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Capítulo 2 Visita a Don Augusto en el hospital

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Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando Joaco y Gonza llegaron al hospital. Dejaron el carro a un costado, donde el tordillo pudiera pastar. La entrada principal daba a la calle J. Newbery, que era la segunda más importante del pueblo. Sobre esa misma calle, a unas veinte cuadras en dirección al este, se encontraba la cantina El Rincón, propiedad del padrastro de Ana, cuyo nombre fue otorgado por encontrarse precisamente en el extremo noreste del pueblo. Como sucede en la mayoría de los casos, la vivienda de la joven maestra y sus hermanas estaba ubicada justo arriba.

—Acá a una’ quince o veinte cuadra’ vive la seño—dijo Joaco antes de ingresar al hospital mirando en dirección a la casa.

—¿Cerca del Banco Hudson?—preguntó Gonza con disimulado interés.

—Enfrente—especificó Joaquín.

—Querrás decir “casi enfrente”, porque si mal no recuerdo, ahí hay un bar.

—Te acordá bien—contestó el más joven, poniendo cara de obviedad.

Perplejo al no entender lo que quiso decir, Gonza preguntó “¿Entonces?”. Su tono era inquisitivo y su mirada, atónita. Su compañero no cambió el semblante, sino por el contrario, enfatizó su tono burlón al responder:

—Y bueno, é ahí donde vive.

—¿En un bar?—la pregunta que desató la risa de Joaco.

—¡Jajaja, no nabo, tiene su casa arriba!—le respondió el moreno, mientras lo empujaba por el brazo casi a la altura del hombro.

—Callate y entremos—ordenó el mayor ofendido, a la vez que procesaba la valiosa información que su amigo le acababa de proporcionar.

Al traspasar la puerta de entrada se dieron cuenta de que era mucho más oscuro de lo que recordaban. Estaban parados frente a una señora de grandes dimensiones que se encontraba detrás de un pequeño mostrador de madera que hacía las veces de recepción. Hacia los costados se dibujaban dos pasillos. Al término del breve intercambio de palabras con la recepcionista, tomaron el pasillo izquierdo hasta el final y luego a la derecha, adentrándose en el edificio. El suelo y las paredes eran de cemento. El pasillo tenía habitaciones en ambos costados y cada una era identificada con un cartel blanco indicando su número en azul. Hacia el final del corredor, de unos treinta metros aproximadamente, se desplegaba una escalera cuya parte superior recibía un rayo de sol proveniente del segundo piso. Subieron y efectivamente había mucha más luz, debido a las ventanas en los espacios comunes.

Los dos adolescentes se detuvieron frente a una puerta y sólo después de mirar el número por segunda vez, decidieron tocar. Una voz grave y disfónica los autorizó a entrar.

—Es él—afirmó Gonza, reconociendo el tono agradable, aunque algo ronco, del kiosquero.

Una vez adentro, se encontraron con una cama vieja que hacía las veces de camilla, sobre la cual reposaba el lastimado pero sonriente Don Augusto. La habitación contaba con una mesita y unos estantes que contenían medicamentos.

—¡Chicos, qué sorpresa! ¿Cómo están?—exclamó el anciano, disimulando el esfuerzo, para dejar traslucir su alegría de verlos.

—Muy bien ¿y usted?—respondieron los dos al unísono.

—Acá ando, ya estoy recuperado y me tratan como a un inválido—se quejó el viejo que, a pesar de su edad, estaba acostumbrado a valerse por sí mismo.

—Nos enteramos de lo que le sucedió—dijo Gonza, tomando la palabra—y queremos darle una paliza a esos sinvergüenzas ¡Espere que los encontremos, le van a venir a pedir perdón de rodillas!

—No hijo, no vale la pena. Ya se llevaron lo poco que tenía para vivir—respondió el paciente con cierta desazón.

—¿Usté lo’ vio? ¿Sabe quién fue?—preguntó Joaco.

—Sí—dijo al fin, como si no tuviera ganas de recordarlo—son Los Rebeldes. Viven en las afueras de la ciudad, detrás de las colinas, porque no están de acuerdo con nuestras reglas. Afirman que prefieren vivir en libertad, pero en realidad coexisten con el desorden y el caos. Se podría decir que viven en una villa de emergencia, aunque ellos prefieren llamarle “colonia”.

—¿Entonces—preguntó Gonza, extrañado—qué les ha hecho usted para que lo traten así?

—Verás hijo—su tono era como el de un padre—el desorden en el que viven es tan grande que no hay suficiente producción para alimentar a todas las familias. También necesitan algunos insumos básicos como medicamentos, ropa y aceite de cocina. Pero en mi opinión, estos bandidos vinieron en busca de cigarrillos para comercializarlos en la colonia. De otro modo, no veo razón para que hayan saqueado el kiosco, excepto por el poco dinero que tenía o un antojo de dulces.

Joaco y Gonza comenzaron a reírse como solían hacerlo en cada encuentro en el kiosco; aunque esta vez era otro el lugar y la condición física de su anfitrión era más frágil, su sentido del humor seguía intacto. Era una de esas personas que transformaban el peso de los años y las malas experiencias en alegría y ganas de vivir. Al contrario de Los Rebeldes, Don Augusto amaba el pueblo, al que conocía como la palma de su mano y al que vio crecer desde sus inicios, con unas pocas casas alrededor de la plaza. Hoy reunía cerca de dos mil habitantes y contaba con código postal propio, estación de ferrocarril y próximamente instalarían líneas telefónicas.

Pasaron casi dos horas entre risas y cuentos, cuando el médico entró a la habitación.

—Llegó “el botón”—susurró Don Augusto, elevando luego el volumen—me parece que se acabó la fiesta por hoy chicos. El doctor me tiene que hacer el chequeo diario, así que si Dios quiere los veré en el kiosco en un par de días.

—¡Adiós Don Augusto!—se despidieron los jóvenes, e hicieron una reverencia al doctor previo a dejar la habitación.

Antes de salir del hospital, saludaron a la recepcionista, quien apenas les devolvió el saludo levantando las cejas sin sacar la vista de la planilla que tenía enfrente. Una vez afuera, desataron al tordillo, que había dejado de comer y ahora miraba a Gonza como diciéndole que se quería ir. Como era costumbre, el mayor tomó las riendas mientras el joven moreno se ubicó del lado del acompañante. El carro se puso en marcha sin que el rubio hiciera un movimiento de riendas, guiado por la voluntad de su corcel.

Durante el regreso, los muchachos hablaron de Don Augusto, de Los Rebeldes y de lo que iban a hacer al día siguiente. A Gonza le esperaba un día muy atareado: debía abrir el almacén y atender la caja hasta el mediodía, momento en que lo relevaría su padre, para que él pudiera ir a la estación a recibir la mercadería que llegaba en el tren de las catorce horas. A su vez, tenía un par de encargos que repartir antes de que anochezca, más los que se pudieran agregar en el transcurso del día. Joaco, por su parte, debía asistir a la escuela desde las ocho, hora del desayuno, hasta alrededor de las quince. Minutos más, minutos menos, esa era la hora en que los chicos terminaban de almorzar y partían para sus casas.

Gonza le ofreció a Joaco si quería que lo pasara a buscar por la escuela al regresar de la estación, tratando de disimular su interés por ir a la escuela con un “total, sólo me tengo que desviar tres cuadras”. Hacía falta mucho más que eso para engañar al chico de quince años que iba a su lado. No obstante, Joaco decidió aceptar la propuesta sin discutir y al cabo de algunos minutos llegaron a su casa. Tenía un pequeño jardín en la entrada con juguetes desparramados. La ventana que daba al frente estaba iluminada y se oían gritos de niños desde adentro.

—Se etán peleando po’ la comida—comentó Joaco con una sonrisa de afecto. Le agradaban esas peleas porque lo hacían sentir en casa—. Siempre lo’ tengo que separá yo ¡No’ vemo’ mañana Gonza!

—Chau Joaco, hasta mañana—se despidió viendo al otro entrar a su casa con el ceño fruncido para simular enojo y poniendo voz de mando poco creíble.

Mientras subía al carro, Gonza observó entre las cortinas que Joaco saludaba a su madre y se sentaba en la mesa con sus cuatro hermanos menores. Su padre, por su parte, trabajaba en el campo, a unos cincuenta kilómetros del pueblo. Venía a la casa los fines de semana y luego volvía a trabajar. Siempre traía algo de lo que había cosechado para su patrón, además de un poco de dinero, que su mujer administraba cuidadosamente durante la semana. El mayor de sus hijos era la autoridad de la casa en dichos períodos, ya que a su madre le habían “tomado el tiempo” y no les infundía temor alguno.

Gonza llegó al almacén justo antes de que anochezca, guardó el carro y ató al caballo en el palenque de enfrente. Luego le llevó agua en un balde que había bajo la canilla de afuera del almacén.

—Hola hijo—saludó Marta en su tono habitual. Sin embargo, le causó más alegría que de costumbre ver a su hijo, dado que, a excepción de dos ancianos, era la única persona que visitaba el local en todo el día—¿Cómo estás?

Luego de besar a su madre en la mejilla, le dijo “muy bien ma ¿y vos?”. A lo que ella, con aire de aburrimiento y algo de resignación respondió “como todos los jueves”.

Por lo general, el jueves era el día de menor clientela, y con la suba de impuestos de la semana anterior, eso se hizo aún más evidente. Aunque el aumento no fue inmenso, tuvo repercusión en la economía de muchas familias del pueblo. Todo era un poco más difícil desde entonces, ya que la gente dejaba de comprar productos como aceitunas y algunos aderezos prescindibles a la hora de cocinar. Había que empezar a “rebuscárselas”, como se suele decir. Afortunadamente, tanto la familia de Gonza como la de Joaco conocían de eso y bastante.

En ese momento entró René “Hola hijo” lo saludó, y volviéndose a su esposa agregó “querida, está hirviendo el agua”.

—¿Qué hay para comer, ma?—preguntó el joven.

—Guiso de lentejas—contestó yéndose Marta.

—¿Cómo estaba Don Augusto, hijo? ¿Lo pudieron ver?—quiso saber René.

—Sí, estuvimos con él. Estaba en una sala de terapia menor. Fuimos con Joaco y como siempre nos hizo reír ¡Pobre!—exclamó Gonza recordando la imagen de Don Augusto inquieto en la camilla—. Hizo todo lo posible para disimular lo que le molestaba estar ahí y lo inútil que se sentía. Por fortuna, si sigue mejorando saldrá en dos días; en mi opinión, no aguantaría más que eso tampoco—miró a su padre y ambos se echaron a reír.

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