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ОглавлениеEduardo Mantilla Trejos
Sobre los Llanos Orientales de Colombia se viene deteniendo la mirada de científicos y diletantes que intuyen la torsión de rumbo que habrá que darle al país para sobreaguar en la tempestad que amenaza con echar a pique la economía nacional. Los dirigentes se convencen de que la “economía cafetalera” es incapaz de conjurar los problemas que se tienen parrandeada la patria y con evidentes síntomas de fatiga miran al Oriente, punto cardinal donde antes no veían sino indios levantiscos y culebras ponzoñosas. El petróleo, para señalar un caso, ha motivado más de un ¡Eureka!, en las altas esferas y por ahí, en los cenáculos de las cuentas nacionales, se filtra uno que otro comentario vivalavidero: “¡Uf!, ¡de la que nos salvamos!”
Aunque en cantidad y profundidad no son los que debieran, existen estudios serios sobre la Orinoquia colombiana, orientados casi todos hacia el desiderátum que agobia y aporrea los gobiernos: ¡la producción nacional! Los levantamientos aeromagnéticos, agrológicos, edafológicos, geológicos; los atlas; los estudios e informes especializados que han elaborado instituciones criollas o foráneas apuntan sus baterías hacia el condumio, es decir, la explotación de los recursos naturales del vasto territorio orinoquense. Merced a estos esfuerzos discontinuos, sabemos que hay un llano bien drenado y otro mal drenado; que el andén orinoquense difiere radicalmente del piedemonte llanero; que la cuenca geológica de los llanos es potencialmente rica en hidrocarburos por haber servido de lecho a un mar sustituido. Hasta aquí, ¡santo y bueno! Pero... ¿qué tanto se ha estudiado al hombre llanero? ¿Qué tanto significa su cultura? ¿Cuál será su destino? Sobre estos interrogantes no hay guías significativas en el cartapacio nacional. Los sociólogos se fijan en el proceso de las colonizaciones; los antropólogos, en los usos y costumbres indígenas; los lingüistas en los sistemas fonológicos arcaicos, pero poco, o muy poco, es lo que se sabe del mestizo sufrido y tesonero, burlón y autárquico, que la tipología colombiana denomina “llanero”.
El léxico del llano, valga el caso, apenas si ha merecido brevísimas apuntaciones por parte del Instituto Caro y Cuervo, pese a la riqueza y variedad de esta habla. Parece que esta entidad rectora del lenguaje hizo causa común con la regla centralista que prescribe “No otorgar nada a quien nada puede dar”.
Castellanos y guajibos
Las provincias más aisladas y por tanto inconexas con los grandes núcleos urbanos, de España e Italia, son las que mejor han preservado la terminología del castellano viejo y el italiano de los anticuarios. Para no ir tan lejos, baste decir que Colombia —especialmente la andina— tiene fama de hablar y escribir, con gran conexión y gusto depurado, el idioma español pero, por otra parte, también la tiene por ser el “Tíbet de Suramérica” en materia de aperturas internacionales de todo orden. Nuestros llanos, por razones similares, han conservado en sus faltriqueras idiomáticas un glosario riquísimo compuesto de palabras españolas caídas en desuso y voces indígenas de admirable construcción y consonancia. (Piénsese en ‘Marandúa’). Para intentar una aproximación a este fenómeno lingüístico, no se debe perder de vista que el llanero autóctono es mezcla de andaluz y amerindio orinoquense con una levísima salpicadura de manumisos negros que se enrolaron con Bolívar en la refriega independentista. El guajibo (así, con j), con su instinto neto de supervivencia como individuo y como etnia, ha enriquecido de manera notable el vocabulario llanero.
Llanerismos varios
No obstante lo anterior, el habla llanera no es una sola así como no es uno solo el llano. Los llanerismos de Casanare están impregnados del hálito de las misiones religiosas que, a lo largo de siglos, bautizaron a los hombres y los objetos a su leal saber y entender; los de Arauca, más irreverentes y heterodoxos, se guían por los usos y modismos barineses y los que trajeron consigo inmigrantes europeos a comienzos del pasado siglo; los de San Martín obedecen a patrones semejantes a los de Casanare, y, finalmente, los llanerismos auténticos del Vichada contienen ingredientes de voces sálibas, achaguas, piaroas y, sobre todo, guajibas.
Llaneros, gauchos y charros
El habla llanera presenta notables coincidencias y diferencias con la propia de algunas regiones de México y Argentina. Muy autorizadas obras como Martín Fierro, de José Hernández, y El llano en llamas, de Juan Rulfo, nos atestiguan que parte del vocabulario usado por los charros de Jalisco o los gauchos rioplatenses sería entendido al punto por un ‘sabanero’ de Cravo Norte o de Paz de Ariporo, mientras que el significado de otras expresiones lo desconcertarían totalmente. Veamos algunos ejemplos:
Llaneros y gauchos dicen:
China, a una muchacha criolla de condición social inferior;
Pellón, al cojincillo que se coloca sobre la silla del jinete;
Paleta, a los cuartos delanteros del caballo;
Entripado, a la inquina sorda que se tiene contra alguien;
Pucho, a la colilla de un cigarro o cigarrillo;
Aguaitar, a acechar, vigilar;
Zafarrancho, a un problema o refriega;
Mamona, a una ternera;
Angurria, al hambre desmedida.
Pero no ocurre lo mismo en casos como los que siguen. Un extranjero de habla diferente es un musiú (deformación de monsieur) para el llanero y un gringo para el gaucho; el muchacho que hace los oficios domésticos en una hacienda, es mensual para el primero y camilucho, para el segundo; cimarrón le dice el gaucho al mate sin azúcar, mientras que el llanero con tal voz identifica a un caballo o res montaraces; pingo es un calificativo despectivo en el llano y un caballo corredor en la pampa; a quien improvisa y canta versos, en el llano colombiano se le dice coplero pero a quien lo hace en la pampa argentina se le llama payador.
Con los mexicanos, autóctonos de Jalisco, los charros, ocurre otro tanto. Para llaneros y charros:
Carrizo es una caña hueca que sirve para hacer silbatos;
Comedera es el acto de estarse alimentando continuamente;
Zangolotear es mover algo con brusquedad;
Ruñir es roer un hueso a conciencia;
Entelerido denota mohínez, decaimiento;
Entreverado quiere decir revuelto, confundido;
Apachurrar es abrazar con mucha fuerza, destripar;
Trácala equivale a engaño, fraude.
Muy distinta es la semántica de términos como chaparro que en el llano corresponde a una encina muy resistente, y en México a un individuo bajo y rechoncho; la tea que se hace con sebo y trapo, acá se llama mecho y allá se le dice ocote; charapo es para nosotros un machete, para los charros esa herramienta es un guango.
La explicación racional de estas coincidencias y diferencias está en que, para el primer caso, el agente transmisor del vocablo (el español) fue el mismo para las tres regiones y dicha palabra pasó a convertirse en americanismo. La homonimia, o sea una palabra con igual grafía y distinto significado, se explica por la contribución del indígena o del raizal al habla, según usos y costumbres peculiares. Un ejemplo: al roedor más grande del mundo se le llama chigüire en Colombia (voz guajiba); capibara, en Uruguay y Brasil (voz guaraní) y carpincho en Argentina (voz quechua).
Diccionario llanero
Recoger, pues, ese material lingüístico diseminado por los Llanos Orientales de Colombia y Occidentales de Venezuela fue la ímproba tarea que se impuso Hugo Mantilla Trejos. Autor en parte y editor de la antología de poesía del llano titulada 26 Cantores llaneros, Mantilla Trejos recolectó, definió y ordenó un glosario de 4.502 vocablos y 457 refranes y dichos de la región, para ensamblar el presente Diccionario llanero, libro que está llamado a ser una útil herramienta de trabajo para científicos del idioma y un magnífico catalizador de las vocaciones literarias que empiezan a perfilarse en la llanura oriental.
Con paciencia benedictina el autor de este trabajo, durante 20 años, recorrió Arauca, Casanare, Meta, Vichada y Apure, en Venezuela, y dialogó allí con patriarcas huraños dueños de hato, peones a destajo, indios andariegos, copleros relancinos, viejas lenguaraces; acopió montones de información y arrumes de opiniones hasta lograr esta obra que tiene importantísima misión cultural: revelar cómo se entienden los llaneros.
El lector avisado tiene en sus manos un libro de consulta que lo pondrá en contacto con arcaísmos españoles y americanismos desconocidos casi por completo en el interior del país. Voces como clorótico, almud, culillo, farruquero, asadura, chontal, ganchoso, barajuste, patacón aparecen en diccionarios generales, y son de uso frecuente en la llanura; otros como güirirí, ñénguere, checheque, chimbo, chúbano, puede que no estén registrados pero constituyen, igualmente, parte del caudal idiomático del territorio orinoquense.
En resumen: con esta obra de valor imponderable se pone de presente que los hijos del llano están tomando muy en serio la tarea de preservar los valores de su tierra y que con voluntad, decisión y entendimiento es posible realizar lo que no realizan los altos sanedrines.
Eduardo Mantilla Trejos