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CANTO V

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ODISEO LLEGA A ESQUERIA

DE LOS FEACIOS

En esto, Eos se levantó del lecho, de junto al noble Titono, para llevar la luz a los inmortales y a los mortales. Los dioses se reunieron en asamblea, y entre ellos Zeus, que truena en lo alto del cielo, cuyo poder es el mayor. Y Atenea les recordaba y relataba las muchas penalidades de Odiseo. Pues se interesaba por éste, que se encontraba en el palacio de la ninfa:

«Padre Zeus y demás bienaventurados dioses inmortales, que ningún rey portador de cetro sea benévolo ni amable ni bondadoso y no sea justo en su pensamiento, sino que siempre sea cruel y obre injustamente, ya que no se acuerda del divino Odiseo ninguno de los ciudadanos entre los que reinaba y era tierno como un padre. Ahora éste se encuentra en una isla so­portando fuertes penas en el palacio de la ninfa Calipso y no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompa­ñen por el ancho lomo del mar. Y, encima, ahora desean ma­tar a su querido hijo cuando regrese a casa, pues ha marchado a la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noti­cias de su padre».

Y le contestó y dijo Zeus, el que amontona las nubes:

«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! ¿Pues no concebiste tú misma la idea de que Odiseo se venga­ra de aquéllos cuando llegara? Tú acompaña a Telémaco dies­tramente, ya que puedes, para que regrese a su patria sano y salvo, y que los pretendientes regresen en la nave.»

Y luego se dirigió a Hermes, su hijo, y le dijo:

«Hermes, puesto que tú eres el mensajero en lo demás, ve a comunicar a la ninfa de lindas trenzas nuestra firme decisión: la vuelta de Odiseo el sufridor, que regrese sin acompañamien­to de dioses ni de hombres mortales. A los veinte días llegará en una balsa de buena trabazón a la fértil Esqueria, después de padecer desgracias, a la tierra de los feacios, que son semejan­tes a los dioses, quienes lo honrarán como a un dios de todo corazón y lo enviarán a su tierra en una nave dándole bronce, oro en abundancia y ropas, tanto como nunca Odiseo hubiera sacado de Troya si hubiera llegado indemne habiendo obteni­do parte del botín. Pues su destino es que vea a los suyos, lle­gue a su casa de alto techo y a su patria.»

Así dijo, y el mensajero Argifonte no desobedeció. Conque ató, luego a sus pies hermosas sandalias, divinas, de oro, que suelen llevarlo igual por el mar que por la ilimitada tierra a la par del soplo del viento. Y cogió la varita con la que hechiza los ojos de los hombres que quiere y los despierta cuando duer­men. Con ésta en las manos echó a volar el poderoso Argifon­te y llegado a Pieria cayó desde el éter en el ponto, y se movía sobre el oleaje semejante a una gaviota que, pescando sobre los terribles senos del estéril ponto, empapa sus espesas alas en el agua del mar. Semejante a ésta se dirigía Hermes sobre las nu­merosas olas.

Pero cuando llegó a la isla lejana salió del ponto color viole­ta y marchó tierra adentro hasta que llegó a la gran cueva en la que habitaba la ninfa de lindas trenzas. Y la encontró dentro. Un gran fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo cedro y de incienso se extendía al arder a lo largo de la isla. Calipso tejía dentro con lanzadera de oro y cantaba con hermosa voz mientras trabajaba en el telar. En torno a la cueva había naci­do un florido bosque de alisos, de chopos negros y olorosos ci­preses, donde anidaban las aves de largas alas, los búhos y hal­cones y las cornejas marinas de afilada lengua que se ocupan de las cosas del mar.

Había cabe a la cóncava cueva una viña tupida que abunda­ba en uvas, y cuatro fuentes de agua clara que corrían cercanas unas de otras, cada una hacia un lado, y alrededor, suaves y frescos prados de violetas y apios. Incluso un inmortal que allí llegara se admiraría y alegraría en su corazón.

El mensajero Argifonte se detuvo allí a contemplarlo; y, luego que hubo admirado todo en su ánimo, se puso en camino hacia la ancha cueva. Al verlo lo reconoció Calipso, divina en­tre las diosas, pues los dioses no se desconocen entre sí por más que uno habite lejos. Pero no encontró dentro al magná­nimo Odiseo, pues éste, sentado en la orilla, lloraba donde muchas veces, desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y pesares, solía contemplar el estéril mar. Y Calipso, la divina entre las diosas, preguntó a Hermes haciéndolo sentar en una silla brillante, resplandeciente:

«¿Por qué has venido, Hermes, el de vara de oro, venerable y querido? Pues antes no venías con frecuencia. Di lo que piensas, mi ánimo me empuja a cumplirlo si puedo y es posible realizarlo. Pero antes sígueme para que te ofrezca los dones de hospitalidad.»

Habiendo hablado así, la diosa colocó delante una mesa lle­na de ambrosía y mezcló rojo néctar. El mensajero bebió y co­mió, y después que hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, le dijo su palabra:

«Me preguntas tú, una diosa, por qué he venido yo, un dios.

Pues bien, voy a decir con sinceridad mi palabra, pues lo man­das. Zeus me ordenó que viniera aquí sin yo quererlo. ¿Quién atravesaría de buen grado tanta agua salada, indecible? Además, no hay ninguna ciudad de mortales en la que hagan sacrificios a los dioses y perfectas hecatombes.

«Pero no le es posible a ningún dios rebasar o dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida. Dice que se encuentra contigo un varón, el más desgraciado de cuantos lu­charon durante nueve años en derredor de la ciudad de Pría­mo. Al décimo regresaron a sus casas, después de destruir la ciudad, pero en el regreso faltaron contra Atenea, y ésta les levantó un viento contrario. Allí perecieron todos sus fieles compañeros, pero a él el viento y grandes olas lo acercaron aquí. Ahora te ordena que lo devuelvas lo antes posible, que su destino no es morir lejos de los suyos, sino ver a los suyos y regresar a su casa de elevado techo y a su patria.»

Así dijo, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció, habló y le dijo palabras aladas:

«Sois crueles, dioses, y envidiosos más que nadie, ya que os irritáis contra las diosas que duermen abiertamente con un hombre si lo han hecho su amante. Así, cuando Eos, de rosados dedos, arrebató a Orión, os irritasteis los dioses que vi­vís con facilidad, hasta que la casta Artemis de trono de oro lo mató en Ortigia, atacándole con dulces dardos. Así, cuando Deméter, de hermosas trenzas, cediendo a su impulso, se unió en amor y lecho con Jasión en campo tres veces labrado. No tardó mucho Zeus en enterarse, y lo mató alcanzándolo con el resplandeciente rayo. Así ahora os irritáis contra mí, dioses, porque está conmigo un mortal. Yo lo salvé, que Zeus le destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo en me­dio del ponto rojo como el vino. Allí murieron todos sus no­bles compañeros, pero a él el viento y las olas lo acercaron aquí. Yo lo traté como amigo y lo alimenté y le prometí ha­cerlo inmortal y sin vejez para siempre. Pero puesto que no es posible a ningún dios rebasar ni dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida, que se vaya por el mar estéril si aquél lo impulsa y se lo manda. Mas yo no te despediré de cualquier manera, pues no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen sobre el ancho lomo del mar. Sin embargo, le aconsejaré benévola y nada le ocultaré para que llegue a su tierra sano y salvo.»

Y el mensajero, el Argifonte, le dijo a su vez:

«Entonces despídele ahora y respeta la cólera de Zeus, no sea que se irrite contigo y sea duro en el futuro.»

Cuando hubo hablado así partió el poderoso Argifonte.

Y la soberana ninfa acercóse al magnánimo Odiseo luego que hubo escuchado el mensaje de Zeus. Lo encontró sentado en la orilla. No se habían secado sus ojos del llanto, y su dulce vida se consumía añorando el regreso, puesto que ya no le agradaba la ninfa, aunque pasaba las noches por la fuerza en la cóncava cueva junto a la que lo amaba sin que él la amara. Du­rante el día se sentaba en las piedras de la orilla desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba al estéril mar derramando lágrimas.

Y deteniéndose junto a él le dijo la divina entre las diosas:

«Desdichado, no te me lamentes más ni consumas tu exis­tencia, que te voy a despedir no sin darte antes buenos conse­jos. ¡Hala!, corta unos largos maderos y ensambla una amplia balsa con el bronce. Y luego adapta a ésta un elevado tablazón para que te lleve sobre el brumoso ponto, que yo te pondré en ella pan y agua y rojo vino en abundancia que alejen de ti el hambre. También te daré ropas y te enviaré por detrás un viento favorable de modo que llegues a tu patria sano y salvo, si es que lo permiten los dioses que poseen el ancho cielo, quienes son mejores que yo para hacer proyectos y cum­plirlos.»

Así habló; estremecióse el sufridor, el divino Odiseo, y ha­blando le dirigió aladas palabras:

«Diosa, creo que andas cavilando algo distinto de mi mar­cha, tú que me apremias a atravesar el gran abismo del mar en una balsa, cosa difícil y peligrosa; que ni siquiera las bien equi­libradas naves de veloz proa lo atraviesan animadas por el fa­vorable viento de Zeus. No, yo no subiría a una balsa mal que te pese, si no aceptas jurarme con gran juramento, diosa, que no maquinarás contra mí desgracia alguna.»

Así habló; sonrió Calipso, divina entre las diosas, le acarició la mano y le dijo su palabra, llamándole por su nombre:

«Eres malvado a pesar de que no piensas cosas vanas, pues te has atrevido a decir tales palabras. Sépalo ahora la Tierra, y desde arriba el ancho Cielo y el agua que fluye de la Estige éste es el mayor y el más terrible juramento para los biena­venturados dioses que no maquinaré contra ti desgracia al­guna. Esto es lo que yo pienso y te voy a aconsejar, cuanto para mí misma pensaría cuando me acuciara tal necesidad. Mi proyecto es justo, y no hay en mi pecho un ánimo de hierro, sino compasivo.»

Hablando así la divina entre las diosas marchó luego delante y él marchó tras las huellas de la diosa. Y llegaron a la profun­da cueva la diosa y el varón. Éste se sentó en el sillón de don­de se había levantado Hermes, y la ninfa le ofreció toda clase de comida para comer y beber, cuantas cosas suelen yantar los mortales hombres. Sentóse ella frente al divino Odiseo y las siervas le colocaron néctar y ambrosía. Echaron mano a los alimentos preparados que tenían delante y después que se sa­ciaron de comida y bebida empezó a hablar Calipso, divina en­tre las diosas:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, ¿así que quieres marcharte enseguida a tu casa y a tu tierra pa­tria? Vete enhorabuena. Pero si supieras cuántas tristezas te deparará el destino antes de que arribes a tu patria, te queda­rías aquí conmigo para guardar esta morada y serías inmortal por más deseoso que estuvieras de ver a tu esposa, a la que continuamente deseas todos los días. Yo en verdad me precio de no ser inferior a aquélla ni en el porte ni en el natural, que no conviene a las mortales jamás competir con las inmortales ni en porte ni en figura.»

Y le dijo el muy astuto Odiseo:

«Venerable diosa, no te enfades conmigo, que sé muy bien cuánto te es inferior la discreta Penélope en figura y en estátu­ra al verla de frente, pues ella es mortal y tú inmortal sin vejez. Pero aun así quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa y ver el día del regreso. Si alguno de los dioses me maltra­tara en el ponto rojo como el vino, lo soportaré en mi pecho con ánimo paciente; pues ya soporté muy mucho sufriendo en el mar y en la guerra. Que venga esto después de aquello.»

Así dijo. El sol se puso y llegó el crepusculo. Así que se diri­gieron al interior de la cóncava cueva a deleitarse con el amor en mutua compañía.

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, Odiseo se vistió de túnica y manto, y ella, la ninfa, vistió una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocó al­rededor de su talle hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza, y a continuación se ocupó de la partida del magnánimo Odiseo. Le dio una gran hacha de bronce bien manejable, agu­zada por ambos lados y con un hermoso mango de madera de olivo bien ajustado. A continuación le dio una azuela bien pu­limentada, y emprendió el camino hacia un extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos y álamos negros y abetos que suben hasta el cielo, secos desde hace tiempo, rese­cos, que podían flotar ligeros. Luego que le hubo mostrado dónde crecían los árboles, marchó hacia el palacio Calipso, di­vina entre las diosas, y él empezó a cortar troncos y llevó a cabo rápidamente su trabajo. Derribó veinte en total y los cor­tó con el bronce, los pulió diestramente y los enderezó con una plomada mientras Calipso, divina entre las diosas, le lleva­ba un berbiquí. Después perforó todos, los unió unos con otros y los ajustó con clavos y junturas. Cuanto un hombre buen conocedor del arte de construir redondearía el fondo de una amplia nave de carga, así de grande hizo Odiseo la balsa. Plantó luego postes, los ajustó con vigas apiñadas y construyó una cubierta rematándola con grandes tablas. Hizo un mástil y una antena adaptada a él y construyó el timón para gobernarla. Cubrióla después con cañizos de mimbre a uno y otro lado para que fuera defensa contra el oleaje y puso encima mucha madera. Entre tanto, le trajo Calipso, divina entre las diosas, tela para hacer las velas, y él las fabricó con habilidad. Ató en ellas cuerdas, cables y bolinas y con estacas la echó al divino mar.

Era el cuarto día y ya tenía todo preparado. Y al quinto lo dejó marchar de la isla la divina Calipso después de lavarlo y ponerle ropas perfumadas. Entrególe la diosa un odre de ne­gro vino, otro grande de agua y un saco de víveres, y le añadió abundantes golosinas. Y le envió un viento próspero y cálido.

Así que el divino Odiseo desplegó gozoso las velas al viento y sentado gobernaba el timón con habilidad. No caía el sueño sobre sus párpados contemplando las Pléyades y el Bootes, que se pone tarde, y la Osa, que llaman carro por sobrenombre, que gira allí y acecha a Orión y es la única privada de los baños de Océano. Pues le había ordenado Calipso, divina entre las diosas, que navegase teniéndola a la mano izquierda. Navegó durante diecisiete días atravesando el mar, y al decimoctavo aparecieron los sombríos montes del país de los feacios, por donde éste le quedaba más cerca y parecía un escudo sobre el brumoso ponto.

El poderoso, el que sacude la tierra, que volvía de junto a los etiopes, lo vio de lejos, desde los montes Sólymos, pues se le apareció surcando el mar. Irritóse mucho en su corazón, y moviendo la cabeza habló a su ánimo:

«¡Ay!, seguro que los dioses han cambiado de resolución respecto a Odiseo mientras yo estaba entre los etíopes, que ya está cerca de la tierra de los feacios, donde es su destino esca­par del extremo de las calamidades que le llegan. Pero creo que aún le han de alcanzar bastantes desgracias.»

Cuando hubo hablado así, amontonó las nubes y agitó el mar, sosteniendo el tridente entre sus manos, e hizo levantarse grandes tempestades de vientos de todas clases, y ocultó con las nubes al mismo tiempo la tierra y el ponto. Y la noche sur­gió del cielo. Cayeron Euro y Noto, Céfiro de soplo violento y Bóreas que nace en cielo despejado levantando grandes olas. Entonces las rodillas y el corazón de Odiseo desfallecieron, e irritado dijo a su magnánimo espíritu:

«Ay de mí, desgraciado, ¿qué me sucederá por fin ahora? Mucho temo que todo lo que dijo la diosa sea verdad; me ase­guró que sufriría desgracias en el ponto antes de regresar a mi patria, y ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha ce­rrado Zeus el vasto cielo y agitado el ponto, y las tempestades de vientos de todas clases se lanzan con ímpetu!

«Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro veces los dánaos que murieron en la vásta Troya por dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi destino el día en que cantos troya­nos lanzaban contra mí broncíneas lanzas alrededor del Pelida muerto! Allí habría obtenido honores fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora está determinado que sea sorprendido por una triste muerte.»

Cuando hubo dicho así, le alcanzó en lo más alto una gran ola que cayó terriblemente y sacudió la balsa. Odiseo se preci­pitó fuera de la balsa soltando las manos del timón, y un terri­ble huracán de mezclados vientos le rompió el mástil por la mitad. Cayeron al mar, lejos, la vela y la antena, y a él lo tuvo largo tiempo sumergido sin poder salir con presteza por el ím­petu de la ingente ola, pues le pesaban los vestidos que le había dado la divina Calipso.

A1 fin emergió mucho después y escupió de su boca la amarga agua del mar que le caía en abundancia, con ruido, desde la cabeza. Pero ni aun así se olvidó de la balsa, aunque estaba agotado, sino que lanzándose entre las olas se apoderó de ella. El gran oleaje la arrastraba con la corriente aquí y allá. Como cuando el otoñal Bóreas arrastra por la llanura los espi­nos y se enganchan espesos unos con otros, así los vientos la llevaban por el mar por aquí y por allá. Unas veces Noto la lanzaba a Bóreas para que se la llevase, y otras Euro la cedía a Céfiro para perseguirla.

Pero lo vio Ino Leucotea, la de hermosos tobillos, la hija de Cadmo que antes era mortal dotada de voz, mas ahora par­ticipaba del honor de los dioses en el fondo del mar. Compa­decióse de Odiseo, que sufría pesares a la deriva, y emergió vo­lando del mar semejante a una gaviota; se sentó sobre la balsa y le dijo:

«¡Desgraciado! ¿Por qué tan acerbamente se ha encolerizado contigo Poseidón, el que sacude la tierra, para sembrarte tan­tos males? No te destruirá por mucho que lo desee. Conque obra del modo siguiente, pues paréceme que eres discreto: quí­tate esos vestidos, deja que la balsa sea arrastrada por los vien­tos, y trata de alcanzar nadando la tierra de los feacios, donde es tu destino que te salves. Toma, extiende este velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni morir. Mas cuando alcan­ces con tus manos tierra firme, suéltalo enseguida y arrójalo al ponto rojo como el vino, muy lejos de tierra, y apártate lejos.»

Cuando hubo hablado así la diosa, le dió el velo, y con pres­teza se sumergió en el alborotado ponto, semejante a una ga­viota, y una negra ola la ocultó. El divino Odiseo, el sufridor, dio en cavilar y habló irritado a su magnánimo corazón:

«¡Ay de mí! ¡No vaya a ser que alguno de los inmortales urde contra mí una trampa, cuando me ordena abandonar la balsa! Mas no obedeceré, que yo vi a lo lejos con mis propios ojos la tierra donde me dijo que tendría asilo. Más bien, pues me parece mejor, obraré así: mientras los maderos sigan uni­dos por las ligazones permaneceré aquí y aguantaré sufriendo males, pero una vez que las olas desencajen la balsa me pondré a nadar, pues no se me alcanza prevision mejor.»

Mientras esto agitaba en su mente, y en su corazón, Posei­don, el que sacude la tierra, levantó una gran ola, terrible y pe­nosa, abovedada, y lo arrastró. Como el impetuoso viento agi­ta un montón de pajas secas que dispersa acá y allá, así disper­só los grandes maderos de la balsa. Pero Odiseo montó en un madero como si cabalgase sobre potro de carrera y se quitó los vestidos que le había dado la divina Calipso. Y al punto exten­dió el velo por su pecho y púsose boca abajo en el mar, exten­didos los brazos, ansioso de nadar.

Y el poderoso, el que sacude la tierra, lo vio, y moviendo la cabeza, habló a su ánimo:

. «Ahora que has padecido muchas calamidades vaga por el ponto hasta que llegues a esos hombres vástagos de Zeus. Pero ni aun así creo que estimarás pequeña tu desgracia.»

Cuando hubo hablado así, fustigó a los caballos de hermosas crines y enfiló hacia Egas, donde tiene ilustre morada.

Pero Atenea, la hija de Zeus decidió otra cosa: cerró el ca­mino a todos los vientos y mandó que todos cesaran y se cal­maran; levantó al rápido Bóreas y quebró las olas hasta que Odiseo, movido por Zeus, llegara a los feacios, amantes del remo, escapando a la muerte y al destino.

Así que anduvo éste a la deriva durante dos noches y dos días por las sólidas olas, y muchas veces su corazón presintió la muerte. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, cesó el viento y se hizo la calma, y Odiseo vio cerca la tie­rra oteando agudamente desde lo alto de una gran ola. Como cuando parece agradable a los hijos la vida de un padre que yace enfermo entre grandes dolores, consumiéndose durante mucho tiempo, pues le acomete un horrible demón y los dioses le libran felizmente del mal, así de agradable le parecieron a Odiseo la tierra y el bosque, y nadaba apresurándose por poner los pies en tierra firme. Pero cuando estaba a tal distancia que se le habría oído al gritar, sintió el estrépito del mar en las ro­cas. Grandes olas rugían estrepitosamente al romperse con es­truendo contra tierra firme, y todo se cubría de espuma mari­na, pues no había puertos, refugios de las naves, ni ensenadas, sino acantilados, rocas y escollos. Entonces se aflojaron las ro­dillas y el corazón de Odiseo y decía afligido a su magnánimo corazón:

«¡Ay de mí! Después que Zeus me ha concedido inesperada­mente ver tierra y he terminado de surcar este abismo, no en­cuentro por dónde salir del canoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas, y alrededor las olas se levantan estrepitosamente, y la roca se yergue lisa y el mar es profundo en la orilla, sin que sea posible poner allí los pies y escapar del mal. Temo que al salir me arrebate una gran ola y me lance contra pétrea roca, y mi esfuerzo sería inútil. Y si sigo nadando más allá por si en­cuentro una playa donde rompe el mar oblicuamente o un puerto marino, temo que la tempestad me arrebate de nuevo y me lleve al ponto rico en peces mientras yo gimo profunda­mente, o una divinidad lance contra mí un gran monstruo ma­rino de los que cría a miles la ilustre Anfitrite. Pues sé que el ilustre, el que sacude la tierra, está irritado conmigo.»

Mientras meditaba esto en su mente y en su corazón, lo arrastró una gran ola contra la escarpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiese inspirado a su ánimo lo siguiente: lan­zóse, asió la roca con ambas manos y se mantuvo en ella gi­miendo hasta que pasó una gran ola. De este modo consiguió evitarla, pero al refluir ésta lo golpeó cuando se apresuraba y lo lanzó a lo lejos en el ponto. Como cuando al sacar a un pul­po de su escondrijo se pegan infinitas piedrecitas a sus tentácu­los, así se desgarró en la roca la piel de sus robustas manos.

Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgra­ciado Odiseo contra lo dispuesto por el destino si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiera inspirado sensatez. Así que emergiendo del oleaje que rugía en dirección a la costa, nadó dando cara a la tierra por si encontraba orillas batidas por las olas o puertos de mar. Y cuando llegó nadando a la boca de un río de hermosa corriente, aquél le pareció el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del viento. Y al advertir que fluía le suplicó en su ánimo:

«Escucha, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, muy deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Poseidón. Incluso los dioses inmortales respetan al hombre que llega errante como yo llego ahora a tu corriente y a tus rodillas des­pués de sufrir mucho. Compadécete, soberano, puesto que me precio de ser tu suplicante.»

Así dijo; hizo éste cesar al punto su corriente, retirando las olas, e hizo la calma delante de él, llevándolo salvo a la misma desembocadura. Y dobló Odiseo ambas rodillas y los robustos brazos, pues su corazón estaba sometido por el mar. Tenía todo el cuerpo hinchado, y de su boca y nariz fluía mucho agua salada: así que cayó sin aliento y sin voz y le sobrevino un te­rrible cansancio. Mas cuando respiró y se recuperó su ánimo, desató el velo de la diosa y lo echó al río que fluye hacia el mar, y al punto se lo llevó una gran ola con la corriente y lue­go la recibió Ino en sus manos. Alejóse del río, se echó delante de una junquera y besó la fértil tierra. Y, afligido, decía a su magnánimo corazón:

«¡Ay de mí! ¿Qué me va a suceder? ¿Qué me sobrevendrá por fin? Si velo junto al río durante la noche inspiradora de preocupaciones, quizá la dañina escarcha y el suave rocío ven­zan al tiempo mi agonizante ánimo a causa de mi debilidad, pues una brisa fría sopla antes del alba desde el río. Pero si subo a la colina y umbría selva y duermo entre las espesas matas, si me dejan el frío y el cansancio y me viene el dulce sueño, temo convertirme en botín y presa de las fieras.».

Después de pensarlo, le pareció que era mejor así, y echó a andar hacia la selva y la encontró cerca del agua en lugar bien visible; y se deslizó debajo de dos matas que habían nacido del mismo lugar, una de aladierma y otra de olivo. No llegaba a ellos el húmedo soplo de los vientos ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los atravesaba de un extremo a otro (tan apretados crecían entrelazados uno con el otro). Bajo ellos se introdujo Odiseo, y luego preparó ancha cama con sus manos, pues había un gran montón de hojarasca como para acoger a dos o tres hombres en el invierno por ri­guroso que fuera. A1 verla se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y se acostó en medio y se echó encima un montón de ho­jas. Como el que esconde un tizón en negra ceniza en el extre­mo de un campo (y no tiene vecinos) para conservar un ger­men de fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte, así se cubrió Odiseo con las hojas y Atenea vertió sobre sus ojos el sueño para que se le calmara rápidamente el penoso cansancio, cerrándole los párpados.

Homero - Odisea

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