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CUARTA PARTE
EL CAPITAN ALVAREZ
IV
Quién es ella

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El alférez Lindoro, conocido en el mundo con el nombre de vizconde del Pinar, estaba a mediodía con un humor de todos los diablos.

Metido en el cuarto de banderas sufría un arresto de veinticuatro horas que le había impuesto el coronel por ciertas insignificantes faltas en el servicio, y desahogaba su mal humor echando pestes contra todo el mundo y maldiciendo la hora en que a su familia se le ocurrió dedicarlo al ejercicio de las armas y en que el Gobierno tuvo la idea de dar el mando de un regimiento a un ordinariote que no hacía caso de recomendaciones, que no respetaba al representante de una de las casas nobles más antiguas de España, y que quería que todas las cosas del Cuerpo marchasen con la regularidad de un reloj aunque para ello tuviera que arrestarse a sí mismo.

La desesperación del alférez obedecía, principalmente, a la soledad en que estaba y que tendría que sufrir hasta las seis de la tarde, hora en que terminaba el arresto.

El capitán de guardia era el único que le acompañaba, y éste era un pobre hombre taciturno, incapaz de ensartar seis palabras seguidas y que no tenía otro tema de conversación que las costumbres de Filipinas, donde había estado muchos años.

Tendido en un sofá, con trágica desesperación, y entreteniéndose en contar las pulsaciones del tiempo que marcaba la péndola del reloj, el alférez pasaba las horas aguardando, como quien espera la más suprema felicidad, la llegada de algún oficial joven que, por la fuerza de la costumbre, fuera a pasar un rato en el cuarto de banderas.

Justamente, en todo el regimiento Alvarez era el único que escuchaba las sandeces del alférez sin burlarse de ellas de un modo cruel; bien es verdad que el capitán se divertía oyendo los razonamientos de aquel ser superficial e insignificante, pero el vizconde era lo suficientemente obtuso para no enterarse de que su compañero le consideraba como un objeto de risa.

Alvarez aceptó el cigarro que le tendía el vizconde, y se sentó a su lado.

– Chico – dijo éste – . No puedes figurarte cuánto te agradezco tu visita. ¿Vienes a acompañarme, verdad? Estoy aburridísimo y te aseguro que si me arrestan otra vez, pido mi baja en el ejército. ¿Deseas algo? ¿Has almorzado ya? ¿Quieres tomar café u otra cosilla? Nos lo traerán del café cercano; tengo cuenta abierta.

Esteban tuvo que hacer grandes esfuerzos para impedir que el alférez, deseoso de retenerle, le pidiera todas las bebidas del próximo café, y cuando el vizconde se hubo tranquilizado después de pedir a un ordenanza que trajese una botella de ron y copas, Alvarez abordó el verdadero motivo que le había llevado allí.

– Oye, Lindoro – dijo el capitán Alvarez – . ¿No conoces tú a toda la aristocracia de Madrid?

– Sí, querido – contestó el alférez con fatua complacencia, pues su mejor gusto era ostentar las ventajas sociales que le daba su nacimiento – . Conozco todo el mundo elegante de la corte y no hay casa de algún ilustre que yo no visite. Ya ves que con mi nombre y mi fortuna bien puede uno gozar alguna consideración en la alta sociedad.

– Tengo que solicitar tu ayuda para una noticia que me interesa adquirir.

– Habla, que yo te contestaré, si es que puedo.

– ¿Tratas alguna familia que viva en la calle de Atocha?

– Dos hay que yo conozco. ¿Sabes el número de la casa?

– No he podido fijarme en él, pero te daré las señas. Es un edificio de reciente construcción que está a la derecha, subiendo por la parte de…

– Basta; no sigas. Ya sé qué casa es. En ella vive el conde de Baselga, un señor millonario, algo retirado del gran mundo y que sólo asiste de tarde en tarde a las fiestas de palacio. Tiene una hija muy hermosa.

– Eso – dijo Alvarez con satisfacción.

– ¿La conoces, acaso?

– La he visto una vez nada más.

– Y te gusta, ¿eh?.. Chico, tienes buen gusto, pues la muchacha no puede ser más linda. Aquí, para entre nosotros, debo manifestarte que yo he tenido mis proyectos sobre ella. Me gustaba su hermosura y más aún los millones de su padre.

– ¿Y qué has alcanzado? – preguntó Alvarez con ansiedad mal disimulada.

– Nada, chico. La muchacha es algo tonta y se rió de mí en un baile de Palacio, donde entre los rigodones le espeté mi declaración. Ya ves que esto supone cierto grado de imbecilidad: burlarse de un muchacho como yo, que, aunque no soy muy rico, tengo un título respetable como pocos y una figura no despreciable. Lo único que se me puede censurar es mi cortedad de vista, pero los lentes dan siempre cierto “chic” que hacen a un hombre interesante. ¿No es verdad, Esteban?

El capitán contestó con una débil sonrisa.

– Quisiera – continuó el alférez – que tú probases a rendir esa beldad que tiene el corazón no de mármol, como dicen los poetas, sino de alfarería. Tal vez seas más afortunado, y cree que harías un negocio redondo si lograbas casarte con ella, pues el viejo don Fernando, su padre, debe tener enterradas a montones las peluconas. Vaya, animate y a ver si consigues dejar pronto esta endiablada profesión militar para convertirte en millonario.

Alvarez permaneció silencioso algunos instantes, y al fin preguntó a su amigo:

– ¿Quién es la señora que acompaña a la condesita? ¿Es su madre?

– El conde es viudo. Ha sido casado dos veces y su segunda esposa murió hace ya bastantes años, dejando dos hijos: un niño enfermizo, al que veo pocas veces, y esa muchacha que tanto te gusta. La señora de que hablas debe ser una hija que tuvo el conde de su primer matrimonio, y de la que se cuentan ciertas historias. ¿Cuáles son sus señas?

El capitán describió a su modo la figura rígidamente majestuosa y el rostro avinagrado de la señora que tan furibundas miradas le había lanzado aquella mañana, y el vizconde se apresuró a contestar:

– Sí; eso es. Describes muy bien el gesto de pocos amigos que eternamente lleva en su rostro doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una solterona que aborrece al mundo, odia a la juventud y se dedica a la devoción, entregada en cuerpo y alma a los jesuítas, lo que le consuela de no haber encontrado en su juventud un hombre que quisiera hacerla su esposa. Cree que la tal señora es un basilisco, y que es muy peligroso hacerle el amor a su hermanastra, sólo porque ha de rozarse uno con ella. Es un manojo de espinas custodiando a una rosa. ¿Eh?, ¿qué tal te parece la frasecilla?

– Muy bien – dijo Alvarez, sonriendo con toda la bondad que merecía aquel imbécil – , ¿y quién es la rosa?

– ¿Quién ha de ser? Enriqueta.

– ¡Ah! ¿Se llama Enriqueta la hija del conde de Baselga?

– Sí, hijo mío. Enriqueta Baselga de Avellaneda, y será condesa si se muere su hermano, como es de esperar en vista de sus continuas dolencias, o si se hace cura, lo cual es aún más probable en vista de las aficiones que le ha inculcado la santurrona de su tía.

El alférez Lindoro se entusiasmaba hablando de aquella familia, que era muy rara, sí, señor, una de las más raras de la corte. Según él, el padre era un hurón, siempre metido en su casa, refractario a toda diversión y sin otro placer que una excursión en verano a sus posesiones de Castilla, donde hacía la vida de un modesto agricultor. En cuanto a la baronesa de Carrillo, era la primera beata de la corte, el brazo de que se valían los jesuítas para mover la aristocracia devota en favor de lo que a ellos les convenía, y los dos muchachos, hijos del segundo matrimonio, el enfermizo Ricardito y la hermosa Enriqueta, no pasaban de ser dos monigotes sin voluntad, que maldito el papel que harían en el mundo.

El vizconde se expresaba de este modo, y Alvarez escuchaba con gran atención todas sus palabras deseoso de conocer a fondo la familia de la que formaba parte aquel hermoso ser que tanto le interesaba.

– El conde, créelo – continuaba el alférez – , es un hombre de historia, y nadie, al verle tan austero y de genio eternamente atrabiliario, creería que en su juventud fué uno de los más terribles calaveras de la corte de Fernando VII. Ha sido de la Guardia Real, después mandó en el Norte un regimiento de lanceros carlistas, estuvo emigrado en París y allí se casó por segunda vez con la hija de un afrancesado: una muchacha enfermiza que tenía los millones a puñados. Su primera esposa fué la baronesa de Carrillo, una locuela americana que conocía demasiado íntimamente al Fernando VII, y si alguien lo duda, ahí está, para atestiguarlo, la actual baronesa de Carrillo, que no es capaz de negar a su padre. ¿Te has fijado en aquella nariz? ¿No es verdad que da ganas de cantar aquello de "ese narizotas, cara de pastel" con que los rojos del tiempo de Riego daban serenata al padre de Isabel II?

Alvarez sonrió ante la malicia del alférez, y repasando en su memoria el rostro de la baronesa, se convenció de que, efectivamente, algo había en él que recordaba la cara del rey chulo.

– ¡Si supieras cuánto se ha hablado en la alta sociedad acerca del conde de Baselga! Se le atribuyen cosas estupendas, y hasta hay quien dice que mató a su primera mujer. No sé lo que pueda haber en esto de cierto, pero seguramente no merecía grandes cariños aquella buena pieza que, engañando a su marido, se acostaba con don Fernando para echar al mundo un nuevo ejemplar de su persona. Si el conde mató a su esposa, hizo muy bien; y prueba de ello es que, a pesar de lo que se murmura en la alta sociedad, lo reciben con grandes muestras de consideración, y los padres jesuítas se hacen lenguas de su piedad y de sus sentimientos caballerescos.

Alvarez sentía cada vez mayor curiosidad por saber la historia de la familia de Enriqueta.

– ¿Y con su segunda esposa – preguntó – , fué tan desgraciado el conde?

– Todo lo contrario. Doña María Avellaneda era una mujer casi insignificante. Su modestia y su humildad formaban contraste con sus riquezas y su alta posición, pero era tan dulce y tan bondadosa, que Baselga se enamoró de ella como un loco. Recién casado vino a España acogiéndose a uno de los indultos que el Gobierno dió a los carlistas y estableció en su casa en la calle de Atocha, negándose a habitar la casa que en la calle del Arenal tenía su hija mayor, heredada de su madre, la baronesa de Carrillo. Como la fortuna de que disponían el conde y su esposa era grande, gastaron como unos príncipes, y durante sus primeros años de matrimonio asombraron con su lujo a todo Madrid. Las elegantes costumbres francesas que hoy seguimos en la alta sociedad, ellos fueron los primeros en generalizarlas, y la condesa, a pesar de su modestia y de que se preocupaba más de una visita a los pobres que de un baile, fué, durante mucho tiempo, la reina de la moda. Primero tuvieron una hija, esa muchacha que te ha vuelto los cascos la primera vez que la has visto.

– Pero – interrumpió el capitán – , ¡si yo no he dicho que esté realmente enamorado de esa joven!

– Bueno; pues lo estarás. Es una chica de la que se enamoran todos. Conste, pues, que estás prendado de ella… Como te iba diciendo, primero tuvieron a Enriqueta, y a los cuatro años de matrimonio a ese Ricardito que, a pesar de no abultar más que una mano de almirez, y de no servir para otra cosa que rezar de la mañana a la noche, costó la vida a la madre.

– El conde sentiría mucho su segunda viudez.

– Su dolor fué inmenso. Amaba de veras a su esposa, y, más que como marido, la lloró como un muchacho romántico a quien se le muere la novia. Estuvo más de un año sin salir a la calle, y hasta se susurró en Palacio que pensaba hacerse cura y entrar en la Compañía de Jesús. Afortunadamente, el amor a sus hijos pudo más que su pesar, y acabó por volver a hacer una vida normal, aunque mostrando gran repugnancia a asistir a aquellas fiestas en que tanto brillaban antes su esposa y él.

– ¿Y su hija, vive también en tal retraimiento?

– Vive con menos rigidez y sale bastante de casa, gracias a su hermanastra, la baronesa, que, aunque beata, es bastante andariega, y se pasa el día en juntas de cofradías y patronatos píos o haciendo visitas a los más elocuentes predicadores de la Compañía. Si quieres verla a menudo, hazte beato y visita las sacristías. Además, también asiste a los bailes de Palacio o a los que se celebran en casa de algún individuo de la antigua nobleza. En cuanto a las reuniones en los palacios de los banqueros o de esa aristocracia dorada cuyos ascendientes se pierden en las telarañas de un mostrador, no esperes encontrar allí a la familia de Baselga. El conde es inflexible y no quiere transigir con nada de lo creado por la revolución. Ya que asiste a pocas diversiones quiere que éstas no supongan una abdicación de sus arraigados principios.

Y el alférez seguía relatando con abundancia de detalles la vida de la familia de Baselga, sus costumbres y las relaciones que más fielmente sostenía.

– El conde tiene muy pocos amigos. En vida de su mujer daba fiestas a una sociedad muy escogida, en esa casa de la calle de Atocha que tú conoces; pero desde que aquélla murió, los salones han quedado cerrados y, muy de tarde en tarde, recibe alguna visita por puro cumplimiento. Quien más influencia tiene en aquella casa es un célebre jesuíta, el padre Claudio, que también es gran amigo de la familia. Yo pensé valerme de él para que me facilitara el ser novio de Enriqueta, y estaba muy confiado, pues el tal jesuíta es un casamentero de primera fuerza; pero en vez de ayudarme, lo que hizo, apenas le expuse mi pretensión, fué encajarme un sermón muy dulce, pero que me dolió en el alma, diciéndome que yo era hombre capaz de derrochar en unos cuantos meses la fortuna más grande del mundo, y que por esto no se hallaba él dispuesto a recomendarme a ninguna joven que apreciase. Si piensas intentar la conquista de Enriqueta, empresa que es difícil, procederías muy cuerdamente haciéndote amigo del padre Claudio, que manda en el conde, en la baronesa y en todas cuantas personas encierra aquella casa.

El capitán acogió con sonrisas estas indicaciones del vizconde.

– ¿Te ríes?, ¡eh! Pues no harás nada si dejas de seguir mis consejos. Soy hombre experimentado, aunque nadie lo quiere creer en el regimiento, y sé lo que debe hacerse en estos casos. Además, si quieres ver a Enriqueta, tal vez encuentres ocasión algunas tardes si vas a menudo al paseo de la Castellana. Algunas veces el conde de Baselga se acuerda de lo que fué, siente la nostalgia de sus buenos tiempos, cuando galopaba al frente de un escuadrón de la Guardia, y monta a caballo para acompañar a su hija, que es la muchacha que en Madrid mejor sabe manejar una yegua. En esto no desmiente su procedencia y demuestra que por sus venas corre la sangre de un hábil y valiente jefe de caballería. Yo en tu lugar alquilaría un caballo, aunque esto te lleve una parte importante de la paga, e iría todas las tardes a la Castellana. No sería difícil que de este modo consiguieses llamar la atención de Enriqueta, que admiraría más a un buen mozo, como tú lo eres, viéndolo sobre un brioso caballo.

La conversación entre los dos militares comenzó a languidecer. El alférez, que tanta ansia sentía poco tiempo antes de desahogar el cúmulo de palabras almacenadas en su menguado cerebro, coronaba todos sus párrafos con una copita de ron, y al poco rato fué sumiéndose en una calma beatífica, de la que no le sacaba su compañero, el cual solamente contestaba con monosílabos y sonrisas.

El vizconde acabó por extender sus piernas con estremecimientos voluptuosos, sobre el viejo sofá del cuarto de banderas, buscando la mejor posición para echar un sueñecito y que transcurrieran, aún más velozmente las horas que le quedaban de arresto.

Alvarez sabía ya todo lo que deseaba, y, comprendiendo que su fatuo compañero no le diría más, se dispuso a salir.

– ¿Te vas, chico? – dijo el alférez con voz indolente.

– Sí. Te hago el favor de dejarte solo. Que duermas bien y no sueñes con el coronel.

– Gracias. Y en cuanto a enamorarse de esa muchacha, piénsalo bien. Es una barbaridad de la que llegarás a arrepentirte; pero, en fin, si te empeñas en quererla y la cosa no tiene remedio, acuérdate de mi consejo. Hazte amigo del padre Claudio, que con su apoyo, hasta un barrendero podrá aspirar a la mano de una infanta de España.

La araña negra, t. 3

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