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II Marineros andaluces

“Quien domina el mar, domina todas las cosas.”

Temístocles

En la costa atlántica de Andalucía, la navegación de altura era una tradición de siglos. Cuando los cartagineses llegaron a Gades, la opulenta ciudad levantada al abrigo de una ensenada que permitía a los barcos atracar sin dificultades, las tribus del litoral tartésico ya zarpaban con sus embarcaciones rumbo al África para intercambiar sus labores metalúrgicas como habían hecho los fenicios. Magníficas espadas de hierro, cascos de bronce, cazuelas de cobre y deslumbrantes ajuares de oro y plata, era la mercancía que les abría todas las puertas. Los nativos de piel reluciente y dientes blanquísimos tocaban asombrados las manufacturas, hacían sonar el metal y se divertían probándose los collares y brazaletes dorados sobre el negro contraste de sus cuerpos, admirados por la filigrana de esas joyas que les parecía de mayor valor que los toscos adornos de oro macizo del reino de Mali. Ávidos nómadas del desierto clavaban su mirada sobre las espadas mientras sus esposas se peleaban por las vajillas de cobre. Todos compraban. Y se guardaban mucho de robar la mercancía a aquellos celtíberos que los vigilaban de cerca, armados con sus venablos cortos de hierro templado.

Siglos más tarde, los puertos colonizados por el águila romana como Malaca en el Mar Interior, o la misma Onuba que se abría al Océano más allá de las Columnas de Hércules, habían quedado olvidados, abandonados en el polvo de la Historia. Cuando las tribus germánicas que llegaron del norte invadieron la Península y se instalaron en el interior, los godos dejaron las armas por los útiles de labranza y convivieron con los íberos romanizados. Sólo hacían la guerra entre ellos, los suevos contra los vándalos, los alanos contra los suevos, y los visigodos contra todos ellos.

Pero no navegaban.

Los primeros musulmanes apenas tampoco. Sólo los benimerines, hacía poco más de un siglo, habían llegado a ser una potencia marítima para dominar el Estrecho y aprovisionar mejor el reino de Granada. Mientras tanto, los reyes de Castilla, Aragón, Portugal y Navarra trataban de cumplir la promesa de reconquistar la Spania goda que hicieron los monarcas de Asturias, León, Aragón, Castilla y el Condado de Barcelona, arrebatando pedazos a las taifas musulmanas. Alfonso X el Sabio tomó Cádiz y los puertos andaluces del Condado de Niebla hasta Huelva. Su biznieto Alfonso Onceno ganó Tarifa y Algeciras, aunque sus esfuerzos se estrellaron contra los muros de Gibraltar, cuando la peste negra le arrancó la vida. Durante su reinado Castilla encontró su vocación marinera, reunió una armada a la manera de Aragón y se hizo con el control de los pasos marítimos desde el cabo de Gata hasta la desembocadura del Guadiana.

La corona castellana señoreaba por todo el litoral andaluz, mientras Portugal conquistaba El Algarve. El antiguo Condado Portucalensis, convertido en reino independiente, había iniciado ya su aventura marítima por África y el Lejano Oriente, lo que provocó una inevitable rivalidad entre las naos portuguesas y las castellanas. No hubo conflictos, pero eran tantas las rutas y tan alejadas las singladuras de sus barcos, que el Papado tuvo que intervenir para que las coronas hermanas de Castilla y Portugal se repartieran conforme a derecho el dominio de los mares. Para el reino lusitano fue el Oriente y para Castilla y León, que ya tenía Canarias, las aguas, islas y tierras que pudieran descubrir hacia Poniente.

Cuando Juan de la Cosa llega a Andalucía, ya habían florecido las artes de navegación oceánica y a lo largo de su fachada atlántica, la que va desde Ayamonte hasta Tarifa, habían surgido dos núcleos compactos de mareantes. En torno a las villas de Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda se arremolinan aventureros y negociantes, hombres de mar y pescadores que buscan negocio más allá de la almadraba, donde el atún es sólo ganancia de temporada. A sus puertos acuden cientos de marineros para enrolarse en expediciones que van a las Canarias y la costa de Guinea, muchas de ellas piratas.

Cádiz, y las villas satélites de Jerez de la Frontera, San Fernando, Puerto Real, Chiclana, Conil, Barbate o Zahara de los Atunes, forman la avanzadilla castellana que aporta hombres del norte, dineros de la Corona y patrocinio de los grandes. La costa de las marismas que separa Sanlúcar de Palos y Moguer se convierte en tierra de nadie dominada por salteadores, camino de ida y vuelta donde los abordajes y latrocinios se suceden a diario en un mar protegido por las aguas pacíficas del golfo de Cádiz.

Hacia 1450, el afán por explorar nuevas tierras se apodera del sur peninsular. Cada uno va por su lado y llega donde puede. No siguen una exploración minuciosa y planificada como la Corona portuguesa. Son los marineros de la Andalucía atlántica, aventureros y comerciantes.

En ese ambiente de apuesta por lo desconocido, llegan banqueros de Florencia dispuestos a financiar las empresas y conceder préstamos a los armadores. Los acompañan marinos genoveses en busca de nuevas rutas y mercaderes venecianos ansiosos de hacer negocio con los muchos tesoros que estos corsarios castellanos, catalanes, cántabros y andaluces traen de sus expediciones a las bocas del Océano, las cosas nunca vistas que consiguen, por las buenas o por las malas, en los puertos sarracenos y los poblados del África Negra.

Christoforo Colombo es uno de ellos.

La terquedad en el convencimiento de que existía una ruta hacia las Indias por el oeste le vino a este italiano errante por la multitud de datos que acumuló tras deambular por los puertos, monasterios, juderías, universidades y plazas mercantiles de media Europa, donde escuchaba a geógrafos, marinos y comerciantes hablar de sus expediciones, sazonadas siempre con sabrosas vivencias.

Mucho le impresionaron los relatos de esas personas. Pero más allá de las fantasías de noruegos e irlandeses, lo que le atrajo de verdad fueron las historias que narraban los portugueses de El Algarve y los andaluces del Condado de Niebla. Aquellos viajes, en los que a menudo sus naos encastilladas abandonaban la costa africana y se internaban por el Océano, provocaban su espíritu pionero. Eso era exactamente lo que él se proponía hacer.

El Inca Garcilaso aseguraba años después que Colón, por entonces, había escuchado contar a un marinero de Huelva, llamado Alonso Sánchez, que en sus viajes hacia poniente había encontrado unas islas pobladas por nativos pacíficos que comerciaban con oro. Algo parecido le dijo otro polaco al servicio de Christian I de Dinamarca, de nombre Scolpo, que llegó hasta las costas de Labrador y se encontró con tribus nómadas que mercadeaban con pieles de foca y osos blancos.

Pero Alonso Sánchez no sólo había confiado su experiencia a Colón. También lo hizo a Juan de la Cosa. Al cántabro le dio además información detallada sobre localizaciones estratégicas en la superficie del mar que favorecían los vientos oceánicos, y le reveló la existencia de un archipiélago de islas grandes y chicas que llamaba la Antilla, indicándole el mejor camino para llegar a ellas. El piloto onubense había dejado señales de su presencia en atolones e islotes con mojones pintados de almagre, para que otros navegantes europeos pudieran localizarlas.

Colón creyó estas historias en su empeño por demostrar que la Tierra era redonda y que se podía por tanto navegar sin llegar nunca al final como hasta entonces se creía. Pero era tal su obsesión por descubrir la ruta occidental hacia los fabulosos reinos de Asia, que se negaba a considerar siquiera la posibilidad de que aquellas islas fueran indicio de una masa continental desconocida o archipiélagos aún por explorar.

A Juan de la Cosa, las historias de Alonso Sánchez le hicieron pensar. Los nativos que había encontrado no tenían por qué ser súbditos del Gran Khan, tal vez ni siquiera hubieran oído hablar de él. Quizás las mediciones de Toscanelli eran erróneas. Podía existir una gran extensión de tierra antes del imperio mongol ¿por qué no? Quizá se tratara del inmenso territorio en medio del mar, allá por donde el sol se esconde, del que había hablado Solón y otros sabios griegos.

La Atlántida legendaria.

Esa palabra, que Juan oyó por primera vez de labios de Vicente Yáñez Pinzón, le venía a la cabeza una y otra vez. El continente perdido. Vicente le había contado que el mismo Platón describía una isla grande, al oeste del Océano Exterior, aunque al parecer se había hundido durante el Diluvio. Pero si había una isla, podía existir también una masa continental, incluso tan grande como África, que tuviera mar al otro lado.

El genovés, hombre de talento, pero autodidacta y de menos estudios que el de Santoña, interpretó a su manera la geografía de Toscanelli y elaboró un mapa bastante tosco de las costas asiáticas. Los sabios de la corte de Juan II de Portugal refutaron sus teorías y en 1482 una comisión de geógrafos y navegantes optó por desaconsejar su proyecto ante el monarca.

Colón desesperaba, pero ante la inapelable sentencia en su contra, calló. El viaje que proponía no sólo se contradecía con los cálculos de las distancias, sino que lo enfrentaba peligrosamente a la tradición geodésica de la época, tanto frente a los tratadistas cristianos como a la técnica musulmana.

Iría a los puertos andaluces para aliviar su decepción. Allí sí creían que se pudiera viajar a Occidente hasta tocar tierra.

Otra cosa era que se pudiera volver.

Decidió buscar patrocinio en la poderosa Corte de los Reyes Católicos sin pensar demasiado que los tiempos no eran muy propicios. La larga y costosa campaña contra el reino de Granada había empeñado no sólo el oro castellano, sino la potencia naval del reino de Aragón. Desde Lisboa, el incomprendido navegante se dirigió a El Algarve. El camino fue penoso, sólo la fe ciega en su idea le dio ánimos para continuar.

Tras cruzar la frontera, Colón se dirigió al monasterio de La Rábida, el antiguo convento franciscano construido en el delta que forman el Tinto y el Odiel frente a la ciudad de Huelva. Allí, entre los frailes, el marinero encontró un ambiente comprensivo para su ánimo alicaído y halló nuevas fuerzas que apuntalaron su proyecto. Aunque no eran saberes geográficos lo que podían aportar, los franciscanos mostraban una entusiasta comunión con la idea. La intensidad apocalíptica de la orden se traducía en ardor por evangelizar los paganos de aquellas tierras lejanas.

En la serenidad de La Rábida, Colón se reafirmó en sus intuiciones y pudo olvidar el rechazo que su descabellado plan causó en el ambiente náutico portugués. Con todas las horas del día por delante, pasaba revista a los estudios hebraicos de su juventud, especulaba con audaces deducciones y añadía a sus teorías las visiones del profeta Esdrás, para quien el globo terrestre se componía de seis partes de agua y una de tierra. Disponía además de excelentes contactos. Y tenía habilidad para manejarlos.

El duque de Medina-Sidonia, gran magnate gaditano, no prestó demasiada atención al proyecto colombino pues estaba más interesado en el comercio de oro y marfil con los puertos africanos. Pero el duque de Medinaceli, del poderoso clan de los Mendoza, vio en la expedición una posibilidad de extender sus dominios más allá de las tierras del Infantado.

El ambicioso interés del duque castellano desagradó, sin embargo, a la reina de Castilla. Empeñada con su marido en mantener a raya a la nobleza, no iba a permitir que un particular, por muy grande que fuera, costeara una empresa que ella consideraba patrimonio de la Corona, aunque el tajante convencimiento tampoco significara que la metódica reina, ocupada como estaba en acabar con el último reducto musulmán en la Península, otorgara de inmediato dineros para la expedición.

Los años 90 y 91 son duros para el genovés. Todo son negativas. Las puertas se cierran y nadie le hace demasiado caso. Sólo el fraile Juan Pérez de La Rábida, que le trata durante las Navidades del 91, escucha sus palabras, lo toma en serio y le comprende. Antiguo confesor de la Reina, fray Juan envía una carta a Doña Isabel rogándole que atienda al marino y le dé cuantas facilidades estén de su mano, pues Dios así lo quiere.

La Soberana se encuentra en el campamento de Santa Fe, una ciudad improvisada a los pies de Granada que los Reyes Católicos han levantado para dirigir desde allí el asalto final a la joya del reino nazarí. Ya han conquistado Málaga, Ronda y todas las poblaciones de la serranía que aún estaban en manos musulmanas.

Tras leer la carta de su confesor, la Reina ordena que el genovés acuda al campamento, dando así satisfacción a los nobles que apoyan su aventura. Isabel comprueba que los marineros de Palos están también a favor y decide enviar dinero a La Rábida para sufragar los gastos de viaje del genovés. De esta manera, el futuro descubridor de América estará presente en el momento histórico de la rendición de Granada. Cuando el enviado de Boabdil entrega las llaves de la hermosa ciudad al embajador del rey Fernando, concluye la Reconquista y los cristianos están exultantes por el final de la larga empresa, pero el éxito militar no consigue alejar del todo el favor regio al genovés.

Con Portugal las relaciones están tensas. El heredero Alfonso, cuya boda con la primogénita de los Reyes Católicos había despejado el horizonte dinástico, acaba de morir. Pocos meses después fallecía el hijo de la pareja, Miguel, efímero titular de un reino hispano-portugués que nunca llegó a consolidarse. La unión peninsular se esfumaba definitivamente, la rivalidad reapareció y la baza más consistente de la política matrimonial de los Reyes Católicos fracasaba estrepitosamente.

Colón, entretanto, se ha vuelto cada vez más exigente. Consciente del interés de la soberana, incrementa sus peticiones de mando sobre las nuevas tierras. Como la Reina no accede, es despedido y el airado marino toma el camino del norte decidido a ofrecer sus servicios a la corona francesa. Pero la nobleza y los banqueros italianos, que ven en la aventura una buena ocasión para cobrar sus préstamos, redoblan la insistencia ante Sus Majestades. Finalmente el mismísimo Cardenal Mendoza, a quien la gente llama zumbona el “Tercer Rey de España”, convence a Doña Isabel.

Cuando Colón se encuentra a sólo cuatro millas del campamento granadino, un mensajero le alcanza con las buenas nuevas. La Reina desea recibirle y esta vez las cosas se harán como a él le plazca. Para conseguirlo, el cardenal le dicta la fórmula protocolaria que debe emplear. Don Rodrigo de Mendoza es un ducho diplomático que conoce bien a los Reyes y sabe la manera en que deben dirigirse las peticiones.

El procedimiento, esta vez, funciona.

Colón presenta un breve documento firmado de su puño y letra en el que describe el viaje y hace una lista de «cosas suplicadas». Los monarcas lo aprueban y consienten en poner sus sellos soberanos. El «place a Sus Altezas» rubrica el sueño colombino más allá de cualquier expectativa. Su acuerdo con la Reina, finalmente, más que un mero contrato comercial es un jugoso pacto político con amplias concesiones de autoridad y fabulosas contrapartidas económicas. Dado el remoto éxito de la empresa, la Reina no temía conceder en demasía las mercedes suplicadas.

Aquel documento abrió la Edad Moderna. Isabel y Fernando se declaraban «Señores de la mar Océana e islas adyacentes», ampliando con habilidad diplomática la doctrina restrictiva del Tratado de Alcaçovas. A Colón se le concedía el almirantazgo de las islas por descubrir, ya que los monarcas hispanos no pretendían arrebatar territorios continentales al reino mongol del Gran Khan.

En aquella época, el Almirante Mayor de Castilla era Alfonso Enríquez, un vástago de los Trastámara muy poderoso. Que Isabel y Fernando despojaran del título a su pariente para dárselo a Colón suponía un altísimo honor y el mayor de los reconocimientos. Al recibirlo, el nuevo almirante se igualaba a la alta nobleza con un título que era grande entre los grandes. Muchos miembros de los altivos linajes se quedaron atónitos ante el hecho consumado pues no podían admitir que un recién llegado, y además extranjero, pudiera alcanzar tal dignidad.

A partir de entonces, Cristoforo Colombo se convirtió en Cristóbal Colón el Almirante. El cargo en realidad significaba que era el delegado de los Reyes en las tierras por descubrir, más que el jefe militar de la expedición, pero fue el propio Colón quien dio pleno sentido de comandante de la flota a la encomienda regia. Tanto le agradó el nombramiento, que siempre prefirió este título a cualquier otro y fue el que más utilizó. También le permitieron los monarcas usar el «don», un breve pasaporte credencial redactado en latín, para que pudiera presentarse a los monarcas orientales del continente asiático, si fuera necesario.

Como la Corona de Aragón se había mantenido ajena a la gestión de la empresa y al libramiento de dineros, Don Fernando no consideró indispensable añadir al título de almirante el de virrey, algo que sí haría años más tarde cuando la muerte de su esposa le obligó a tomar las riendas de los dominios del Nuevo Mundo. Tampoco es que hiciera falta, ya que la posición de visorrei respondía a un cargo tradicional en la monarquía catalano-aragonesa que llevaba aparejado el oficio de gobernador. Su añadido hubiera sido duplicar idénticas funciones

Antes de llegar a la tienda real del campamento de Santa Fe, donde Isabel le aguardaba, Colón acusó con angustia la situación. La Reina en persona iba a discutir con él los términos del acuerdo, estaba dispuesta a sufragar el proyecto. Por un momento sus ojos se nublaron y cuando descendió del caballo tuvo que ser ayudado, tal era su agitación.

Dentro del real se oían rumores y pasos amortiguados por las espesas alfombras. Las botas militares sonaban como babuchas marroquíes, aunque allí no hubiera nadie que no fuera cristiano de fiar. Colón, que tanto empeño tuvo en esconder su origen hebreo, sintió que su alma se expandía. Ya no había qué temer. Castellanizado, y con la intransigencia del converso, no tuvo reparos en adoptar la fe del Cristo por lo que pudiera suceder.

La Reina estaba sentada en un sillón de campaña rodeada de hombres de armas y algunas azafatas pendientes de lo que pudiera ordenar. Cuando uno de los pajes le susurró el nombre de Colón, asintió, alzó la vista y sonrió soltando el manuscrito que sujetaba su mano. Despidió con pocas palabras a sus alféreces y se dirigió a un pequeño trono bajo el dosel heráldico.

Colón se arrodilló a sus pies antes de que ella pudiera sentarse. Observando su cabeza cana y el temblor de hombros que le sacudía, Isabel se inclinó para tomarle por los brazos y obligarle a erguirse, mientras el nuevo súbdito se deshacía en lloro silencioso y afán por besarle la mano.

Al fin la Reina logró que se sentara junto a ella. Antes de preguntarle, se fijó en su rostro curtido y escudriñó aquellos ojos envueltos en una bruma gris y lejana.

—¿Os encontráis bien, maese Colón?

—Sí, Alteza, más que bien. Me hallo en el paraíso.

—Lo celebro... y os felicito. Sois un hombre audaz y perseverante.

El marino iba a responder, pero la Reina continuó.

—El Cardenal Mendoza y ese santo varón que fue confesor nuestro y tanto os estima, hablan maravillas de vos... y de vuestro proyecto.

—Su Eminencia y fray Juan son demasiado generosos con mi humilde persona.

—No seáis tan modesto. Habéis solicitado grandes mercedes para vuestras conquistas.

—Lo he hecho porque confío en poner a vuestros pies un imperio al otro lado del Océano.

Isabel se quedó pensativa. Tal vez fuera cierto que Dios quería aún más de ella. Aquel hombre cansado y con los ojos febriles no parecía la mejor garantía para una aventura de tal magnitud. Sin embargo, podía ser el instrumento enviado por la Providencia para extender la fe en el Redentor y llevar la buena nueva a los confines del mundo. Y ella, la princesa que había impuesto su voluntad en el trono de Castilla, no era más que otra criatura en los designios del Altísimo, que debía plegarse a Su dictado.

Pronto la noticia se extendió por los puertos y plazas de la Baja Andalucía. Colón tenía patrocinio y buscaba hombres para acompañarle y naves que pudieran surcar el Océano.

Juan de la Cosa fue de los primeros en responder.

La Ruta de las Estrellas

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