Читать книгу Morir sin permiso - Ignacio Ramón Martín Vega - Страница 7

Causalidades

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Poco a poco fue regresando la normalidad a la vida del enfermo. El alta médica se la dieron a los trece días de llegar. Todas las pruebas que le realizaron resultaron ser muy positivas. Entre su madre y Maite se fueron turnando para atenderle lo mejor posible. Eugenia comió en un par de ocasiones con Maite, coincidieron en la cafetería del hospital. Ella quiso comprender qué había sucedido aquel día y Maite le contó, con pelos y señales, su relación con aquel individuo. Era obvio que, si se había enamorado de alguien con pinta de malote, de esos malotes que atraen tanto a ciertas mujeres, a la postre podría ser malo y pernicioso a la vez. El caso era que habían conectado las dos mujeres y eso tranquilizó sobremanera a la enfermera. Sentir la empatía de la madre de Óscar fue algo que alivió la carga de culpa que había llegado a padecer. Con el transcurso de los días, comprendió que no tuvo ninguna culpa, tal vez algo de responsabilidad, y que él actuó de motu proprio; así que Maite fue conociendo algo mejor, sin filtros idealizados, a aquel hombre que dio la cara por ella. Llegó a sentir algo parecido a tener mariposas en el estómago. Cada vez que pasaba a verlo a su habitación, aquellas mariposas revoloteaban sin control. Lo que más le gustaba era su sentido del humor, siempre terminaba riendo con él por cualquier cosa. Eso proporcionaba vida a su deteriorada existencia. El sentido del humor que tenía el paciente era inteligente y de buen gusto. Siempre hacía bromas por cualquier cosa y andaba listo para ello, tenía una mente rápida y ágil.

El día que le dieron el alta y por fin pudo regresar a su casa, a Óscar le sobrevino una angustia que no supo definir. Maite aparecía todos los días en su habitación, lo hacía siempre después de trabajar, así su madre podía ir a casa y darse una ducha. Él la tenía siempre ahí. Ahora cabría la posibilidad de que, por un proceso natural, dejara de verla. Sentía una concatenación de emociones por la mujer a la que intentó ayudar en la calle. También por aquella dulce mujer que cada día fue a visitarlo, con la que se divirtió tanto y que logró sacar lo mejor de sí. No con todo el mundo le salía esa espontaneidad, no con todos estaba ágil de mente, y eso que había estado en coma.

Sentía como si un gran vacío se apoderase de él. Se dio cuenta de las buenas migas que hacían la enfermera y su madre. Esta vez no fue su madre la que había intervenido a la hora de escoger una mujer para él. Los había visto reír y disfrutar con cualquier cosa. Eso le había proporcionado una seguridad que, en ese momento de alta médica, podría derrumbarse. No sabía cómo decirle que deseaba continuar viéndola. Él, un hombre tan avispado y audaz, rápido en encontrar la palabra idónea para hacerla reír, se convertía ahora en un hombre apocado e inseguro. No sabía cómo decirle que necesitaba verla.

—Bueno, mozo, parece que te dan el alta hoy. Te vas a librar de esta enfermera sargento que te ha estado incordiando todos estos días.

—Pues la verdad es que… —Óscar perdió la destreza, aquella habilidad dialéctica que le había caracterizado— no quiero dejar de verte.

Lo dijo en un tono desconocido hasta ese momento. Le tembló algo la voz, y su lenguaje corporal mostraba un nerviosismo no exteriorizado hasta ese mismo instante.

—Me ha dicho tu madre que cocinas muy bien, que se te da bien esto de la «nueva cocina», la fusión y esas cosas que hacen ahora los buenos cocineros.

—Pues la verdad es que mi madre tiene toda la razón —ahí pudo volver a ser él mismo de nuevo.

—Espero que me lo demuestres, chaval.

—Trato hecho, dime cuando quieres que te invite a cenar, enfermera —dijo aliviado.

—Hoy salgo librando.

—Pues no se hable más, esta noche te invito a cenar en casa.

—Me parece muy bien.

—¿Sabes que vivo emancipado y no al cobijo de mami?

—Claro, ya me lo dijo ella, que eres todo un hombretón.

—Qué peligro tenéis. Vete a saber de qué cosas habréis hablado a mis espaldas.

—No seré yo quien rompa el secreto —aseveró dando media vuelta, con la intención clara de salir de la habitación.

—¿Acaso sabes dónde vivo?

—Seguro que serás capaz de enviarme la dirección o una ubicación por WhatsApp.

—Claro, te envío mi dirección por WhatsApp. Por cierto, suelo cenar a una hora muy europea —informó Óscar.

—Espero que no cenes a las seis de la tarde.

—Nunca, después de las ocho y media.

—A las ocho estaré en tu casa.

Morir sin permiso

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