Читать книгу La cólera en los tiempos del amor - Hongópolis - Страница 5
Sin sentimiento
ОглавлениеTítulo alternativo: El cantar de los cantares
Yo, con 15 primaveras y 180 centímetros, sufría de una virginidad eterna y un alcoholismo precoz. Empecé a beber porque los muchachos de las fiestas de 15 no me sacaban a bailar porque era muy alta. Entonces, me quedaba sola con mi mejor vestido y mi mejor peinado junto con un montón de cócteles de colores y, viendo hasta las abuelitas bailar, me tomaba todos los tragos de la mesa. La pasaba mejor que todo el mundo porque, aunque se formaban parejitas muy «You make me go all Green Day», por ser preadolescentes no pasaban de miraditas y sonrojos.
Y nadie,
N–A–D–I–E,
vive de miraditas y sonrojos.
Por eso, mientras fui sardina, ni me dedicaron November rain, ni me besaron. Los hombres no estaban en el panorama, yo estaba muy ocupada tomando como uno.
Con 16 años, cuando estuve en edad de merecer y merecí, me dediqué con mi primer novio al besuqueo que, una vez descubierto, era lo único a lo que nos queríamos dedicar. ¡Oh, dulce besuqueo del bueno! Una de esas eternas sesiones fue en mi casa: Jorge y yo abrazados, acaramelados, sobre mi colcha de ositos, en mi cama de tamaño sencillo, ignorando la película de zombis que habíamos puesto por tercera vez; completamente vestidos, pero cachete con cachete, pechito con pechito, ombligo con ombligo y la cara roja.
Cantar de los cantares. Mientras tanto, todos los peluches del cuarto nos observan en silencio, pero gratamente sorprendidos, Toy Story XXX. De la nada, entra mi abuela con una escoba en mano gritando «¡sueltealaniñacarajoooo!» y el primer amor sale huyendo despavorido por cuenta de mi dignidad. Jorge, de piel blanquísima, babas tiernas con sabor a manzana verde; Jorge, que me dio mi primer beso, salió de mi casa sin despedirse con sus manos rellenitas. Jorge, la última vez que me comuniqué contigo fue cuando terminaste nuestro romance vía Messenger argumentando incompatibilidad de caracteres (con mi abuela, claro). Después me enteraría de que empezaste a salir con la novia de tu mejor amigo, que la convertirías en tu novia eterna, que ella tiene ojeras y que tú vendes Herbalife. Gracias, Facebook; esa información no me hace sentir mejor, pero tampoco peor.
Me decepcioné porque de Jorge, además de lecciones en sobeteo adolescente y en besos, esperaba instrucciones en anatomía (en la suya y en la mía). Me explico: tenía 12 la primera vez que intenté utilizar un tampón y a los 17 seguía sin saber utilizar uno. Usé pañal (así se siente una toalla higiénica de un tamaño medio a grande) como un millón de años porque, aunque lo intenté todo, nunca atiné a meterme un tampón. Primero traté con lo más lógico, leer y seguir las nada claras instrucciones de la caja:
«Suba la pierna e inserte».
¡YO NECESITO ALGO MÁS QUE ESO! Querida gente que vive de hacer instructivos para cajas de tampones: no me los veo, pero al tocar, creo que hay como siete huecos. •••••••
¿Cómo así que «suba una pierna al inodoro»? ¿Qué tal que se caiga la tapa o me caiga yo? ¿O que se caiga la tapa encima de mi pierna y que tengan que venir los bomberos y que tengan que verme con los pantalones abajo y, peor, que tengan que verme con el tampón ¡EN LA MANO!? El dibujo de atrás de la caja, en el que hay un humano cortado a la mitad, tampoco ayudó, porque lo vi y pensé: «yo no tengo eso».
La segunda vez que intenté instalarme un tampón cometí el error de utilizar uno sin aplicador en un viaje que incluía piscina. Con maña traté de metérmelo y… técnicamente me lo metí, pero quedé caminando como un Tiranosaurio rex. Al salir del baño pensaba que toda la gente que me miraba sabía que tenía un tampón muy mal acomodado. Cuando me zambullí me di cuenta de que estaba muy, muy, muy, muy mal puesto y empecé a flotar.
Me salí.
Después de probar todas las marcas; de subir la pierna a todas las alturas posibles; de acuclillarme; de tratar con un espejo; de arrodillarme; de ver videos, ilustraciones y audiolibros, decidí que era hora de probar con un «aplicador» de verdad. Y así comienza la romántica historia que les contaré a mis nietos de por qué tuve sexo por primera vez en mi vida: para saber con seguridad por dónde coños se metía el tampón1.
A los 18 descubrí a Cristoph, un compañero de clase que me invitó a una fiesta en su casa. De fiesta en fiesta, un día llegué en una ocasión en la que no había invitados, pero sí una inundación; sacamos el agua a baldados, descalzos y, en una inverosímil escena de película romántica, pasamos a su habitación sin ninguna excusa más que, citando a Ricky Martín, «secarnos lo mojao».
Nos desvestimos.
Nos tocamos.
Y al momento de la verdad, cuando todo era perfecto (él era terriblemente bello, yo estaba muy emocionada; éramos jóvenes y flexibles), le dije así, de rapidez: —soyvirgen— (por aquello de que no pensara que me había asesinado cuando empezara la sangre).
Le estiro la trompa para seguir besándolo y él me aparta agarrándome los hombros, y la pantera se convierte en Hello Kitty.
—¿En serio?
—Ajá —le digo otra vez, rapidito, como para quitarle importancia al asunto, y me inclino de nuevo para besarlo.
—Ayyy… linda —dice y me da un beso… en la frente. Se queda mirando al vacío y me envuelve con una sábana, nos sentamos al borde de la cama y me acaricia la cabeza como quien acaricia un perrito chiquito.
(Él, en un ataque de ternura)
—No sabía.
(Yo, poniendo cara de alguien a quien no quieres adoptar)
—Tranquilo que yo sí sabía. Ehh… ¿en qué íbamos?
(Él, ya con las bujías2 del motor apagadas).
—No podemos.
(Yo, estirando la boca de nuevo)
—Yo sí puedo.
(Él, condescendiente)
—No puedo hacerte esto. Es decir, es que no vamos a ser novios, yo me quedo muy poco tiempo.
Christoph es alemán. Yo no sabía alemán para ese entonces, pero hay palabra muy larga para decir: quiero-estrenarme-contigo-y-en-serio-lo-juro-de-verdad-no-me-importa-que-sea-mi-primera-vez-y-aunque-no-seamos-novios-o-prometidos-o-esposos-me-parece-bien-porque-eres-guapísimo-y-a-decir-verdad-te-quiero-para-no-seguir-usando-toallas-higiénicas-porque-hacensudar-y-se-ven-a-través-del-pantalón-y-suenan-cuando-camino3.
Esa misma noche Christoph me llevó hasta mi casa y, si no es porque no lo dejo, sube a decirle a mi mamá que mi celofán estaba intacto. Un tiempo después me dijo que, si íbamos a hacerlo sin ser novios, por lo menos quería sacarme apropiadamente en una cita. La salida es a un bar de su escogencia, «Tumbao», un sitio encaletado sin letreros por fuera al que se entra diciendo una palabra clave. Voy con él de la mano, nos veo en los espejos que recubren todas las paredes del lugar. Aunque no es rubio, todo el mundo sabe que es extranjero gracias a su camisa licrada de cuello de tortuga y sus ojos rabiosamente azules que lo delatan. Todo fue idea suya, fue muy enfático pidiendo que fuéramos a un bar de salsa.
—Bailo tres veces a la semana —me dice meneando los hombros.
En la pista, abre un brazo hacia el lado, me mira dramáticamente, abre el otro, baja la barbilla al pecho y cierra los ojos. Hace un solo de danza contemporánea con una clara (y fallida) intención de tropicalidad; no me toca durante el intro de la canción. Me rodea haciendo su bailoteo y yo, atónica con este performance, veo por encima del hombro al resto de la gente del bar a ver si estoy alucinando. Pero todas las mesas comparten mi sorpresa (risa). Concentrado en hacer su convulsivo movimiento de lombriz saltando en aceite caliente, justo cuando pienso que ya nada puede empeorar el show, me incluye. Pone mi mano izquierda en su nuca y me agarra de la muñeca derecha para que yo pase lentamente la mano abierta sobre su pectoral.
Varias veces.
Lentamente.
Cuando por fin nos sentamos, pregunto:
—¿Qué significa que bailas tres veces a la semana? —Probablemente lo hace en un salón de baile viéndose al espejo con un leotardo brillante, batiendo unas maracas imaginarias, moviendo la cadera, mordiéndose el labio inferior, haciendo lo que cree que es un paso de Shakira.
—En una academia —dice con orgullo, interpretando como admiración las insistentes miradas de todos los presentes.
Con todas las canciones pasa el mismo desastre, pero en diferentes versiones. A pesar de mis indicaciones de que la coja suave, que intente dar menos vueltas y, sobretodo, que deje de hacer una venia al final de cada canción, me mira mal por intentar darle consejos a un profesional. Inicio entonces la «Operación Tapa Roja», porque si no puedo convencerlo, al menos puedo marearlo. El tipo aguanta como un Panzer4.
En la quinta canción que bailamos me pisa y le digo mirando hacia abajo:
—No sé qué estás haciendo con los pies.
—Fácil, solo haz un hexágono.
Si este tipo hace hexágonos bailando, no sé qué hará tirando.
Fin de la fiesta.
Mejor me quedo virgen y uso toallas para siempre.
Verzeihung, baby, your hips do lie5.
Fin de las citas por un largo rato.
Eventualmente llegué a conocer el sexo adulto. Lo de la pérdida de la virginidad fue de cero alboroto. Cuando lo hice salió sangre. Al susodicho le dije que me había llegado la regla. ¡Vaya casualidad! Yo nunca le conté y él no pagó dote, todos contentos. Nuestras primeras faenas fueron un fracaso, pero al menos pude ponerme un tampón bien puesto, justo lo que quería. Mauricio (el susodicho) estaba estudiando en un país a 14 horas en avión de distancia. Venía de visita tres veces al año y nos veíamos para jugar a hacernos el desayuno, ponernos apodos en diminutivo a las partes del cuerpo y a unirnos los lunares de la espalda con dibujos imaginarios.
Cuando estaba lejos, de tanto en tanto, nos poníamos cita en Skype para preguntamos cómo nos había ido y vernos sin camisa. Calculábamos la diferencia horaria para desearnos buenas noches. Nos mandábamos notas de voz, fotos de animales tiernos, saludos a nuestras familias y regalos por correo en cumpleaños y Navidad.
Peleábamos, nos contentábamos, peleábamos. En la práctica, una relación; en la teoría no la llamábamos así porque él creía que aplicaba más el término «amigos».
Siempre quise decirle y no le dije que yo no trato así a mis amigos6
Yo por un amigo no estaría un viernes en la noche sobre mi cama, con ropa nueva con la que no voy a salir a ningún lado, porque no quiero salir con nadie que no sea Mauricio. En ese instante él está en Ibiza mientras yo escucho lo que por a WhatsApp me mandó: entre interferencias y ruidos, clama tener una mala conexión a Internet, así que los (pocos) mensajes que recibo son su voz tapada por un murmullo que se compone de exactamente los siguientes sonidos:
1 Un beat de electrónica.
2 Una masa de idiomas.
3 El susurro que produce la fricción entre tangas y nalgas de una caterva de universitarias en bikini; europeas borrachas que disfrutan la disolución en tequila de sus modales, mientras bailan demasiado cerca de quien yo llamo «lo mío» (este es el que escucho con más nitidez).
Sin darme cuenta, termino de narices revisando en Facebook las sujetas que puede que estén con mi (¿?) consorte. Es decir, es un mal polvo, pero ¡ey, es MI mal polvo! La primera es una chica que se llama Nele, una rubia con cara de comercial (de perfumes, no de fajas).
Coño.
Bajo y reviso. Veo sus fotos y me arrepiento en el acto; tiene pinta de ser la única ucraniana del mundo y de las galaxias cercanas que sabe bailar reguetón. Sigo mirando y lo siguiente es un beso fiestero entre Nele y otra mona sacada de una película porno. Cada foto tiene al menos 300 likes.
En contra de todo mi sentido común7 y mi instinto de autoconservación, hago scroll hacia abajo con la esperanza que esta sea la única tipa guapa y sigo husmeando; sus amigos son en su mayoría ingenieros con cara de nunca haber estrenado la herramienta8. Pero pronto llego a Tara: una pelirroja con pantalones de invierno y sin calzones (sé que no los tiene porque se VE que no los tiene) y ¡oh, sorpresa!, es adicta al Crossfit.
Respiro (trato). Tal vez de su lista de amigas sean solo dos las que están buenas (me miento). La siguiente es la señorita Gabovich, de labios furiosamente rojos y una hectárea de escote tallado en un mármol prístino. Como si no fuera suficiente su europeidad del Este toda derramada, es también investigadora en un instituto de física atómica.
Sigo bajando (porque ajá, porque ya untada la mano untado el brazo); la siguiente es una tal Olga, una gafufita en camisa transparente y con un doctorado en ingeniería química.
Claro, ¿para qué le sirve llamarse novio de esto tan mal acomodo cuando tiene ese buffet all you can eat al alcance de la mano?
Pasé un buen tiempo con él descubriendo lo que no me gusta. Entre lo más memorable está que nunca (NUNCA) se quitaba las medias (no, no eran medias lindas) y que antes de venirse (con medias) (él), hiciera propuestas de matrimonio9.
A los 22 todavía no entendía cuál era el alboroto que todo el mundo armaba con el sexo, pero tampoco quería que me quitaran lo poco que tenía. Estaba satisfecha con mi no–relación por Skype, no me hacía falta nada más. De hecho, no sabía que ESO era algo que me hiciera falta hasta que llegó un hombre mucho mayor que yo, pero con mejor estado físico: Camilo, 43 años (la gente le pone mucho menos aunque en sus exámenes de sangre ya llamen la atención los triglicéridos), caleño, ni rico ni pobre, siempre de tenis o de mocasines. Tiene como mayor cualidad la buena onda. Periodista, profesor universitario. Hijo de periodista, el de la mitad entre dos hermanos, uno de los pocos hombres con sentido del humor que conozco, de risa joven y gustos musicales de puberto.
Después de una nota que me dejó en un parcial, algunos almuerzos, varios correos y un par de tintos más, nos sentíamos como adolescentes, pero nos tocábamos como adultos.