Читать книгу Sangre y arena - Висенте Бласко-Ибаньес, Ibanez Vicente Blasco - Страница 2

II

Оглавление

Cuando a la señora Angustias se le murió su esposo, el señor Juan Gallardo, acreditado remendón establecido en un portal del barrio de la Feria, lloró con el desconsuelo propio del caso; pero al mismo tiempo, en el fondo de su ánimo latía la satisfacción del que reposa tras larga marcha, librándose de un peso abrumador.

– ¡Probesito de mi arma! Dios lo tenga en su gloria. ¡Tan güeno!.. ¡Tan trabajaor!

En veinte años de vida común no la había dado otros disgustos que los que sufrían las demás mujeres del barrio. De las tres pesetas que unos días con otros venía a sacar de su trabajo, entregaba una a la señora Angustias para el sostén de la casa y la familia, destinando las otras dos al entretenimiento de su persona y gastos de representación. Había que corresponder a las «finezas» de los amigos cuando convidan a unas cañas; y el vino andaluz, por lo mismo que es la gloria de Dios, cuesta caro. También debía ir a los toros inevitablemente, porque un hombre que no bebe ni asiste a las corridas… ¿para qué está en el mundo?

La señora Angustias, con sus dos hijos, Encarnación y Juanillo, tenía que aguzar el ingenio y desplegar múltiples habilidades para llevar la familia adelante. Trabajaba como asistenta en las casas más acomodadas del barrio, cosía para las vecinas, correteaba ropas y alhajas en representación de cierta prendera amiga suya y hacía pitillos para los señores, recordando sus habilidades de la juventud, cuando el señor Juan, novio entusiasta y zalamero, venía a esperarla a la salida de la Fábrica de Tabacos.

Nunca pudo quejarse de infidelidades o malos tratos de su difunto. Los sábados, cuando el remendón volvía borracho a casa a altas horas de la noche, sostenido por los amigos, la alegría y la ternura llegaban con él. La señora Angustias tenía que entrarlo a empellones, pues se obstinaba en permanecer a la puerta batiendo palmas y entonando con voz babosa lentas canciones de amor dedicadas a su voluminosa compañera. Y cuando al fin se cerraba la puerta tras él, privando a los vecinos de un motivo de regocijo, el señó Juan, en plena borrachera sentimental, se empeñaba en ver a los pequeños, que ya estaban acostados, los besaba, mojándolos con gruesos lagrimones, y repetía sus trovas en honor de la señora Angustias – ¡olé! ¡la primera hembra del mundo! – , acabando la buena mujer por desarrugar el ceño y reírse, mientras lo desnudaba y manejaba como si fuese un niño enfermo.

Este era su único vicio. ¡Pobrecillo!.. De mujeres y de juego, ni señal. Su egoísmo, que le hacía ir bien vestido, mientras la familia andaba harapienta, y su desigualdad en el reparto de los productos del trabajo, compensábalos con iniciativas generosas. La señora Angustias recordaba con orgullo los días de gran fiesta, cuando Juan la hacía ponerse el pañolón de Manila, la mantilla de casamiento, y llevando los niños por delante marchaba a su lado, con blanco sombrero cordobés y bastón de puño de plata, dando un paseo por las Delicias, con el mismo aire de una familia de comerciantes de la calle de las Sierpes. Los días de toros baratos la obsequiaba rumbosamente antes de ir a la plaza, ofreciéndola unas cañas de manzanilla en La Campana o un café en la plaza Nueva. Este tiempo feliz no era ya mas que un pálido y grato recuerdo en la memoria de la pobre mujer.

El señor Juan enfermó de tisis, y durante dos años la esposa tuvo que atender a su cuidado, extremando aún más sus industrias para compensar la falta de la peseta que le entregaba antes el marido. Finalmente murió en el hospital, resignado con su suerte, convencido de que la existencia nada vale sin manzanilla y sin toros, y su última mirada de amor y de agradecimiento fue para su mujer, como si le gritase con los ojos: «¡Olé! ¡la primera hembra del mundo!..»

Al quedar sola la señora Angustias no empeoraba su situación; antes bien, considerábase con mayor desembarazo en los movimientos, libre de aquel hombre que en los dos últimos años pesaba más sobre ella que el resto de la familia. Mujer enérgica y de prontas resoluciones, marcó inmediatamente un camino a sus hijos. Encarnación, que tenía ya diez y siete años, fue a la Fábrica de Tabacos, donde pudo introducirla su madre gracias a sus relaciones con ciertas amigas de la juventud llegadas a maestras. Juanillo, que de pequeño había pasado los días en el portal del barrio de la Feria viendo trabajar a su padre, iba a ser zapatero por voluntad de la señora Angustias. Le sacó de la escuela, donde había aprendido a mal leer, y a los doce años entró como aprendiz de uno de los mejores zapateros de Sevilla.

Aquí comenzó el martirio de la pobre mujer.

¡Ay, aquel muchacho! ¡Hijo de unos padres tan honrados!.. Casi todos los días, en vez de entrar en la tienda del maestro, se iba al Matadero con ciertos pillos que tenían su punto de reunión en un banco de la Alameda de Hércules, y para regocijo de pastores y matarifes, osaban echar un capote a los bueyes, siendo volteados y pateados las más de las veces. La señora Angustias, que velaba aguja en mano muchas noches para que el niño fuese decentito al taller, con las ropas limpias, le encontraba en la puerta de su casa, temeroso de entrar y sin valor al mismo tiempo para huir, por la servidumbre del hambre, con los pantalones rotos, la chaqueta sucia y chichones y rasguños en la cara.

A los magullamientos del buey traidor uníanse las bofetadas y escobazos de la madre; pero el héroe del Matadero pasaba por todo con tal que no le faltase la pitanza. «Pega, pero dame que comer.» Y con el apetito excitado por el ejercicio violento, engullía el pan duro, las judías averiadas, el bacalao putrefacto, todos los víveres de desecho que la hacendosa mujer buscaba en las tiendas para mantener a la familia con poco dinero.

Atareada todo el día en fregar pisos de casas ajenas, sólo de tarde en tarde podía ocuparse de su hijo, yendo a la tienda del maestro para enterarse de los progresos del aprendiz. Cuando volvía de la zapatería bufaba de coraje, proponiéndose los más estupendos castigos que corrigiesen al pillete.

La mayor parte de los días no se presentaba en la tienda. Pasaba la mañana en el Matadero, y por las tardes formaba grupo a la entrada de la calle de las Sierpes con otros vagabundos, admirando de cerca a los toreros sin contrata que se juntaban en La Campana, vestidos de nuevo, con flamantes sombreros, pero sin más de una peseta en el bolsillo y hablando cada cual de sus propias hazañas.

Juanillo los contemplaba como seres de asombrosa superioridad, envidiando su buen porte y la frescura con que piropeaban a las mujeres. La idea de que todos ellos tenían en su casa un traje de seda bordado de oro, y metidos en él marchaban ante la muchedumbre al son de la música, producíale un escalofrío de respeto.

El hijo de la señora Angustias era conocido por el Zapaterín entre sus desarrapados amigos, y mostrábase satisfecho de tener un apodo, como casi todos los grandes hombres que salen al redondel. Por algo se empieza. Llevaba al cuello un pañuelo rojo que había sustraído a su hermana, y por debajo de la gorra salíale el pelo amontonado sobre las orejas en gruesos mechones, que se alisaba con saliva. Las blusas de dril queríalas hasta la cintura, con numerosos pliegues. Los pantalones, viejos restos del vestuario de su padre acomodados por la señora Angustias, exigíalos altos de talle, con las piernas anchas y las caderas bien recogidas, llorando de humillación cuando la madre no quería ceñirse a estas exigencias.

¡Una capa! ¡Poseer una capa de brega, no teniendo que implorar a otros más felices el préstamo del ansiado trapo por unos minutos!.. En un cuartucho de la casa yacía olvidado un viejo colchón con las tripas flácidas. La lana habíala vendido la señora Angustias en días de apuro. El Zapaterín pasó una mañana encerrado en el cuarto, aprovechando la ausencia de su madre, que trabajaba aquel día como asistenta en casa de un canónigo. Con la ingeniosidad del náufrago que, entregado a sus iniciativas, tiene que fabricárselo todo en una isla desierta, cortó un capote de lidia en la tela húmeda y deshilachada. Después hirvió en un puchero un puñado de anilina roja comprada en una droguería, y sumió en este tinte el viejo lienzo. Juanillo admiró su obra. ¡Un capote del más vivo escarlata, que iba a despertar muchas envidias en las capeas de los pueblos!.. Sólo faltaba que se secase, y lo puso al sol entre las ropas blancas de las vecinas. El viento, al mecer el trapo chorreante, fue manchando las piezas inmediatas, y un concierto de maldiciones y amenazas, de puños crispados y bocas que proferían las más feas palabras contra él y su madre, obligó al Zapaterín a recoger su manto de gloria y salir por pies, cubiertas de rojo cara y manos, como si acabase de cometer un homicidio.

La señora Angustias, hembra fuerte, obesa y bigotuda, que no temía a los hombres e inspiraba respeto a las mujeres por sus resoluciones enérgicas, mostrábase descorazonada y floja ante su hijo. ¡Qué hacer!.. Sus manos habíanse ensayado en todas las partes del cuerpo del muchacho; las escobas se rompían sin resultado positivo. Aquel maldito tenía, según ella, carne de perro. Habituado fuera de casa a los tremendos cabezazos de los becerros, al cruel pateo de las vacas, a los palos de pastores y matarifes, que trataban sin compasión a la pillería tauromáquica, los golpes de la madre parecíanle un hecho natural, una continuación de la vida exterior, que se prolongaba dentro de su casa, y los aceptaba sin propósito de enmienda, como un escote que había de pagar a cambio del sustento, rumiando el pan duro con famélico regodeo, mientras las maldiciones maternales y los puñetazos llovían en sus espaldas.

Apenas saciaba su hambre huía de la casa, valiéndose de la libertad en que le dejaba la señora Angustias ausentándose para sus faenas.

En La Campana, ágora venerable del toreo, donde circulan las grandes noticias de la afición, recibía avisos de sus compañeros que le producían escalofríos de entusiasmo.

– Zapaterín, mañana corrida.

Los pueblos de la provincia celebraban las fiestas del santo patrón con capeas de toros corridos, y allá marchaban los pequeños toreros, con la esperanza de poder decir a la vuelta que habían tendido el capote en las plazas gloriosas de Aznalcollar, Bullullos o Mairena. Emprendían la marcha de noche, con la capa al hombro si era verano y envueltos en ella en el invierno, el estómago vacío y hablando continuamente de toros.

Si la marcha era de varias jornadas, acampaban al raso o eran admitidos por caridad en el pajar de una venta. ¡Ay de las uvas, de los melones y los higos que encontraban al paso en la buena época!.. Su única inquietud era que otro grupo, otra «cuadrilla», hubiese tenido igual pensamiento y se presentase en el pueblo, entablando ruda competencia.

Cuando llegaban al término de su viaje, con las cejas y la boca llenas de polvo, flojos y despeados por la marcha, se presentaban al alcalde, y el más desvergonzado, que llenaba las funciones de director, hablaba de los méritos de su gente, dándose todos por felices si la generosidad municipal los aposentaba en la cuadra del mesón, regalándolos encima con una olla, que quedaba limpia a los pocos instantes. En la plaza del lugar, cerrada con carros y tablados, soltábanse toros viejos, verdaderos castillos de carne, llenos de costras y cicatrices, con cuernos astillosos y enormes; reses que llevaban muchos años de ser toreadas en todas las fiestas de la provincia; animales venerables que «sabían latín», tanta era su malicia, y habituados a un continuo toreo, estaban en el secreto de las habilidades de la lidia.

Los mozos del pueblo pinchaban a las fieras desde lugar seguro, y la gente buscaba motivo de diversión, más aún que en el toro, en los «toreros» venidos de Sevilla. Tendían éstos sus capas con las piernas temblorosas y el ánimo reconfortado por el peso del estómago. Revolcón, y grande algazara en el público. Cuando alguno, con repentino terror, refugiábase en las empalizadas, la barbarie campesina le acogía con insultos, golpeándole las manos agarradas a la madera, dándole varazos en las piernas para que saltase a la plaza. «¡Arre, sinvergüenza! ¡A darle la cara al toro, embustero!..»

Alguna vez sacaban de la plaza a uno de los «diestros» entre cuatro compañeros, pálido con una blancura de papel, los ojos vidriosos, la cabeza caída, el pecho como un fuelle roto. Acudía el albéitar, tranquilizando a todos al no ver sangre. Era una conmoción sufrida por el muchacho al ser despedido a algunos metros de distancia, cayendo al suelo como un talego de ropa. Otras veces era la angustia de haber sido pisado por una bestia de enorme pesadumbre. Le echaban un cubo de agua por la cabeza, y luego, al recobrar los sentidos, obsequiábanle con un gran trago de aguardiente de Cazalla de la Sierra. Ni un príncipe podría verse mejor cuidado.

A la plaza otra vez. Y cuando no le quedaban al pastor toros que soltar y se aproximaba la noche, dos de la cuadrilla cogían el mejor capote de la sociedad, y sosteniéndole por las puntas, iban de tablado en tablado solicitando una gratificación. Llovían sobre la tela roja las monedas de cobre según el gusto que habían dado a los vecinos las proezas de los forasteros, y terminada la corrida emprendían la vuelta a la ciudad, sabiendo que en la posada se había agotado su crédito. Muchas veces reñían en el camino por la distribución de la calderilla guardada en un pañuelo anudado.

Luego, en el resto de la semana, recordaban sus hazañas ante los ojos absortos de los compinches que no habían sido de la expedición. Hablaban de sus verónicas en El Garrobo, de sus navarras de Lora, o de una terrible cogida en El Pedroso, imitando los aires y actitudes de los verdaderos profesionales que a pocos pasos de ellos consolaban su falta de contratas con toda clase de petulancias y mentiras.

Cierta vez, la señora Angustias estuvo más de una semana sin saber de su hijo. Al fin tuvo vagas noticias de que había sido herido en una capea en el pueblo de Tocina. ¡Dios mío! ¿Dónde estaría aquel pueblo? ¿Cómo ir a él?.. Dio por muerto a su hijo, le lloró, quiso, sin embargo, ir allá, y cuando disponía el viaje vio llegar a Juanillo, pálido, débil, pero hablando con alegría varonil de su accidente.

No era nada: un puntazo en una nalga; una herida de varios centímetros de profundidad. Y con el impudor del triunfo, quería mostrarla a los vecinos, afirmando que metía en ella un dedo sin llegar al fin. Sentíase orgulloso del hedor de yodoformo que iba esparciendo a su paso, y hablaba de las atenciones con que le habían tratado en aquel pueblo, que era para él lo mejor de España. Los vecinos más ricos, como quien dice la aristocracia, se interesaban por su suerte; el alcalde había ido a verle, pagándole después el viaje de vuelta. Aún guardaba en su bolsillo tres duros, que entregó a su madre con una generosidad de grande hombre. ¡Y tanta gloria a los catorce años! Su satisfacción fue todavía mayor cuando en La Campana, algunos toreros – pero toreros de verdad – fijaron su atención en el muchacho, preguntándole cómo marchaba de su herida.

Después de este accidente ya no volvió a la tienda de su maestro. Sabía lo que eran los toros; su herida había servido para acrecentar su audacia. ¡Torero, nada más que torero! La señora Angustias abandonó todo propósito de corrección, juzgándolo inútil. Se hizo la cuenta de que no existía su hijo. Cuando se presentaba en casa por la noche, a la hora en que la madre y la hermana comían juntas, hacíanle plato silenciosas, intentando abrumarle con su desprecio. Pero esto en nada alteraba su masticación. Si llegaba tarde, no le guardaban ni un mendrugo, y tenía que volverse a la calle lo mismo que había venido.

Era paseante nocturno en la Alameda de Hércules con otros muchachos de ojos viciosos, mezcla confusa de aprendices de criminal y de torero. Las vecinas le encontraban algunas veces en las calles hablando con señoritos cuya presencia hacía reír a las mujeres, o con graves caballeros a los que la maledicencia daba motes femeniles. Unas temporadas vendía periódicos, y en las grandes fiestas de Semana Santa ofrecía a las señoras sentadas en la plaza de San Francisco bandejas de caramelos. En época de feria vagaba por las inmediaciones de los hoteles esperando a un «inglés», pues para él todos los viajeros eran ingleses, con la esperanza de servirle de guía.

– ¡Milord!.. ¡Yo torero! – decía al ver una figura exótica, como si su calidad profesional fuese una recomendación indiscutible para los extranjeros.

Y para certificar su identidad se quitaba la gorra, echando atrás la coleta: un mechón de a cuarta que llevaba tendido en lo alto de la cabeza.

Su compañero de miseria era Chiripa, muchacho de su misma edad, pequeño de cuerpo y de ojos maliciosos, sin padre ni madre, que vagaba por Sevilla desde que tenía uso de razón y ejercía sobre Juanillo el dominio de la experiencia. Tenía un carrillo cortado por la cicatriz de una cornada, y esta señal considerábala el Zapaterín como algo muy superior a su herida invisible.

Cuando, a la puerta de un hotel, alguna viajera ávida de «color local» hablaba con los pequeños toreros, admirando sus coletas y el relato de sus heridas, para acabar dándoles dinero, Chiripa decía con tono sentimental:

– No le dé usté a ese, que tié mare, y yo estoy solito en er mundo. ¡El que tié mare no sabe lo que tiene!

Y el Zapaterín, con una tristeza de remordimiento, permitía que el otro se apoderase de todo el dinero, murmurando:

– Es verdá… es verdá.

Este enternecimiento no impedía a Juanillo continuar su existencia anormal, apareciendo en casa de la señora Angustias muy de tarde en tarde y emprendiendo viajes lejos de Sevilla.

Chiripa era un maestro de la vida errante. Los días de corrida afirmábase en su voluntad el propósito de entrar en la Plaza de Toros con su camarada, apelando para esto a las estratagemas de escalar los muros, deslizarse entre el gentío o enternecer a los empleados con humildes súplicas. ¡Una fiesta taurina sin que la viesen ellos, que eran de la profesión!.. Cuando no había capea en los pueblos de la provincia, iban a echar su trapo a los novillos de la dehesa de Tablada; pero todos estos alicientes de la vida de Sevilla no bastaban a satisfacer su ambición.

Chiripa había corrido mundo, y hablaba a su compañero de las grandes cosas vistas por él en lejanas provincias. Era hábil en el arte de viajar gratuitamente, colándose con disimulo en los trenes. El Zapaterín escuchaba con embeleso sus descripciones de Madrid, una ciudad de ensueño con su Plaza de Toros que era a modo de una catedral del toreo.

Un señorito, por reírse de ellos, les dijo a la puerta de un café de la calle de las Sierpes que en Bilbao ganarían mucho dinero, pues allí no abundaban los toreros como en Sevilla, y los dos muchachos emprendieron el viaje, limpio el bolsillo y sin otro equipo que sus capas, unas capas «de verdad», que habían sido de toreros de cartel, míseros desechos adquiridos por unos cuantos reales en una ropavejería.

Introducíanse cautelosamente en los trenes y se ocultaban bajo los asientos; pero el hambre y otras necesidades les obligaban a denunciar su presencia a los viajeros, que acababan por compadecerse de estas andanzas, riendo de sus raras figuras, de sus coletas y capotes, socorriéndolos con los restos de sus meriendas. Cuando algún empleado les daba caza en las estaciones, corrían de vagón en vagón o intentaban escalar los techos para esperar agazapados a que el tren se pusiera en marcha. Muchas veces les sorprendieron, y agarrándolos de las orejas, con acompañamiento de bofetadas y puntapiés, quedaban en el andén de una estación solitaria, mientras el tren se alejaba como una esperanza perdida.

Aguardaban el paso de otro, vivaqueando al aire libre, y si se veían vigilados de cerca, emprendían la marcha hacia la inmediata estación por los desiertos campos, con la certeza de ser más afortunados. Así llegaron a Madrid, después de varios días de accidentado viaje y largas paradas con acompañamiento de golpes. En la calle de Sevilla y en la Puerta del Sol admiraron los grupos de toreros sin contrata, entes superiores, a los que osaron pedir, sin éxito, una limosna para continuar el viaje. Un mozo de la Plaza de Toros, que era de Sevilla, se apiadó de ellos y les dejó dormir en las cuadras, proporcionándoles además el deleite de presenciar una corrida de novillos en el famoso circo, que les pareció menos importante que el de su tierra.

Asustados de su audacia y viendo cada vez más lejano el término de la excursión, emprendieron el regreso a Sevilla lo mismo que habían venido; pero desde entonces tomaron gusto a los viajes a escondidas en el ferrocarril. Dirigíanse a pueblos de poca importancia en las diversas provincias andaluzas cuando oían vagas noticias de fiestas con sus correspondientes capeas. Así llegaban hasta la Mancha o Extremadura; y si los azares de la mala suerte les imponían el marchar a pie, buscaban refugio en las viviendas de los campesinos, gente crédula y risueña, que se extrañaba de sus pocos años, de su atrevimiento y su charla embustera, tomándolos por verdaderos lidiadores.

Esta existencia errante les hacía emplear astucias de hombre primitivo para satisfacer sus necesidades. En las inmediaciones de las casas de campo arrastrábanse sobre el vientre, robando las hortalizas sin ser vistos. Aguardaban horas enteras a que una gallina solitaria se aproximase a ellos, y retorciéndola el cuello continuaban la marcha, para encender una hoguera de leña seca en mitad de la jornada y engullirse el pobre animal chamuscado y medio crudo con una voracidad de pequeños salvajes. Temían a los mastines del campo más que a los toros. Eran bestias difíciles para la lidia, que corrían hacia ellos enseñando los colmillos, como si los enfureciese su aspecto exótico y husmeasen en sus personas a enemigos de la propiedad.

Muchas veces, cuando dormían al aire libre cerca de una estación, esperando el paso de un tren, llegábase a ellos una pareja de guardias civiles. Al ver los rojos envoltorios que servían de almohadas a estos vagabundos, tranquilizábanse los soldados del orden. Suavemente les quitaban las gorras, y al encontrarse con el peludo apéndice de la coleta, se alejaban riendo sin más averiguaciones. No eran ladronzuelos: eran aficionados que iban a las capeas. Y en esta tolerancia había una mezcla de simpatía por la fiesta nacional y de respeto ante la obscuridad de lo futuro. ¡Quién podía saber si alguno de estos mozos desarrapados, con costras de miseria, sería en el porvenir una «estrella del arte», un gran hombre que brindase toros a los reyes, viviera como un príncipe, y cuyas hazañas y dichos reprodujeran los periódicos!..

Una tarde, el Zapaterín quedó solo en un pueblo de Extremadura. Para mayor asombro del público rústico que aplaudía a los famosos toreros «venidos adrede de Sevilla», los dos muchachos quisieron clavar banderillas a un toro bravucón y viejo. Juanillo puso sus palos a la fiera y quedó junto a un tablado, gozándose en recibir la ovación popular en forma de tremendos manotazos y ofrecimientos de tragos de vino. Una exclamación de horror le sacó de esta embriaguez de gloria. Chiripa no estaba ya en el suelo de la plaza. Sólo quedaban en él las banderillas rodando por el polvo, una zapatilla y la gorra. Movíase el toro como irritado ante un obstáculo, llevando enganchado de uno de sus cuernos un envoltorio de ropas semejante a un monigote. Con los violentos cabezazos el informe paquete se soltó del cuerno, expeliendo un chorro rojo, pero antes de llegar al suelo fue alcanzado por el asta opuesta, que a su vez lo zarandeó largo rato. Por fin el triste bulto cayó en el polvo, y allí quedó, flácido e inerte, soltando líquido, como un pellejo agujereado que expele el vino a chorros.

El pastor, con sus cabestros, se llevó el toro al corral, pues nadie osaba aproximarse a él, y el pobre Chiripa fue conducido sobre un jergón a cierto cuartucho del Ayuntamiento que servía de cárcel. Su compañero le vio con la cara blanca como si fuese de yeso, los ojos mates y el cuerpo rojo de sangre, sin que pudieran contener ésta los paños de agua con vinagre que le aplicaban, a falta de algo mejor.

– ¡Adió, Zapaterín! – suspiró – . ¡Adió, Juaniyo!

Y no dijo más. El compañero del muerto emprendió aterrado la vuelta a Sevilla, viendo sus ojos vidriosos, oyendo sus gimientes adioses. Tenía miedo. Una vaca mansa saliéndole al paso le hubiese hecho correr. Pensaba en su madre y en la prudencia de sus consejos. ¿No era mejor dedicarse a zapatero y vivir tranquilamente?.. Pero estos propósitos sólo duraron mientras se vio solo.

Al llegar a Sevilla sintió la influencia del ambiente. Los amigos corrieron hacia él para saber con todos sus detalles la muerte del pobre Chiripa. Los toreros profesionales le preguntaban en La Campana, recordando con lástima a aquel pilluelo de cara cortada que muchas veces les hacía recados. Juan, enardecido por tales muestras de consideración, daba suelta a su potencia imaginativa, describiendo cómo se había él arrojado sobre el toro al ver cogido a su pobre compañero; cómo había agarrado al bicho de la cola, y demás hazañas portentosas, a pesar de las cuales el otro había salido del mundo.

La medrosa impresión se desvaneció. ¡Torero, nada más que torero! Ya que otros lo eran, ¿por qué no serlo él? Pensaba en las judías averiadas y el pan duro de su madre; en las vilezas que le costaba cada pantalón nuevo; en el hambre, inseparable compañera de muchas de sus expediciones. Además, sentía un ansia vehemente por todos los goces y ostentaciones de la existencia: miraba con envidia los coches y los caballos; deteníase absorto en las puertas de las grandes casas, al través de cuyas cancelas veía patios de oriental suntuosidad, con arcadas de azulejos, enlosados de mármol y fuentes parleras que desgranaban día y noche sobre el tazón rodeado de verdes hojas un surtidor de perlas. Su suerte estaba echada. Matar toros o morir. Ser rico, y que los periódicos hablasen de él y le saludase la gente, aunque fuera a costa de la vida. Despreciaba los grados inferiores del toreo. Veía a los banderilleros exponer la vida lo mismo que los maestros a cambio de treinta duros por corrida, y luego de una existencia de fatigas y cornadas llegar a viejos, sin más porvenir que una mísera industria montada con los ahorros o un empleo en el Matadero. Algunos morían en el hospital; los más pedían limosna a los compañeros jóvenes. Nada de banderillas ni de pasar años en una cuadrilla sometido al despotismo de un maestro. Matar toros desde el principio; pisar la arena de las plazas como espada.

La desgracia del pobre Chiripa dábale cierto ascendiente sobre sus compañeros y formó cuadrilla, una cuadrilla de desarrapados que marcharon tras él a las capeas de los pueblos. Le respetaban porque era el más valiente y el mejor vestido. Algunas mozas de vida airada, atraídas por la varonil belleza del Zapaterín, que ya iba en los diez y ocho años, y por el prestigio de su coleta, disputábanse en ruidosa competencia el honor de cuidar de su garbosa persona. Además contaba con un «padrino», un viejo protector, antiguo magistrado, que sentía debilidad por la guapeza de los toreros jóvenes, y cuyo trato indignaba a la señora Angustias, haciéndole soltar las más obscenas expresiones aprendidas en sus tiempos de la Fábrica de Tabacos.

El Zapaterín lucía ternos de lana inglesa bien ajustados a la esbeltez de su cuerpo, y su sombrero era siempre flamante. Las «socias» cuidaban escrupulosamente de la blancura de sus cuellos y pecheras, y en ciertos días ostentaba sobre el chaleco una cadena de oro, doble, igual a la de las señoras, préstamo de su respetable amigo, que había ya figurado en el cuello de «otros muchachos que empezaban».

Alternaba con los verdaderos toreros; podía pagar copas a los viejos peones que hacían memoria de las hazañas de los maestros famosos. Dábase por seguro que ciertos protectores trabajaban en favor de este «niño», esperando ocasión propicia para hacerle debutar en una novillada en la plaza de Sevilla.

El Zapaterín era ya matador. Un día, en Lebrija, al salir a la plaza un torito vivaracho, sus compañeros le habían empujado a la suerte suprema. «¿Te atreves a meterle la mano?..» Y él le metió la mano. Después, enardecido por la facilidad con que había salido del trance, acudió a todas las capeas en las que se anunciaba novillo de muerte y a todos los cortijos donde se lidiaban y mataban reses.

El propietario de La Rinconada, rico cortijo con pequeña plaza de toros, era un entusiasta que tenía la mesa dispuesta y abierto el pajar para todos los aficionados famélicos que quisieran divertirle lidiando sus reses. Juanillo fue allá en días de miseria con otros compañeros, para comer a la salud del hidalgo campestre aunque fuese a costa de algunos revolcones. Llegaron a pie tras dos jornadas de marcha, y el propietario, al ver a la tropa polvorienta, con sus líos de capotes, dijo solemnemente:

– Al que quee mejó le pago er billete pa que güerva a Seviya en ferrocarrí.

Dos días pasó el señor del cortijo fumando en el balconcillo de su plaza mientras los chicos de Sevilla lidiaban toretes, siendo muchas veces alcanzados y pateados.

– Eso no vale na, ¡embustero! – decía reprobando un capeo mal dado.

– ¡Arza der suelo, cobardón!.. A ve, que le den vino pa que se le pase er susto – gritaba cuando un muchacho persistía en seguir tendido luego de pasarle el toro sobre el cuerpo.

El Zapaterín mató un novillo tan a gusto del dueño, que éste lo sentó a su mesa, mientras los camaradas quedaban en la cocina con los pastores y mozos de labranza, metiendo la cuchara de cuerno en la humeante caldereta.

– Te ganaste la güerta en ferrocarrí, gachó. Tú irás lejos si no te farta er corazón. Tiés facurtaes.

El Zapaterín, al emprender su regreso a Sevilla en segunda clase, mientras la cuadrilla marchaba a pie, pensó que comenzaba para él una nueva vida, y tuvo una mirada de avidez para el enorme cortijo, con sus extensos olivares, sus campos de granos, sus molinos, sus prados que se perdían de vista, en los que pastaban miles de cabras y rumiaban, inmóviles, con las piernas encogidas, toros y vacas. ¡Qué riqueza! ¡Si él llegase un día a poseer algo semejante!..

La fama de sus proezas en las novilladas de los pueblos llegó a Sevilla, haciendo fijarse en su persona a los aficionados inquietos e insaciables, que siempre esperan un nuevo astro que eclipse a los existentes.

– Paece que es un niño que promete – decían al verle pasar por la calle de las Sierpes con paso menudo, moviendo arrogante los brazos – . Habrá que verlo en el terreno de la verdá.

Este terreno era para ellos y para el Zapaterín el redondel de la plaza de Sevilla. Pronto estaba el muchacho a verse cara a cara con la verdad. Su protector había adquirido para él un traje de «luces» algo usado, desecho de un matador sin nombre. Se organizó una corrida de novillos con un fin benéfico, y aficionados influyentes, ganosos de novedades, consiguieron incluirlo en el cartel, gratuitamente, como matador.

El hijo de la señora Angustias se opuso a que figurase en los anuncios su apodo de Zapaterín, que deseaba hacer olvidar. Nada de motes, y menos de oficios bajos. Deseaba ser conocido con los nombres de su padre; quería ser Juan Gallardo y que ningún apodo recordase su origen a las grandes personas que indudablemente serían sus amigos en el porvenir.

Todo el barrio de la Feria acudió en masa a la corrida con un fervor bullicioso y patriótico. Los de la Macarena también llevaban su parte de interés, y los demás barrios populares se dejaron arrastrar por el mismo entusiasmo. ¡Un nuevo matador de Sevilla!.. No hubo entradas para todos, y fuera de la plaza quedaron miles de personas esperando ansiosas las noticias de la corrida.

Gallardo toreó, mató, fue volteado por un toro, sin sufrir heridas, y tuvo al público en continua angustia con sus audacias, que las más de las veces resultaron afortunadas, provocando colosales berridos de entusiasmo. Ciertos aficionados respetables en sus decisiones sonreían complacidos. Aún le faltaba mucho que aprender, pero tenía corazón y buen deseo, que es lo importante.

– Sobre todo, entra a matar de veras y no se sale del terreno de la verdad.

Las buenas mozas amigas del diestro agitábanse borrachas de entusiasmo, con histéricas contorsiones, los ojos lacrimosos, la boca chorreante, agotando en plena tarde el léxico de palabras amorosas que sólo usaban por la noche. Una arrojaba su mantón al redondel; otra, por ser más, añadía la blusa y el corsé; otra llegaba a despojarse de la falda, y los espectadores agarrábanlas riendo para que no se arrojasen a la arena o no quedaran en camisa.

En otro lado de la plaza, el viejo magistrado sonreía enternecido al través de su barba blanca, admirando la valentía del muchacho y lo bien que le sentaba el traje de «luces». Al verle volteado por el toro se echó atrás en su asiento, como si fuese a desmayarse. Aquello era demasiado fuerte para él.

En una contrabarrera pavoneábase orgulloso el marido de Encarnación, la hermana del diestro, un talabartero con tienda abierta, hombre sesudo, enemigo de la vagancia, que se había casado con la cigarrera prendado de sus gracias, pero con la expresa condición de no tratar al «maleta» de su hermano.

Gallardo, ofendido por el mal gesto del cuñado, no se había atrevido a pisar su tienda, situada en las afueras de la Macarena, ni a apearle el ceremonioso usted cuando de tarde en tarde le encontraba en casa de la señora Angustias.

– Voy a ver cómo corren a naranjazos al sinvergüenza de tu hermano – había dicho a su mujer al ir a la plaza.

Y ahora, desde su asiento, saludaba al diestro, llamándole Juaniyo, tratándole de tú, pavoneándose satisfecho cuando el novillero, atraído por tantos gritos, acabó por fijarse en él, contestándole con un movimiento de su estoque.

– Es mi cuñao – decía el talabartero, para que le admirasen los que estaban junto a él – . Siempre he creío que este chico sería argo en er toreo. Mi señora y yo le hemos ayudao mucho…

La salida fue triunfal. La muchedumbre se abalanzó sobre Juanillo, como si fuese a devorarlo con sus expansiones de entusiasmo. Gracias que estaba allí el cuñado para imponer orden, cubrirle con su cuerpo y conducirlo hasta el coche de alquiler, en el cual se sentó al lado del novillero.

Cuando llegaron a la casucha del barrio de la Feria iba tras el carruaje un inmenso grupo, a modo de manifestación popular, dando vítores que hacían salir las gentes a las puertas. La noticia del triunfo había llegado allí antes que el diestro, y los vecinos corrían para verle de cerca y estrechar su mano.

La señora Angustias y su hija estaban en la puerta de la casa. El talabartero casi bajó en brazos a su cuñado, monopolizándolo, gritando y manoteando en nombre de la familia para que nadie lo tocase, como si fuese un enfermo.

– Aquí lo tienes, Encarnación – dijo empujándolo hacia su mujer – . ¡Ni el propio Roger de Flor!

Y Encarnación no necesitó preguntar más, pues sabía que su marido, en virtud de lejanas y confusas lecturas, consideraba a este personaje histórico como el conjunto de todas las grandezas, y sólo osaba unir su nombre a sucesos portentosos.

Ciertos vecinos entusiastas que venían de la corrida piropeaban a la señora Angustias, admirando devotamente su abultado abdomen.

– ¡Bendita sea la mare que ha parió un mozo tan valiente!..

Las amigas la aturdían con sus exclamaciones. ¡Qué suerte! ¡Y poquito dinero que iba a ganar su hijo!..

La pobre mujer mostraba en sus ojos una expresión de asombro y de duda. Pero ¿era realmente su Juanillo el que hacía correr a la gente con tanto entusiasmo?.. ¿Se habían vuelto locos?..

Mas de pronto cayó sobre él, como si se desvaneciese todo el pasado, como si sus angustias y rabietas fuesen un ensueño, como si confesara un vergonzoso error. Sus brazos enormes y flácidos se arrollaron al cuello del torero y las lágrimas mojaron una de sus mejillas.

– ¡Hijo mío! ¡Juaniyo!.. ¡Si te viera el pobre de tu padre!

– No yore, mare… que hoy es día de alegría. Va usté a ve. Si Dios me da suerte, la haré una casa, y le verán sus amigas en carruaje, y va usté a yevar ca pañolón de Manila que quitará er sentío…

El talabartero acogió estos propósitos de grandeza con movimientos de afirmación ante la absorta esposa, que aún no había salido de su sorpresa por este cambio tan radical. Sí, Encarnación: todo lo haría este mozo si se empeñaba… Era extraordinario. ¡Ni el propio Roger de Flor!

Por la noche, en las tabernas de los barrios populares y los cafés, sólo se habló de Gallardo.

– El torero del porvenir. Ha quedao como las propias rosas… Ese chico va a quitar los moños a todos los califas cordobeses.

En estas afirmaciones latía el orgullo sevillano, en perpetua rivalidad con la gente de Córdoba, tierra igualmente de buenos toreros.

La existencia de Gallardo cambió por completo después de este día. Saludábanle los señoritos y le hacían sentar entre ellos en las puertas de los cafés. Las buenas mozas que antes le mataban el hambre y cuidaban de su ornato viéronse poco a poco repelidas con risueño desprecio. Hasta el viejo protector se alejó prudentemente, en vista de ciertos desvíos, y fue a poner su tierna amistad en otros muchachos que empezaban.

La empresa de la Plaza de Toros buscaba a Gallardo, mimándole como si fuese ya una celebridad. Anunciando su nombre en los carteles, el éxito era seguro: plaza llena. El populacho aplaudía entusiasmado al «niño de la señá Angustias», haciéndose lenguas de su valor. La fama de Gallardo extendiose por Andalucía, y el talabartero, sin que nadie solicitase sus auxilios, mezclábase en todo, arrogándose el papel de defensor de los intereses de su cuñado.

Hombre reflexivo y muy experto, según él, en los negocios, veía marcado para siempre el curso de su vida.

– Tu hermano – decía por las noches al acostarse con su mujer – necesita a su lao un hombre práctico que maneje sus intereses. ¿Crees tú que le vendría mal nombrarme su apoderao? Pa él una gran cosa. ¡Ni el propio Roger de Flor! Y pa nosotros…

El talabartero contemplaba en su imaginación las grandes riquezas que iba a ganar Gallardo, y pensaba igualmente en los cinco hijos que tenía y los que iban a venir seguramente, pues era hombre de una fidelidad conyugal incansable y prolífica. ¡Quién sabe si lo que ganase el espada acabaría por ser de sus sobrinos!..

Durante año y medio, Juan mató novillos en las mejores plazas de España. Su fama había llegado hasta Madrid. Los aficionados de la corte sentían curiosidad por conocer al «niño sevillano», del que tanto hablaban los periódicos y del que se hacían lenguas los inteligentes andaluces.

Gallardo, escoltado por un grupo de amigos de la tierra que residían en Madrid, se pavoneó en la acera de la calle de Sevilla, junto al Café Inglés. Las buenas mozas sonreían con sus requiebros y se les iban los ojos tras la gruesa cadena de oro del torero y sus grandes diamantes, preseas adquiridas con las primeras ganancias y a crédito de las futuras. Un matador debe mostrar que le sobra el dinero en el ornato de su persona y convidando generosamente a todo el mundo. ¡Cuán lejos estaban los días en que él, con el pobre Chiripa, vagabundeaba por la misma acera, temiendo a la policía, contemplando a los toreros con admiración y recogiendo las colillas de sus cigarros!..

Su trabajo en Madrid fue afortunado. Hizo amistades, y se formó en torno de él un grupo de entusiastas ganosos de novedad, que también le proclamaban el «torero del porvenir», protestando porque aún no había recibido la alternativa.

– A espuertas va a ganar el dinero, Encarnación – decía el cuñado – . Va a tener millones, como no le ocurra una mala desgracia.

La vida de la familia cambió por completo. Gallardo, que se trataba con los señoritos de Sevilla, no quiso que su madre siguiese habitando la casucha de sus tiempos de miseria. Por él se hubiesen trasladado a la mejor calle de la ciudad; pero la señora Angustias quiso seguir fiel al barrio de la Feria, con ese amor que sienten al envejecer las gentes simples por los lugares donde se desarrolló su juventud.

Vivían en una casa mucho mejor. La madre no trabajaba y las vecinas hacíanla la corte, viendo en ella una prestamista generosa para sus días de apuro. Juan, a más de las joyas pesadas y estrepitosas con que adornaba su persona, poseía el supremo lujo de todo torero: una jaca alazana, de gran poder, con silla vaquera y gran manta en el arzón orlada de borlajes multicolores. Montado en ella trotaba por las calles, sin más objeto que recibir los homenajes de los amigos, que saludaban su garbo con ¡olés! ruidosos. Esto satisfacía por el momento sus deseos de popularidad. Otras veces iba con los señoritos, formando vistoso pelotón de jinetes, a la dehesa de Tablada, en vísperas de gran corrida, para ver el ganado que otros habían de matar.

– Cuando yo tome la alternativa… – decía a cada paso, haciendo depender de ella todos sus planes sobre el porvenir.

Para entonces dejaba una serie de proyectos con que había de sorprender a su madre, pobre mujer asustada del bienestar que se colaba de rondón en su casa, y que ella creía de imposible aumento.

Llegó el día de la alternativa: el reconocimiento de Gallardo como matador de toros.

Un maestro célebre le cedió la espada y la muleta en pleno redondel de la plaza de Sevilla, y la muchedumbre enloqueció de entusiasmo viendo cómo echaba abajo de una sola estocada al primer toro «formal» que se le ponía delante. Al mes siguiente, este doctorado tauromáquico era refrendado en la plaza de Madrid, donde otro maestro no menos célebre volvió a darle la alternativa en una corrida de toros de Miura.

Ya no era novillero; era matador, y su nombre figuraba al lado de viejos espadas a los que había admirado como dioses inabordables cuando iba por los pueblecillos tomando parte en las capeas. A uno de ellos recordaba haberlo esperado en una estación, cerca de Córdoba, para pedirle un socorro cuando pasaba en el tren con su cuadrilla. Aquella tarde pudo comer gracias a la fraternidad generosa que existe entre la gente de coleta, y que impulsa a un espada de lujo principesco a alargar un duro y un cigarro al pilluelo astroso que da sus primeros capeos.

Comenzaron a llover contratas sobre el nuevo espada. En todas las plazas de la Península deseaban verle, con el incentivo de la curiosidad. Los periódicos profesionales popularizaban su retrato y su vida, desfigurando ésta con episodios novelescos. Ningún matador tenía tantas corridas como él. Iba a ganar mucho dinero.

Antonio, su cuñado, acogía este éxito con torvo ceño y sordas protestas delante de su mujer y su suegra.

Un desagradecido el espada. La historia de todos los que suben aprisa. ¡Tanto que él había trabajado por Juan! ¡Con el tesón que había discutido con los empresarios cuando le ajustaba las corridas de novillos!.. Y ahora que era maestro tenía por apodorado a un señor al que había conocido poco antes: un tal don José, que no era de la familia, y al que Gallardo mostraba gran estima por sus prestigios de antiguo aficionado.

– Ya le pesará – terminaba diciendo – . Familia no hay más que una. ¿Dónde va a encontrar la querencia de los que le hemos visto desde pequeño? El se lo pierde. Conmigo iría como el propio…

Y se interrumpía, tragándose el nombre famoso por miedo a las burlas de los banderilleros y aficionados que frecuentaban la casa y habían acabado por fijarse en esta adoración histórica del talabartero.

Gallardo, en su bondad de triunfador, dio una satisfacción a su cuñado, encargándole de vigilar los trabajos de la casa que estaba fabricando. Carta blanca en los gastos. El espada, aturdido por la facilidad con que el dinero venía a sus manos, deseaba que el cuñado le robase, compensándolo así de no haberle admitido como apoderado.

El torero iba a realizar sus deseos, construyendo una casa para su madre. Ella, la pobre, que había pasado su vida fregando los suelos de los ricos, que tuviera un hermoso patio con baldosas de mármol y zócalos de azulejos, sus habitaciones con muebles como los de los señores, y criadas, muchas criadas, para que la sirviesen. También él sentíase unido por un afecto tradicional al barrio donde se había deslizado su mísera niñez. Gustaba de deslumbrar a las mismas gentes que habían tenido a su madre por servidora, y dar un puñado de pesetas en momentos de apuro a los que llevaban zapatos a su padre o le entregaban a él un mendrugo en los días penosos. Compró varias casas viejas, una de ellas la misma en cuyo portal trabajaba el remendón, las echó abajo, y comenzó a levantar un edificio que había de ser de blancas paredes, con rejas pintadas de verde, vestíbulo chapado de azulejos y cancela de hierro de menuda labor, al través de la cual se vería el patio con su fuente en medio y sus columnas de mármol, entre las cuales penderían jaulas doradas con parleros pájaros.

La satisfacción de su cuñado Antonio al verse en plena libertad para la dirección y aprovechamiento de las obras se aminoró un tanto con una noticia terrible.

Gallardo tenía novia. Andaba ahora, en pleno verano, corriendo por España, de una plaza a otra, dando estocadas y recibiendo aplausos; pero casi todos los días enviaba una carta a cierta muchacha del barrio, y en los cortos ratos de vagar entre una corrida y otra, abandonaba a sus compañeros y tomaba el tren para pasar una noche en Sevilla «pelando la pava» con ella.

– ¿Han visto ustés? – gritaba escandalizado el talabartero en lo que él llamaba el «seno del hogar», o sea ante su mujer y su suegra – . ¡Una novia, sin decir palabra a la familia, que es lo único verdadero que existe en el mundo! El señó quiere casarse. Sin duda está cansao de nosotros… ¡Qué sinvergüenza!

Encarnación aprobaba estas afirmaciones con rudos gestos de su rostro hermosote y bravío, contenta de poder expresarse contra aquel hermano que le inspiraba cierta envidia por su buena fortuna. Sí; siempre había sido un sinvergüenza.

Pero la madre protestaba.

– Eso no; que yo conozco a la niña, y su probe mare fue compañera mía en la Fábrica. Limpia como los chorros de oro, modosita, güena, bien paresía… Ya le he dicho a Juan que por mí que sea… y cuanto antes mejor.

Era huérfana y vivía con unos tíos que poseían una tiendecita de comestibles en el barrio. Su padre, antiguo traficante en aguardientes, le había dejado dos casas en las afueras de la Macarena.

– Poca cosa – decía la señora Angustias – . Pero la niña no viene desnúa: trae lo suyo… ¿Y de ropa? ¡Josú! Hay que ver sus manitas de oro: cómo borda los trapos, cómo se prepara el dote…

Gallardo recordaba vagamente haber jugado con ella de niño, junto al portal en que trabajaba el remendón, mientras hablaban las dos madres. Era una lagartija seca y obscura, con ojos de gitana; las pupilas negras y unidas, como gotas de tinta; las córneas de una blancura azulada y el lagrimal de rosa pálido. Al correr, ágil como un muchacho, enseñaba sus piernas como cañas, y el pelo escapábasele de la cabeza en mechones rebeldes y retorcidos cual negras serpientes. Luego la había perdido de vista, no encontrándola hasta muchos años después, cuando ya era novillero y comenzaba a tener un nombre.

Fue un día de Corpus, una de las pocas fiestas en que las hembras, recluidas en su casa por una pereza oriental, salen a la calle como moras en libertad, con mantilla de blonda y claveles en el pecho. Gallardo vio una joven alta, esbelta y maciza al mismo tiempo, la cintura recogida entre curvas amplias y firmes, con todo el vigor de la carne primaveral. Su cara, de una palidez de arroz, se coloreó al ver al torero; sus ojazos luminosos ocultáronse entre largas pestañas.

– Esta gachí me conose – se dijo Gallardo con petulancia – . De seguro que me ha visto en la plaza.

Y cuando, después de seguirla a ella y su tía, supo que era Carmen, la compañera de su infancia, sintiose admirado y confuso por la maravillosa transformación de la negra lagartija de otros tiempos.

Fueron novios, y todos los vecinos hablaron de estas relaciones, viendo en ellas un nuevo halago para el barrio.

– Yo soy así – decía Gallardo a sus entusiastas, adoptando un aire de buen príncipe – . No quiero imitar a otros toreros que se casan con señoritas, y too son gorros y plumas y faralaes. Yo con las de mi clase: rico pañolón, buenos andares, grasia… ¡Olé ya!

Los amigos, entusiasmados, hacían la apología de la muchacha. Una real moza, con unos altibajos en el cuerpo que volvían loco a cualquiera. ¡Y qué «patria»!.. Pero el torero torcía el gesto. Poquitas bromas, ¿eh?.. Cuando menos se hablase de Carmen sería mejor.

Por las noches, al conversar con ella al través de una reja, contemplando su rostro de mora entre matas de flores, presentábase el mozo de una taberna cercana llevando por delante una gran batea de cañas de manzanilla. Era el enviado que llegaba a «cobrar el piso»: la costumbre tradicional de Sevilla con los novios que hablan por la reja.

El torero bebía una caña, ofrecía otra a la novia, y decía al muchacho:

– Di a esos señores que muchas grasias y que pasaré por la tienda en cuanto acabe… Dile también al Montañés que no cobre, que Juan Gallardo lo paga too.

Y así que acababa su charla con la novia, metíase en la tienda de bebidas, donde le esperaban los obsequiantes, unas veces amigos entusiastas, otras desconocidos que deseaban beberse unas cañas con el torero.

Al regreso de su primera correría como matador de cartel pasó las noches del invierno junto a la reja de Carmen, envuelto en su capa de corta esclavina y graciosa ampulosidad, de un paño verdoso, con pámpanos y arabescos bordados en seda negra.

– Me han dicho que bebes mucho – suspiraba Carmen pegando su cara a los hierros.

– ¡Pamplina!.. Orsequios de los amigos que hay que degolver, y na más. Ya ve: un torero es… un torero, y no va a viví como un fraile de la Mersé.

– Me han dicho que vas con mujeres malas.

– ¡Mentira!.. Eso era en otros tiempos, cuando no te conosía… ¡Hombre! ¡Mardita sea! Quisiera yo conosé al hijo de cabra que te yeva esos soplos…

– ¿Y cuándo nos casamos? – continuaba ella, cortando con esta pregunta la indignación del novio.

– En cuanto se acabe la casa, y ¡ojalá sea mañana! El mamarracho de mi cuñao no acaba nunca. Se conose que le va bien, y se duerme en la suerte.

– Yo pondré orden, Juaniyo, cuando nos casemos. Ya verás qué bien marcha too. Verás cómo me quiere tu mare.

Y así continuaban sus diálogos, esperando el momento de aquella boda, de la que se hablaba en toda Sevilla. Los tíos de Carmen y la señora Angustias trataban del asunto siempre que se veían; pero a pesar de esto, el torero apenas entraba en casa de la novia, como si le cerrase el camino una terrible prohibición. Preferían los dos verse por la reja, siguiendo la costumbre.

Transcurrió el invierno. Gallardo montaba a caballo e iba de caza a los cotos de algunos señores que le tuteaban con aire protector. Había que conservar la agilidad del cuerpo con un continuo ejercicio, para cuando llegase la temporada de corridas. Sentía miedo de perder sus «facultades» de fuerza y ligereza.

El propagandista más incansable de su gloria era don José, un señor que hacía oficios de apoderado y le llamaba siempre «su matador». Intervenía en todos los actos de Gallardo, no reconociendo mayores derechos ni aun a la misma familia. Vivía de sus rentas, sin otra ocupación que hablar de toros y toreros. Para él, las corridas eran lo único interesante del mundo, y dividía a los pueblos en dos castas: la de los elegidos, que tienen plazas de toros, y la muchedumbre de naciones tristes, en las que no hay sol, ni alegría, ni buena manzanilla, a pesar de lo cual se creen poderosas y felices, cuando no han visto ni una mala corrida de novillos.

Llevaba a su afición la energía de un guerrero y la fe de un inquisidor. Gordo, todavía joven, calvo y con barba rubia, este padre de familia, alegre y zumbón en la vida ordinaria, era feroz e irreductible en el graderío de una plaza cuando los vecinos mostraban opiniones diversas a las suyas. Sentíase capaz de pelear con todo el público por defender a un torero amigo, y alteraba las ovaciones con extemporáneas protestas cuando aquéllas iban dirigidas a un lidiador que no merecía su afecto.

Había sido oficial de caballería, más por afición a los caballos que a la guerra. Su gordura y su entusiasmo por los toros le habían hecho retirarse del servicio, y pasaba el verano viendo corridas y el invierno hablando de ellas… ¡Ser el guía, el mentor, el apoderado de una espada!.. Cuando sintió este deseo todos los maestros tenían ya el suyo, y fue para él una fortuna la aparición de Gallardo. La menor duda sobre los méritos de éste poníale rojo de cólera, acabando por convertir la disputa taurina en cuestión personal. Contaba como gloriosa acción de guerra haber andado a bastonazos en un café con dos malos aficionados que censuraban a «su matador» por ser demasiado guapo.

Parecíale poco el papel impreso para propalar la gloria de Gallardo, y en las mañanas de invierno iba a colocarse en una esquina tocada por un rayo de sol, a la entrada de la calle de las Sierpes, por donde pasaban sus amigos.

– ¡Na: que no hay mas que un hombre!.. – decía en voz alta, como si hablase con él mismo, fingiendo no ver a los que se aproximaban – . ¡El primer hombre del mundo! ¡Y el que crea lo contrario que hable!.. ¡El único!

– ¿Quién? – preguntaban los amigos burlonamente, aparentando no comprenderle.

– ¿Quién ha de ser?.. Juan.

– ¿Qué Juan?..

Aquí un gesto de indignación y de asombro.

– ¿Qué Juan ha de ser?.. ¡Como si hubiese muchos Juanes!.. Juan Gallardo.

– ¡Pero hombre! – le decían algunos – . ¡Ni que os acostaseis juntos!.. ¿Eres tú, acaso, el que va a casarse con él?

– Porque no querrá – contestaba rotundamente don José, con un fervor de idólatra.

Y al ver que se aproximaban otros amigos, olvidaba a los burlones y seguía repitiendo:

– ¡Na; que no hoy mas que un hombre!.. ¡El primero del mundo! ¡Y el que no lo crea que abra el pico… que aquí estoy yo!

La boda de Gallardo fue un gran suceso. Con ello se inauguró la casa nueva, de la que estaba orgulloso el talabartero, mostrando el patio, las columnas y los azulejos, como si todo fuese obra de sus manos.

Se casaron en San Gil, ante la Virgen de la Esperanza, llamada de la Macarena. A la salida de la iglesia brillaron al sol las flores exóticas y los pintarrajeados pájaros de centenares de pañolones chinescos en que iban envueltas las amigas de la novia. Un diputado fue el padrino. Sobre los fieltros blancos y negros de la mayoría de los convidados destacábanse los brillantes sombreros de copa del apoderado y otros señores entusiastas de Gallardo. Todos ellos sonreían satisfechos de la caricia de popularidad que les alcanzaba yendo al lado del torero.

En la puerta de la casa hubo durante el día reparto de limosnas. Llegaron pobres hasta de los pueblos, atraídos por la fama de esta boda estrepitosa.

En el patio hubo gran comilona. Algunos fotógrafos sacaron instantáneas para los periódicos de Madrid. La boda de Gallardo era un acontecimiento nacional. Hasta bien entrada la noche sonaron las guitarras con melancólico quejido, acompañadas de palmoteo y repique de palillos. Las muchachas, los brazos en alto, golpeaban el mármol con sus menudos pies, arremolinándose las faldas y el pañolón en torno de su cuerpo gentil, movido por el ritmo de las «sevillanas». Destapábanse a docenas las botellas de ricos vinos andaluces; circulaban de mano en mano las cañas de ardiente Jerez, de bravío Montilla y de manzanilla de Sanlúcar, pálida y perfumada. Todos estaban borrachos; pero su embriaguez era dulce, sosegada y triste, sin otra manifestación que el suspiro y el canto, lanzándose varios a un mismo tiempo a entonar canciones melancólicas que hablaban de presidios, de muertes y de la pobre mare, eterna musa del canto popular de Andalucía.

A media noche se fueron los últimos convidados, y los novios quedaron en la casa con la señora Angustias. El talabartero, al salir con su mujer, tuvo un gesto de desesperación. Iba ebrio y furioso porque ninguno había reparado en su persona durante el día. ¡Como si no fuese nadie! ¡Como si no existiese la familia!..

– Nos echan, Encarnación. Esa niña, con su carita de Virgen de la Esperanza, va a ser el ama de too, y no queará ni tanto así pa nosotros. Vas a ve cómo se llenan de hijos.

Y el prolífico varón se indignaba al pensar en la futura prole del espada, venida al mundo sin otro objeto que perjudicar a la suya.

Transcurrió el tiempo; pasó un año sin que se cumplieran las predicciones del señor Antonio. Gallardo y su mujer mostrábanse en todas las fiestas con el rumbo y la gallardía de un matrimonio rico y popular: ella con pañolones que arrancaban gritos de admiración a las pobres mujeres; él luciendo sus brillantes y pronto a sacar el portamonedas para convidar a las gentes y socorrer a los mendigos que acudían en bandas. Las gitanas, cobrizas y charlatanas como brujas, asediaban a Carmen con profecías venturosas. ¡Que Dios la bendijera! Iba a tener un chiquillo, un churumbel más hermoso que el sol. Se le conocía en el blanco de los ojos. Ya estaba casi a la mitad del camino…

Pero en vano Carmen enrojecía de placer y de rubor, bajando los ojos; en vano se erguía el espada, orgulloso de sus obras, creyendo que iba a presentarse el fruto esperado. El hijo no venía.

Y así transcurrió otro año, sin que el matrimonio viera realizadas sus esperanzas. La señora Angustias se entristecía cuando le hablaban de estas decepciones. Tenía otros nietos, los hijos de Encarnación, que por encargo del talabartero pasaban el día en casa de la abuela, procurando dar gusto en todo a su señor tío. Pero ella, que deseaba compensar los desvíos del pasado con su cariño fervoroso a Juan, quería un hijo de éste, para educarlo a su modo, dándole todo el amor que no había podido dar al padre en su infancia de miseria.

– Yo sé lo que es – decía la vieja tristemente – . La pobrecita Carmen no tié sosiego. Hay que ver a esa criatura mientras Juan anda por el mundo.

Durante el invierno, en la temporada de descanso, cuando el torero estaba en casa o iba al campo a tientas de becerros y cacerías, todo marchaba bien. Carmen mostrábase contenta sabiendo que su marido no corría peligro. Reía con el más leve pretexto; comía; su rostro se animaba con los colores de la salud. Pero así que llegaba la primavera y Juan salía de su casa para torear en las plazas de España, la pobre muchacha, pálida y débil, parecía caer en una estupefacción dolorosa, con los ojos agrandados por el espanto y pronta a derramar lágrimas a la menor alusión.

– Setenta y dos corridas tiene este año – decían los amigos de la casa al comentar las contratas del espada – . Nadie es tan buscado como él.

Y Carmen sonreía con una mueca dolorosa. Setenta y dos tardes de angustias, como un reo de muerte en la capilla, deseando la llegada del telegrama al anochecer y temiéndola al mismo tiempo. Setenta y dos días de terror, de vagorosas supersticiones, pensando que una palabra olvidada en una oración podría influir en la suerte del ausente. Setenta y dos días de extrañeza dolorosa al vivir en una casa tranquila, al ver las mismas gentes, al sentir deslizarse la existencia habitual, dulce y tranquila, como si en el mundo no ocurriese nada extraordinario, oyendo en el patio el jugueteo de los sobrinos de su marido y en la calle el canto del vendedor de flores, mientras lejos, muy lejos, en ciudades desconocidas, su Juan, ante millares de ojos, luchaba con fieras, viendo pasar la muerte junto a su pecho a cada movimiento del trapo rojo que llevaba en las manos.

¡Ay, estos días de corrida, días de fiesta, en los cuales el cielo parecía más hermoso y la calle solitaria resonaba bajo los pies de los transeúntes domingueros, y zumbaban las guitarras, acompañadas de canciones y palmoteo, en la taberna de la esquina!.. Carmen, pobremente vestida, con la mantilla sobre los ojos, salía de su casa cual si quisiera huir de malos ensueños, yendo a refugiarse en las iglesias. Su fe simple, que la incertidumbre poblaba de supersticiones, la hacía ir de altar en altar, pesando en su mente los méritos y milagros de cada imagen. Metíase en San Gil, la iglesia popular que había visto el mejor día de su existencia, se arrodillaba ante la Virgen de la Macarena, haciendo que la encendiesen cirios, muchos cirios, y contemplaba a su luz rojiza la cara morena de la imagen, de ojos negros y largas pestañas, que, según decían, se asemejaba a la suya. En ella confiaba. Por algo era la Señora de la Esperanza. Seguramente que a aquellas horas estaba amparando a Juan con su divino poder.

Pero de pronto la indecisión y el miedo abríanse paso al través de sus creencias, rasgándolas. La Virgen era una mujer, ¡y las mujeres pueden tan poco!.. Su destino es sufrir y llorar, como ella lloraba por su marido, como la otra había llorado por su hijo. Debía confiarse a potencias más fuertes; debía implorar el auxilio de una protección más vigorosa. Y abandonando sin escrúpulo a la Macarena con el egoísmo del dolor, como se olvida una amistad inútil, iba otras veces a la iglesia de San Lorenzo en busca de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, el hombre-dios coronado de espinas, con la cruz a cuestas, imagen del escultor Montañés, sudorosa y lagrimeante, que respira espanto.

La tristeza dramática del Nazareno tropezando en las piedras y agobiado bajo el peso de la cruz parecía consolar a la pobre esposa. ¡Señor del Gran Poder!.. Este título vago y grandioso la tranquilizaba. Que el Dios vestido de terciopelo morado y de oro quisiera escuchar sus suspiros, sus oraciones repetidas a toda prisa, con vertiginosa rapidez, para que entrase la mayor cantidad posible de palabras en la medida del tiempo, y era seguro que Juan saldría sano del redondel donde estaba en aquellos momentos. Y otra vez daba dinero a un sacristán, y se encendían cirios, y pasaba ella las horas contemplando el vacilante reflejo de las rojas lenguas sobre la imagen, creyendo ver en su rostro barnizado, con estas alternativas de sombra y de luz, sonrisas de consuelo, gestos bondadosos que le auguraban felicidad.

El Señor del Gran Poder no la engañaba. Al volver a casa presentábase el papelillo azul, que abría ella con mano trémula: «Sin novedad.» Podía respirar, podía dormir, como el reo al que se libra por el instante de una muerte inmediata; pero a los dos o tres días, otra vez el suplicio de lo incierto, la terrible tortura de lo desconocido.

Carmen, a pesar del amor que profesaba a su marido, tenía movimientos de rebeldía. ¡Si ella hubiese sabido lo que era esta existencia antes de casarse!.. En ciertos momentos, impulsada por la confraternidad del dolor, iba en busca de las mujeres de los toreros que figuraban en la cuadrilla de Juan, como si éstas pudieran darle noticias.

La esposa del Nacional, que tenía una taberna en el mismo barrio, acogía a la señora del maestro con tranquilidad, extrañándose de sus miedos. Ella estaba habituada a tal existencia. Su marido debía estar bueno, ya que no enviaba noticias. Los telegramas cuestan caros, y un banderillero gana poco. Cuando los vendedores de papeles no voceaban una desgracia, era que nada había ocurrido. Y seguía atenta al servicio de su establecimiento, como si en su embotada sensibilidad no pudiese abrir huella la inquietud.

Otras veces, pasando el puente, iba Carmen al barrio de Triana en busca de la mujer de Potaje el picador, una especie de gitana que vivía en una casucha como un gallinero, rodeada de pequeñuelos sucios y cobrizos, a los que dirigía y aterraba con gritos estentóreos. La visita de la señora del maestro la llenaba de orgullo, pero sus inquietudes casi la hacían reír. No debía temer nada. Los de a pie se libraban siempre del toro, y el señor Juan Gallardo tenía mucho «ángel» para echarse de encima a las fieras. Los toros mataban poca gente. Lo terrible eran las caídas del caballo. Era sabido el final de todos los picadores, después de una vida de horribles costaladas: el que no moría repentinamente de un accidente desconocido y fulminante, acababa sus días loco. Así moriría el pobrecito Potaje; y tantas fatigas a cambio de un puñado de duros, mientras que otros…

Esto último no lo decía, pero sus ojos revelaban la protesta contra las injusticias de la suerte, contra aquellos buenos mozos que, al empuñar una espada, se llevaban los aplausos, la popularidad y el dinero, sin riesgos mayores que los que afrontaban los humildes.

Poco a poco fue Carmen habituándose a su nueva existencia. Las crueles esperas en días de corrida, la visita a los santos, las incertidumbres supersticiosas, todo lo aceptó como incidentes necesarios de su vida. Además, la buena suerte de su marido y la continua conversación en la casa de lances de lidia acabaron por familiarizarla con el peligro. El toro bravo fue para ella una fiera bonachona y noble, venida al mundo sin más objeto que enriquecer y dar fama a sus matadores.

Jamás asistía a una corrida de toros. Desde la tarde en que vio en su primera novillada al que había de ser su marido, no volvió a la plaza. Sentíase sin valor para presenciar una corrida, aunque en ella no trabajase Gallardo. Se desvanecería de terror viendo a otros hombres afrontar el peligro vistiendo el mismo traje que su Juan.

A los tres años de matrimonio, el espada sufrió una cogida en Valencia. Carmen tardó en enterarse. El telegrama llegó a su hora, con el correspondiente «Sin novedad». Fue obra piadosa de don José el apoderado, el cual, visitando a Carmen todos los días y apelando a hábiles escamoteos para evitar la lectura de diarios, retardó durante una semana que se enterase de la desgracia.

Cuando Carmen conoció el suceso, por la indiscreción de unas vecinas, quiso inmediatamente tomar el tren, ir en busca de su marido, cuidarle, pues se lo imaginaba abandonado. No fue necesario. El espada llegó antes de que ella partiese, pálido por la sangre perdida, con una pierna obligada a larga inmovilidad, pero alegre y animoso para tranquilizar a su familia. La casa fue desde entonces a modo de un santuario, pasando por el patio centenares de personas que deseaban saludar a Gallardo, «el primer hombre del mundo», sentado en un sillón de junco, la pierna en un taburete, y fumando tranquilamente, como si su cuerpo no estuviese quebrantado por una herida atroz.

El doctor Ruiz, llegado con él a Sevilla, le dio por bueno antes de un mes, asombrándose de la energía de aquel organismo. La facilidad con que se curaban los toreros era un misterio para él, a pesar de su larga práctica de cirujano. El cuerno, sucio de sangre y de excremento animal, fraccionado muchas veces por los golpes en menudas astillas, rompía las carnes, las rasgaba, las perforaba, siendo al mismo tiempo profunda herida penetrante y aplastadora contusión. Y sin embargo, las atroces heridas se curaban con mayor facilidad que las de la vida ordinaria.

– No sé qué será: misterio – decía el viejo cirujano con aire de duda – . O estos chicos tienen carne de perro, o el cuerno, con todas sus suciedades, guarda una virtud curativa que desconocemos.

Poco tiempo después, Gallardo volvió a torear, sin que esta cogida enfriase sus ardores de lidiador, como le vaticinaban los enemigos.

A los cuatro años de matrimonio, el espada dio a su mujer y a su madre una gran sorpresa. Iban a ser propietarios, pero propietarios en grande, con tierras que se perdían de vista, olivares, molinos, grandes rebaños; un cortijo igual al de los señores ricos de Sevilla.

Gallardo sentía el deseo de todos los toreros, que ansían ser señores de campo, caballistas y dueños de ganados. La riqueza urbana, los valores en papel, no les tientan ni los entienden. El toro les hace pensar en la verde dehesa; el caballo les recuerda el campo. La necesidad continua de movimiento y ejercicio, la caza y la marcha durante los meses invernales, les impulsan a desear la posesión de la tierra.

Para Gallardo sólo era rico el dueño de un cortijo con grandes tropas de bestias. De sus tiempos de miseria, cuando marchaba a pie por los caminos, al través de olivares y dehesas, guardaba el ferviente deseo de poseer leguas y leguas de terreno que fuesen suyas, que estuvieran cerradas con vallas de punzante alambre al paso de los demás hombres.

Su apoderado conocía estos deseos. Don José era quien corría con sus intereses, cobrando de los empresarios y llevando una cuenta que en vano intentaba explicar a su matador.

– Yo no entiendo esas músicas – decía Gallardo, satisfecho de su ignorancia – . Yo sólo sé despachar toros. Haga lo que quiera, don José; yo tengo confiansa, y sé que too lo hase por mi bien.

Y don José, que apenas se acordaba de sus bienes, dejándolos confiados a la débil administración de su mujer, preocupábase a todas horas de la fortuna del matador, colocando su dinero a rédito con entrañas de usurero para hacerlo fructificar.

Un día abordó a su protegido alegremente.

– Ya tengo lo que deseas. Un cortijo como un mundo, y además muy barato: una verdadera ganga. La semana que viene hacemos la escritura.

Sangre y arena

Подняться наверх