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I. Abraham: La seguridad a cualquier precio

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Los relatos de Gn 12, 10-20 y Gn 20, 1-28 que nos ocupan en este capítulo, tienen un tono muy arcaico. El episodio principal revela su origen en una cultura de costumbres elementales, en la que las leyes de la convivencia pueden resultarnos no sólo extrañas, sino también chocantes y de mal gusto. También el comportamiento de las personas que intervienen puede suscitar la misma impresión.

Lo extraño de ambos textos es que el mismo episodio se repite en la vida de Abraham y de Sara en lugares diferentes pero bajo circunstancias semejantes. Para facilitar su comprensión presentamos a los dos relatos en forma paralela o sinóptica que deja ver los elementos comunes y las diferencias.

Génesis 12, 10:

Hubo hambre en el país, y Abram bajó a Egipto a pasar allí una temporada, pues el hambre abrumaba al país. 11 Estando ya próximo a entrar en Egipto, dijo a su mujer Saray: Mira, yo sé que eres mujer hermosa. 12 En cuanto te vean los egipcios, dirán: Es su mujer, y me matarán a mí, y a ti te dejarán viva. 13 Di, por favor, que eres mi hermana, a fin de que me vaya bien por causa tuya, y viva yo en gracia a ti. 14 Efectivamente cuando Abram entró en Egipto, vieron los egipcios que la mujer era muy hermosa. 15 Viéronla los oficiales de Faraón, los cuales se la ponderaron, y la mujer fue llevada al palacio de Faraón. 16 Este trató bien por causa de ella a Abram, que tuvo ovejas, vacas, asnos, siervos, siervas, asnas y camellos. 17 Pero Yahvé hirió a Faraón y a su casa con grandes plagas por lo de Saray, la mujer de Abram. 18 Entonces Faraón llamó a Abram, y le dijo: ¿Qué es lo que has hecho conmigo? ¿Por qué no me avisaste de que era tu mujer? 19 ¿Por qué dijiste: Es mi hermana, de manera que yo la tomé por mujer? Ahora, pues, he ahí a tu mujer: toma y vete. 20 Y Faraón ordenó a unos cuantos hombres que le despidieran a él, a su mujer y todo lo suyo.

Génesis 20, 1:

Trasladóse de allí Abraham al país del Négueb, y se estableció entre Cadés y Sur. Habiéndose avecindado en Guerar, 2 decía Abraham de su mujer Sara: Es mi hermana. Entonces el rey de Guerar, Abimélek, envió por Sara y la tomó. 3 Pero vino Dios a Abimélek en un sueño nocturno y le dijo: Date muerto por esa mujer que has tomado, y que está casada. 4 Abimélek, que no se había acercado a ella, dijo: Señor, ¿es que asesinas a la gente aunque sea honrada? 5 ¿No me dijo él a mí: Es mi hermana, y ella misma dijo: Es mi hermano? Con corazón íntegro y con manos limpias he procedido. 6 Y le dijo Dios en el sueño: Ya sé yo también que con corazón íntegro has procedido, como que yo mismo te he estorbado de faltar contra mí. Por eso no te he dejado tocarla. 7 Pero ahora devuelve la mujer a ese hombre, porque es un profeta; él rogará por ti para que vivas. Pero si no la devuelves, sábete mucho. 9 Luego llamó Abimélek a Abraham, y le dijo: ¿Qué has hecho con nosotros, o en qué te he faltado, para que trajeras sobre mí y mi reino una falta tan grande? Lo que no se hace has hecho conmigo. 10 Y dijo Abimélek a Abraham: ‘¿Qué te ha movido a hacer esto? 11 Dijo Abraham: Es que me dije: Seguramente no hay temor de Dios en este lugar, y van a asesinarme por mi mujer. 12 Pero es que, además, es cierto que es hermana mía, hija de mi padre aunque no de mi madre, y vino a ser mi mujer. 13 Y desde que Dios me hizo vagar lejos de mi familia, le dije a ella: Vas a hacerme este favor: a dondequiera que lleguemos, dices de mí: Es mi hermano. 14 Tomó Abimélek ovejas y vacas, siervos y esclavas, se los dio a Abraham, y le devolvió su mujer Sara. 15 Y dijo Abimélek: Ahí tienes mi país por delante: quédate donde se te antoje. 16 A Sara le dijo: Mira, he dado a tu hermano mil monedas de plata, que serán para ti y para los que están contigo como venda en los ojos, y de todo esto serás justificada. 17 Abraham rogó a Dios, y Dios curó a Abimélek, a su mujer, y a sus concubinas, que tuvieron hijos; 18 pues Yahvé había cerrado absolutamente toda matriz de casa de Abimélek, por lo de Sara, la mujer de Abraham.

1. Los textos

2. La versión de Gn 12, 10-20 es la más breve, antigua y de estructura más simple. Abram – el nombre se cambiará en Abraham, “padre de muchos pueblos”, recién en Gn 17, 5 – acaba de recibir de Dios la orden de abandonar su patria para ir a una nueva tierra que le dará para llegar a formar una gran nación (Gn 12, 1-2). Dios mismo le asegura su bendición protectora: Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra (Gn 12, 3).

Las cosas toman un giro sorprendente cuando, justamente en Canaán que es la tierra prometida, irrumpe una gran hambre en la región que lo obliga a ir hacia el sur hasta llegar a Egipto (Gn 12, 10). Allí se desarrolla el episodio que nos ocupa.

La conducta de Abram carece de nobleza y muestra falta de fortaleza para afrontar una situación que podía volverse peligrosa para él. Sabiendo de la belleza de Saray – su nombre se cambiará en “Sara” en Gn 17, 15 – y calculando que los egipcios lo podrían matar para apoderarse de ella, le pide que se presente como su hermana y no como su esposa (Gn 12, 12-13). La propuesta es ingeniosa, pero el precio es muy alto: él puede salvar su vida, pero en cambio entrega a su mujer en las manos de los egipcios.

Y eso es lo que sucede: Saray se convierte en mujer del faraón, y Abram recibe muchos beneficios de este para recompensarlo por la posesión de la bella mujer que le había sido presentada como la “hermana” de Abram.

La historia está narrada sin poner en cuestión la inmoralidad de Abram. Tampoco se dice nada sobre la reacción de Saray al ver que su esposo, haciéndola pasar por su hermana, posibilita que sea entregada al faraón.

Solamente la intervención de Yahvé, que hiere al faraón y a su casa con grandes plagas “a causa de Saray” (Gn 12, 17), indica que lo ocurrido ha sido una trasgresión a una norma elemental aunque no se precise su carácter.

El final de la historia es sorprendente. El faraón le reprocha a Abram porque le dijo que Saray era su hermana y no reconoció que era su mujer. Sus palabras dejan entrever que, de haber sabido la verdad de su relación de parentesco, no hubiera tomado a Saray como mujer propia (Gn 12, 18-19). En otras palabras: su comportamiento muestra una conciencia ética que está ausente en Abram.

El relato concluye sin dramatismo: el faraón ordena a sus hombres que despidan a Abram, a su mujer y a todos los suyos. No se narra ningún gesto de arrepentimiento por parte de Abram ni ningún castigo por su infidelidad por parte de Dios. Este es uno de los rasgos más peculiares del relato que lo distingue de muchos otros. Gn 13 ubica a Abram nuevamente en Palestina, al norte de Jerusalén, muy rico en ganado, oro y plata (Gn 13, 2). Nada se dice sobre el episodio narrado en el capítulo anterior.

3. El trasfondo histórico. Para entender el significado de esta historia extraña, hay que tener en cuenta el trasfondo histórico y literario.

El libro del Génesis, la obra inicial de toda la Biblia, encabeza un grupo de cinco libros que se ha llamado “Pentateuco”: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Cada uno de estos libros contiene tradiciones de diferente antigüedad que fueron coleccionadas gradualmente hasta formar grandes unidades narrativas. El libro del Génesis reúne los relatos referentes a la historia de los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob (Gn 12-36), a la que se agrega la larga historia de José (Gn 37.39-47.50).

Esta colección nace como literatura recién después del exilio en Babilonia (del 587 al 538 a.C.), cuando Israel había perdido la monarquía y la continuidad de una dinastía real. En los siglos siguientes, el pueblo, que ya no es una nación sino una comunidad religiosa, va a vivir dominado por las potencias que se suceden: babilonios, medos, persas, griegos, hasta concluir perteneciendo a una provincia del Imperio Romano.

El retorno del exilio en Babilonia es el comienzo de una nueva etapa en la historia del pueblo que lo enfrenta a un gran desafío. ¿De dónde sacar las fuerzas para comenzar la reconstrucción después del desastre? ¿Cómo asumir la identidad propia de una comunidad de fe, cuando eran muchos motivos como para dudar de la protección del Dios que los había elegido y destinado a ser una gran nación, pero que parecía haberlos abandonado a sus fuerzas en el momento de la lucha por la subsistencia? ¿Cómo seguir creyendo en Yahvé después del drama traumático del exilio?

Israel no plantea estas preguntas en forma explícita ni responde a ellas en la forma de un desarrollo temático apoyado en una argumentación elaborada de acuerdo a las reglas de la lógica. La respuesta se da recordando y volviendo a contar la propia historia desde los más remotos orígenes. En este amplio marco que comienza con la creación del mundo y con la narración del crecimiento progresivo de la humanidad, se inserta la historia de los orígenes del propio pueblo con la elección de Abraham y la promesa de que de él iba a nacer una gran nación (Gn 12, 1-2). En esas historias y en esos personajes, los patriarcas, los creyentes pueden encontrar algo de sí mismos y reconocer el sentido de los caminos tortuosos que han tenido que recorrer en el tiempo. Estos son los presupuestos para entender Gn 12, 10-20.

4. El sentido de Gn 12, 10-20. No sabemos cómo nació la narración contenida en Gn 12, 10-20, aunque es seguro que pertenece a los estratos más antiguos de las tradiciones contenidas en el libro del Génesis. Sin duda, se trata de una pequeña historia aislada que en algún momento fue unida a la primera fase de la historia de Abraham, después de abandonar Ur, la tierra de sus antepasados. Tampoco hay dudas sobre el interés en contar esta historia. De otro modo no podría explicarse que el tema se repita en Gn 20, 1-18, como hemos visto más arriba. Aún más: el mismo se repite una vez más en la historia de Isaac, el hijo de Abraham (1).

La clave de sentido de Gn 12, 10-20 la brinda la unidad contextual que forma con Gn 12, 1-9, el relato de la elección y del llamado de Abraham. Sólo esta relación permite descubrir la infidelidad en su conducta frente a Dios y a su mujer.

Abraham ha sido obediente al llamado de Dios y ha abandonado su tierra. Se ha desarraigado, pero no se ha convertido en un aventurero sin ningún rumbo fijo. Su derrotero está determinado por la palabra de la promesa hecha por Dios. Si ha abandonado seguridades al dejar su tierra, puede confiar ahora en la fuerza protectora de la bendición de Dios.

Todo esto, que es el mensaje central en Gn 12, 1-9, queda de lado en la situación que Abraham vive al llegar a Egipto (Gn 12, 10-20). La preocupación por la propia seguridad desplaza la vigencia de la palabra de la promesa y lo lleva a buscar una solución inmediata considerando el momento que le toca vivir. Ahí se da cuenta de que la belleza de su mujer es un posible peligro para su vida.

Posiblemente, su valoración de la situación no es equivocada. Abraham presume que los egipcios, al ver la belleza de Sara, van a matarlo para apoderarse de ella con más facilidad. La solución que busca al problema al hacerla pasar por su hermana es muy realista, pero se trata de ese tipo de realismo que se convierte en un valor absoluto que anula la dimensión de la fe en la palabra escuchada.

Abraham no toma una decisión en contra de la palabra de la promesa, sino que directamente la ignora como si nunca hubiera sido expresada. Actúa como una persona sin ninguna relación con Dios, que se conduce en la vida de acuerdo a lo que le parece inmediatamente conveniente.

Leyendo atentamente el texto de Gn 12, 1-20 se descubre un profundo contraste entre la primera parte (Gn 12, 1-9) y la segunda (Gn 12, 10-20). En la primera está la acción de Dios en el centro de la acción y el hombre juega un papel subordinado a esta acción; en la segunda es el hombre el que actúa y Dios desaparece de la escena hasta que castiga al faraón sin aviso previo.

No es que las dos partes no tengan ninguna relación entre sí. En la aparente falta de conexión entre ellas se muestra una forma elemental de infidelidad que no resulta de una reflexión y una decisión consciente, sino que responde a un impulso inmediato impuesto por las circunstancias. Esto no quiere decir que el texto esté interesado en caracterizar a Abraham como una persona impulsiva, que toma decisiones sin ponderar las circunstancias. Lo que se focaliza no es el perfil psicológico del personaje, sino el hecho de que su legítima búsqueda de seguridad le hace olvidar lo que era el sustento de su existencia y el rumbo de su historia: la palabra de la promesa.

Su conducta no es ejemplar en ningún sentido. Ni siquiera como ejemplo de que la infidelidad debe evitarse para escapar al castigo de Dios. Como hemos constatado en el punto anterior, falta tanto la expresión de reconocimiento de la culpa por parte de Abraham, cuanto el castigo por parte de Dios. El único castigado es el faraón que, en realidad, no merece ningún castigo porque obró con buena fe, convencido de que Sara era la hermana de Abraham.

En la figura de los ancestros, en este caso, de los patriarcas, Israel descubre rasgos de su identidad como pueblo de Dios, elegido para volverse a ser una gran nación y una bendición para todas las otras naciones (Gn 12, 3). Es justamente su identidad la que le prohíbe asimilarse en todo aspecto a los demás pueblos. Es verdad que el ser “diferentes” dificulta su existencia y la hace insegura, pero no debe olvidar que cuenta con la protección de un Dios que se muestra fiel al pueblo que ha elegido. La fidelidad de Dios hace posible que también su pueblo le sea fiel.

Al leer Gn 12, 1-20 el creyente puede encontrar mucho de su propia historia y de la historia del pueblo de Israel ante la tentación de optar por seguridades falaces, que no sólo lo alejan de Dios sino que tampoco le dan una seguridad estable.

En cuanto que la narración reduce los componentes de una historia de infidelidad a su núcleo más elemental, sin consideraciones morales ni exhortaciones adicionales, deja que el mensaje central pase a primer plano y pueda ser percibido por el lector con mayor claridad: el que ha sido elegido por Dios y ha escuchado su palabra puede confiarse plenamente al poder y a la fidelidad de Dios, y no necesita buscar su seguridad en otra parte.

5. La versión de Gn 20, 1-18. La misma historia, contada dos veces, ya no es la misma. Esta simple constatación se aplica muy bien a Gn 20, 1-18 como versión de Gn 12, 10-20. Alistamos las diferencias más notables.

 El contexto de Gn 20, 1-18 es muy diferente al de Gn 12, 10-20. Gn 19 narra la huida de Lot de Sodoma y el vergonzoso episodio de sus dos hijas que le hacen beber vino en exceso para unirse con él y asegurarse una descendencia. En Gn 21 se cumple lo que Dios había prometido y la anciana Sara da la vida a su hijo Isaac.

 De este modo, desaparece el contraste entre la palabra de la promesa a Abraham (Gn 12, 1-9) y su actitud cobarde al presentar a Sara como su hermana para estar seguro de salvar la propia vida (Gn 12, 10-20). Gn 20, 1-18 no es una historia de infidelidad a la elección de Dios, sino una muestra del ingenio de Abraham para evitar una situación que podía ser peligrosa para él. No sería exagerado caracterizar la relación entre ambos textos diciendo que de una historia de infidelidad ante Dios se pasa a una historia picaresca.

 El lugar en donde suceden los hechos no es Egipto, sino Guerar, una ciudad a unos 15 kilómetros al SE de Gaza. En realidad, Abraham no se encuentra en tierra extranjera, sino vecina, aunque sus costumbres son diferentes. De aquí su reflexión: Seguramente no hay temor de Dios en este lugar, y van a asesinarme por mi mujer (Gn 20, 11).

 Abraham no miente abiertamente cuando le dice al rey Abimélek que Sara es su hermana, sino que sólo dice una “media verdad”: Es cierto que es hermana mía, hija de mi padre aunque no de mi madre, y vino a ser mi mujer (Gn 20, 12). Pero queda el hecho de que, también con este grado de parentesco, ella es su mujer, y Abraham oculta su relación.

 Dios interviene en el curso de los acontecimientos cuando en un sueño primero amenaza a Abimélek: Pero vino Dios a Abimélek en un sueño nocturno y le dijo: Date muerto por esa mujer que has tomado, y que está casada (Gn 20, 3). Cuando Abimélek se defiende aduciendo que ha obrado con corazón íntegro y con manos limpias (Gn 20, 4-5), Dios reconoce la rectitud de su proceder: Y le dijo Dios en el sueño: Ya sé yo también que con corazón íntegro has procedido, como que yo mismo te he estorbado de faltar contra mí. Por eso no te he dejado tocarla (Gn 20, 7).

 Según Gn 12, 19 el faraón se apodera de Sara y la hace su mujer. Aquí las cosas no llegan a ese extremo. El rey la ha tomado para sí, pero Dios ha impedido que tocara a Sara. La actitud de Abraham no ha tenido las consecuencias narradas en Gn 12, 9, y esto lo libra de una culpa mayor. Los personajes actúan con más conciencia moral que en Gn 12.

 En las palabras que Dios le dirige al rey, Abraham aparece como intercesor a su favor: Pero ahora devuelve la mujer a ese hombre, porque es un profeta; él rogará por ti para que vivas (Gn 20, 7). Gracias a su oración, la mujer y las concubinas de Abimélek recuperan la fecundidad que habían perdido por lo de Sara (Gn 20, 17-18). El castigo no son “grandes plagas”, como en Gn 12, 17, sino “solamente” la esterilidad de las mujeres del rey.

 La conclusión reúne todos los componentes de un final feliz. Junto con Sara, el rey le da a Abraham ovejas y vacas, siervos y esclavas (Gn 20, 14), le ofrece hospitalidad ilimitada (Gn 20, 15) y le regala mil monedas de plata para que se las dé a Sara como satisfacción por todas las penurias sufridas (Gn 20, 16).

Las diferencias de esta versión en comparación con el texto original en Gn 12, muestran la clara tendencia a limar asperezas y a eliminar detalles chocantes o poco apropiados como para ser parte de una historia de Abraham, el padre de Israel (2). Es ya sorprendente que se haya respetado el tono original en Gn 12, 10-20, pero no hay que esperar que esto se mantenga en una segunda versión de los hechos.

Cuando la misma historia se repite teniendo a Isaac y Rebeca como protagonistas (cfr. nota 1), el rey Abimélek ni siquiera llega a apoderarse de Rebeca. Cuando ve a Isaac “solazándose” con su mujer (Gn 26, 8), el rey se da cuenta de que no son hermanos como le habían dicho, sino marido y mujer. En este caso, Isaac casi no tiene motivos como para sentirse avergonzado por su acción.

6. La palabra de la promesa y la búsqueda de seguridad. No hay nada más inherente a la naturaleza humana que la búsqueda de seguridad. En realidad, no es más que una expresión del instinto de supervivencia, propio de los seres vivientes. Esto hace que la búsqueda de seguridad no sea sólo legítima, sino que posea un enorme poder en la toma de decisiones; especialmente en situaciones de peligro o frente a cualquier forma de amenaza de la propia subsistencia.

Si en la fe del creyente Dios no está infinitamente distante de él por su trascendencia, sino que, sin dejar de ser el santo y el trascendente, es también el que se le revela y lo acompaña a lo largo de su historia, la búsqueda natural de seguridad se da en un marco de referencias diferente al que se da en alguien que vive sin creer en Dios, o con una imagen de Dios que excluye la inmediatez propia del Dios de Israel.

De la elección y del llamado de Dios nace una relación con el hombre que equivale a un principio de pertenencia. El creyente se confía en el Dios que lo ha llamado y deposita en Él su confianza. Deja de ser el único y principal responsable de su existencia, para convertirse en el que, sin abandonar la responsabilidad que le cabe en la propia historia, sabe que su destino no está en sus manos, sino en las manos de un Dios que lo acompaña y protege.

Esta relación de pertenencia cobra una vigencia particular cuando la palabra de Dios dirigida al hombre contiene una promesa. La palabra de la promesa está siempre orientada al futuro. El objeto de la promesa es algo que supera la capacidad del hombre para alcanzarlo. Si fuera de otro modo, no sería necesaria la promesa por parte de Dios, sino que bastaría la planificación y la estrategia para conseguir el objetivo.

El que cree en la palabra de la promesa, asume el riesgo que implica y se presta a un juego en el que él mismo no determina sus reglas, sino que las acepta. En último término, lo que se exige de él es la confianza en el Dios de la promesa, creyendo que es capaz de hacerlas realidad en la historia, a pesar de todas las contrariedades e incertidumbres.

En el caso de Abraham, que ve en peligro su seguridad en tierra extranjera por la amenaza que nace justamente de la belleza de su mujer, habría que esperar que confiara más en la palabra de la promesa que en el poder de su propio ingenio para protegerse. Si de él iba a nacer una gran nación (Gn 12, 2), no tendría que haber temido la muerte por el deseo de los egipcios de apoderarse de su mujer. Su muerte hubiera significado que Dios renunciaba a cumplir lo que le había prometido al hacerlo abandonar la tierra de sus padres. La fidelidad de Dios a su propia palabra excluía necesariamente una posibilidad semejante.

Cuando Dios le pide que sacrifique a su hijo Isaac (Gn 22), lo que también significaba el fin de la promesa – si Abraham mataba a su único hijo, no le quedaba descendencia como para fundar una familia y convertirse en una gran nación –, Abraham no vacila y obedece al extraño mandato de Dios que compromete su futuro.

Su comportamiento en Gn 12, 10-20 es diferente. Aquí Abraham no vacila en seguir el rumbo de sus propios temores, y olvida el potencial protector de la palabra de la promesa.

7. Reflexión conclusiva. La tarea de la fidelidad se desarrolla frente a realidades muy distintas: ante una persona determinada, en el cumplimiento de las propias obligaciones, frente a la propia conciencia, etc. En el ámbito de la fe, la decisión por la fidelidad sigue una dinámica particular. Es la fidelidad a lo que se sabe real, pero que es invisible y no está a disposición del hombre. Aquí no valen ni las pruebas ni las constataciones. Lo que se exige es la decisión que deja que Dios sea plenamente lo que es: el Dios fiel y salvador. El creyente se abandona a la imagen de Dios que le propone su fe.

La historia de Abraham en Gn 12, 10-20 muestra la fragilidad de la fidelidad. Siempre es posible olvidar la presencia del misterio, y actuar de acuerdo a los criterios de conveniencia que se descubren en la situación que se vive, como lo hace Abraham. Su historia puede convertirse en cualquier momento en nuestra propia historia.

1. Génesis 26, 6: Isaac se estableció entonces en Guerar. 7 Los del lugar le preguntaban por su mujer, y él decía: Es mi hermana. En efecto, le daba reparo decir: Es mi mujer, no fuesen a matarle los del lugar por causa de Rebeca, ya que ella era de hermoso aspecto. 8 Ya llevaba largo tiempo allí, cuando aconteció que Abimélek, rey de los filisteos, atisbando por una ventana, observó que Isaac estaba solazándose con su mujer Rebeca. 9 Llama Abimélek a Isaac y le dice: ¡Con que es tu mujer! ¿Pues cómo has venido diciendo: Es mi hermana? Dícele Isaac: Es que me dije: A ver si voy a morir por causa de ella. 10 Replicó Abimélek: ¿Qué es lo que nos has hecho? Si por acaso llega a acostarse cualquiera del pueblo con tu mujer, tú nos habrías echado la culpa. 11 Entonces Abimélek ordenó a todo el pueblo: Quien tocare a este hombre o a su mujer, morirá sin remedio.

2. En el Nuevo Testamento la mirada se concentra en Abraham como el padre de los creyentes porque acepta en la fe la promesa del nacimiento de su hijo, cuando él y Sara eran demasiado viejos como para concebir a un hijo. Pablo es el que más acentúa este aspecto. Cfr. Rom 4, 18-21: El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones según le había sido dicho: Así será tu posteridad. No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor - tenía unos cien años - y el seno de Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que Dios es poderoso para cumplir lo prometido.

Fidelidad precaria

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