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Introducción

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¿Cómo sería un universo sin estrellas, sin explosiones de supernovas? En un universo así solo habría hidrógeno y helio, los elementos que se originaron en el Big Bang, y la vida que conocemos no habría tenido la oportunidad de desarrollarse. Sin las luminosas explosiones de supernovas tampoco tendríamos los que a día de hoy son los mejores indicadores de distancia extragalácticos, los cuales nos permiten estimar el ritmo de expansión del universo, identificar sus componentes y explorar su evolución. Las supernovas son de los pocos objetos astronómicos que muestran variaciones en escalas de tiempo humanas: aparecen brillantemente para desaparecer de nuestros telescopios al cabo de unos meses o años.

Como es sabido, en astrofísica no se pueden programar experimentos y repetirlos para verificar los resultados. En ese sentido, se diferencia de la mayoría de las ramas de la física y otras ciencias. Nos basamos en lo que observamos, en lo que somos capaces de descubrir de lo que la naturaleza nos muestra. Casi toda la información que tenemos de los objetos astronómicos nos llega a través de su luz o, lo que es lo mismo, de su radiación electromagnética, compuesta por fotones. Estos fotones nos traen información de las condiciones existentes en su lugar de origen que, en la mayoría de los casos, es la parte más externa de los distintos objetos. Para hacernos una idea, se puede comparar el tamaño relativo de esa zona externa en una estrella con el tamaño de la piel de una manzana en relación a toda la pieza de fruta. Pero las supernovas nos muestran mucho más. Al expandirse a grandes velocidades —miles de kilómetros por segundo— se van haciendo transparentes y, como en una película, nos revelan zonas cada vez más internas, hasta descubrirnos su centro. Esta información ha sido y es fundamental para entender esas explosiones y toda la evolución estelar.

¿Por qué son importantes las estrellas y las supernovas? Prácticamente todos los elementos químicos, a excepción del hidrógeno y del helio, que se originaron en el Big Bang, se han formado en los densos y calientes interiores de las estrellas, durante su evolución o cuando explotan como supernovas.

La formación de los elementos, a partir del hidrógeno, se produce a través de reacciones nucleares de fusión. Por ejemplo, cuatro núcleos de hidrógeno se fusionan para dar uno de helio, y tres de helio se fusionan formando uno de carbono. Estas reacciones nucleares son exotérmicas, es decir, producen energía. Pero… ¿cuánta? La respuesta la tenemos en la popular ecuación de Einstein, que nos indica que la masa puede transformarse en energía según E = mc2 ; c es la velocidad de la luz en el vacío. En las reacciones anteriores se «pierde» masa —un núcleo de helio pesa menos que cuatro de hidrógeno, y uno de carbono menos que tres de helio—, pero en realidad no se ha «perdido», sino que se ha convertido en energía, obtenida de la reacción nuclear correspondiente. Una energía que posibilita que las estrellas eviten el colapso por su propia gravedad y gracias a la cual el Sol calienta al planeta Tierra y es posible la vida.

Las estrellas generan energía transformando unos núcleos atómicos en otros y mediante la expulsión de los nuevos elementos, producidos a través de episodios de pérdida de masa y de explosiones de supernova, cambian la composición química del medio interestelar.

Pero durante su explosión las supernovas protagonizan otro proceso fundamental: inyectan una gran cantidad de energía al medio interestelar, empujando el gas a su alrededor. De esta forma desestabilizan las frías nubes de gas y provocan que colapsen por efecto de la gravedad. Cuando eso sucede, el gas se comprime, y en la zona central se alcanza la temperatura necesaria para que den inicio las primeras reacciones nucleares. Es en ese momento cuando se considera que tiene lugar el nacimiento de una estrella.

En el caso del Sol, la nebulosa a partir de la cual se originó tenía un 1,5% de elementos químicos distintos del hidrógeno y el helio. Puede parecer poco, pero ese 1,5% requiere la actuación de varias generaciones de estrellas produciendo nuevos elementos. Las primeras estrellas, que se originaron tras el Big Bang y que probablemente antecedieron a la formación de las primeras galaxias, estaban compuestas solo por hidrógeno y helio.

Si en vez de explotar, las estrellas colapsaran completamente debido a la gravedad o simplemente se fuesen enfriando al acabar su combustible nuclear, todos los nuevos elementos químicos resultantes de su evolución quedarían atrapados y el universo no se enriquecería en ellos. La vida rica en agua, oxígeno, calcio o hierro no habría podido comenzar en ningún lugar.

¿Siguen todas las estrellas el mismo camino en su evolución?, ¿producen los mismos elementos químicos?, ¿terminan su vida explotando como supernovas? La evolución estelar depende fundamentalmente de la masa. La masa de la estrella determina la temperatura que puede alcanzar en su interior, y esta fija las reacciones nucleares que van a producirse. Resulta intuitivo que el centro de una estrella cien veces más masiva que el Sol se comprima aumentando su presión y alcanzando temperaturas muy por encima de las que se alcanzan en el centro de nuestro astro rey. En una primera aproximación se cumple que la temperatura en el centro es proporcional a la masa. Por otra parte, cuanto más pesados sean los núcleos que van a fusionarse, más alta será la temperatura necesaria para su fusión.

En este sentido, el Sol se considera una estrella de «baja masa», y eso que es 333000 veces más masivo que la Tierra. Actualmente el Sol está transformando, en su núcleo, el hidrógeno inicial en helio, a través de reacciones nucleares de fusión. ¿Qué pasará cuando se agote el hidrógeno en esa zona central donde la temperatura es suficiente para la fusión del hidrógeno? Sin fuente de energía en su interior, el Sol se contraerá por gravedad. Además, su temperatura aumentará y en la zona colindante al núcleo de helio se alcanzará la temperatura necesaria para quemar el hidrógeno restante y, posteriormente, la temperatura necesaria para la ignición del helio en el centro. Una vez el helio se agote, el Sol se contraerá de nuevo aumentando su temperatura; pero el siguiente combustible resultante de la fusión del helio, el carbono, requiere una temperatura que el Sol, con su masa, no podrá alcanzar. Las reacciones nucleares en su centro habrán finalizado. En sus últimas fases perderá masa a un ritmo elevado, hasta expulsar toda su envoltura, formando una espectacular nebulosa planetaria con su enana blanca en el centro.

La evolución descrita anteriormente para el Sol es la característica, con alguna variación, de las estrellas llamadas de baja masa, que son aquellas con masas inferiores a unas ocho veces la del Sol. Estas estrellas son además las más abundantes: constituyen un 95% del total de las estrellas observadas.

¿Y las estrellas más masivas, cómo evolucionan? Los primeros pasos son similares a los descritos para las estrellas de baja masa pero, tras agotar primero el hidrógeno y después el helio en sus centros, siguen un camino muy diferente. Las estrellas masivas van alcanzando sucesivamente la temperatura necesaria para «quemar» todos los combustibles, hasta generar un núcleo formado por hierro. Este núcleo se contrae, pero el hierro es un elemento a partir del cual no podemos obtener energía por fusión. Sin ninguna fuente de energía en su interior, el núcleo de hierro colapsa en pocos segundos, formando una estrella de neutrones o un agujero negro. En este colapso se libera una gran cantidad de energía y se produce la explosión que da lugar a una supernova de colapso gravitatorio.

En febrero de 2016 la colaboración científica llevada a cabo en los dos interferómetros del Observatorio LIGO (Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory) dio como fruto el anuncio de la primera detección de ondas gravitacionales desde la Tierra. En septiembre de 2015 la señal llegó a los detectores, situados en Livingston (Luisiana) y Hanford (Washington), en Estados Unidos, procedente de la fusión de dos agujeros negros, los cuales debieron de formarse por el colapso de los núcleos de dos estrellas masivas.

Pero… ¿solo las estrellas masivas explotan en forma de supernovas? No. Aunque la afirmación pueda parecer extraña, las de baja masa también pueden explotar. Las estrellas como el Sol permanecen en equilibrio durante miles de millones de años y, al final, forman una enana blanca, un objeto compacto que se opone a la gravedad por la presión que ejercen sus electrones. Una enana blanca que tuviera la masa del Sol y el tamaño de la Tierra presentaría una densidad de unos 1000 millones de kg/m3; es decir, un cubito de un centímetro de lado que pesaría una tonelada. Un dato a tener en cuenta: la densidad media de las rocas en la Tierra es de unos 2500 kg/m3.

Por su parte, las enanas blancas aisladas no explotan, sino que se enfrían, emitiendo cada vez menos luz. La explosión de una enana blanca requiere de agentes externos que provoquen el calentamiento de la zona central hasta alcanzar la temperatura necesaria para la ignición del combustible disponible, el carbono. Esto puede suceder en un sistema binario —un sistema formado por dos estrellas—, donde la enana blanca aumente su masa a expensas de la masa de su compañera. En este caso, la explosión no se produce por colapso gravitatorio, sino por la ignición explosiva del carbono. Las condiciones en la enana blanca son tales que las reacciones nucleares aumentan la temperatura sin producir una expansión del material. Al subir la temperatura se produce más energía nuclear, lo que incrementa aún más la temperatura, generando más energía... y así hasta la explosión que nos deparará una supernova termonuclear.

¿Cuánto tiene que aumentar la masa de una enana blanca para que se produzca esta explosión? La respuesta la obtuvo en 1930 el joven físico teórico Subrahmanyan Chandrasekhar (1910-1995) durante el viaje en barco que realizó desde la India, su país natal, a Inglaterra, para continuar sus estudios. Chandrasekhar calculó la masa máxima que puede tener una enana blanca manteniéndose en equilibrio sin colapsar. Este límite se conoce como «masa crítica de Chandrasekhar» y, para una enana blanca compuesta por carbono y oxígeno, es de unas 1,4 veces la masa del Sol.

Tenemos, por tanto, dos tipos de supernova asociados a dos mecanismos de explosión: el colapso gravitatorio del núcleo de una estrella masiva y la explosión termonuclear de una enana blanca de carbono y oxígeno con una masa próxima a la masa crítica de Chandrasekhar. En ambos casos la energía es enorme, suficiente para explicar las altas velocidades de expansión observadas, de miles de kilómetros por segundo, y la radiación emitida. Por su alto brillo, las supernovas se detectan en galaxias muy lejanas, lo que las convierte en poderosos faros cósmicos. Estas explosiones explican, además, el origen de la mayoría de los elementos químicos que se observan en el universo.

¿Qué entendemos y qué no entendemos de estas muertes explosivas de las estrellas? ¿Qué tipo de explosión da lugar al mejor faro cósmico, útil para estimar distancias extragalácticas y parámetros cosmológicos? ¿Qué papel tienen las supernovas termonucleares y las de colapso gravitatorio en el origen y evolución de los elementos químicos? De estas cuestiones y otras muchas trata este libro, en el que abarcaremos desde las primeras observaciones de estrellas visitantes hace más de 2000 años, hasta uno de los problemas fundamentales de la física, desvelado por las supernovas. Se trata de la naturaleza de esa enigmática y abundante componente cósmica, la llamada energía oscura, esa poderosa fuerza misteriosa que acelera la expansión del universo.

Supernovas. La muerte de las estrellas

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