Читать книгу Cuando florece el alforfón - Hyo-Seok Lee - Страница 6
ОглавлениеPor el abatimiento que tenía últimamente, Eulson había abandonado el cuidado de las gallinas. Esas aves que había criado con tanto esmero ya no atraían su vista ni su corazón. Cuando las miraba pasear por el patio, le daba por tomar una estaca de madera. El corral, que hacía tiempo no limpiaba, estaba sucio como nunca.
Con la venta de dos gallinas pagaba la matrícula de un mes, así que no le apenaba mucho que fueran disminuyendo de número. Por el contrario, le molestaban la vista dos aves que en lugar de cumplir su destino vagaban por el corral escapándose de su suerte desde hacía ya un mes. Eran el equivalente a la mensualidad del colegio que no había ido.
De las dos aves, un gallo poco agraciado era el que tenía peor pinta. Por añadidura a su aspecto deslucido, siempre perdía cuando se peleaba con el gallo del vecino. Siempre que lo veía tenía sangre fresca en su cresta por los picotazos recibidos. También tenía los párpados caídos y cojeaba de una pata. Las plumas de sus alas estaban desordenadas y hasta su cola era corta. A veces, incluso, lo acosaban las gallinas. Ya no sólo le daba vergüenza ver al gallo que no se comportaba como tal, sino que últimamente hasta le producía disgusto. Y el que llevara un mes escapándose de su suerte aumentaba la antipatía y la repulsión que sentía contra él.
Se sentía muy mal por no poder ir a la escuela.
La expulsión del paraíso por comer una manzana era cosa de leyenda, pero la expulsión del colegio por robar manzanas era una realidad.
Las manzanas de la plantación eran la fruta prohibida y Eulson había violado esa ley.
No había caído bajo el influjo de sus compañeros, sino en la tentación de la manzana. Y es que la manzana no era un deseo superfluo, sino una necesidad física.
Eran cinco los que estaban de turno. Habían terminado de guardar los capullos de seda y quizás el no tener nada qué hacer fue la causa de lo que hicieron. Esperaron charlando a que se hiciera medianoche y salieron del cuarto. Escondidos en la oscuridad, cruzaron la cerca de alambre de la plantación de árboles frutales.
Fue una idea brillante meter todas las sobras en el fogón, pero fue un error guardar la última manzana en un rincón del cuarto, escondida bajo unas hojas de morera.
Al día siguiente, cuando se discutía sobre las huellas dejadas en la plantación, descubrieron por casualidad la manzana bajo las hojas de morera.
Fue obvio el camino que tomó la pesquisa. Llamaron a cada uno de los cinco alumnos que estuvieron de guardia la anoche anterior y también a sus profesores.
Como suele ocurrir en estos casos, aunque habían jurado solemnemente mantener el secreto, el juramento se rompió sutilmente por alguna parte. Aparentemente la confesión salió de boca del compañero más débil. Nuevamente fueron llamados uno a uno.
Cuando comenzaron con la segunda llamada, Eulson estaba en un lugar extraño. No había entrado allí porque se sintiera culpable, sino que lo había elegido expresamente para evitarse las molestias que habría durante un tiempo.
Era un sitio cuadrado y estrecho en el que a duras penas cabía encogida una persona sentada. Aunque era algo incómodo, ese lugar le parecía el más confortable del mundo. Sentado allí, sentía el cuerpo ligero como si estuviera sumergido en el mar.
Le llegaban entremezclados el ruido de las charlas, las risas, las carreras y el suave rodar de los balones, y le parecía que su cuerpo flotaba entre esos deliciosos sonidos. Olvidó a sus compañeros que estaban siendo interrogados y su propia situación, y con tranquilidad sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Aunque en realidad fumar estaba tan prohibido como las manzanas, la transgresión de la ley era una hermosa virtud que habían legado los antepasados de la humanidad. Además, una chupada de cigarrillo en ese lugar le parecía a Eulson el más supremo de los placeres.
Como si fuera una extraña costumbre de ese sitio, en las paredes había dibujos infantiles de hombres y mujeres de aspecto primitivo, de cuando la gente no llevaba ropa encima. Aunque eran dibujos de trazos simples y torpes, también constituían un placer. Sintiéndose tentado quién sabe por qué, Eulson sacó un lápiz de su bolsillo y, lanzando largamente el humo del cigarrillo, comenzó a dibujar con la fuerza de la imaginación.
No sólo se había comido las manzanas, sino que estaba fumando y dibujando garabatos… Mientras cometía una transgresión tras otra, se le ocurrió de pronto que el colegio no le gustaba. Por ejemplo, se preguntó de qué manera el profesor que interrogaba a sus discípulos por cortar manzanas ajenas, castigaría a su hijo pequeño si llegaba a casa y descubría que éste se había comido una manzana del campo vecino, y qué impresiones y reflexiones de conciencia tendría al recordar que él había hecho lo mismo en su infancia. O cómo se explicaría que el docente, que enseñaba la virtud de la continencia en el colegio, cayera en el deseo carnal más inmoral —lo que era una situación semejante a la de un pastor que, predicando los diez mandamientos, se jactara de haber cometido el pecado de adulterio.
Si lo pensaba bien, ni siquiera tenía un terreno propio donde aplicar las ciencias y técnicas especiales que aprendía en el colegio. Hombre de poco valor y sin lustre. Para recibir insultos por un sueldo magro, mejor era desembarazarse del yugo estrecho e incómodo e irse a cualquier parte del ancho mundo.
Los pensamientos de Eulson corrían como un caballo desbocado.
Seguramente había transcurrido bastante tiempo. Las campanadas que anunciaban el fin de la jornada escolar sonaban alborotadoras.
Al día siguiente, convocado por el colegio, su padre acudió con su único saco de calle.
Lo habían suspendido indefinidamente. El padre parecía incapaz de articular una sola palabra y también de pegarle a su querido hijo.
Aunque a Eulson le acometió el deseo de vender de una vez todas las gallinas del corral, no pudo hacerlo, y no tuvo más remedio que marcharse de su casa con las manos vacías. Estuvo vagando por los pueblos vecinos y volvió a los tres días. Como no tenía ánimo para trabajar en el campo, pasó varias jornadas como un idiota.
Con una sola mirada abarcó todas las gallinas del corral. Entre ellas, el gallo feo se veía aún más deslucido. Le dio lástima ver al pobre que siempre perdía ante el gallo del vecino, por más que lo alimentara con comida mezclada con pasta picante para darle vigor.
—Gallo feo, ¿no me parezco a él? —dijo Eulson y se sintió súbitamente airado.
Como no tenía nada que hacer, hubiera podido ir a ver a Boknyeo a menudo, pero la vergüenza se lo impedía. Estaba seguro de que a ella no le agradaría mucho el castigo que había recibido.
Boknyeo era una mujer voluntariosa. Durante medio año había estudiado como aprendiz en el criadero de huevos de gusanos de seda, por lo que en la próxima primavera podría ir a trabajar al pueblo como instructora en las labores de sericultura. Eulson, en cambio, caía en la pereza fácilmente y Boknyeo solía reprenderlo y aconsejarle que estudiara. Se habían prometido que cuando terminaran el colegio trabajarían juntos, pero el error que había cometido de seguro la decepcionaría. Un hombre incapaz… Para Boknyeo no había nada más desdeñable en el mundo que eso.
Una tarde fue a verla y todas las cosas se aclararon. La que salió a recibirlo no fue Boknyeo sino su madre.
—Es una pena que a partir de ahora ya no puedan verse frecuentemente.
Como se quedó inmóvil, sin entenderla, ella prosiguió:
—Por fin le encontré a alguien que va bien con ella.
Sintió como si le golpearan la columna con una tonelada de hierro.
—Me dijeron que había un hombre bueno en la cooperativa y lo elegí para mi hija sin averiguar más.
Sin siquiera pensar en ver a Boknyeo, Eulson salió corriendo con las piernas temblorosas.
“¿Era el deseo de Boknyeo o de la madre de Julieta?” Ni siquiera valía la pena preguntárselo. La vista se le nubló y le pareció que el mundo le caía encima.
Durante unos días estuvo ciego a todo.
La realidad era frágil como un erizo de castaña.
Aunque había pasado más de un mes, no había noticias del colegio.
Estaba atardeciendo.
Las gallinas ya se habían guarecido cada una en su lugar preparándose para dormir, cuando volvió el gallo caminando lentamente desde el pueblo. Al parecer había vuelto a pelearse. Tenía sangre fresca en la cresta rota y las plumas estaban volteadas en la escápula fuera de lugar. Siempre había rengueado, pero ahora caminaba sin ningún sentido de la dirección. Al observarlo más atentamente, vio que uno de sus ojos estaba aplastado. La sangre manaba de ese ojo cerrado y teñía de rojo sus plumas.
Su aspecto era patético.
La lástima que sentía se transformó de inmediato en odio y lo sobrecogió una ira abrasadora.
—¿Para qué vivir con esa pinta?
La mano le temblaba con intención asesina y comenzó a tirarle al gallo con todo lo que estaba a su alcance.
Cuando desgraciadamente dio en el blanco y el gallo cayó hacia atrás con las piernas estiradas y revoloteando sus alas, Eulson desvió la vista. Los lastimosos gemidos entrecortados le revolvían el estómago.