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ОглавлениеCapítulo I
LOS DEMÓCRATAS NO PODEMOS PROMETER EL PARAÍSO
¿Está la democracia en crisis?
Ernesto. La democracia está en crisis a nivel mundial. Para explicar el contexto, deberíamos comenzar con la visión de que el siglo XX fue un siglo guerrero, modernizador y también corto, porque hubo cambios muy fundamentales que se concentraron en torno a los años ochenta. El principal, a mi juicio, es el proceso de globalización que marca el paso de la era industrial a la era de la información o, como también se le llama, la era del conocimiento. Es un cambio profundo, epocal, porque no solo genera una transformación económica o una nueva forma de funcionamiento de la sociedad, sino que una contracción del tiempo y el espacio que no tiene antecedentes en la historia de la humanidad. Se produce un acortamiento del espacio por la nueva plataforma comunicacional que achica el mundo. Las cosas se perciben en tiempo real y la información comienza a transmitirse en directo. También suceden cambios muy fuertes en el tiempo. Es decir, antes tenían que pasar generaciones para que las personas cambiaran su forma de ejercer un oficio, sus necesidades educacionales o su estructura familiar. En la era de la información, una misma persona va a tener que adecuarse durante su vida a cambios enormes, desde la misma desaparición de algunos oficios. La relación social y la forma en cómo vive la sociedad cambia enormemente y esto representa un estrés enorme para la sociedad.
¿Cuál es la diferencia entre la globalización, que describes, con otros procesos que ha vivido la humanidad, como la mundialización y la internacionalización?
Ernesto. Esos procesos vienen desde mucho antes. A diferencia de la mundialización y la internacionalización, la globalización implica una contracción de otra dimensión del tiempo y el espacio. Es un proceso histórico y cultural que genera una sociedad en red, con un funcionamiento que cambia la forma en que los hombres y mujeres viven. Es decir, la globalización transforma la práctica social de los seres humanos y, de paso, todos los mecanismos de integración social. Manuel Castells ha explicado de manera rigurosa este fenómeno.
¿Y cuáles son estos mecanismos de integración social que cambian?
Ernesto. Cambia fuertemente la educación. La estructura de la educación de la sociedad industrial pasa a requerir una suerte de educación permanente. Cambia la estructura del trabajo, de la ocupación. Cambia la estructura de la familia. Cambia la forma de vida territorial. Cambia el rol del Estado-nación. Cambian las formas de consumo. El conocimiento adquiere una centralidad total. Cambia incluso la criminalidad: la criminalidad se globaliza, adquiere un carácter distinto a las criminalidades nacionales o locales. En fin, aparecen temas con mucha fuerza, como la relación de género, como la relación del ser humano con la naturaleza. Todo cambia, incluso cuando nos sorprende la pandemia de covid-19: la globalización de la enfermedad es muy rápida y la solución también es una solución global, no una solución nacional.
¿En qué medida la globalización afecta a la política?
Ernesto. Naturalmente afecta a la política. Desde fines del siglo XX cambia toda la estructura del mundo al que estábamos acostumbrados: el de la posguerra estructurado a través de la Guerra Fría, que suponía dos grandes superpotencias con sistemas sociales y económicos distintos. Estados Unidos, por un lado, y la Unión Soviética, por el otro. Eso desaparece sin que nadie haya imaginado que iba a desaparecer con esa rapidez. Y se produce un cambio muy fuerte en las relaciones políticas internacionales. De ahí surge el pensamiento pesimista de Samuel Huntington: lo que viene ahora es el conflicto entre las culturas y civilizaciones. Y Francis Fukuyama, demasiado optimista, recuerda de una manera algo rápida la visión hegeliana y de Alexandre Kojeve del fin de la historia o el fin de los conflictos de la historia. Hay un cambio enorme que cambia toda la estructura geopolítica y afecta fuertemente a los países democráticos.
Pero, ¿se expande o no la democracia?
Ernesto. Efectivamente, se expande la democracia. En 1970 había 70 países democráticos y en el 2010 pasan a ser 110. La expansión es muy fuerte en América Latina, donde en los años setenta una gran cantidad de países vivían bajo dictadura, como Chile. Pero, aunque a fines del siglo XX esa democracia se expande, muy pronto enfrenta problemas que se desarrollan en el mundo global tanto en la economía como en lo social y cultural, tensionándose. Las comunicaciones, que anteriormente eran una parte de la política, se transforman ahora en el campo de la política. Es decir, las comunicaciones pasan a ser el ámbito en el cual se genera la política. Por lo tanto, las instituciones tradicionales de la democracia –que se empiezan a crear a fines del siglo XVIII, que atraviesan de manera censitaria y recortada el siglo XIX y que se transforman en una democracia de masas en el siglo XX– comienzan a devaluarse con este tipo de nueva sociedad. Me refiero a los partidos políticos, los parlamentos, el comportamiento volátil del electorado, la crisis de representatividad. Antes, la democracia estaba formada en base a categorías, sectores sociales, grupos con un pensamiento ideológico que muchas veces se transmitían de generación en generación. Pero esta representatividad se difumina y se forma una sociedad mucho más singularizada e individualizada. Por lo tanto, las categorías sociales pierden fuerza.
Y en muchos países, ya en el siglo XXI, este escenario que describes termina en un malestar…
Ernesto. Todas las bases del mayor éxito de la democracia –los 30 años gloriosos después de la Segunda Guerra Mundial, de enorme desarrollo en Estados Unidos y Europa Occidental–, comienzan a ser afectadas por las nuevas formas de funcionamiento desregulado de la economía y problemas que se van agrandando y que producen un cierto malestar e incomodidad, particularmente en los sectores medios que comienzan a perder su identidad. La sociedad industrial deja de ser central, se produce una globalización de la economía, se produce una gran concentración de la riqueza. Como consecuencia de ello, las clases medias comienzan a perder su fuerza y centralidad en la democracia. Nos damos cuenta de que la gente no solo es demócrata porque cree en sus valores de libertad e igualdad, sino que también por sus resultados de prosperidad extendida. Si ello falla, los valores tambalean. Los humanos son menos espirituales de lo que nos gusta creer.
Conoces de cerca, Ernesto, el fenómeno de los chalecos amarillos…
Ernesto. El conjunto de los chalecos amarillos, no hablo de una parte, sino de la totalidad de los chalecos amarillos, pertenece al 25% más rico de los seres humanos. Sin embargo, ellos se ven a sí mismos como abusados, explotados, malheureux y necesitaban protestar contra una sociedad que les provocaba un tremendo malestar. El cambio en las percepciones de la realidad de la cual estoy hablando tiene una magnitud enorme. Se ha producido una transformación que Stefano Rodotà, un gran politólogo italiano, llama la doxocracia.
¿Qué es la doxocracia?
Ernesto. La democracia de la opinión pública. Los espacios de la democracia tradicional se acortan. Antes, la ciudadanía elegía, esperaba un tiempo y, durante ese tiempo, un Gobierno realizaba un programa que luego era medido en una elección posterior. Podía renovarse o cambiarse. Sin embargo, ahora hay una especie de democracia permanente. Esto está muy ligado a la masificación de Internet, donde ya no existe un emisor y un receptor, sino que el emisor es receptor a la vez y viceversa. Se produce así una ampliación muy grande del discurso público. Ante esta ampliación, en un principio, todos dijimos: “¡Viva! ¡Vamos a tener una sociedad más democrática!”. Pero resulta que esa ampliación también tiene problemas, como dice Jacques Julliard: Internet es una maravilla en términos de la comunicación, pero a la vez una cloaca.
¿Una cloaca?
Ernesto. Porque Internet no solamente produce un diálogo universal, sino de tribus que se comunican entre ellas y donde el debate democrático decae. Entonces, puede producirse un mundo menos pluralista, menos dialogante, donde sólo se escucha a los que piensan como uno. Ese mundo tan complejo, con elementos positivos y con elementos también preocupantes y negativos, es el mundo donde se desarrolla el debate democrático hoy en día.
¿Qué otros aspectos contempla la globalización, Ignacio?
Ignacio. La globalización solemos entenderla en términos de la economía, de la expansión de los mercados, del libre comercio. Más allá de estos aspectos, sin embargo, hay ciertos rasgos que son inherentes a la globalización que no podemos perder de vista. Uno de ellos es el de los derechos humanos contenidos en la Declaración Universal de 1948. El nuevo estatuto de los derechos humanos, según aparecen y se desarrollan desde la Segunda Guerra, perfora la idea predominante de la soberanía absoluta que había estado en boga desde el siglo XVII con Thomas Hobbes, con el desarrollo del Estado-nación. No hay soberanía absoluta. La soberanía reconoce como límite el respeto por los derechos humanos. No se pueden violar los derechos humanos apelando al principio de no intervención. Eso marca una nueva conciencia universal, el avance en torno a los derechos humanos. Es un aspecto central de la globalización.
Y aparecen nuevas agendas…
Ignacio. Surge una nueva agenda de los derechos humanos que comprende los temas de género, de pueblos originarios, de medio ambiente y respeto por la naturaleza. Un segundo aspecto inherente a la globalización, por supuesto, es la democracia, que es el régimen político de la libertad, cuyo fundamento ético es el respeto por los derechos humanos. En nuestros días, la democracia está amenazada por esta oleada nacionalista populista de derechas o de izquierdas que se extiende en distintas partes del mundo. Ahora bien, como nos enseñan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias, las democracias ya no mueren por un golpe de Estado, por ejemplo, como solía ser en América Latina, sino que terminan de desmoronarse por un proceso de erosión interna. Es lo que estamos viviendo, agravado por el uso y abuso de las nuevas tecnologías de Internet, las redes sociales en general y esta comunicación instantánea que hace todo más frágil, más precario, y a los gobiernos más vulnerables y más ingobernables. Esa forma directa, que se expresa en no más de 280 caracteres o en un click, puede llegar a erosionar las bases de la democracia representativa y deliberativa que está dada por la intermediación política que representan los partidos, los parlamentos y las instituciones en general.
¿Pero es la globalización la que ha puesto en jaque la democracia?
Ignacio. Los derechos humanos y la democracia son un aspecto de la globalización. Ahora bien, tal vez el punto de partida de la situación actual sea un cierto exitismo que se vivió en los años noventa en torno al triunfo de la democracia liberal y la expansión de los mercados, tras la caída del Muro de Berlín y el desplome del comunismo y los socialismos reales. Es lo que Samuel Huntington llamó la tercera ola de democratización, que parte a mediados de los años setenta, en Europa meridional, y a fines de esa década en América Latina. Después se extiende al Sudeste Asiático, a Sudáfrica. Es el tiempo de las transformaciones de China desde las reformas de Deng Xiaoping del año 78 y, de ahí en adelante, con esta apuesta por la apertura externa, un crecimiento alto y sostenido, y la centralidad de los mercados. Es la época del Consenso de Washington, que aparece justamente en los años noventa. Entonces, en todo este ambiente se percibe un cierto triunfalismo en relación a la democracia y los mercados, lo que lleva a Fukuyama a plantear su tesis del fin de la historia. El fin de la historia en un sentido hegeliano, de los grandes paradigmas, en este caso de la democracia liberal y de las economías de mercado.
¿Qué es lo que siguió?
Ignacio. Todo esto se hizo cuesta arriba en los años y décadas siguientes. El primer revés fue el brutal ataque a las Torres Gemelas, en Nueva York, el 11 de septiembre del 2001 y la emergencia del fundamentalismo islámico, que plantea un serio cuestionamiento a los paradigmas liberales, democráticos, y seculares. El mismo Huntington habla ahora del choque de civilizaciones. Luego se produce la gran crisis económica y financiera del 2007-2008, que es la más grande crisis de la economía internacional desde los años treinta. Vienen las movilizaciones del año 2011 en distintos países del mundo, en España, en Chile, y en muchos países. Para qué decir la promesa, que devino en frustración, de la Primavera Árabe. Ahí están las protestas universitarias y de los sectores medios en Chile el mismo 2011. Finalmente, y de manera muy importante, esta oleada nacionalista populista, de derechas y de izquierdas de los últimos años, que nos colocaron de nuevo con los pies sobre la tierra bajo la constatación de que la globalización no sólo tiene un lado luminoso, el vaso medio lleno, sino que tiene un lado oscuro, el vaso medio vacío: la globalización ha dejado ganadores y perdedores. La globalización deja al descubierto un gran vacío, tal como lo advirtió Robert Gilpin en los años noventa: la falta de instituciones, de reglas del juego, que la hagan gobernable.
Si en los noventa el título lo daba Fukuyama con “el fin de la historia”, ¿cómo se titularían los años que vinieron?
Ignacio. El título de los años 2000 es La política en tiempos de indignados, el título del libro del filósofo político vasco, Daniel Innerarity, en que se hace cargo de este lado oscuro de la luna. Y es que la globalización tiene esta dinámica entre ganadores y perdedores que genera una gran tensión en relación a la doble promesa de la democracia y del bienestar proveniente de la dinámica de los mercados. El pecado del neoliberalismo es que no se hace cargo de los perdedores; el pecado del neopopulismo es creer que hay atajos en el camino al desarrollo. Todos estos fenómenos ponen a la democracia a la defensiva. Está el caso de la Primavera Árabe, por ejemplo, del año 2011, que creó tantas expectativas porque rompía con la sociología política y la politología que dice que los países árabes son estructural y culturalmente contrarios y refractarios a la posibilidad de la democracia. Pero la Primavera Árabe se vino abajo. Incluso Túnez, que era el único sobreviviente democrático, acaba de ceder a la tentación autoritaria. Viene la deriva personalista y autoritaria de Xi Jinping en China, que rompe el liderazgo colectivo de sus antecesores. Vuelve a reponer el culto a la personalidad y nos recuerda la hegemonía y el aparente atractivo de un régimen de partido único. Y observamos la oleada nacionalista populista, muy simbolizada en Donald Trump, que llega al poder en 2017 en Estados Unidos. Representó un serio retroceso de la democracia liberal en ese país. Y así en un par de decenas de países.
Y entre los grandes, la India.
Ignacio. Con Narendra Modi en la India, más que un nacionalismo populista es un nacionalismo religioso que entra en tensión con la separación de poderes, la autonomía del Poder Judicial, la libertad de expresión, con aspectos básicos de la Constitución de 1947. Recordemos que la India es la democracia más grande del mundo, una democracia parlamentaria. La India había cuestionado, en los últimos 70 años, toda esa literatura en las ciencias sociales que ponía el acento en las condiciones, requisitos o pre requisitos económicos, sociales, políticos o culturales para la democracia y el desarrollo. La India es una democracia representativa en una de las sociedades más desiguales del mundo. Este hecho tira por la borda toda una literatura sobre la materia. Nadie está estructuralmente condenado al subdesarrollo y al autoritarismo, pero los retrocesos son evidentes en los últimos años.
Ernesto. Muchas veces aumentamos el número de demócratas por la inmensidad de la población de la India. A quienes hacemos este debate desde el punto de vista de las bondades de la democracia, nos alegra. Pero cuidado, porque es una democracia que tiene muchos elementos particulares. Después de la independencia de la India, el partido del Congreso hizo un esfuerzo laico muy importante. Logró una cierta convivencia democrática dentro de una situación socioeconómica muy pobre y desigual, pero bajo el mandato de Modi hoy día han salido a la luz y se han agudizado conflictos religiosos, de casta, y formas de violencia que tienen un largo pasado y que pueden degradar a la democracia. En la India tenemos una democracia que todavía tiene toda la estructura democrática y sus instituciones, pero que vive una tensión interna tremendamente fuerte. Es una gran llamada de atención para no quedarnos con imágenes fijadas en el tiempo.
Y en Latinoamérica tenemos a Jair Bolsonaro, que ha personificado, según sus críticos, el retroceso democrático en la región.
Ignacio. Bolsonaro en Brasil, pero también Viktor Orbán en Hungría, Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, Rodrigo Duterte en Filipinas. El reciente informe de V-Dem Institute, un esfuerzo interdisciplinario de muchos países para tratar de medir el estado de la democracia en el mundo, se titula La autocratización se torna viral. Ya no es sólo la tercera ola de democratización, sino que ya se empieza a hablar de la tercera ola de autocratización. El concepto representa un gran retroceso, la erosión de la democracia en el mundo en los últimos años. De acuerdo a este estudio, las democracias liberales pasan de 41 a 32 países, con una gran víctima: la libertad de expresión que, con el pretexto de la pandemia, muchos países han restringido. El informe indica que el 68% de la población mundial vive bajo un régimen autoritario, ya sea de una autocracia cerrada tradicional o una autocracia electoral, como la India, Brasil, Turquía... A pesar de todo, sin embargo, el informe dice que hay más democracia hoy día que en los años setenta y ochenta del siglo pasado. Es decir, seguimos en esta tensión entre tercera ola de democratización y tercera ola de autocratización.
El reciente Índice de la Democracia de The Economist dice que el 70٪ de los 167 países medidos bajan de categoría y solo el 8٪ de la población mundial está bajo una democracia completa…
Ignacio. Y cuidado que, junto con Uruguay y Costa Rica, Chile sube de categoría: de democracia incompleta a democracia completa, especialmente por el aumento en los niveles de participación. Pero, efectivamente, un tercio de los países del mundo está hoy en día bajo un Gobierno autoritario. Entonces, parece indudable que la autocratización se empieza a tornar viral. Backsliding y setback son los términos más utilizados en los últimos años para referirse al retroceso de la democracia en el mundo.
¿Qué paradojas encierra el proceso de globalización, Ernesto?
Ernesto. Como señaló Ignacio, hay cosas positivas y hay cosas inquietantes en el proceso actual de globalización. Lo que tenemos hoy es un aumento de la desigualdad social al interior de los países y en prácticamente todos los países. Curiosamente, América Latina del 2003 al 2013 había tenido un descenso de la desigualdad que no deja de ser importante, medido por el indicador Gini. Pero me temo que desde el 2013 a esta parte y sobre todo tras la pandemia, nos encontraremos con sorpresas negativas en la región. En los otros países este aumento es muy grande. En Estados Unidos, por ejemplo, el 10% más rico de la población se queda con el 54% del ingreso total.
¿Qué ocurre en Europa?
Ernesto. En Europa existen los mejores mecanismos de morigeración de esta desigualdad, que no vienen de la economía. Si se toman los ingresos nominales o los ingresos básicos que vienen del mercado, observamos que también subió la desigualdad. Gracias a los instrumentos fiscales y de transferencia, sin embargo, en Europa el 10% más rico de la población se queda con el 37% del ingreso total. En China, el 10% de la población tiene el 41% del ingreso total. Y en Rusia, el 10% alcanza el 46% de los ingresos totales y el 1% se queda con el 43%, con una enorme cifra de ricos-ricos. En África, el 10% se queda con el 54% y en Medio Oriente, el 10% obtiene el 61%. En India, el 10% tiene el 55% de los ingresos totales, la misma cifra de América Latina. Este crecimiento de la desigualdad se encuentra en textos de Thomas Piketty, Pierre Rosanvallon, Branko Milanović y en todos los informes mundiales.
Pero ha disminuido la pobreza…
Ernesto. Ha disminuido la pobreza en el mundo, es cierto, pero ha disminuido fundamentalmente en China y en India, donde son millones y millones de personas que salieron a una suerte de capa media, que es un concepto muy relativo. Un capa media chino no vive como un capa media de Francia. Es decir, son niveles de bienestar muy diferentes. Entonces, se da una cierta convergencia en el mundo entre los países ricos que crecen poco y los países que empiezan a crecer fuertemente, como el caso de China, India y otros países asiáticos, cosa que acerca a Europa, Estados Unidos, Oceanía, América del Norte y Asia, sobre todo. América Latina en un momento pareció que iba a caminar hacia esa convergencia, pero ahora creo que está en una situación mucho menos buena que la que había antes. En África todavía no vemos un camino hacia una convergencia muy grande.
Es decir, hay una desigualdad al interior de la sociedad y esa desigualdad tiene un efecto muy fuerte en la democracia…
Ernesto. La desigualdad tiene un efecto muy fuerte en la democracia, porque el sector más rico, que concentra demasiado la riqueza, se separa de un sector medio, que era el eje y centro de esa democracia. Ese sector medio hoy día siente que su peso relativo y su bienestar relativo ha caído. Esto, junto a un surgimiento de un cierto nivel de pobreza, que todavía es bajo, pero que no tiende a disminuir. La gente parece comenzar a pensar: “No vivo mejor con la democracia”. Como si la democracia existiera sólo para que se viva mejor. El filósofo español Fernando Savater tiene una frase muy buena al respecto: “La democracia no es sólo una buena política, sino que es la política”.
Ignacio. Más que de desigualdad, hay que hablar de desigualdades, en plural. Por ejemplo, si uno menciona el estallido social, la política en tiempos de indignados, todo lo que hemos visto desde el 2011 en adelante, ¿qué es lo que hay ahí? Hay una reacción contra los abusos, en plural. Contra los privilegios, en plural. Contra las desigualdades, en plural. No es sólo la desigualdad socioeconómica, sino la desigualdad de género, la desigualdad territorial. Por ahí ronda el tema de la descentralización, del poder local. El asunto es mucho más complejo. Esto requiere de una forma de articulación de las instituciones de la democracia representativa mucho más porosa y flexible, con crecientes niveles de participación ciudadana. El tema de la participación está planteado, de abajo hacia arriba, bottom-up. El tema de los territorios inteligentes, por ejemplo, que es un aspecto medular de la descentralización en la era de Internet. La revolución digital, el tema de la innovación. ¿Cómo estas pesadas instituciones democráticas y las lógicas e inercias estatales y burocráticas abren paso a la innovación, que es el gran tema de la economía del conocimiento y de la sociedad postindustrial, en la era digital? ¿Cómo se abre paso a la innovación? Ahí está el espacio tremendo y el potencial de la sociedad civil. Esto no es una dicotomía entre Estado y mercado. ¿Cuál es el espacio de la sociedad en esta sociedad postindustrial? Eso tiene muchas implicancias respecto de las nuevas formas de representación y participación, o el tema de la gobernabilidad.
Dicen que, nunca como ahora, ha sido tan difícil gobernar.
Ignacio. Es muy difícil gobernar en todo el cuadro que estamos describiendo. Entonces, en ese contexto, ¿cómo aproximarnos a la gobernabilidad política y económica? A la construcción de un cierto orden político y económico, pero que no es sólo Estado y mercado, porque está la sociedad. Y la sociedad sí existe, a diferencia de lo que afirmó Margaret Thatcher en los años ochenta. En la tradición socialcristiana, o democratacristiana, hay un amplio espacio para las personas, las familias, la comunidad, la sociedad civil. Y hay que decir también que sociedad civil no es sinónimo de mercado o de sector privado. Por otro lado, el ámbito de lo público dejó de ser monopolio del Estado.
¿Qué pasa con la crisis de la representatividad de la democracia, de la que tanto se habla?
Ernesto. El elemento de la representatividad es importante. Con el surgimiento de esta base de comunicaciones desde el bolsillo o la mochila, la necesidad de la mediación decrece, es decir, decrece la necesidad de la representatividad. Entonces, surge una aspiración de democracia directa, porque se piensa que hay instrumentos como para que eso funcione. Concretamente, Internet.
Hasta ahora, ¿cómo ha sido esa experiencia?
Ernesto. La experiencia que ha habido en el mundo con respecto a la democracia directa ha sido muy débil, muy feble. En Italia, por ejemplo, el Movimiento Cinque Stelle, que nace con Gian Roberto Casaleggio y Beppe Grillo, surge como una forma de luchar contra la democracia representativa e introducir el elemento de democracia directa. Hoy día, el movimiento Cinco Stelle ha caído muy fuertemente y hoy, con la dirección del ex presidente del consejo, Giuseppe Conte, el movimiento ha abrazado la democracia representativa con algunos elementos nuevos, como puntos referendarios.
¿Por qué no resulta esta democracia directa?
Ernesto. En la democracia de la antigua Atenas, que contaba con una población de 35.000 personas, de esas 35.000, ni las mujeres ni los metecos, que eran los extranjeros, ni los esclavos formaban parte. Entonces, quien deliberaba era un grupo relativamente pequeño. Es imposible establecer una comparación con la democracia representativa moderna y sus grandes números. Además, la democracia representativa tiene la virtud de la reflexividad. La democracia directa es la asamblea, muchas veces es quien grita más fuerte quien se impone. La visión refrendaria termina resolviendo con una respuesta binaria problemas tan complejos como el Brexit. La democracia representativa, en cambio, te obliga a una discusión reflexiva, a una mediación. Porque lo otro sería pensar: “El pueblo siempre tiene la razón, en cada cosa y en cada momento”. Ese es el peligro del populismo.
¿Qué tan difícil es la reconstrucción de una democracia cuando se hiere o se desploma, Ignacio?
Ignacio. El año 1989, en el contexto de la tercera ola de democratización, Adam Przeworski, un gran cientista político estadounidense, dijo que este proceso de democratización y la caída del Muro de Berlín y el desplome del comunismo y de los socialismos reales representaban el gran fracaso de la ciencia política. ¿Por qué? Porque la ciencia política había girado en los últimos años y décadas, desde politólogos tan lúcidos como Juan Linz hasta otras aplicaciones más interesadas y antojadizas como las de Jeanne Kirkpatrick y Alexander Haig, a distinguir entre regímenes autoritarios y totalitarios. Ellos decían que los regímenes totalitarios eran, por definición, irreversibles, a diferencia de los regímenes autoritarios, como América Latina y otros, que eran reversibles. Pero la caída del Muro de Berlín y el desplome del comunismo y de los socialismos reales demostraron que esa era una distinción enteramente artificial. Lo que hay son democracias y dictaduras. No hay regímenes políticos irreversibles y la gran efervescencia sobre la democracia en los años noventa tuvo este antecedente.
Ernesto. No hay nada irreversible…
Ignacio. Así es. La mejor definición de la política que he visto es la de Maquiavelo en los discursos sobre la historia de Roma de Tito Livio, donde dice: “Los asuntos humanos están por siempre en un estado de mutación”. No, no hay nada irreversible. Lo único constante es el cambio, la transformación. Y añade Albert Hirshman, uno de los grandes cientistas sociales de la segunda mitad del siglo XX, que toda la politología y la sociología política de Estados Unidos y de Europa, desde los años cincuenta había girado en torno a los pre-requisitos estructurales –ya sean económicos, sociales, políticos o culturales– para la democracia y el desarrollo. Pero la democratización en América Latina demuestra lo contrario. Países que eran del tercer mundo, subdesarrollados, con culturas católicas, corporativas, acometen procesos de democratización desde los años setenta y lo mismo el Sudeste Asiático, incluso Sudáfrica, con el trasfondo del Apartheid. Recordemos que Corea del Sur y Taiwán eran dictaduras feroces y hoy en día son regímenes democráticos.
¿Qué te parecen experiencias como la de Italia, donde se observa una nueva esperanza para la democracia representativa?
Ignacio. Lo que estamos viendo frente a este estilo autocrático que se torna viral, es una resiliencia de la democracia representativa y sus instituciones, a pesar de sus problemas. Por ejemplo, Joe Biden termina por imponerse sobre Donald Trump. Angela Merkel se impone sobre la Alternativa de Alemania de la extrema derecha. Mario Draghi termina por imponerse sobre Matteo Salvini y el nacionalismo populista de Italia, que Ernesto Ottone conoce tan bien. Emmanuel Macron termina por imponerse sobre Marine Le Pen, al igual que sus antecesores en Francia. Es decir, la democracia representativa, sus instituciones y liderazgos tienen recursos políticos para resistir esta tentación autocrática nacionalista, populista, de derechas o de izquierdas, tan común en América Latina.
Pero un asunto es tener democracias y, otra, tener gobernabilidad…
Ignacio. Nadie puede negar que hoy en América Latina, a pesar de todo, sigue habiendo democracia, pero con enormes problemas de gobernabilidad. Recuerdo un titular del diario Siete más 7: “América Latina: democrática e ingobernable”. Porque una cosa es la democracia electoral, que goza de relativa buena salud. Las elecciones que hemos tenido en estos meses en Ecuador, Perú, México o Chile nos muestran que, a pesar de todo, la democracia electoral sigue gozando de una relativa buena salud en la medida que celebramos elecciones libres y democráticas. Muy tensionadas, con mucha polarización, con grandes clivajes, pero libres y democráticas. Entonces ¿cuál es el problema? Que, si bien tenemos democracia electoral, estamos muy lejos de tener una auténtica democracia representativa, lo que significa estado de derecho, igualdad ante la ley, separación efectiva de los poderes públicos, autonomía del Poder Judicial, libertad de expresión, accountability. Esa democracia auténticamente representativa sigue siendo muy lejana, muy esquiva. Algunos países como Chile, Uruguay y Costa Rica, que ya hemos dicho han sido calificadas como democracias completas en el índice democrático de The Economist, parecieran escapar a esa tendencia, pero con sus propias tensiones internas. Lo cierto es que estamos todavía lejos de la democracia representativa y estamos aún más lejos de la gobernabilidad democrática, que supone no solamente la democracia electoral y el estado de derecho –como es propio de la democracia representativa–, sino que la capacidad del Estado de proveer ciertos bienes públicos fundamentales, en el ámbito de la seguridad, la educación, la salud, las pensiones, las ciudades, el transporte público, que es donde transcurre la vida concreta y cotidiana de las personas.
¿Son los bienes públicos fundamentales la gran promesa incumplida en la región?
Ignacio. Son una promesa incumplida y es ahí donde está haciendo agua la democracia en América Latina. Tenemos Estados cuasi fallidos frente al tema del crimen organizado, el narcotráfico, la delincuencia. Chile no escapa a esta realidad, como lo demuestra la violencia en la Araucanía, junto con los factores anteriores. Adicionalmente, tenemos estados corruptos y la gran reacción de los pueblos contra la élite dirigente, la política y los políticos, y los empresarios, es por la corrupción. El presidente peruano Pedro Castillo decía: “Mire, yo no tengo mucha erudición y no hablo inglés, no estudié en una universidad estadounidense, pero los últimos cinco presidentes han sido procesados por corrupción, todos ellos eruditos, con muchos pergaminos” (la cita no es textual, es lo que recuerdo de una entrevista suya). En la región tenemos Estados capturados por intereses particulares, incluso a veces de los propios partidos políticos, con sus parcelas electorales y su capacidad de captura del Estado, o capturados por las propias organizaciones gremiales en el sector público. Y, sobre todo, tenemos un Estado que no provee de bienes públicos fundamentales como la seguridad, la educación, la salud o las pensiones.
La globalización deshace las llamadas categorías sociales, dijiste, Ernesto. ¿Podrías explicarlo?
Ernesto. En la democracia de masas de la sociedad industrial existía una relación muy fuerte entre clases sociales y pensamiento político. Es decir, entre categorías sociales y pensamiento político. Entre tradiciones culturales y pensamiento político. Era una relación muy fuerte. A veces se dice: “Los políticos de antes eran mejores oradores”. Sí, alguien podría decir: es verdad. Pero yo no creo tanto en eso. Sin duda hay grandes políticos que uno echa de menos. Pero lo que ha pasado es una transformación en la estructura de la política. La visión de esas categorías, de ese mundo más lento, no existe, porque esa sociedad ya no existe. Por decirlo así: el menú de posibilidades que tenía una sociedad industrial para entretenerte o para formarte una opinión, era un menú mucho más restringido. Los partidos políticos tenían sedes donde llegaba la gente después del trabajo. Los partidos más populares complementaban un sistema educacional, que era un sistema educacional muy pobre, donde la mayoría de la gente llegaba a un nivel de escolaridad muy bajo. El partido terminaba de alfabetizar a la gente, generaban cultura y cursos de cuadros permanentes. Los partidos más de derecha, a su vez, eran una especie de clubes donde se juntaba la gente acomodada. Entonces, era una vida completamente distinta. El voto era más bien permanente y para que ese voto cambiara, tenían que surgir elementos sociales muy fuertes.
¿Y hoy en día?
Ernesto. Hoy día, en una sociedad mucho más fragmentada, ya no existe esa clase obrera que generaba los partidos obreros. Eso desapareció. Si se mira el voto de los partidos de representación más popular, es un voto muchas veces de clase media. El voto más obrero, el voto de los trabajadores menos calificados, es un voto que muchas veces es de extrema derecha y de populismo de derecha. Esto pasa en Europa, en todas partes. Y, sobre todo, hay una volatilidad tremenda, es decir, hay una individualización: “Yo quiero ser singularizado y, por lo tanto, yo vitrineo, yo elijo, yo escojo y escojo una persona que tiene que ver no necesariamente con mis intereses, ideología ni pensamiento. Tiene que ver con una persona que siento que me acoge y comprende, que se empata conmigo, con la que me siento bien, que me gusta y que me gusta su imagen”. La política se personaliza: la política es la imagen y la imagen es la política. La política es menos una razón y más una emoción. Por lo tanto, se produce un cambio muy fuerte en términos electorales.
¿Eso explica los vaivenes electorales tan fuertes? Ejemplos hay varios…
Ernesto. Por eso los cambios pueden ser muy fuertes, exactamente. O sea, tú tienes el cambio de Obama a Trump y de Trump a Biden. Vas cambiando muy rápidamente. Lo mismo en Chile: pasaste del segundo Gobierno de Michelle Bachelet, que planteó un reformismo casi rupturista con respecto al reformismo gradual de la Concertación, y después de eso, Piñera. Y después de Piñera, lo que estamos viviendo: una gran confusión. Eso es lo que yo señalo cuando hablamos de categorías y de clases sociales que antes tenían una relación no permanente –porque no hay nada permanente–, pero una relación más dura con un cierto tipo de pensamiento. Piensen que había familias radicales. Familias democratacristianas. Familias socialistas. Hoy día ese concepto es muy difícil de encontrar.
¿Hay responsabilidad de los políticos en esta situación?
Ernesto. Sí, hay también responsabilidad. Por ejemplo, si tomamos la lista que hace el norteamericano Ted Piccone sobre América Latina, él dice: impuesto regresivo, informalidad laboral, gran desigualdad, poca autonomía en la división de los poderes, corrupción, inseguridad, relación entre la criminalidad y la política como problemas fundamentales de la democracia. Sí, seguramente hay parte de responsabilidad de la clase política, pero pienso que el problema es mucho más estructural.
¿Cómo recomponer la democracia representativa?
Ernesto. Es una tarea muy difícil recomponer una democracia representativa que sea capaz de oír los tiempos que corren e incorporar los elementos nuevos que están planteados, desde los temas de género hasta los de cambio climático. Y todo eso con una ética que sea defendible. Es complejo porque hay cambios estructurales muy fuertes en cómo se hacía política y cómo se puede hacer política en la sociedad de la información. Y sabemos poco, porque estamos en medio de un gran cambio. De lo que estamos seguros es de que la democracia representativa tiene dos elementos irremplazables: la libertad individual y la búsqueda de la igualdad. Si se le sacan ambos elementos, no queda democracia. Cuando se habla de democracia iliberal no se habla de democracia. La democracia iliberal no es una democracia. Tiene el aspecto electivo de una democracia, pero la democracia requiere dos cosas: un proceso de elección, pero también la plena vigencia de las reglas democráticas a respetar.
¿La democracia sigue siendo el sistema que la gente al final del día prefiere?
Ernesto. Es preciso observar el vaso medio vacío. Para no irme sólo a América Latina, donde las tendencias autoritarias han sido más bien de izquierda, salvo Bolsonaro, en Europa la fuerza del populismo autoritario es muy grande y de tendencia derechista. En Francia, Macron fue algo muy importante en un momento en que se desarmaba el cuadro político y parecía abierto el camino a un partido nacionalista con un cierto maquillaje. Marine Le Pen se había puesto un buen makeup en la cara, pero con un fondo autoritario y populista muy grande. Pero, aunque ganó Macron, ella tuvo un 34% de los votos y los sigue teniendo. Alemania tiene menos, pero ese 13% de Alternativa de Alemania pesa como algo duro en la historia. En Hungría y Polonia gobiernan partidos autoritarios. En Austria tienen el 46%. En Dinamarca, Suiza y los Países Bajos constituyen la segunda fuerza política. En Italia se ha logrado mantener gobiernos democráticos con Conte y con Draghi y tenemos a Enrico Letta en el Partido Demócrata, que es un gran dirigente. Pero, de todas maneras, entre Giorgia Meloni y Matteo Salvini están arriba de los 34 puntos y han avanzado en el último tiempo. Sobre todo Meloni, que es la presidenta del partido Fratelli d’Italia, con mucho olor a neo-fascismo. Y Trump sigue existiendo. El triunfo de Biden ha sido magnífico, pero Trump y el trumpismo siguen existiendo y siguen teniendo un apoyo muy fuerte.
En definitiva, la democracia sigue teniendo fuerza, pero está amenazada por lo iliberal, el populismo autoritario y la xenofobia…
Ernesto. Estamos ante una gran batalla por la democracia en el mundo. Se trata de ganarle la batalla no solo a los hechos que perjudican la solidez democrática, sino también a los miedos.
¿Miedos?
Ernesto. Miedo, sí. Nadie podría decir que en Finlandia, Suecia, Dinamarca o Noruega lo están pasando mal. Los finlandeses tienen muy pocos inmigrantes, pero el segundo partido en Finlandia se llama Partido de los Finlandeses Auténticos. Imagínense lo que quiere decir la palabra auténtico. Entonces, existe la transmisión de un miedo hacia el otro, de una falta de acumulación civilizatoria. Y eso nos pone a los demócratas en un enorme desafío.
¿Cómo se articula la democracia en una sociedad postindustrial?
Ignacio. La sociedad industrial tenía una forma de estructuración social y política sobre la base de las clases sociales, los sindicatos, partidos políticos que eran los grandes articuladores o intermediarios, con el trasfondo de los procesos de modernización (porque industrialización y modernización caminaron de la mano durante mucho tiempo, hasta hace poco). Conceptos como la burguesía, el proletariado o la clase media surgida desde el Estado o la educación pública, eran parte de la forma de estructuración social y política de la sociedad industrial. Y esta sociedad postindustrial que estamos viviendo cuestiona toda esa forma de estructuración social y política. De ahí que se nos mueva el piso y que surjan tantas interrogantes acerca de cómo producir esa articulación. Entonces, la forma de intermediación política –los partidos o los sindicatos– pierden fuerza y son cuestionados. Y el nuevo espacio pareciera ser el de la interacción en el mercado, pero no es tan así. Ya no se habla de clase media, porque la clase media suponía dos cosas: identidad de clase y una cierta homogeneidad, que ya no existen.
¿Y cómo son hoy los sectores medios?
Ignacio. Hoy en día los sectores medios son muy heterogéneos y vulnerables. Hablamos de sectores medios –más que de clase media– emergentes y aspiracionales. Es una categoría mucho más difusa y compleja. Son otros los parámetros en la sociedad de la información, en plena revolución digital. Todo es mucho más fluido, mucho más desestructurado. Todo es mucho más horizontal que vertical, como se ha dicho tantas veces. Hay menos compartimentalización. Y esto tiene tremendos efectos en los mercados laborales, por ejemplo, que es una de las grandes incógnitas sobre el futuro. La estructuración de los mercados laborales en la sociedad industrial era de permanencia, de contratos formales, de leyes sociales, de horarios; incluso se incorporaban a la empresa los hijos, a veces los nietos. Y eso cambia radicalmente. Es un cambio laboral y cultural de proporciones.
Ernesto. La solidez del sindicalismo iba de la mano con lo que describes.
Ignacio. Absolutamente. Hoy, además, hay un cambio cultural y generacional, porque los jóvenes ni buscan ni quieren eso. Los jóvenes, cuando ya llevan cinco u ocho años en un trabajo, se ponen nerviosos y quieren emigrar y buscar otras alternativas. El modelo son los startups, verdaderos ecosistemas conectados al mundo global, en la era digital. Pero los partidos siguen anclados en la lógica de la sociedad industrial, al margen de la era digital y los cambios que ello implica. Un ejemplo de lo anterior es el programa de gobierno de Gabriel Boric, que es muy poco renovado y muy anclado en añejas estructuras de la sociedad industrial.
¿Por qué cuestionas, Ignacio, que el paradigma imperante sea solamente la interacción en los mercados?
Ignacio. Porque seamos claros: la llamada globalización neoliberal –aunque en esto habría que hacer muchas distinciones y precisiones– apostaba a la autonomía de la economía y de los mercados. Margaret Thatcher llegó a decir que la sociedad no existe. Ronald Reagan apuntaba a que el problema era el Estado. El Estado no es la solución, el Estado es el problema, dijo. Y esto es una falacia. Las fuerzas económicas y los mercados no actúan en un vacío político e institucional. Eso es muy importante desde el punto de vista de la democracia. Yo creo en la primacía de la política y las instituciones. Entonces, necesitamos más y mejor Estado, que sea capaz de proveer ciertos bienes públicos fundamentales, como la seguridad, la educación, la salud, las pensiones. Un Estado más transparente en que sepamos distinguir el Gobierno de la Administración, que la Administración sea profesional como el civil service en Nueva Zelanda o Inglaterra, generalmente regímenes parlamentarios, más allá de los ciclos políticos y electorales que deciden la suerte de los gobiernos. Estos cambian, pero la Administración debiera asegurar una continuidad. Necesitamos renovar las instituciones políticas y, por supuesto, necesitamos mercados. Más y mejores mercados, pero más transparentes y más competitivos.
Ernesto. ¿Me permiten una acotación epistemológica? Me parece importante y tiene que ver con este asunto de la globalización neoliberal. Algunos dicen que hay una relación de causa-efecto entre globalización y neoliberalismo.
¿Y no es así?
Ernesto. No, estoy convencido de eso. Yo creo que puede haber una forma de globalización que no es necesariamente neoliberal. Eso lo han ido entendiendo incluso aquellos que son grandes críticos.
¿Te consideras de los críticos?
Ernesto. Yo también soy crítico de la forma actual de la globalización. Pero la globalización es un fenómeno distinto al pensamiento neoliberal, aunque coinciden en un momento histórico y tienen relaciones. Algunos hacen una cierta identidad entre ambas palabras, pero el pensamiento neoliberal es una forma de leer la economía capitalista. Hay otras formas. Por ejemplo, nadie podría decir que Suecia, que es un país capitalista, es un país neoliberal. Nadie podría decir que Noruega es un país neoliberal. Menos aún se podría decir que China es un país neoliberal, aunque su economía funciona de acuerdo a los elementos fundamentales que definen al capitalismo. China es una dictadura cuyo sistema económico es capitalista. Es un capitalismo distinto, con una serie de otros elementos. Entonces, entre economía de mercado y neoliberalismo, hay una diferencia. El neoliberalismo tiene su origen en los economistas austríacos y después pasa a la academia, sobre todo en Estados Unidos. Y de pronto logra tener una influencia política muy grande con Reagan y Thatcher, fundamentalmente. Y de ahí pasa a ser muy hegemónico en el campo económico. Y esto produjo la desregulación económica que señalaba Ignacio, que tiene su crisis en el 2008-2009.
En Chile supimos tempranamente del neoliberalismo…
Ernesto. En Chile, esto fue recibido como maná del cielo por la dictadura de Pinochet. Y lo impuso a troche y moche, quizás en algunas cosas podría haber tenido elementos positivos, pero conlleva muchas otras cosas negativas, como la destrucción del tejido social que hemos heredado al día de hoy y que nos tiene con grandes problemas. Pero, tal como yo no diría que la transición democrática chilena es una transición neoliberal –creo que es una visión equivocada–, no diría que el neoliberalismo se pueda identificar con la economía de mercado.
¿No se usan hoy como sinónimos, acaso, en el debate chileno?
Ernesto. Hoy día, en una cierta izquierda radical y no tan radical, hay una especie de completa identificación entre capitalismo y neoliberalismo. Esto es muy demente en un mundo donde todas las economías son capitalistas, salvo Corea del Norte (que es una especie de Disneylandia de los horrores), Cuba (un elemento crepuscular) y lo de Maduro (una dictadura casi sin economía). Pero como hoy impera el matonaje intelectual, te dicen: esto es neoliberal. Y neoliberal es como que te dijeran que eres un miserable. Entonces, existe una especie de uso ideológico del término y me parece importante que, desde una perspectiva seria, nosotros vayamos haciendo muy fuertemente esa distinción. Como decía Tocqueville, una idea simple y falsa siempre va a ser más popular que una idea compleja y verdadera. Pasa eso con el tema del neoliberalismo.
Ignacio. Ernesto toca un tema muy de fondo desde el punto de vista epistemológico. Por eso yo me refería a la “llamada” globalización neoliberal. Es un término que utiliza Michael Sandel –filósofo estadounidense, liberal demócrata, socialdemócrata–, que habla de la globalización neoliberal y de la tiranía de la meritocracia, ámbito en que tiene muchas cosas interesantes que decir. Entonces, lo pongo entre comillas, porque concuerdo en que existe mucho mito en torno al asunto. Y comparto lo que ha dicho Ernesto en el sentido del simplismo, la caricatura y la distorsión que significa identificar o reducir la globalización en toda su complejidad, toda su riqueza, también sus tensiones y contradicciones, con el término neoliberalismo. Entonces, epistemológicamente, ¿qué es el neoliberalismo? Básicamente, un reduccionismo economicista.
Ernesto. Así es.
Ignacio. O sea, el neoliberalismo, el nuevo liberalismo, ¿con qué hay que compararlo? No con la socialdemocracia, con el conservadurismo o con el socialcristianismo. Hay que contrastarlo y compararlo con el liberalismo clásico. Es un nuevo liberalismo en relación al liberalismo clásico. Y yo me quedo con el liberalismo clásico.
Ernesto. Es mucho más noble.
Ignacio. El liberalismo clásico es mucho más noble porque es una formulación moral, filosófica, política, social y económica. Es decir, el liberalismo clásico de John Locke, el gran autor, artífice y filósofo de la democracia representativa, del propio Adam Smith. Uno olvida que, junto con la mano invisible del mercado, concepto desarrollado en El origen de la riqueza de las naciones, está la teoría de los sentimientos morales. Agustín Squella y Ernesto Ottone siempre insisten mucho en esto. Adam Smith no fue un economista, fue un filósofo moral. John Locke fue un filósofo y John Stuart Mill fue un socialdemócrata, un proto-socialdemócrata.
Ernesto. Una de las fuentes de la socialdemocracia.
Ignacio. Por supuesto. Entonces, hablar de la globalización neoliberal me parece un despropósito, un gran simplismo. Yo dije que, a mi juicio, los verdaderos pilares de la globalización son los derechos humanos y la democracia. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un aspecto de la globalización y la democracia, en la tercera ola de la democratización, a pesar de todas sus contradicciones y todos los reveses, es un contenido fundamental de la globalización. Y lo que sí se impone es el concepto de una economía de mercado, que es mucho más limpio. El neoliberalismo es sólo una aproximación a esa economía de mercado.
¿Concuerdas, Ernesto?
Ernesto. Es una aproximación reduccionista al extremo, porque piensa que todos los problemas de la sociedad se pueden resolver con una lógica de mercado. Finalmente, si reduces todo al mercado, resulta que el Estado es un problema, la sociedad no existe y al final aparece algo que es el mercado, el gran solucionador de todos los problemas de la sociedad. Y eso ha provocado sociedades extraordinariamente desiguales. ¿Cómo no van a haber sociedades desiguales si se produce una desregulación de la economía?
¿Por qué los europeos son menos desiguales que los norteamericanos, pese a los problemas estructurales que hay?
Ernesto. Porque tienen un conjunto de instrumentos que utilizan para morigerar las desigualdades. Y entonces es muy distinto, los ingresos, al final del día, son distintos de los ingresos que te da el mercado. Porque entre medio existen una serie de estructuras sociales que van produciendo una mayor morigeración y evitando esa desigualdad, porque hay otra concepción. No se piensa que el mercado va a resolver todos los problemas. Se piensa que es la sociedad en su conjunto la que se hace cargo de los problemas de la sociedad.
¿Estás de acuerdo, Ernesto, en la idea de múltiples desigualdades?
Ernesto. Por supuesto. Ahí hay toda una literatura sociológica y filosófica muy importante, que va desde John Rawls a Michael Walzer y pasa por toda una discusión en torno a cómo las desigualdades no coinciden siempre en las mismas personas. Como la democracia no puede convivir con una desigualdad total, lo más grave aparece cuando se juntan malos ingresos, malas pensiones, discriminación, desigualdades de género, es decir, todas las desigualdades que nombró Ignacio. Cuando todo lo sufre un sólo grupo social, naturalmente existe la base para un malestar tremendo, una cuestión que es completamente justa.
El aumento de la desigualdad, evidentemente implica una concentración de la riqueza…
Ernesto. Es muy importante cómo se ha producido una concentración de la riqueza y cómo se ha producido una caída de la distribución. Hubo un tiempo en que uno hablaba de redistribución y te miraban como si fueras el demonio. Aparecía como que era quitarle algo a alguien para entregárselo a otro. Cuando tú hablas del impuesto a la herencia, que ha sido uno de los factores más importantes para cortar la prolongación intergeneracional de la desigualdad, te miraban como que estaban asaltando a alguien. Entonces, creo que esos elementos que vienen propiamente, ahora sí, de la doctrina neoliberal, son perfectamente transformables. Miren lo que está haciendo Biden en Estados Unidos y la decisión de la Unión Europea de salir de la pandemia con una actividad solidaria que va a permitir a una serie de regiones estar en una mejor situación.
¿En qué medida la desigualdad empuja las rebeliones que hemos conocido en los últimos años?
Ignacio. Si uno toma el estallido social o los estallidos sociales y se hace cargo de la política en tiempos de indignados y descubre que detrás de todo eso está la lucha contra los abusos, los privilegios, las desigualdades y, principalmente, por cierto, la desigualdad económica y social, uno tiene que referirse necesariamente a una característica de la modernización que no siempre se entiende. En 1968, Samuel Huntington publicó su libro El orden político en las sociedades en cambio. Y él desarrolla una idea que para mí es casi una verdad esculpida en piedra: que la modernización es en sí misma disruptiva. El proceso de modernización es en sí mismo disruptivo, genera movilización, cuestiona las estructuras tradicionales hasta el punto que en el extremo conduce a lo que el propio Huntington llama el pretorianismo de masas, que es una situación de desborde institucional. Es lo que ha ocurrido en Chile, en América Latina y en Europa, con los indignados, con los estallidos sociales, con los chalecos amarillos. Cuando en noviembre de 2019 vino Manuel Castells al Centro de Estudios Públicos (CEP) para comentar los hechos del 18 de octubre, él acuña este concepto de estallido social y dice: mira, no crean que ustedes son originales. Y citó 15 o 20 casos en el mundo, como Francia, Gran Bretaña, España, Ecuador, Colombia, Perú, Hong Kong…
Eres de los que cree que la modernización lleva a estos reventones…
Ignacio. Es decir, el estallido social, la revuelta, o como quiera llamársele, estas reacciones contra las desigualdades, los abusos y los privilegios, son aspectos de la modernización. En otras palabras, para decirlo en términos muy sencillos: el acelerado proceso de crecimiento, modernización y desarrollo que ha vivido Chile y otros países –incluida China– en los últimos 30 años, genera tremendas tensiones, contradicciones, desigualdades. Por lo tanto, no hay que ver esto que hemos vivido como una patología. Esto está escrito en los textos de sociología política. Pero, por otra parte, no hay que idealizar tampoco la modernización, que es un proceso muy complejo y muy disruptivo.
No hay ningún consenso en Chile sobre las causas de las revueltas y, de hecho, la falta de un diagnóstico común dificulta el problema. Pero dejando este asunto para más adelante, porque hablaremos de ello, ¿dónde crees, Ignacio, que está la salida?
Ignacio. Lo señaló el propio Huntington, el 68: el camino es la capacidad de las instituciones para procesar estos conflictos sociales, porque los conflictos sociales tampoco son una patología. Y ese es el momento de la política y de las instituciones. La capacidad para procesar estos conflictos sociales de una manera tal que prevalezca la vía institucional por sobre la vía insurreccional. Entonces, ahí hay un aspecto que yo creo que hay que desdramatizar. Porque, ¿por qué surge esta indignación y estos estallidos? Porque la gran promesa de estos países de ingreso medio como Chile –muy heterogéneos y vulnerables, pero que ya no son los países del tercer mundo y subdesarrollados de los años setenta–, es la movilidad social ascendente que se ha visto interrumpida. Y ahí tenemos un gran desafío en Chile, en América Latina y en el mundo.
Ernesto. Lo que señala Ignacio es curioso, porque en algunos países de Europa, por ejemplo, las revueltas se producen en los sectores medios que ven una caída en relación a cómo estaban. Ellos estaban mejor y sienten que cayeron. En Chile, en cambio, ni el más desaforado va a decir que en Chile estábamos mejor hace 30 años. En Chile, hay muchos sectores que salieron de la pobreza, que sus hijos van a estar mejor que ellos, pero quisieran más: ven un techo, ven una promesa incumplida. Pero, desgraciadamente, los demócratas no podemos prometer el paraíso. La democracia es siempre una promesa incumplida. Por lo tanto, no tenemos esa soltura de cuerpo que tiene el populista o el autoritario de decir: síganme, porque yo encarno el paraíso. Nosotros estamos obligados a razonar, a deliberar, a decir: miren, tenemos que ir avanzando, pero tenemos que ir avanzando con estas dificultades. Y por eso el camino del demócrata es un camino más seguro, más libre. No tiene esa epopeya mentirosa.
Ignacio. La gran promesa a esos sectores medios emergentes y aspiracionales fue que a través de la educación iban a lograr el gran ascenso meritocrático. Están las cifras: teníamos 200.000 jóvenes en la educación superior en 1990 y ahora hay 1.200.000. Pero ahí sí que hubo una promesa incumplida, porque creamos una tremenda expectativa, por un lado, con todos los temas de financiamiento, la mochila financiera, el CAE, todo lo que sabemos. Esto es un fenómeno bastante global. Pero, por otro, no fuimos capaces de vincular esa promesa meritocrática a los mercados laborales, al tema del trabajo, donde hay una tremenda precariedad en ese nivel. Tiene que ver también, al menos en parte, con el hecho que dejamos de crecer, no sólo en Chile, sino que en el mundo. Esta promesa parecía que se iba a cumplir con el boom de los commodities entre el 2003 y el 2014, y ahí florecieron Hugo Chávez y el ALBA, el Socialismo del siglo XXI, Lula da Silva y Dilma Rousseff, Nestor Kirchner y Cristina Fernández, pero fue pura espuma, porque hace seis o siete años, coincidiendo con el fin del boom de los commodities, dejamos de crecer y estas promesas incumplidas generaron gran frustración en los jóvenes, las familias y los sectores medios. Esa no es solo la realidad de los países ya mencionados, sino de Chile, Perú, México, Colombia; en América Latina hemos dejado de crecer y nos acercamos al camino de la mediocridad, tal como advirtió en 2015 Christine Lagarde, directora del FMI, para las economías emergentes.
Ernesto. Resultó una promesa deforme.
Este contexto que describen, ¿deja el camino abierto para el populismo?
Ignacio. La crisis de la democracia representativa es real. La crisis de las formas tradicionales de intermediación política, como los partidos, el Congreso, abre la tentación de caer en el espejismo de la llamada democracia directa o participativa, como decía Ernesto. Yo sostengo que en América Latina la verdadera disyuntiva es entre Democracia de Instituciones –que pertenece a la tradición de la democracia representativa, constitucional, y deliberativa– y la Democracia de Caudillos, que pertenece a la tradición de la democracia populista, plebiscitaria y delegativa, tan propia de nuestra región. El caudillismo y el populismo en América Latina siempre han sido un sentimiento que consiste en la apelación de un líder carismático a las masas, al pueblo, sin intermediación política, con la promesa del paraíso a la vuelta de la esquina. Es el gran peligro de América Latina: pensar que una democracia directa o participativa pueda ser la alternativa a la democracia representativa, constitucional, deliberativa. Ese camino termina en Hugo Chávez y Nicolás Maduro, en la dictadura corrupta de Venezuela, o en Jair Bolsonaro en Brasil. Y para qué decir en Daniel Ortega y la compañera Rosario Murillo, su esposa y vicepresidenta, que es otra democracia corrupta en Nicaragua, o en Bukele en El Salvador.
Un académico chileno, Cristóbal Rovira, dice que todos tenemos un pequeño Donald Trump dentro y que la pregunta es en qué condiciones se activa…
Ignacio. En la universidad de Notre Dame, en el estado de Indiana, asistí hace un par de años a una charla de Michael Sandel sobre este tema de la tiranía de la meritocracia. Pero el título de su charla era muy interesante y muy sugerente: “Do populist have a point?”, se preguntaba Sandel. Es decir, él se preguntaba si los líderes populistas, en esta ola nacionalista-populista que estamos viviendo, tenían un punto a su favor. Y él dice que sí. En el fondo, lo que trata de explicar es por qué surgen estos liderazgos, a lo Donald Trump, Jair Bolsonaro y todo lo que sabemos en Europa. Y su respuesta es que las élites políticas tradicionales tienen que asumir la responsabilidad que les cabe en haber creado las condiciones, por acción o por omisión, que dieron lugar al surgimiento de estos líderes y estos fenómenos populistas. Y agregaba, en forma mucho más provocadora, la especial responsabilidad que tendrían los líderes liberal-demócratas o socialdemócratas de la Tercera Vía, en la expresión de Anthony Giddens, como Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Inglaterra, Gerhard Schröder en Alemania.
¿Por qué?
Ignacio. Según él, aunque esto es controvertido, estos líderes progresistas fueron abandonando a la clase trabajadora. Se enamoraron de lo que él llama la globalización neoliberal, que ya hemos visto que no es tan así. De acuerdo a Sandel, los socialdemócratas se enamoraron de los mercados, de la desregulación, de los tratados de libre comercio y fueron abandonando a la clase trabajadora a su propia suerte. Y esta clase trabajadora fue volcándose a estos líderes populistas, principalmente de derecha, como Marine Le Pen en Francia. Recordemos que todos los líderes populistas que hemos mencionado tienen una fuerte base social. Sobre todo en el sector obrero y de trabajadores. Parto por ahí porque creo que es una pista interesante. Estos liderazgos populistas, nacionalistas, no surgen de la nada, como dice Sandel, sino que hay que hacerse cargo de cómo esta intermediación política de los partidos, de los congresos, de los liderazgos políticos, fue perdiendo sintonía con la sociedad en su conjunto. Esta clase obrera que había surgido de la sociedad industrial, que se desestructuró, que tuvo la promesa que, a través de los mercados, de la educación, iba a volver a surgir. Hay ahí un gran desafío para nosotros, Ernesto, como parte de esa clase política tradicional, sin ningún ánimo de autoflagelación. Pero necesitamos una reflexión que nos permita rectificar muchas cosas que explican el surgimiento de estos movimientos.
Ernesto. Sin duda estoy de acuerdo, el tema es complejo. Yo viví muy de cerca todo esto, porque conocí a todas las personas que tú has señalado. Tuve la suerte y la oportunidad de conversar con ellos. Los dirigentes que encarnaron la llamada Tercera Vía y su creador el importante sociólogo Anthony Giddens no cometieron solo errores, ellos lograron en muchos aspectos detener el impulso conservador a principios del siglo XXI. Aportaron una renovación necesaria del Estado de Bienestar. Pero estoy de acuerdo y lo he escrito, que hubo una especie de ilusión óptica durante este período y se pensó que la economía andaba bien, entonces la recuperación frente a la revolución conservadora de Thatcher y de Reagan tenía que hacerse de una manera extremadamente cuidadosa para no interrumpir el crecimiento económico. Yo creo que en eso hubo errores. Hay una parte que es estructural, es decir, la clase obrera europea estaba bastante perdida con el hecho de que hubiera descentralización, desconcentración de la producción y que a las empresas les resultara más barato producir fuera de Europa y eso tuvo un efecto muy grande. Pero muchos líderes –que tuvieron también virtudes, que hicieron cosas importantes–, no tuvieron la capacidad de ver eso y se llegó al 2008 y al 2009 de la manera en que se llegó, tan inesperadamente.
En esa crisis se pensaba que, a lo mejor, el capitalismo se iba a autorregular…
Ernesto. Pero el capitalismo nunca se autorregula. Si al capitalismo lo dejas suelto, termina en una crisis grave. Después tiene que venir la política a resolver los problemas, como hubo que hacerlo en el 2008 y 2009. Hay una parte de eso que es cierto y que nos tiene que alertar completamente para el futuro. Es decir, yo creo que aquí, quienes estamos por realizar cambio, progreso, mayor igualdad, siempre en libertad, tenemos que tomar muy cuidadosamente la lección de esos años, porque la lección de esos años no es una buena lección.
Ignacio. Las fuerzas económicas y los mercados no actúan en un vacío político e institucional. Ya lo hemos dicho y lo reitero. Por lo tanto, el Estado, las instituciones, la forma de intermediación política, es muy importante. Esto que estamos diciendo es muy consistente con la gran escuela que se impone en las ciencias sociales, en la ciencia política, en las ciencias económicas, en los últimos 30 años, que es el neo institucionalismo. Esta reflexión partió con Douglass North, Premio Nobel de Economía, en 1990: “Institutions do matter”, dijo en esa oportunidad, es decir, las instituciones importan. Desde la economía, una persona de esa calidad intelectual y académica hace 30 años concluye en que los mercados no se autorregulan y que las instituciones son importantes. En la ciencia política, ha sido la gran tendencia en los últimos 20 años, como lo expresa el libro de Robinson y Acemoglu, ¿Por qué fracasan los países?, y es que al final lo que importa son las instituciones. Levitsky y Ziblatt, por su parte, tal como decíamos, en ¿Cómo mueren las democracias?, vuelven al tema de las instituciones.
Ernesto. Agregaría una literatura europea que es muy importante sobre la materia. Por ejemplo, Pierre Rosanvallon acaba de publicar un libro que se llama El siglo XXI: El siglo del populismo, sobre estos mismos temas. En muchos autores norteamericanos veo una tendencia muy fuerte en relación a las instituciones y, claro, tienen razón. Las instituciones son fundamentales. Pero, por otra parte, es fundamental la cultura democrática, la otra parte del asunto. No sacamos mucho con tener instituciones si no tenemos una cultura democrática que vaya imponiéndose, una forma de ser. Lo que decía Tocqueville a fines del siglo XVIII, comienzos del siglo XIX, cuando hablaba de que la democracia necesita una cierta textura democrática, es decir, una cultura democrática. Esta cierta textura tiene que ver con la relación horizontal entre sus miembros. Y esto es algo que está, por decirlo así, junto con las instituciones, pero más allá de las instituciones. Y creo que esto de la textura democrática es una cosa que sigue vigente muy fuertemente.
En Chile se habla mucho hoy de las instituciones, de su fortaleza o debilidad para resistir la crisis múltiple…
Ernesto. En Chile hay instituciones que están muy golpeadas, pero tienen una fortaleza que les permite resistir. Pero la textura democrática, yo creo que está también muy golpeada. Entonces, al mismo tiempo de recomponer la institucionalidad, tenemos que recomponer la textura, la cultura democrática. Fernando Savater tiene otra frase magnífica cuando le preguntan si él es partidario de la globalización. Y él dice: “Sí, yo soy partidario de la globalización en el sentido que uno es partidario de la electricidad. Pero ser partidario de la electricidad no significa necesariamente ser partidario de la silla eléctrica”.
Ignacio. Esto que dice Ernesto es tan importante. Y es nuevo de puro viejo, porque ya lo pensaron los griegos. Cuando hablamos de Sócrates, Platón, Aristóteles, el pensamiento político de los griegos, hablamos de instituciones, del régimen político, de la politeia. Pero el énfasis de ellos fue también en las virtudes cívicas, la formación de los jóvenes, la educación y no sólo las instituciones. Y los romanos, Cicerón y toda la escuela republicana, que después reaparece a fines de la Edad Media y en el Renacimiento; toda la tradición republicana en su mejor expresión, es justamente lo que dice Ernesto. Esto de la textura cívica o textura democrática, del concepto de ciudadanos y no sólo de ciudadanía en abstracto. El concepto de cómo vivir la virtud cívica, hacerla carne todos los días, en la experiencia democrática y republicana. Debemos elevar nuestros niveles de ambición y pasar de una ciudadanía de baja intensidad, como la que tenemos hoy, a una ciudadanía de alta intensidad, si de verdad queremos vivir la experiencia democrática, bajo una concepción republicana.
¿En qué notas, Ernesto, que la cultura democrática en Chile está golpeada?
Ernesto. En Chile existe una fuerte tendencia a transformar la relación de adversariedad propia de la democracia en una relación amigo/enemigo, que es propia de relación bélica. A justificar la violencia como una fuente obligatoria de los cambios. A desconocer los argumentos del otro porque siempre proceden de un interés oculto muchas veces maligno. A usar el engaño público como algo aceptable para muchas conciencias, a actuar de acuerdo al interés privado en cuestiones públicas, a desconocer lo dicho y no respetar lo acordado. Todo ello que aparece diariamente en nuestra crónica. Lo vemos en el Congreso, en las instituciones, públicas y privadas, y también en la Convención Constitucional. Aquello tiende a herir profundamente la cultura democrática, la va erosionando. Genera la lógica de que todo da lo mismo, aquello que los italianos llaman el qualunquismo que envenena la política. Y sin política la democracia no existe.