Читать книгу La horda - Висенте Бласко-Ибаньес, Ibanez Vicente Blasco - Страница 2
II
ОглавлениеAl recordar Isidro Maltrana su pasado, deteníase en los años de su infancia transcurridos en el Hospicio. Algo había en su memoria que le hablaba de una existencia anterior; pero eran recuerdos confusos, vagas remembranzas cortadas por obscuras lagunas de olvido, y envuelto todo en una niebla pálida que amasaba personas y sucesos.
El recuerdo más remoto era el de un patio de casa de vecindad, que a él, en su pequeñez, le parecía inmenso, con una luz triste y fatigada que venía de lo alto, enturbiándose al resbalar por las paredes grasientas, al filtrarse por entre las ropas astrosas pendientes de las galerías.
Se contemplaba andando a gatas por un corredor interminable, ante una fila de puertas numeradas con esa uniformidad que luego había visto en cuarteles y presidios. Muchas mujeres sentadas ante las puertas cosían y charlaban. Otras veces reñían, y al ruido de sus voces poblábanse las barandillas de bustos echados adelante por una malsana curiosidad, de cabezas greñudas que azuzaban a las contendientes como bestias rabiosas.
Al anochecer llegaban los hombres. Mostrábanse tristes, fatigados, con el ceño torvo, parcos en palabras, sin otro deseo que el de pedir la cena, maldiciendo sordamente al maestro, a los compañeros, a todos los ricos, a la vida adusta e ingrata, que sólo tenía para ellos rudezas y choques. Otros días llegaban más tarde, y mientras las mujeres contaban montoncillos de monedas, partiéndolos, como si estas divisiones respondiesen a un cálculo anterior, ellos cantaban, reían, se llamaban de puerta a puerta, de piso a piso, con una alegría de pájaro, olvidados de sus miserias, dominados por la felicidad del momento, que creían interminable, hablando de volver a la taberna, en la que habían hecho una larga detención antes de llevar a casa su jornal.
A mediodía, la madre de Maltrana le tomaba en uno de sus brazos, y pasando el otro por el asa de la cesta, iba en busca de su marido, el albañil. Comían en las aceras de las calles estrechas y pendientes, junto al pavimento de agudos guijarros; otras veces en plena Castellana, a la sombra de un árbol, viendo pasar lujosos carruajes que, heridos por el sol, echaban rayos de su charolado exterior, y sombrillas rojas y azules, graciosas cúpulas de seda, bajo las cuales marchaban señoras elegantes, precedidas de niños enguantados y con huecos faldellines, que el hijo del albañil contemplaba con asombro. Sentábanse ante el hondo plato, en el cual volcaba la madre el pucherete de los días de abundancia o un pobre guiso de patatas al final de la semana. Las ráfagas del invierno cubrían la comida de polvo y hojas secas. Cuando rompía a llover apenas volcado el puchero, la familia se refugiaba en un portal para engullir el resto de su pitanza.
El pequeño conocía la llegada de los domingos por la comida, que era también al aire libre, pero sin andamios cerca, sin la vecindad de blusas blancas, en las afueras de la población, sentados en la hierba rala de algún solar sembrado de botes de lata, pedazos de botellas y zapatos viejos; viendo sobre el perfil de los inmediatos desmontes la bucólica silueta de una cabra tristona o de una vaca tísica; escuchando el vals loco martilleado a toda velocidad por el piano del merendero, al cual iba su padre para llenar de vino el cuadrado frasco. ¡Cómo recordaba Maltrana las tortillas de escabeche de los días de fiesta, en medio del campo yermo invadido por los residuos de la ciudad! ¡Cómo los pucheretes con piltrafas de tocino, junto a las vallas de los edificios en construcción!.. Su madre apenas comía; sólo se ocupaba de él, llevando una mano al plato, mientras con la otra le sostenía en su regazo. Con el instinto maternal de los pájaros, tenía que pasarlo todo por su pico antes de que lo tragase el pequeñuelo. Llevábase la cuchara a la boca, soplaba en ella, la acariciaba con el aliento, y sólo tras de esta purificación se decidía a ofrecerla a su hijo, que, echando atrás la cabezota de pelos sedosos, mostraba sus encías desdentadas, su paladar sonrosado, de una palidez anémica. El padre comía mientras tanto con ávido silencio, devorando lo mejor del plato, y sólo al beber las últimas gotas se fijaba en el chiquitín, pasándolo a sus rodillas. Le daba pequeños pedazos de queso en la punta de su navaja; reía contemplando sus gestos, la grotesca masticación de su boca, semejante a la de un viejo.
Maltrana, al recordar su pasado, preguntábase muchas veces cómo habían vivido sus padres. Los había visto reír volviendo de las comidas del domingo, con una alegría extraordinaria, pugnando él por cogerla del talle al envolverles la sombra del crepúsculo, defendiéndose ella, escandalizada por estar en medio de un camino. Otras veces – y el recuerdo después de tantos años aún conmovía al joven – , el padre surgía en su memoria colérico, con la voz ronca y el rostro congestionado, oliendo a vino, arrojándose con los puños levantados sobre la pobre mujer, que corría loca de miedo por el tugurio, esquivando los golpes. Estas escenas de terror acababan siempre con la caída del albañil en el camastro, fatigado de golpear a la hembra. Al poco rato sonaban sus ronquidos brutales, mientras la madre, abrazando al pequeño, lloraba sobre su cabeza silenciosamente.
De este período embrionario de su memoria, lo que mejor recordaba Isidro eran las gracias de Capitán, un perrillo feo y sucio, camarada de miseria de la familia. Les acompañaba en las meriendas en el campo y las comidas en las aceras. Rondaba en torno del albañil, esperando las migas de su pan, seguidas de patatas, y una vez satisfecha su hambre tendíase junto al chiquitín, acariciándolo con sus traviesas patas, frotándole la cara con el hocico húmedo. Las más de las noches dormíase Isidro abrazado a él.
Un día, el pequeño vio salir a su madre desmelenada y vociferando, seguida de otras mujeres no menos trastornadas. Luego, una vecina le cogió en sus brazos, sin contestar a las preguntas que la hacía él con infantil balbuceo. «¡Hijo mío! ¡pobrecito!» era lo único que sabía decir aquella mujer: se acordaba bien. Y se encontró de pronto en una sala grande, que a él le pareció inmensa, blanca y con azulejos, y vio muchas camas, ¡muchas! con cabezas inmóviles hundidas en las almohadas, y en una de ellas un rostro entrapajado, casi oculto bajo el cruzamiento de los vendajes, unos bigotes con negros coágulos de sangre y unos ojos vidriosos por el espasmo del dolor, que le miraron tal vez sin reconocerle. Ya no vio más. Se sintió cogido de nuevo. Pero ahora era su madre la que sollozaba lo mismo que la vecina. «¡Hijo mío! ¡pobrecito!»
La dolorosa visión borrábase instantáneamente en su memoria. Un período de obscuridad venía luego, y pasado éste, se veía con cierta blusa negra que le daba gran prestigio entre la chiquillería de la vecindad. Tratábanle mejor que antes, como si la desgracia le colocase por encima de todos. Su padre había muerto tras una agonía horrible, magullado y deshecho por la caída desde un alero. Su madre pasaba los días fuera de casa. Visitaba a sus parientes en solicitud de socorros. La familia estaba esparcida en los puntos más extremos de Madrid. Unos vivían en Tetuán, dedicados a la busca; los de la otra rama, más acomodada y feliz, hacía años que se habían trasladado al Rastro, y tenían tiendas en las Américas. Pero los socorros disminuyeron así como se fue borrando el recuerdo de la desgracia, y la madre tuvo que buscar trabajo en casas extrañas, servir como asistenta, y volver de noche a su tugurio con sobras de comida en la cesta, que servían para alimentar al pequeño.
Entonces fue cuando Maltrana entró en el Hospicio. Una señora en cuya casa trabajaba la madre se apiadó del huérfano del albañil. La tal señora tenía la manía de la limpieza, y cada dos días, al frente de sus criadas y con el esfuerzo de la asistenta, ponía en revolución sus habitaciones, apreciando con honda simpatía a la Isidra por el brío con que apaleaba las alfombras, frotaba las maderas y sacudía un polvo imaginario que parecía haber huido para siempre, asustado de esta rabiosa pulcritud. Ella gestionó la admisión del pequeño en el Hospicio, pensando que con esto su madre podría dedicarse con más desembarazo a las faenas. El muchacho, aunque feo, por su charla precoz gustaba mucho a aquella señora sin hijos. Más adelante ya vería de hacer algo por él.
Y comenzó para Maltrana la vida de asilado: una existencia de sumisión, de disciplina, endulzada por el estudio y por los goces que le proporcionaba su superioridad sobre los compañeros. Los maestros mostraron por él gran predilección. El director, con toda su grandeza, que le hacía ser considerado en la casa como un ser casi divino, le conocía y se dignaba recordar su nombre. Las monjas le apreciaban por «modosito y discreto», obsequiándole con golosinas. Cuando algún personaje visitaba el establecimiento, Maltrana salía de filas para ser presentado como el mejor producto de la institución.
Así transcurrieron los años, amoldándose Isidro de tal modo a su nueva existencia, que sólo en los días de paseo se acordaba de que tenía una familia fuera del Hospicio.
Los jueves y los domingos, a la caída de la tarde, se estacionaban en la acera del Tribunal de Cuentas, frente a la portada churrigueresca del Hospicio, grupos de mujeres pobres con niños de pecho, viejos obreros, y una nube de muchachos, que entretenían la espera plantándose en medio del arroyo para «torear» a los tranvías, esperándolos hasta el último momento: el preciso para huir y no ser aplastados.
Eran las familias de los chicos del Hospicio. Las madres venían de los barrios más extremos de Madrid: lavanderas, traperas, viudas de trabajadores, mendigas, todo el mujerío abandonado y mísero, que procrea por distraer el hambre. Se trataban como amigas al verse allí todas las semanas. Este encuentro regular unía con estrecha solidaridad a las que vivían en los puntos más apartados de la población.
Esperaban la vuelta de los asilados, que al principio de la tarde habían salido a pasear por las afueras.
– ¡Por allí vienen! – gritaba una mujer, señalando lo alto de la calle de Fuencarral.
Los grupos corrían hacia arriba, atropellando a los transeúntes, barriendo las aceras con su impulso, deseando envolver cuanto antes las filas de niños vestidos de gris, que avanzaban lentamente, cansados de la expedición.
Muchas mujeres deteníanse, titubeando. Aquel grupo no era el de su hijo.
– ¡Vienen por abajo! – gritaba otra.
Y toda la avalancha retrocedía, empujando de nuevo a los transeúntes, ganosa de salir al encuentro de los que llegaban por la parte opuesta. Era un deseo vehemente de encontrarles lo más lejos posible del Hospicio, de ganar algunos segundos, de prolongar la rápida entrevista, en la que habían pensado días enteros.
La maternidad apasionada y ruidosa de la hembra popular estallaba con fieros arrebatos a la vista de los pequeños. Los besos parecían mordiscos; las caras de los asilados se enrojecían con los violentos restregones; muchos se echaban atrás, como temerosos de la primera efusión. Era el anhelo de resarcirse en un momento de la dolorosa abstinencia maternal, de aquella amputación del más noble de los instintos impuesta por la miseria.
La formación de los asilados desbaratábase instantáneamente. Los grises uniformes desaparecían ahogados en el remolino de los grupos. Las mujeres agarrábanse al cuello de los pequeños y lloraban, sin cesar de hablarles con la incoherencia de la emoción.
– ¡Hijo de tu madre… chiquito mío!.. ¡Rico!..
Los hermanos rozaban sus harapos de golfos libres con el uniforme, que les admiraba, y no sabiendo qué decir al asilado, enseñábanle en silencio sus juguetes groseros, sus tesoros, los relucientes botones de soldado, los naipes rotos, los trompos, las «estampas» de un periódico ilustrado, guardadas, en sudorosos pliegues, entre la camisa y la carne.
Algún obrero viejo marchaba solo al lado de un hospiciano. ¡Pobrecito! No tenía madre; estaba, en su desgracia, peor que los otros. Su mano callosa, cubierta de escamas del trabajo, acariciaba las mejillas infantiles, mientras la cara barbuda miraba a lo alto, pensando en que los hombres no deben llorar.
– Toma un perro gordo: lo guardaba para «un quince»… Que te apliques… que seas bueno. Pórtate bien con esos señores.
Los asilados avanzaban lentamente, entre los besos, las lágrimas y las recomendaciones, llorando también muchos de ellos, pero sin dejar de andar, con una pasividad automática de soldado, como si les atrajese la obscura boca de la portada monumental.
Allí eran los últimos arrebatos de cariño; y las pobres mujeres, después de desaparecer sus hijos, aún permanecían inmóviles, mirando con estúpida fijeza, al través de sus lágrimas, al rey que, espada en mano, corona la obra arquitectónica de Churriguera.
Isidro también encontraba a su madre al volver al Hospicio en los días de paseo. Abalanzábase con las otras mujeres, rompiendo las filas de asilados, y le abrazaba llorando. La Isidra conocía los progresos de su hijo.
– La señora está muy contenta… Los maestros la hablan mucho de ti. Aplícate, hijo mío; ¿quién sabe a lo que podrás llegar? A ver si resultas la honra de la familia.
Y mientras la pobre mujer hablaba a su hijo, entre sollozos de emoción, Capitán daba saltos en torno de él, esforzándose por lamerle la cara. Maltrana tomábalo en brazos, y así iba hasta la puerta del Hospicio, oyendo a su madre y llorando conmovido por las caricias y los gruñidos del antiguo compañero de miseria.
Un día, la madre no le esperó sola. Iba con ella un hombre de blusa blanca, un albañil, al que recordaba Isidro como vecino del caserón y camarada de su padre. Era un hombre pacífico, que frecuentaba poco la taberna. Según afirmaban las comadres de la vecindad, había sido abandonado por su mujer, una buena pieza que andaba suelta por el mundo después de amargarle la existencia. Maltrana se alegró al verle. «El vecino», como él le llamaba, habíale siempre inspirado gran simpatía. Muchas veces, de chiquitín, entraba en su cuartucho, y sentándose en sus rodillas, le acariciaba el recio bigote, haciéndole preguntas sobre las aventuras de su vida. Era un aragonés, parco en palabras, rudo, sobrio, habituado a la obediencia. Había sido soldado en Ultramar y guardia civil en la Península. De sus años de disciplina guardaba un gran respeto a todo poder fuerte, un hábito de sumisión, que le hacía acoger las contrariedades con inquebrantable bondad.
Quedose ante el asilado sin saber qué decir, sonriéndole con sus ojos de bovina mansedumbre, con su fiero mostacho de veterano, y al fin le acarició la nuca con una manaza dura, en la que el yeso marcaba con entrecruzados filamentos las escamas de la piel.
– Que sigas siendo bueno – dijo con voz fosca y lenta que parecía salir de lo más profundo de su vientre – . Que no disgustes a tu pobre madre.
Y el muchacho se habituó a ver todos los domingos al señor José, como si fuese de su familia.
Un día se presentó solo el albañil, y antes de que el muchacho entrase en el Hospicio, le explicó la ausencia de su madre. La Isidra estaba enferma; no era cosa de cuidado: asunto de quedarse en casa un par de semanas sin bajar a verle. Y cuando pudo descender de aquel barrio extremo, donde se amontonaba la miseria obrera, Isidro la vio más flaca y amarillenta, llevando al brazo un envoltorio de ropas por entre las cuales salía un llanto desesperado y unas manecitas crispadas por la rabia.
– Mírale, Isidro… Es Pepín: es tu hermano. Bésalo, hijo mío.
Maltrana besó aquel hermano inesperado que de repente surgía en su familia; vio en el lío de ropas mojadas y malolientes una cabeza enorme sobre un cuello delgado; un cuerpecillo débil que anunciaba una fealdad igual a la suya.
Desde entonces dividió sus caricias entre el chiquitín y el pobre Capitán, que parecía celoso de este huésped que monopolizaba todas las atenciones de la familia.
Maltrana, años después, al percatarse de las realidades de la vida, había reconstituido la vulgar aventura de su madre, juzgándola con benevolencia. La pobre mujer, en su soledad, se había sentido atraída por «el vecino» infeliz, solitario como ella. Las dos desgracias se habían juntado.
Además, ella necesitaba un arrimo, según declaró a su hijo poco antes de morir. Sus faenas no la daban muchas veces para comer, y aquel trabajador sobrio y bueno, que no frecuentaba la taberna y acogía las desgracias silenciosamente, sin cóleras y sin golpear a la hembra, valía más que su marido.
Vivían «amontonados» – palabras de las vecinas – , sin que esta situación irregular produjese el menor escándalo en un caserón donde la miseria favorecía promiscuidades merecedoras de mayores repugnancias.
El señor José, en su acatamiento supersticioso a todo lo establecido, quería salir de este arreglo anormal. El no iba a misa, pero sentía gran respeto por la religión, como una autoridad más de las que hacen marchar al hombre derecho. Por eso deseaba casarse como Dios manda. Aquella pájara que tanta guerra le dio en su matrimonio debía de haber muerto; habría reventado en el Hospital de San Juan de Dios o en medio de la calle. Sólo faltaba sacar el «mortuorio», y se casaban inmediatamente. Pero la Isidra negose a esto. ¿Y su hijo? ¿No expulsarían a su Isidrín del Hospicio al tener un padre que trabajase por él?.. Ella le quería allí; le quería sabio, ya que, según los informes de los maestros, iba para ello, y la señora mostrábase cada vez más dispuesta a hacer de él un señorito, un hombre de carrera. Tenía fe en el porvenir de su hijo. Sería rico y personaje. ¿Quién podría afirmar la imposibilidad de que ella pasase su vejez en un hotel, con carruaje y grandes sombreros, lo mismo que las señoras cuyas casas frecuentaba para trabajar como una bestia?..
– Mi Isidro tiene buena estrella. No faltará quien le empuje, hasta que sepa seguir solíto su camino.
En las grandes fiestas del año, el muchacho salía del Hospicio para pasar el día en la casa de su protectora. Isidra refugiábase en la cocina con las criadas, trémula de emoción al ver a su hijo en el comedor, sentado junto a la señora y hablando con los amigos de ésta, todos personajes de imponente gravedad. Hacían preguntas al muchacho para apreciar sus adelantos, y a todos los asombraba con la rapidez y aplomo de sus respuestas. ¡Que le fuesen al nene con preguntitas!.. Isidra, oculta tras un portier, llamaba a las criadas para que admirasen al chico. Era el propio Niño Jesús discutiendo con los doctores del Templo, tal como ella lo había visto en ciertas estampas.
La señora mostrábase satisfecha de su protegido. Los elogios de los amigos, gente seria y parca en la admiración, los aceptaba como otros tantos halagos a su amor propio. Isidro era su obra. Además, le quería por su carácter tranquilo, por su timidez, que le hacía permanecer horas enteras en una silla, sin atentar a la limpieza de su salón y al buen orden de las cosas, que eran en ella una manía.
Viéndole tan sabio, quiso costearle la carrera del sacerdocio. Pero Maltrana, a pesar de su timidez, acogió la oferta con un mohín de disgusto. ¿No tenía vocación de cura?.. La buena señora no quiso torcer su voluntad. Que estudiase lo que quisiera; al fin, en todas las profesiones se podía servir a Dios y defender las sanas doctrinas de las personas decentes.
Maltrana comenzó a estudiar el bachillerato sin salir del Hospicio. Cada curso fue un motivo de entusiasmo para su protectora y su madre. Premios, matrículas honoríficas, palabras de satisfacción del director, ufano de que el establecimiento incubase tal prodigio.
– Se bebe los libros – decía la Isidra – . Yo no sé de dónde he sacado a este fenómeno.
El señor José sólo le veía de tarde en tarde. Su mujer no osaba llevarlo a casa de la señora, por miedo a que ésta se enterase de su situación irregular. Isidro ya no paseaba con los demás asilados; y cuando el albañil le encontraba casualmente, hablábale con respeto, como si presintiera en él a un futuro representante de aquella autoridad que le inspiraba religiosa admiración.
– Eso marcha, muchacho. Sigue zurrando a los libros. Tú irás lejos… Te lo digo yo, que he visto de cerca a los grandes personajes.
Y pensaba en su hijo, en su Pepín, que ya tenía siete años y llevaba descalabrados a varios chicos de la vecindad. Era un genio asombroso para echar la zancadilla y poner la piedra donde fijaba el ojo. Pepín pertenecía a otra raza: la de su padre. Había nacido para obedecer, para quedarse abajo.
Cuando Maltrana terminó el bachillerato, la señora se lo llevó a su casa. No podía seguir en el Hospicio, y era indigno de un futuro sabio, de un señorito, vivir en la casucha de su madre. Isidro comenzó a seguir en la Universidad Central los cursos de Filosofía y Letras. Quería ser doctor, luego catedrático, y después… ¡quién sabe a lo que podría llegar después!..
La señora admiraba la pureza de sus costumbres tanto como sus estudios. Terminadas las clases, todavía acompañaba a algún profesor hasta su domicilio, prolongando de este modo la lección. Aquellos buenos señores, conociendo su origen, le trataban con gran afecto.
Después, al volver a casa, se encerraba en su cuarto, lleno de libros. La protectora apreciaba la marcha de su sabiduría por la cantidad de volúmenes que le rodeaban. Su generosidad estaba pronta a todas horas para nuevas adquisiciones, y Maltrana, en plena borrachera de saber, se aprovechaba de ella largamente. Una ola de libros invadía el cuarto, y después de extenderse sobre los muebles, dejando en ellos altas pilas de papel impreso, esparcíase por el inmediato pasillo. La señora, llena de admiración por aquel sabio de diez y siete años, al que no apuntaba aún el bigote, no osaba tocar uno solo de los volúmenes. Veía algunos en caracteres extraños, que, según su pupilo, estaban escritos en griego; otros en latín, como los libros de rezo. Los escritos en francés, en alemán o en inglés la turbaban con el misterio de sus páginas incomprensibles. ¿Qué dirían tantos libracos? Seguramente que no eran todos en pro de la religión y las buenas costumbres. El alma simple de la buena señora aceptaba la sabiduría como cosa útil, ya que la humanidad se regía por ella, concediéndola grandes honores; más allá, en el fondo de su ánimo, sentía aversión y desconfianza, mirándola como arma útil para defenderse de los males del mundo, pero que encerraba en su seno un peligro de muerte. Al ver a Maltrana sumido a todas horas en el estudio, sentía cierto miedo por la suerte de su alma. Poníase entonces la mantilla, y con traje negro y el rosario en la muñeca, entraba en el cuarto del estudiante.
– Isidrín, hijo mío, te vas a matar estudiando tanto… Acompáñame.
Se lo llevaba a misa o a la novena, a los templos donde se anunciaban sermones de predicadores de cartel. Maltrana cerraba sus libros sin un gesto de disgusto, pasando de un salto de la filosofía revolucionaria, que devoraba con ansias de neófito, a la devoción fetichista y estrecha de la pobre vieja, crédula para todos los milagros y más aficionada a los santos que a Dios.
Aceptaba esta servidumbre sin esfuerzo, con cierto placer, como una manifestación de gratitud hacia aquella alma buena que le había arrancado del bajo fondo social para trasplantarle a un terreno más sano.
Con el gesto grave y respetuoso de un servidor nacido en la casa y ligado a la señora por el afecto, dábala el brazo al bajar y subir las escaleras, y la acompañaba a las iglesias, buscando los mejores sitios para que gozase con toda comodidad de las místicas ceremonias.
Los parientes de la anciana huían de su casa, ofendidos por el maternal afecto con que distinguía al estudiante. Era un despecho de herederos que se consideraban despojados por el intruso, por el hijo de «la asistenta», como le llamaban con tono despectivo. Cuando alguna vez encontraban en la calle, de vuelta de las iglesias, a la vieja y su protegido, leía Maltrana el odio en las miradas de aquellas gentes.
«Tú vas a llevarte el gato… ¡ladrón!», parecían decirle con los ojos.
Y al mismo tiempo le sonreían y celebraban con palabras dulzonas sus progresos universitarios, como si temieran malquistarse con él.
La excelente salud de la dama parecía burlarse de los pensamientos egoístas de su familia. Aquella enamorada de la limpieza se quitaba de encima los años con igual facilidad, según ella, que sacudía un polvo ilusorio de todos los rincones de su casa.
– Tengo cuerda para rato – decía alegremente al protegido al hablar de su edad – . Pienso verte hecho un personaje; ser tu madrina cuando te cases con una señorita buena y cristiana que yo te buscaré. También pienso sacar de pila a tus hijos…
– Viva usted muchos años – contestaba Maltrana gravemente, al mismo tiempo que la emoción humedecía sus ojos.
Un día, al volver de la Universidad, el joven encontró la casa en plena revolución. La señora estaba en la cama, con los ojos cerrados, la frente envuelta en lienzos que exhalaban un olor fuerte, la boca lívida, entreabierta por un ronquido doloroso. Había caído al suelo de repente, herida por el rayo de la congestión. Los médicos aturdían la casa, ordenando remedios desesperados; los parientes llegaban ávidos y jadeantes, con el azoramiento de la inesperada noticia.
Al día siguiente murió la señora. La familia trató a Maltrana con cierta benevolencia, haciéndole partícipe de sus acuerdos para el entierro. Todos ignoraban la voluntad de la muerta. Respetaban a Maltrana, temiendo que a última hora resultase el amo de todo. Algunos hasta le iniciaron sus deseos de apropiarse de ciertos muebles de la difunta. El joven siguió algunos días en la casa, asistiendo a los registros a que se entregaba la familia, vigilando la rebusca, el manejo de llaves, el tirar de cajones no abiertos en muchos años, que llenaban el suelo de ropas antiguas y olvidados objetos. Removían la casa, esparciendo su contenido con la misma confusión e igual azoramiento que si hubiese entrado en ella una banda de ladrones.
Pero transcurrieron dos semanas sin que apareciesen indicios de testamento, un simple papel que revelase la voluntad de la muerta. La señora, segura de su salud, creyendo disfrutarla hasta una edad avanzada, no había pensado en la suerte de su protegido, reservando para más adelante su testamento, con el temor supersticioso de atraerse la muerte si se preparaba para ella.
La actitud de la familia cambió de pronto. Maltrana permaneció en su cuarto, sin que le llamasen. Los parientes registraban e inventariaban por su propia cuenta, olvidados de él. Cuando le veían, su mirada era dura, sus palabras agresivas, como si quisieran vengarse de una vez de la adulación con que le trataron antes, del miedo que les había inspirado.
La orden para que saliese de aquella casa que ya no era suya se la dio un sobrino de la señora, al que ésta había odiado por su carácter egoísta y por varios engaños en asuntos de dinero. Acaudillaba a todos los parientes, imponiéndoles miedo y respeto. Era un senador, gran propietario de Castilla, que había pronunciado discursos en pro de la religión y de los trigos, y consideraba a todos los gobiernos poco conservadores y de mano blanda porque no enviaban a presidio a los partidarios de la impiedad y a los defensores de la introducción de cereales extranjeros con el fútil pretexto de abaratar el pan.
Maltrana escuchó en silencio la sonora arenga del importante personaje. Nada le quedaba que hacer en una casa que no era la suya. La difunta se había olvidado de su suerte; no le faltarían razones para ello: bastante había hecho sacándole de su mísera condición. Pero la familia, con el deseo de no desatender el más leve vestigio de la voluntad de la finada, había resuelto protegerle para que terminase su carrera. Iban a darle de una vez tres mil pesetas, cortando para en adelante toda relación y compromiso. Además, podía llevarse todos sus libros; pero era preciso que abandonase la casa cuanto antes.
Y el personaje, sacando su cartera para entregar tres billetes de mil pesetas, no sin antes invitar a Maltrana a que firmase un recibo, obsequió al joven con un nuevo discurso empedrado de buenos consejos. Había que acometer de frente la vida. La vida es seria; la vida no es un juego, joven amigo. El no había hecho hasta entonces mas que jugar, pasar la existencia dulcemente al lado de aquella señora que era una santa. (Aquí un saludo para la santa, merecedora de los mayores respetos por haber muerto sin testamento.) Había que trabajar, joven. Tres mil pesetas son un capitalito; con menos comenzaron otros y llegaron a millonarios. Podría terminar su carrera y ser hombre de provecho.
– Toda la vida de antes ha sido un sueño, no lo olvide usted – continuó el orador – . Y no hay que soñar, joven. Hay que ser práctico.
Después de estos consejos, don Gaspar Jiménez, senador, primer marqués de Jiménez, título pontificio que un prelado amigo le había alcanzado con algunas ofrendas bien regateadas al dinero de San Pedro, se dignó estrechar la mano del joven, recomendándole otra vez que desapareciera cuanto antes.
Maltrana se marchó con todos sus libros a una casa de huéspedes cercana a la Universidad, donde vivían algunos de sus compañeros de aula. La existencia de estudiante fue para él una revelación de las alegrías de la vida.
Algunas tardes iba a la Sacramental de San Martín, un cementerio hermoso y apacible como un vergel, que estaba cerrado hacía algunos años, pero en el cual se había reservado su protectora un nicho al lado del de su esposo. El era el único que visitaba la tumba. Los parientes, ocupados en el reparto de la herencia y amenazándose con litigios, no se acordaban de sustituir con una lápida de mármol el trozo de hule con letras de cartón doradas que cubría la boca de la sepultura. Aquel cementerio de novela, con sus grupos de rectos cipreses, sus columnatas orientales y sus parterres de rosas, despertaban en el joven una dulce melancolía, haciendo revivir en su memoria la imagen de la buena dama.
Esta impresión desvanecíase al volver Isidro por la noche a los cafés inmediatos a la Universidad, donde se reunían las alegres tertulias de estudiantes, arrullados por los conciertos de piano y cornetín.
– La vida es alegre – decía sentenciosamente – . Hay que dar a la vida un sentido helénico.
Y el helenismo del pobre muchacho consistía en fumar por primera vez, beber copas de marrasquino, único licor que toleraba su paladar de calavera griego, enviar cartitas de amor en versos clásicos a las costureras o a las hijas de ciertas señoras de clases pasivas que pasaban la velada en el Café de Peláez o en el de la Universidad, y en desaparecer por media hora en algún portal de los callejones inmediatos, llevándose tras él a la infeliz que paseaba la acera haciendo su guardia.
Maltrana continuó los estudios con el mismo aprovechamiento, a pesar de su alegría helénica. Su madre quiso que siguiese viviendo en la casa de huéspedes: un sabio como él no podía estar en un casuchón de las afueras, entre albañiles, obreros de la villa y vagabundos. ¡Qué dirían sus amigos!.. La pobre mujer, al sobrevenir el derrumbamiento de sus ilusiones con la muerte de la protectora, se aferraba más tenaz que antes a la gloria de su hijo, al deseo de que éste saliese para siempre del círculo de miseria en que había nacido. Pero su fe ya no era la misma; comenzaba a dudar del porvenir de Maltrana viéndole falto de apoyo. Tal vez se quedase en mitad del camino, sin fuerzas para llegar al término.
La vida era en su casa cada vez más dura. El señor José pasaba semanas enteras sin trabajo. Pepín, que ya tenía once años, era tan malo, que los vecinos le apodaban el Barrabás. Cada mes adoptaba un nuevo oficio; pero le expulsaban de los talleres, acreditándolo como el más insolente de los aprendices. La pobre madre, para traer a casa algún dinero, era ahora ayudanta de una lavandera, y en las mañanas de invierno bajaba al río desfallecida de hambre, temblando al contacto del agua su mísero esqueleto cubierto de piel.
Un día, Barrabás se presentó en casa de su hermano para decirle tranquilamente que la madre estaba en el hospital. Era un enfriamiento, una pulmonía o algo semejante, cogido en el río. El golfín sólo supo decir que estaba muy mala y que dos mujeres del lavadero la habían llevado del brazo hasta el hospital.
Maltrana fue allá, y vio a su madre en una cama, con los pómulos enrojecidos, la piel ardorosa y los labios violáceos, exhalando el estertor de sus pulmones congestionados. El joven, recordando el dinero que aún guardaba en su casa, sintió cierto rubor al ver a su madre en aquella sala triste, de fría desnudez, junta con otros enfermos.
La hizo trasladar a una habitación aislada: él pagaría todos los gastos. Y pasó las tardes al lado de la enferma, escuchando sus consejos, alentándole en sus esperanzas. La pobre le suplicaba que cuando llegase a las alturas no abandonase al señor José y a su hijo. Aquel hombre era bueno para ella y la había ayudado valerosamente en los momentos peores de su pobreza. Lo del «amontonamiento» ocurrió sin darse cuenta; fue resultado de su compañerismo para defenderse de la miseria. Isidro debía respetar al albañil como a un padre. La había querido más que el otro… el legítimo. Lo demostraba su silencio desesperado, el gesto de dolor con que la veía tendida en la cama del hospital.
La enferma murió a los tres meses, después de haber abierto gran brecha en la exigua fortuna de Maltrana.
Decididamente, la vida no era alegre; la vida había perdido su sentido helénico.
A impulsos de la tristeza, el joven examinó su situación. Había que seguir nuevos caminos. Apenas le quedaba dinero para continuar sus estudios. Faltábale un curso para licenciarse; dos para ser doctor. Y luego que consiguiera el título, ¿qué iba a hacer?..
El pesimismo se había apoderado de Maltrana. ¿Para qué doctorarse? El estudio no significaba sabiduría, sino rutina. El había visto mucho y sabía a qué atenerse. La Universidad era una mentira, como todas las instituciones sociales. Haría oposiciones a una cátedra; le admirarían los compañeros, algún profesor de carácter huraño le daría su voto, pero el resultado seguro era no conseguir nada. Los solitarios como él, sin protectores, sin atractivo social, estaban desarmados para la lucha diaria: su destino era morir.
El amaba la ciencia por ella misma, por sus goces, por la voluptuosidad egoísta de saber. ¡Viva la ciencia libre! ¿Qué le importaba aquel papelote, certificado de sabiduría, cuya conquista había de costarle dos años de miseria? Para ser filósofo no era necesaria la Universidad. Los grandes hombres admirados por él no habían sido profesores, no poseían títulos académicos. Schopenhauer, su ídolo de momento, se burlaba de la filosofía que sube a la cátedra para darse a entender.
Sería pensador independiente; sería escritor. Y Maltrana, filósofo de diez y nueve años, con un ligero vestigio de bigote, se lanzó al mundo. Dejó de frecuentar los cafés estudiantiles; hizo vida en el centro de la población, pasando de un grupito a otro de los que constituyen la tumultuosa e ingobernable República de las Letras.
Leía por las tardes en el Ateneo las revistas extranjeras, para estar «al día» en los adelantos del pensamiento universal y reventar a ciertos camaradas ignorantes que, por haber publicado algunos versos en los periódicos, pretendían deslumbrar al pobre «inédito». Además, seguía adquiriendo libros, a pesar de su pobreza. No podía librarse de este hábito de sus tiempos de abundancia. Suprimía comidas, prolongaba el uso de unas botas rotas, para adquirir un libro recién llegado de París. La biblioteca formada al amparo de su protectora iba achicándose lentamente al través de las innumerables combinaciones del cambalacheo. Vendía unas obras para adquirir otras. Todos los libreros de lance conocían a Maltrana por sus trueques; el joven reía ante el resultado de sus cambios. Cinco filósofos célebres, con las hojas algo ajadas, valían tanto como un novelista mediano acabado de cortar; tres poetas famosos equivalían a un tratado sociológico de segunda mano, en el que hallaba Maltrana una tosca recopilación de cosas harto conocidas.
Las noches las pasaba en Fornos, en una mesa de futuros genios, todos tan ignorados como él, pero convencidos de que darían que hablar mucho a la Historia. Algunos de ellos eran más jóvenes que Maltrana. Nada habían escrito, pero revelaban al mundo su firme propósito de crear obras inmortales, uniformándose exteriormente con arreglo a un figurín profesional: largas cabelleras, grandes sombreros, corbatas amplias y sueltas, o apretadas con innumerables roscas sobre un cuello de camisa que les rozaba las orejas.
El sarampión literario tomaba formas rabiosas que asustaban a Maltrana. Todo lo sabían aquellas criaturas, a pesar de sus pocos años, como si al cogerse al pezón de la nodriza hubiesen comenzado a hojear el primer libro. Sus juicios resonaban terribles, inexorables, concisos, capaces de hacer temblar de pavor las mesas del café. Casi todos los escritores españoles eran atunes, besugos o percebes: género marítimo que sólo podía gustar a paladares groseros. Luego, garrote en mano, pasaban la frontera. ¡Zola!.. un mozo de cordel con algún talento. ¡Víctor Hugo!.. un señor muy elocuente, pero no era poeta. ¡Lamartine!.. un llorón… tampoco poeta. ¡Musset!.. éste ya lo era un poquito más. Pero los verdaderos, los únicos poetas, eran los venerados por ellos; y con los ojos en blanco, trémulos de admiración, citaban nombres y nombres, de cuya obscuridad y escasa obra hacían el principal mérito, colocándolos por encima de los autores célebres que se envilecen buscando el ser comprendidos por todo el mundo, por el miserable pueblo y la repugnante burguesía.
Maltrana acabó por cansarse de esta tertulia. Además, los genios le mostraban cierta ojeriza por las bromas de mala ley que se permitía su cultura, inventando libros y autores y declarando a última hora su superchería, cuando todos se «habían caído» afirmando conocer la obra y dando detalles de sus bellezas y defectos.
Un amigo de la tertulia quiso protegerle.
– Aquí no vienen mas que currinches. Yo te presentaré a una peña de verdaderos escritores. Grandes poetas… gente que ha estrenado con éxito.
Y frecuentó por las tardes una cervecería, punto de cita de la nueva tertulia, que, por su aspecto, impuso gran respeto al tímido Maltrana. El hijo de la Isidra experimentó gran turbación al tratarse con dos marqueses que eran poetas y otros jóvenes emparentados con famosos personajes. Vestían con elegante atildamiento; seguían las modas en sus mayores exageraciones. Las lacias melenas brillantes de pomada eran la única revelación de sus entusiasmos literarios.
– Cuerpo de dandy y cabeza de artista – dijo uno de ellos a Isidro, resumiendo así los cánones de su indumentaria.
El silencio de admiración con que el joven les escuchaba despertó cierta simpatía en favor suyo. Un día se atrevió a hablar de la poesía griega, haciendo el examen de Aristófanes y sus comedias con tanta soltura como si tratara de un contertulio de café. Hasta recitó escenas enteras en griego, sin que nadie le entendiese. Los jóvenes elegantes mostraron admiración. «¡Muy curioso!» «¡Muy interesante!» Entonces se fijaron en él por primera vez, y alabaron sus ojos profundos, la poderosa pesadez de sus cejas. Alguien hizo el elogio de su fealdad varonil, de sus cabellos ásperos y alborotados, encontrándole cierta semejanza con la cabeza de Beethoven. Uno de los marqueses, con repentino arrebato, aproximó su silla, rozándose toda la tarde con aquel Beethoven que hablaba en griego.
Maltrana no tardó en percatarse del escaso valor de aquellas gentes. Sólo uno era digno de respeto, el más viejo, el maestro; un autor de gran talento, siempre melancólico, como si las debilidades de su vida pesasen sobre su carácter, ensombreciéndolo con intensa tristeza. La ironía de sus palabras sonaba como una burla contra su frágil voluntad. Todos estaban más unidos por las aberraciones del gusto que por la admiración literaria.
Se murmuraba, en la tertulia, de los ausentes, en presencia de Maltrana, cambiando el género de sus nombres, haciéndolos femeninos. «La Enriqueta cree tener talento, y es una fregona.» «La comedia de la Pepa no vale nada…» Por la noche iban todos ellos a lo que llamaban gran mundo, a las reuniones frecuentadas por sus familias o a los palcos de la gente aristocrática. Las señoras se confiaban a ellos, hablándoles con el descuido que da la ausencia de todo peligro. Luego, sus tertulias en la cervecería eran una prolongación del chismorreo femenino, mencionándose por todos ellos los defectos ocultos de las damas más famosas, con una delectación hostil, como si les complaciese las debilidades y miserias de un sexo enemigo.
Todos eran refinados, sutiles, enemigos de la vil materia, de la prosa de la vida y de las violentas emociones. Publicaban volúmenes de poesías, con más páginas en blanco que impresas. Cada grupito de versos iba envuelto en varias hojas vírgenes, como flor de invernadero que podía morir apenas la tocase el viento de la calle. Abominaban de la impiedad de las masas, de todas las realidades de la vida vulgar; se decían católicos, anarquistas y aristócratas al mismo tiempo; no pensaban gran cosa en la religión, pero hablaban, con los ojos en blanco, de la dulzura del pecado monstruoso y de la voluptuosidad del arrepentimiento, seguido de la reincidencia. Encontraban un fondo de distinción en la vieja liturgia de la Iglesia, y titulaban sus poesías microscópicas Salmos, Letanías o Novenarios.
Otros escribían comedias de sátira contra las costumbres de la aristocracia, que eran las suyas: obras teatrales en las que colaboraba el modisto con el poeta, y no había gran toilette que no tuviese su amor con un frac, que jamás era el del esposo. «Hay que flagelar», gritaban con expresión terrible.
Y Maltrana pensaba sonriendo:
«Está bien. ¿Y a éstos quién los flagela?..»
De vez en cuando se ingerían en la reunión ciertos hombres de aspecto bestial y groseros modales, que les tuteaban, tratándolos con la superioridad despectiva del macho fuerte. Eran toreros fracasados, antiguos guardias civiles, mozos de tranvía, que vestían como señoritos y se mostraban contentos de su vida de holganza. Algunos hablaban de su mujer y sus hijos, y atusándose el pelo, justificaban con el amor a la familia lo extraordinario de sus ocupaciones.
– Hay que ayudarse con algo. Los tiempos están malos y cada uno se agarra a lo que puede.
Uno de los jóvenes, el marqués que había encontrado a Maltrana cierto parecido con Beethoven, acosábalo con su pegajosa amistad. Le pagaba los bocks, le había regalado varias corbatas, se sentaba a su lado, fijando en su rostro de morena fealdad unas pupilas glaucas iluminadas por extraño fuego.
Iba completamente afeitado. Según los maldicientes de la tertulia, se había cortado el bigote, enviándolo bajo sobre, en un arrebato de nostalgia, a cierto pintor con el que había vivido en París, un artista malfamado y simbolista, que representaba sus concepciones por medio de efebos desnudos de femenil musculatura.
Maltrana, una tarde en que los dos estaban solos en la cervecería, echó su silla atrás, sintiendo impulsos de cerrar de una bofetada aquellos ojos claruchos fijos en él cínicamente. Una mano ágil, de femenina suavidad, había trotado sobre sus piernas por debajo de la mesa.
– Pero tú – exclamó indignado – no eres escritor, ni poeta, ni nada. Tú eres un…
Y soltó la palabra brutal y callejera. Pero el otro, sin desconcertarse, sin dejar de acariciarlo con los ojos, contestó con suave desmayo:
– No seas ordinario; no digas esas cosas… Llámame alma iniciada.