte años de su hija María Teresa, ni el bullicio de las voces juveniles, que llegan hasta el paseante solitario, por las grandes ventanas abiertas de los salones, lo distraen de su melancolía. Las fragantes flores del jardín exhalan en vano sus perfumes penetrantes: permanece insensible a las bellezas misteriosas de la noche, tan absorto está en sus pensamientos. Así es que, grande es su sobresalto, cuando un amigo, a quien no ha sentido aproximarse, exclama, golpeándole familiarmente en la espalda:
—¡Y bien, Juan! ¿Por qué nos has dejado hace más de una hora?
—Para tomar aire.
—¿No te bastan las ventanas abiertas?
—No.
—¿Prefieres la compañía de las tinieblas a la de las jóvenes que han venido a festejar a mi hermana?
—Desde aquí veo desfilar sus elegantes siluetas, tan bien como en el salón.
—Creo que muy poco te ocupas de esas señoritas, amigo mío; lo que tú miras es el suelo, y con tal persistencia, que hace un momento creía que te ejercitabas en clasificar científicamente las piedras de los caminos.
—Te engañabas, Jaime.
El tono seco de la réplica puso fin a las bromas del recién llegado. Distraídamente sacó una cigarrera de su bolsillo y tendiéndola hacia su compañero:
—¿Quieres uno?—dijo.
—No, gracias.
—Son exquisitos...
—Me gusta el tabaco sin perfume; el tuyo no puede ser apreciado por un plebeyo como yo.
—¡Como quieras!...
Jaime Aubry de Chanzelles conocía demasiado a su amigo para insistir. Cerró la tabaquera con un golpe seco, encendió su cigarrillo, y, después de haber lanzado al espacio algunas bocanadas de humo, dijo:
—Brillante la fiesta, ¿eh?
—Muy brillante.
—¿Por qué has desertado del cotillón?
—Podría devolverte la pregunta.
—¡Oh! yo, es bien sencillo: me substraigo a las confidencias de mi prima. No habrás dejado de reparar que la querida Diana, siente por mí la clásica simpatía de las personas que se han criado juntas, cuando, por milagro, no se detestan. Pues, en estos casos, sucede una u otra cosa. Hacia los veinte años, por poco que escaseen los pretendientes, la prima descubre de pronto que el primo es lo que le conviene. De esta manera, no hay miedo de equivocarse, ni sobre el carácter, ni sobre la salud, ni sobre la fortuna. El mundo contempla el suceso con enternecimiento. Me parece que oigo los cuchicheos: «¿Saben ustedes la nueva? ¡Diana Gardanne se casa con su primo!—¡Oh! ¡querida mía, esto es delicioso!—¡Un casamiento por amor!—Lo creo, ¡se adoran desde la época en que paseaban en brazos de sus niñeras!» ¡Y así se escribe la historia!
Divertido, a pesar suyo, por el tono burlón de Jaime y por las exclamaciones grotescas con que recitaba su monólogo, Juan sonriéndose murmuró:
—Exageras...
—¡Absolutamente! Nadie pondrá en duda nuestro amor ardiente; nadie se dirá: Diana es una joven prudente; no tiene ninguno de los gustos, ninguna de las aspiraciones de su primo; pero, como los pretendientes no abundan, no quiere quedarse para vestir imágenes. La vida de familia la abruma; desea llevar una vida más mundana; entonces ¿por qué no echarle el anzuelo al primo? Y es por una serie de razonamientos semejantes, usuales en las jóvenes extremadamente prácticas, que no se preocupan de encontrar el amor en el matrimonio por lo que mi prima se ha decidido a amarme.
—¡Oh! considero a Diana Gardanne incapaz de hacer tales cálculos.
—Estás equivocado. Por disfrutar de fortuna, sospecho que está decidida a todo.
—¿La perspectiva de casarte con ella te asusta?...
—¡En efecto, nunca he tenido tanto miedo! Por eso, hace un momento, he pretextado una repentina indisposición para substraerme a los encantos del boston. No tengo ni sombra de carácter. Así es que evito con mucho cuidado, desde hace dos meses, lo que la querida niña llama: «nuestras deliciosas horas de intimidad.» Aunque su mirada es glacial y su nariz ostenta proporciones borbónicas, me conozco: si por desgracia me hablase de su ternura y de su admiración por mi hermosa inteligencia, en una noche como ésta, sería capaz de contestarle: «¡Como no!...» o «¡Perfectamente!» En fin, cualquiera de esas palabras apasionadas, irreparables, que lo hunden a uno en un abismo, para toda la vida.
—No haces mal el papel de bufón; sin embargo, no carece de encanto el casarse con una amiga de la infancia, cuyo carácter se conoce, cuyos gustos...
—¡Inocente! ¿Crees tú que jamás pueda conocerse a una joven? ¡Casi no me atrevo a alabarme de conocer a mi hermana!
—María Teresa tiene un carácter franco, leal... no comprendo cómo puedes compararla...
—Ciertamente; pero, en cuanto le llegue la hora de la ambición y el amor ¿sabemos lo que será? Papá, el otro día, le dijo, riéndose, que tenía seducido al Conde de Chateliez... Tú, como yo, la viste sonrojarse hasta parecer una amapola y murmurar:
—Padre, su amigo es algo maduro... ¿No ha pasado ya los cuarenta años?... Si fuera más joven, tal vez me dejaría tentar... Seduce el título de condesa. ¡Condesa María Teresa! ¡No haría mala frase!...
—Es cierto.
El tono sombrío con que Juan pronunció estas palabras, pareció a Jaime tan expresivo que estuvo a punto de exclamar:—¡Ea, cuéntame tu secreto, Juan! ¿Acaso no soy tu hermano, por nuestra larga intimidad? ¡Tómame por confidente, pobre diablo, y sufrirás menos!
Pero guardó silencio, conociendo la naturaleza altiva de su amigo, y los obstáculos serios que lo separan de su hermana.
Jaime piensa que lo mejor era provocar las confidencias. ¿Pero cómo? ¿El medio más sencillo no sería demostrar a Juan la misma confianza que reclamaba de él? Se apresuró, pues, a aprovechar la hora para llevar la conversación a un terreno propicio:
—¡Ah! el pensamiento de las jóvenes, es para nosotros indescifrable; su jardín secreto nos es inaccesible. Si nos aventuramos en él ¿será a fuerza de sutileza o a golpes de hacha como conseguiremos hallar el camino que conduce a su corazón? ¡Gran problema por resolver!
—¿Es esa la causa que te ha determinado a viajar? ¿Cuentas ejercitarte en los corazones extranjeros, antes de atacar los de nuestras compatriotas?
—¡Qué genio! ¡Reconozco la admirable ciencia de las sabias deducciones! ¡Has adivinado! ¡Marcho a estudiar el alma de la desconocida que amaré quizá!, y sobre todo... ¡Oh!, muy sobre todo... por huir de la joven que no amo. ¡Si supieras cuánta energía se tiene en estas tristes circunstancias! ¡Es espantoso! Mañana, tomaré el rápido para Strasburgo. Dentro de ocho días estaré en Viena. Pasaré a Budapest, y regresaré por el Tirol austriaco y la Suiza. Y tú ¿qué piensas hacer en tus vacaciones?
—Todavía no sé si las tendré. Tu padre y yo no podemos dejar a un mismo tiempo la fábrica. El señor Aubry me ha parecido algo fatigado en estos últimos días; desearía que descansase de una manera continua, en vez de veranear, como el año pasado, yendo y viniendo de Etretat a Creteil.
—En caso que él acepte mi combinación, yo permaneceré aquí. ¡Oh!—añadió contestando a un gesto de su amigo,—¡no me compadezcas! Me gusta la tranquilidad de mi casa. Ese pequeño pabellón que tu padre me hizo construir allá, al extremo del jardín, a orillas del Marne, es mi paraíso. Desde allí observo todo lo que pasa en la fábrica y en el parque. La arboleda que me aisla, no es tan espesa que me impida ver las avenidas... ¡He reunido tan buenos recuerdos en seis años que habito ese pabellón!
—¡Seis años ya! Me parece que ayer hacíamos los planos. ¿Recuerdas?
—¡Si me acuerdo! Tu hermana fue el hábil arquitecto y quien dibujó el jardín que lo rodea. Las rosas Niel y las yedras, que plantó contra las paredes, guarnecen ahora las ventanas; no puedo abrirlas sin creer ver a María Teresa con sus delicadas manos llenas de tierra, plantando las enredaderas...
—¡Qué buenos tiempos eran aquéllos! Ella tenía catorce años, tú veintitrés, yo veinte. ¡Qué dulce compañerismo nos unía entonces! ¡Y cómo nos trataba mi buena hermanita! Por tu culpa: ¡tú aprobabas todo lo que ella te decía!
—¡Bah, eran fantasías propias de su edad!
—¿Tú lo crees? Eran caprichos de una déspota insoportable.
—Sí, pero ¡qué corazón y qué sinceridad! ¡Jamás una mentira salió de sus labios! ¡Qué hermosa mirada resplandecía en sus ojos cuando se le corregían sus faltas!... siempre leves. Su inalterable alegría era contagiosa; yo corría y jugaba con ella como un chiquillo. ¡Hermoso tiempo en efecto! Todo eso ha pasado, concluido...
Jaime se mordió los labios para no reír; observó que el sentimiento exaltado convierte a los más inteligentes en seres ingenuos como niños.
—Mi buen Juan, todo el mal proviene de que hemos crecido.
—Tienes razón; cada año me aleja de María Teresa, y así es mejor, puesto que un abismo me separa de ella...
—No veo cuál es ese abismo. Tú, como mi padre, eres hijo de tus propias obras.
—Con esta diferencia, que tu padre pertenece a una distinguida familia; si un día conoció la miseria, antes había gozado de una buena fortuna y vivido en la alta sociedad.
—No hagamos juego de palabras, Juan. Voy a decirte, antes de mi partida, algo que hasta ahora he guardado para mí y que quiero hacerte conocer: siempre he deseado que tú y mi hermana os amaseis.
—¿Estás loco?
—No, no estoy loco. Y la emoción de tu voz me prueba que la mitad, por lo menos, de mi deseo se ha cumplido. Pero, hay que convenir, en que, con tu maldita modestia y tu gran orgullo, nunca llegarás a nada. Cada día te alejas más de María Teresa. La habitúas a no ver en ti más que un empleado fiel, cuando debías hacerle comprender tu gran valor. Tú, que tienes tan buena presencia como cualquiera de los jóvenes que la rodean; tú, en cuanto estás cerca de ella, tomas un aire sombrío y unas actitudes tímidas que te perjudican. Te complaces, se creería, en ser exclusivamente el hombre de la fábrica, cuando no debías olvidar que, educado con nosotros, casi lo mismo que nosotros, tienes el deber de transformarte en ciertas horas en hombre de mundo.
—Pero...
—¡No me interrumpas! Es así como quiero que te reveles a mi hermana. En vez de esto, te alejas de ella, huyes. ¿Cómo puedes esperar que ella te descubra? ¿Piensas que por sí sola, sin que la ayudes un poco, llegará a apreciar tu verdadero mérito, ni comprender al hombre de gran valor que solamente mi padre y yo conocemos?
—Sin embargo, no puedo ir a tirarle de la manga y decirle: ¡Atención, yo no soy un cualquiera!
—¡Eh! ¿Quién habla de eso? Veamos, ¿por qué no has bailado con ella esta noche? Has pasado el tiempo vagando como un marido, de puerta en puerta, para concluir por refugiarte aquí. Esto es absurdo, permíteme que te lo diga.
—No, Jaime, procedo con lealtad. No es posible que yo asuma la actitud que me indicas, sin abusar odiosamente de los inmensos beneficios que he recibido de tu padre. ¿Sé yo el destino que él aspira para su hija? Tengo la confianza del señor Aubry hasta el punto de que me trata como a un hijo; tengo una amplia libertad para hablar con María Teresa veinte veces al día ¿y me aprovecharía yo de estas circunstancias para ir a turbar la paz de su hija, procurando hacerme amar? ¡No, mil veces no! Tanto más, cuanto que esta vil seducción parecería inspirarse en una especulación abominable. ¿No se sospecharía que quiero adueñarme de la fábrica de cristales y convertirme en el sucesor de tu padre, solicitando la mano de tu hermana?
—¡Eres intratable!
—Soy sensato. Tu hermana puede aspirar a todo. ¿Quién soy yo para ella? Olvidas generosamente mi humilde origen, y la manera cómo tu padre me sacó de la miseria; ¡a mí me toca acordarme!
—Pero si María Teresa supiera... quien sabe si...
—Escucha, Jaime: Vas a jurarme que no harás nada porque lo sepa. Sería odioso y cruel. Ahora le soy indiferente ¿no me detestará si sabe que me atrevo a amarla? Amigo mío, te lo suplico, déjala en la ignorancia. Si ella supiese algo, yo la perdería para siempre. No tendría más esa confianza, ese abandono, que tiene cuando me habla; nuestras relaciones se harían tirantes, cesarían probablemente... ¡Jaime, te ruego, puesto que me has arrancado esta confidencia, que guardes el secreto!
—Te lo prometo. Pero ¿no sería mejor que yo hablase?
—¡Me perderías! ¡No, no! cállate, ¡por favor! Si hablas, dejo la casa, me marcho, huyo...
—Bueno, está bien, no diré nada. Adiós, Juan. Dentro de algunas horas estaré lejos; abracémonos, pues pasará mucho tiempo antes que nos veamos.
—Te deseo un feliz viaje, mi querido Jaime.
Se unieron en estrecho abrazo. Luego, Jaime subió al vestíbulo; su elegante silueta se destacó sobre el resplandor del salón iluminado, y pronto desapareció entre la muchedumbre.
Juan continuó sus paseos, no ya ante la casa, sino a la sombra protectora de una doble fila de tilos, bóveda sombría que desciende en suave pendiente desde el castillo hasta el Marne. Una dulce alegría, turbada por ligeros remordimientos, embarga su espíritu. Sin dejar de sentir infinita gratitud hacia Jaime, por no haberse indignado cuando le reveló el misterio de su corazón, lamenta no ser ya el único dueño de su querido secreto. Teme que una palabra, menos aún, una mirada, un gesto de Jaime, no sea una revelación para María Teresa. Y eso, Juan, no quiere que suceda. No solamente se reprocha su amor a la señorita Aubry de Chanzelles, sino que su gran preocupación subsiste: Si ella supiese que la amaba ¿no cambiaría de actitud hacia él?
Ante esta dolorosa perspectiva, sus ojos se velan, su corazón se contrae de angustia, y murmura, desesperado:
—¿Por qué no he tenido energía para negar? ¿Qué esperaba? ¿Que Jaime hiciera desaparecer la distancia que me separa de su hermana? ¡Locura, locura! ¡Con tal, Dios mío, que nadie sospeche la osadía de mi sueño!
Sufre, y su pensamiento evoca, con angustiosa lucidez, el lejano pasado. Se mira tal como era la tarde de invierno en que el azar lo puso ante el señor Aubry, en París, en el salón escolar del sexto distrito.
Un extraño fenómeno de su memoria sobreexcitada le produce una reminiscencia exacta no sólo de los hechos sino también de su estado de alma de niño. Experimenta casi la dolorosa opresión que paralizó su corazón y anudó su garganta a su entrada en el salón profusamente iluminado. Muchos niños están ahí acompañados de sus madres o de sus padres; él está solo y se siente pequeño, triste, desgraciado.
Los señores de la comisión escolar, sentados, tranquilos y solemnes, detrás de una ancha mesa cubierta con tapiz verde, se le figuran jueces, tan terribles, que trata de no ser visto; se esconde en un ángulo de la vasta sala.
Suenan nombres lanzados por los ujieres; algunas personas se levantan, hablan, salen. Juan mira casi inconsciente; de pronto ve adelantarse a una mujer hacia la mesa. La voz del alcalde, señor Aubry de Chanzelles, llega por primera vez a los oídos de Juan. El alcalde habla con claridad en un tono grave y benévolo. En vez de amonestar a aquella mujer, llamada a justificar las ausencias demasiado frecuentes de su hijo a la escuela, se afana en demostrarle la necesidad de velar sobre la instrucción y desarrollo de la inteligencia de los niños.
Juan, tranquilizándose poco a poco, escucha con atención. Cuando el señor Aubry, inclinado hacia la pobre mujer, la interroga con bondad, y luego oye las respuestas embrolladas de la desgraciada que se excusa de no poder mandar todos los días a su chico a la escuela, porque le ayuda en su trabajo, Juan no pierde una palabra de los consejos que le da el señor Aubry al explicar el verdadero interés del niño.
La buena mujer, muy conmovida, se aleja sin poder responder.
El gran salón se halla casi desierto. El señor Aubry va a levantar la sesión, cuando el ujier llama con voz sonora:
—¡Juan Durand!
Estas dos palabras, que hace tanto tiempo resonaron en el vasto salón de la alcaldía de la plaza de San Sulpicio, ¿por qué prodigio, su sonoridad llena aún los oídos de Juan? Se ve a sí mismo acercarse a la gran mesa de tapete verde con paso vacilante, arrastrando sobre la alfombra sus gruesos zapatos clavados.
Semejante a muchos chicuelos de París que han soportado duras privaciones, Juan se presenta con una figura flaca y demacrada. Intimidado y tembloroso, hace girar entre sus manos una vieja gorra color azul desteñido, y se detiene ante la comisión. El alcalde examina sus notas con aire grave. ¡Ah, desgracia! ¿por qué su rostro se llena de severidad?
—¿Qué significa esto, señor Durand?—interroga el señor Aubry.—Hace quince días que no se le ve a usted en la escuela. ¿Por qué eso, eh?
Juan baja la cabeza y con voz lastimera contesta:
—Es porque mamá estaba enferma y después se ha muerto.
—¿Muerto?
—Sí. La llevaron hace tres días...
Toda la severidad del alcalde desaparece; bondadosamente lo interroga:
—¿De qué enfermedad ha muerto tu mamá?
¡Oh, cómo recuerda Juan la emoción con que aquella frase fue dicha! Súbitamente recuperó la confianza y se hizo locuaz.
—Fue un día que llovía... en el ómnibus... Estuvo enferma un mes; pero el médico dijo en seguida que no podía hacerse nada porque estaba cansada de haber trabajado demasiado.
—¿En qué trabajaba tu madre?
—Era costurera para las tiendas. Cosía todo el día, y hasta por la noche. Yo quería trabajar para ayudarla, pero ella no quería. Decía siempre: Tienes que ir a la escuela para aprender.
—¿Y tu padre?
—Hace mucho tiempo que ha muerto también; era emplomador y se cayó de un techo cuando trabajaba.
—¿No tienes parientes?
—No, nadie.
—Después que ha muerto tu mamá ¿en dónde vives? ¿quién te da de comer?
—La portera de la casa, porque me quiere mucho. Dijo ella a su hermano, que es carpintero, que me tomase de aprendiz, y ahora trabajo...
El señor Aubry, pensativo, no lo escuchaba ya.
Juan recuerda el miedo que sintió creyendo haber hablado demasiado.
—Señores—dijo el alcalde dirigiéndose a los miembros de la comisión,—hemos concluido; pueden ustedes retirarse. Voy a ocuparme de este niño.
Y cuando se quedó solo con Juan, continuó sus interrogaciones.
—¿Te gusta trabajar de carpintero?
—¡Uf! ¿si me gusta?... el patrón es muy duro, cuando se emborracha pega fuerte.
Juan no ha olvidado aún la mirada llena de ternura con que el señor Aubry lo contempló durante largo tiempo, mirada penetrante y buena, que le dio valor.
—Ven acá, Juan Durand. Puesto que el oficio de carpintero no te gusta ¿quieres que yo sea tu patrón?
—¿Usted?
—Sí, yo.
Juan recuerda que dijo con desenfado:
—Pero si usted es el señor alcalde, no puede ser mi patrón...
El señor Aubry se sonreía.
—Sí, Juan, yo puedo ser tu patrón. Tengo una gran fábrica de cristales, y muchos obreros. Tú ya tienes edad bastante para comprender lo que te voy a decir; escúchame con atención. Yo he sido, como tú, un pobre niño desgraciado. Como tú, yo he tenido hambre, he tenido frío. Como tú, yo encontré un hombre que me socorrió. Me enseñó a trabajar y a tener perseverancia y valor, y ahora soy un hombre rico, considerado. Voy a hacer lo mismo contigo; te enseñaré a trabajar, y si tienes perseverancia y energía también serás rico.
Así diciendo, lo tomó de la mano y marchó a hablar a la portera protectora del huérfano.
Un mundo de pensamientos confusos agitaba el cerebro de Juan, estupefacto. En aquella misma hora, se asombraba de su suerte inverosímil, y en su corazón rebosaba la gratitud por los inmensos beneficios recibidos. ¿Y para demostrar su reconocimiento iría a pedir a su bienhechor la mano de su hija? ¡No! sería odioso, grotesco. ¡No, jamás confiará su amor ni al señor Aubry ni a María Teresa! Cualquiera que sea el destino que le reserve el capricho o la fantasía de la que ama, se consagrará a ella, en recompensa de la noble acción de su padre, que educó al hijo del pueblo, al huérfano pobre, con un esmero igual al que dedicó para la educación de su propio hijo.
Reflexionando de esta manera, recordando el pasado, Juan llegaba ante su pabellón, situado al borde del Marne. Era un pequeño chalet de grandes ventanas y levantados techos de tejas rojizas. María Teresa había sido casi su arquitecto, pues, cuando su construcción fue decidida, exigió que se copiase fielmente cierta casita pintoresca salida de la imaginación fantástica de Kate Greenway.
La noche huía, el día asomaba. El jardín dormido hasta hacía un momento, en el seno de las tinieblas, empezaba a revivir; por el cielo se extendía la argentina aurora de una finura de tonos exquisitos; los pájaros piaban débilmente, lanzando intermitentes cantos.
El joven penetró en su casita en busca de un reposo que calmase la agitación de sus pensamientos.