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CAMINO DE ORIENTE
VIII
La Atenas germánica
ОглавлениеMunich es una de las capitales de Europa de fundación más moderna, y sin embargo, muy pocas le igualan en el aspecto, majestuosamente venerable.
En el siglo XII, cuando eran viejas ya las grandes ciudades europeas, Munich se componía de un puente sobre el Isar, con algún caserío y un fuerte convento. Forum ad Monachos la llamaban entonces, y de aquí su nombre actual, München (Monje), y el fraile que figura en su escudo de armas, y los pequeños y graciosos encapuchados que se ven en todas partes como símbolos de la ciudad, en los escaparates de juguetes, en los adornos de las esquinas, en los toneles de cerveza y en las jarras de las braserías.
Munich, por sus edificios, por sus escuelas, por el respeto oficial de que rodea á las artes, es la Atenas germánica. No significa esto que sus habitantes, morenos, católicos, habladores y ruidosos, que hacen de la Baviera una especie de Andalucía alemana, formen una democracia intelectual y refinada como la ateniense. Aquí los verdaderos artistas han sido los príncipes – simpáticos desequilibrados que se entregaron al culto de la Belleza con un fervor rayano en la manía – , y el buen pueblo, obedeciéndoles con ciega disciplina germánica, les siguió en sus deseos.
La pintura, la poesía y la música han sido las grandes manifestaciones de la vida de Munich, y sus habitantes admiran, como dioses tutelares, á los célebres artistas protegidos por los reyes. Wágner figura en todos los escaparates: su perfil de bruja pensativa adorna hasta las muestras de las tiendas. Goethe y Schiller, coronados de laurel y semidesnudos como griegos, yerguen sus cuerpos de bronce en grandes plazas, acompañando á monarcas y príncipes de la casa bávara, cuyos hechos fueron superiores á los de Mecenas. El lujoso estudio del pintor Lenbach se visita como un templo, y un culto igual recibe la memoria de Cornelius, Kieuze y todos los demás pintores y escultores que desde los tiempos de Luis I á los del infortunado Luis II (el Lohengrin coronado), contribuyeron en menos de un siglo al embellecimiento de la ciudad.
Los palacios ostentosos, los museos, los arcos de triunfo, los teatros monumentales, ocupan casi una mitad de Munich. Los reyes de Baviera trabajaron sin descanso. Su manía de embellecimiento no les dejaba dormir. El demonio de la construcción turbaba sus días con nuevas sugestiones. La caja del Estado estaba abierta para todo el que se presentaba con una idea nueva. Los favoritos de la corte fueron artistas alemanes, que no habían nacido en Baviera, y sin embargo, llegaron hasta á intervenir en la vida política y aconsejar á los soberanos. Un músico silbado en París, de costumbres bizarras y humor intratable, llegaba á ser á modo de un virrey, derrochando la fortuna pública en la erección de extraños teatros y organizando misteriosas representaciones que sólo presenciaba el monarca. Éste era casi un actor, bajo las órdenes de su amigo Wágner, imperioso artista contra el cual gruñía el pueblo, próximo á sublevarse como años antes se alzó contra Lola Montes. El entusiasmo dilapilador del abuelo por la bailarina española, reina bávara de la mano izquierda, lo sintió el nieto por el autor de El anillo del Nibelungo. No existe más diferencia entre ambas pasiones que el amor físico regaló joyas y dejó como única huella un gran escándalo histórico, mientras el amor intelectual creó teatros y monumentos, haciendo nacer las mayores obras musicales de nuestra época.
Cuando Wágner, olvidado momentáneamente de la música, se dedicó á filosofar, é hizo una confesión de creencias, dijo que sus dos dioses eran Cristo y Apolo, inventando para la humanidad del porvenir una religión, mezcla de cristianismo y helenismo, en la que se unen y confunden la humilde piedad hacia el semejante con la adoración de la soberbia belleza.
Cristo y Apolo fueron también los dioses de los soberanos bávaros, y todavía imperan juntos, partiéndose equitativamente el dominio de este pueblo.
Munich, capital de la Alemania católica, tiene unos veinte templos que son como catedrales, y cuyo interior ostentoso recuerda el de las iglesias españolas, así como el exterior es puramente italiano. Al lado de estos monumentos de Cristo, álzanse majestuosos, con la autoridad de un origen más antiguo, las innumerables obras de los monarcas bávaros á la gloria de nuestra madre Grecia: los museos de la Pinacotheca antigua y la Pinacotheca nueva; la Glyptotheca; los Propyleos; el Templo de la Gloria con su estatua colosal de la Bavaria, predecesora de «La Libertad iluminando al mundo», de Nueva York; el palacio de la Residencia; los varios teatros griegos con sus frontones, en los que danzan las Musas al son de la lira de Apolo; las vastas salas en las que brilla discretamente el mármol ambarino de las estatuas clásicas, y se exhiben fragmentos de templos traídos de Egina y otros lugares helénicos. La columnata dórica alínea su bosque de piedra en las fachadas de los palacios ó encierra en su armónico cuadrilátero jardines, grandes como bosques. El rojo de los vasos griegos, con sus pequeños cuadros de figuras negras ó polícromas, cubre muros interminables, cortado á trechos por las manchas blancas de bustos y cariátides.
Asombra el trabajo realizado por los reyes de Baviera en menos de un siglo. Sus buenos súbditos de la ciudad de Munich han debido de vivir años y años entre andamios, tragando yeso y oyendo á todas horas el choque del martillo sobre la piedra. La manía constructora de los reyes debió constituir su gloria y su suplicio.
El arte se muestra en amontonamiento, como creado de real orden, en pocos años, ejecución admirable, pero sin la originalidad y la noble armonía que es producto de los siglos. Se ve que todo está hecho de una sola vez, que ha surgido del suelo en una sola pieza, falto de esas capas de sucesiva formación que va secretando el paso de las generaciones.
El aspecto monumental de Munich – una vez desvanecida la primera impresión de asombro por lo grandioso de la obra – causa igual efecto que esas sinfonías cuyos motivos agrandan ó conmueven, al mismo tiempo que la memoria se estremece con la sensación de haber oído antes los mismos sonidos.
– Esto no es nuevo – se dice el viajero al contemplar la ciudad – . Todo me parece haberlo visto en otras partes.
Indudablemente los monumentos griegos nada tienen de originales, y en esto consiste su mérito. Son reconstrucciones ingeniosas, evocaciones sabias de las obras que han llegado hasta nosotros, mutiladas é indecisas. Pero ¿y los otros monumentos?
Á los pocos días de estar en Munich, van surgiendo en la memoria imágenes del pasado, recuerdos de viajes por otros países. El aire de familia se marca cada vez más en las cosas, como en esos rostros que nos parecen extraños al primer instante y acaban por ser de antiguos amigos. Unas iglesias recuerdan las de Florencia; tal vivienda real es el palacio Pitti; tal otro un palacio de Roma; la Logia de los Mariscales es una copia de la Logia de Orcagna en la capital toscana; los mástiles enormes, ante la Residencia, son hijos de los mástiles de la República en Venecia, y así todo.
Hasta los palomos que aletean en los frisos y descienden al pavimento, animándolo con el reflejo de sus plumas metálicas, son palomos «traducidos del italiano», que no pueden menos de saludar como venerables abuelos á los que contemplan el Adriático desde los aleros de mármol de la plaza de San Marcos ó saltan en la columnata florentina junto al Arno.
Munich no tiene de original más que dos cosas: la cerveza y la música.
Las famosas braserías de estilo germánico, con sus frontones agudos, rematados por complicadas veletas, y sus fachadas de pesados balconajes y torrecillas salientes, valen más que todos los templos griegos que llenan las plazas de Munich.
De la música ya hablaremos. La capital bávara está celebrando, en estos momentos, el Festival Wágner. Por las tardes la muchedumbre se agolpa á ambos lados de la enorme avenida del Príncipe Regente, para presenciar el paso de los que van á escuchar El anillo del Nibelungo, lo mismo que el vecindario de Madrid se congrega en la calle de Alcalá en un día de toros.
Cuando el viajero se familiariza con Munich, su entusiasmo por las glorias artísticas de la ciudad va restringiéndose hasta el punto de que sólo queda erguida una sola admiración: Wágner y su obra.
¡Pobre Atenas germánica! De sus monumentos nada malo puede decirse. Son notables reproducciones del arte griego: la sabiduría artística luce en ellos, pero son fríos y repelentes como cuerpos sin alma. Es Atenas sin atenienses y sin el cielo de la Ática. En verano, el espacio se muestra azul y brilla un hermoso sol. Pero el invierno germánico, duro y cruel en Baviera, muerde con sus dientes negros estos monumentos que nacieron en la tibia atmósfera del archipiélago, favorable á la desnudez.
El mármol en el país del sol se dora en el curso de los siglos, tomando el majestuoso matiz anaranjado del oro viejo. Aquí, en unos cuantos años, se ennegrece, con una opacidad antipática de ceniza de carbón.
Los dioses olímpicos, los héroes coronados de laurel y ligeros de ropa, parecen temblar en pleno verano, recordando los largos meses de frío. El rojo griego del interior de las columnatas se destiñe con las lluvias. Los frescos se esfuman y desaparecen. Todo se vuelve gris y opaco.
Sí; esta ciudad es una Atenas… Pero pasada por cerveza.