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Con la agencia rescate

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La mañana estaba resplandeciente. El agente Abondano salió de su pensión y sus ojos se fruncieron ante el choque de luz. Hacía días que no pisaba la calle. Aunque la dueña lo había cuidado con mucho esmero, a base de caldos de gallina, huevitos tibios y paños calientes, había perdido color. Un esparadrapo grande sobre la calva y una cicatriz, terminándose de cerrar sobre el ojo izquierdo, realzaban sus facciones.

Caminaba con pasos demasiado rápidos para su estado convaleciente. Apretaba con decisión un diario y un rictus de furor contenido torcía su boca bajo el bigote mosca. Mientras esperaba el cambio de semáforo, leyó nuevamente el aviso: «Agencia Privada de Investigaciones Rescate, está a sus órdenes para espionajes sentimentales y negociaciones con secuestradores y jaladores de carros. Financiamos su rescate con intereses módicos. Solicitamos los servicios de detectives calificados. Excelente sueldo». Enseguida aparecían la dirección y el teléfono.

Veinte minutos más tarde el agente Abondano estaba leyendo la placa en la puerta del establecimiento. La Agencia funcionaba en la planta baja de una casa pasada de moda, construida cuando los caleños ricos viajaban a París y volvían a edificar con balcones de frisos y hojarascas en alto relieve. La antesala estaba cubierta por recortes de periódicos de casos resueltos por la Agencia. Había de todos los colores. Algo muy interesante. Y un letrero: «No Se Reciben Cheques».

Abondano se sentó a esperar junto a dos aspirantes más: un jovenzuelo de largas patillas y de cuya cintura colgaba un Colt Treinta y Ocho de cañón largo, y un hombre de ruana, con peinilla al cinto. Éste lucía, además, una bien dibujada y vigorosa cicatriz de mejilla a mejilla, pasando por la boca.

El exagente fue recibido por el coronel M. El coronel estaba sentado al frente de un escritorio un poco usado. En un rincón se encontraba la bandera nacional algo desteñida. De las paredes colgaban diplomas y certificados de cursos de detectivismo por correspondencia.

M miró sonriente al exagente y, con un gesto, le invitó a sentarse mientras levantaba el auricular del teléfono que timbraba. M tenía la cabeza blanqueada por cincuenta años, buen color y la cara llena de arrugas largas y amables.

—Agencia Privada de Investigaciones Rescate —dijo con entusiasmo.

La voz excitada del otro lado soltó una retahíla. Era una dama.

—¿Cómo se llama la sirvienta, señora? —inquirió M —¿Rocío? Muy bien… Rocío Yepes… edad quince años… alta, delgada, morena, pelo negro lustroso hasta la cintura… usa tacones altos y minifalda…muy bien señora. ¿Y cómo se llamaba su esposo? Perdón, digo se llama… don Aureliano Restrepo, edad cuarenta y cinco años… profesión agente de seguros, estatura mediana, barrigón, feo… muy bien, señora… traje azul oscuro… muy bien, señora —M apuntaba con su mano derecha en una libreta —localizarlos, a ella viva o muerta, a él vivo… muy bien señora… y por favor su nombre señora… doña Anatolia Pacheco de Restrepo. ¿Edad misiá Anatolia? Y perdone… cuarenta y cuatro… muy bien señora, perfectamente misiá Anatolia, no se preocupe, claro que damos facilidades de pago. Tiene que dar una cuota inicial, para gastos. Dentro de una hora la visitará nuestro agente asignado al caso, al cual le rogamos darle todas las informaciones, sí señora, perfectamente, mucho gusto de oírla —M colgó.

—A sus órdenes, en qué podemos servirlo caballero —dijo M con una sonrisa. En ese momento Abondano observaba un par de enormes y sanos aguacates que había sobre el escritorio.

—Gracias don M yo vine por el aviso donde ustedes solicitan agente… —dijo Abondano con un poco de timidez.

—¿Tiene usted alguna experiencia? —preguntó M sonriendo.

—Cinco años en el Municipio Administrativo de Seguridad.

—¡Muy bien! Esto es lo que necesitamos, señor Abondano. Aspirantes hay muchos, como los dos que usted vio salir pero esta agencia es muy seria. Goza de mucho prestigio desde que era oficina de empleos. Ese prestigio ya es tradicional. Gente con experiencia es lo que necesitamos. A ese joven de las patillas largas, por ejemplo, sentí mucho decirle que no nos servía, porque se le notaba que era de una familia distinguida. Pero haberle estrellado el automóvil al papá no es una razón para meterse a detective. Y si no tienen verdadera vocación detectivesca no nos sirven. En cuanto al señor de la ruana, está muy bien ser conocedor de toda clase de armas y haber tenido mucho trote en tiempos de la violencia pero, ¿quién me asegura que el trote fue a favor de los chusmeros o de la policía? No se puede ir recibiendo a cualquiera, señor Abondano. Como observa, esta es una institución respetable. ¿Usted cuándo puede empezar?

El rostro de Jaime Abondano se iluminó. Adquirió el tono mesurado que indica al hombre seguro de sí mismo.

—Cuando usted lo disponga, don M, yo quiero trabajar con la ley para limpiar esta ciudad de pandilleros y ratas — dijo el exagente con voz súbitamente ronca y un saltito de su bigote mosca.

—Muy bien, estimado señor Abondano. Entonces usted se dedicará a casos por lo alto y a relaciones públicas… vamos a clasificarlo de una vez… —M tomó una tarjeta en blanco de la gaveta de su escritorio e hizo algunas anotaciones en el formulario de Abondano. —Tiene que traer tres fotografías tamaño cédula —dijo mirando brevemente al agente e hizo sonar un timbre.

Apareció la secretaria, una muchacha de cuarenta y cinco años, flaca, de nariz larga, que sonrió insinuante a Abondano, enseñándole una fina y bien trabajada prótesis dental.

—Señorita Zamudio, llene por favor esta tarjeta con los datos de nuestro nuevo agente, don Jaime Abondano —y le pasó los papeles.

—Muy bien coronel —la muchacha se retiró con una sonrisa.

M se inclinó hacia Abondano con aire confidencial:

—Vamos a conservarle su número de combate, mi estimado agente Abondano: 008. Queda clasificado como «relacionista público y casos por lo alto». Los dos ceros delante del ocho, estimado agente, le dan licencia para beber… —terminó con voz grave y mirándole directamente a los ojos.

008 contra Sancocho

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