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INTRODUCCIÓN

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En el río subterráneo de la tradición literaria en México, ese que está lejos de reflectores y modas, la obra de Inés Arredondo (Culiacán 1928-cdmx 1989) refulge con la belleza oscura y atrayente de una zona abisal. Perteneciente a la llamada generación de Medio Siglo que congregó a un grupo de jóvenes cultos e iconoclastas, como Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Juan Vicente Melo, Huberto Batiz y Tomás Segovia, en torno al proyecto cultural de la Casa del Lago de la unam y la Revista Mexicana de Literatura, nuestra autora es en sí misma un universo de secreta perturbación e íntimos cataclismos. Así lo demuestran sus tres —y únicos— libros de cuentos: La señal (1965), Río subterráneo (1979) y Los espejos (1988).

A menudo la crítica la señala como una escritora excepcional por su abordaje de lo perverso, lo siniestro, lo grotesco, lo monstruoso de la mano de una escritura sugerente y certera, urdida con perfección. Detrás de todos estos calificativos pulsa sin duda algo que sus lectores no alcanzan a nombrar. Acaso tampoco la propia autora, pero sí a sugerir, a señalar. Lo innominado, lo innombrable. El deseo detrás de la prohibición del tabú. El horror por la fascinación que sus límites borrosos nos provocan. La pulsión no sólo de vida y muerte, sino de transgresión que los relatos insondables de Inés Arredondo nos hacen vislumbrar cercana, tentadoramente posibles. Un universo gravitacional que gira alrededor del instinto y su herida, su permanente halo de oscuridad ominosa. Suponerla posible, llevarla al acto más allá de los rituales y exorcismos, a contrapelo de la moral y sus disfraces de buena conducta, conlleva el vacío, la interdicción, la fractura, la locura, la caída, la muerte… pero también la salvación. No por nada la estética de nuestra autora se encuentra cercana a Bataille y a Cocteau.

No es fortuito que en el relato “Río subterráneo”, la narradora exprese lo que podría definirse como la poética de la propia Inés Arredondo:

Voy a hablar de lo otro, de lo que generalmente se calla, de lo que se piensa y lo que se siente cuando no se piensa. Quiero decir todo lo que se ha ido acumulando en un alma provinciana que lo pule, lo acaricia y perfecciona sin que lo sospechen los demás. Tú podrás pensar que soy muy ignorante para tratar de explicar esta historia que ya sabes pero que, estoy segura, sabes mal. Tú no tomas en cuenta el río y sus avenidas, el sonar de las campanas, ni los gritos. No has estado tratando, siempre, de saber qué significan, juntas en el mundo, las cosas inexplicables, las cosas terribles, las cosas dulces. No has tenido que renunciar a lo que se llama una vida normal para seguir el camino de lo que no comprendes, para serle fiel. No luchaste de día y de noche, para aclararte unas palabras: tener destino. Yo tengo destino, pero no es el mío. Tengo que vivir la vida conforme a los destinos de los demás. Soy la guardiana de lo prohibido, de lo que no se explica, de lo que da vergüenza, y tengo que quedarme aquí para guardarlo, para que no salga, pero también para que exista. Para que exista y el equilibrio se haga. Para que no salga a dañar a los demás… Siento que me tocó vivir más allá de la ruptura, del límite, en ese lado donde todo lo que hago parece, pero no es, un atentado contra la naturaleza.

Esa conciencia liminal y transgresora de la escritura se halla presente de manera cardinal en los cuentos “Estío” y “Las mariposas nocturnas”, que aquí recogemos. Cuentos magistralmente urdidos, donde nada sobra ni falta, donde se dice tanto por lo que se calla, donde lo que se vela por innombrado es al mismo tiempo revelación inefable, son ejemplos de un arte consumado para sugerir lo prohibido y volverlo posibilidad de redención. Así en “Estío”, relato que gravita en torno al deseo involuntario del incesto; así en “Las mariposas nocturnas”, narración sobre los extraños ritos del erotismo y el goce en un peculiar triángulo de voluntades y servidumbres.

Vividos desde la no-lógica de la pulsión propia, los deseos profundos emergen de los protagonistas con fuerza irrenunciable, al grado de que por un momento erigen un paraíso de permisividad imposible. Un paréntesis disruptor de la interdicción moral y social que los rodea, pero que también los habita, en una contradicción que los mantiene entre la fuga y la aceptación del goce —y que es, al mismo tiempo, liberación y condena.

No le falta razón a César Cañedo cuando afirma que nuestra autora “construye una poética de lo que no se debe decir y las consecuencias de su enunciación. Arredondo logra borrar y reconfigurar las fronteras morales gracias a una técnica discursiva de silencio y revelación del tabú”. Bienvenidos a estos relatos, verdaderas puestas en escena del deseo y sus sinuosas apariciones y fulguraciones más allá de lo correcto, más acá del río subterráneo de corrientes abisales y prohibidas. Perded todo resto de inocencia los que entráis aquí.

Ana Clavel

Estío

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