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La irreverente

Alia Trabucco Zerán

No existían entonces las redes sociales. “Viralizar” no era un verbo, tampoco “funar” y el femicidio no era palabra ni menos delito. Sin embargo, el único libro que Inés Echeverría firmó con su nombre y apellido y no como Iris, el pseudónimo que ya la distinguía en los círculos sociales de la aristocracia chilena, tuvo el rol que hoy cumplirían las redes sociales ante el asesinato de una mujer en manos de su marido. Por él, publicado en 1934, fue denuncia, acusación, demanda de justicia y explícita presión para que los tribunales chilenos condenaran a Roberto Barceló Lira, su yerno, por el asesinato de su hija de 38 años, Rebeca Larraín Echeverría, y para que el presidente de la República no cediera a las presiones de la clase alta que intentaba evitar el fusilamiento por medio de un indulto.

Nada en la vida de Inés Echeverría auguraba una biografía tan poco convencional. Nacida en 1868 en Santiago de Chile, su madre, Inés Bello Reyes, murió poco después del parto, lo que llevó a su tía Dolores a asumir sus cuidados en una atmósfera católica y conservadora1. Descendiente de Andrés Bello –linaje que la autora se encarga de subrayar en más una ocasión–, Echeverría fue educada para convertirse en una aristócrata de su época: clases de piano, bordado e idiomas por las mañanas y buenos modales por las tardes eran el camino para convertirla en esposa y madre ejemplar, sin rebasar por ningún motivo la acotada definición de feminidad que prescribía el Chile de finales del siglo diecinueve.

Desde muy pequeña, sin embargo, Echeverría manifestó una gran inquietud intelectual y una disposición a incomodar a los integrantes de su cerrado círculo social que acabaría forjando en ella un carácter único. Brillante y excéntrica para algunos, “descreída, volteriana y sacrílega” en sus propias palabras, “despiadada y cruel” según su sobrina, la también escritora Mónica Echeverría2, desde muy joven Inés hurgaba entre los títulos de Ibsen, Emerson y Tolstoi, que abrirían nuevos senderos en su pensamiento y la llevarían a incursionar en la escritura3. “De muchacha y viviendo en el todavía austero enclaustramiento de la familia, sentía ya el impulso de escribir, pero me daba cuenta también de lo inaudito de ese impulso: ¡una muchacha escribiendo y escribiendo literatura!”, confiesa Iris en una fascinante conversación con Amanda Labarca, donde ambas figuras contrastan sus visiones sobre el país, la lengua y el futuro de la república4.

Influida por el espiritualismo de vanguardia y el pensamiento feminista, ávida cronista y diarista, Echeverría publicó diecisiete libros a lo largo de su vida, entre ellos Hacia el Oriente (1917), aparecido de manera anónima como tantas obras de autoría femenina, La hora que queda (1918) y su proyecto más extenso, Alborada5. Su labor literaria e intelectual la llevó a ser la primera mujer en integrar la Academia de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, a influir directamente en la generación integrada por escritoras como María Luisa Bombal y Gabriela Mistral, y a constituirse en una de las protagonistas de las reivindicaciones feministas de los albores del siglo veinte6. Y es que Inés Echeverría, a diferencia de otras mujeres de su generación, tempranamente reivindicó la lucha por la emancipación femenina. “Siempre fui feminista”, respondía en una entrevista el año 1932, “el fracaso de los hombres en el Gobierno hace feminista a cualquiera”. Y luego agregó, con la ironía que la caracterizaba, “desde luego, tenemos el cerebro con menores dosis de alcohol”7.

Justamente esa irreverencia y un espíritu crítico impropio para el género femenino de aquella época, la habían llevado a integrarse ya en 1915 al Club de Señoras de Santiago, fundado por Delia Matte, y al Círculo de Lectura, fundado por Amanda Labarca, espacios precursores del feminismo aristocrático el primero y mesocrático el segundo, ubicados en las antípodas de grupos conservadores como la Liga de las Damas Chilenas y su férrea defensa del tradicionalismo. En estas reuniones, donde la tensión entre el sujeto aristocrático y el feminismo se hacían cada vez más evidentes, mujeres diversas se reunían a discutir textos de autoras como Belén de Zárraga –que apenas dos años antes había recorrido el país– y los proyectos de ley que unos años más tarde permitirían su plena participación política8. “Las mujeres tenemos necesariamente que reaccionar, y reaccionar con violencia”, concluía Echeverría en 1932, “el triunfo no es cosa lejana”9.

Ese ímpetu transgresor, rabioso y avezado, ese desparpajo y libertad que la llevaron a transformarse en la excéntrica de la familia, la rara, la incómoda integrante de un clan forjado en el tradicionalismo, es el espíritu que se cuela en las páginas de Por él, un libro testimonial y de denuncia que vuelve a ser editado gracias a la labor de rescate bibliográfico de las directoras de Ediciones de la Universidad Alberto Hurtado, Beatriz García-Huidobro y Alejandra Stevenson, y al trabajo de selección de la académica, crítica y coordinadora de la colección Biblioteca recobrada, Lorena Amaro Castro. Un rescate de impronta feminista, que encarna la máxima de la poeta y ensayista Adrienne Rich, “releer, la labor feminista por excelencia”10, y que busca poner en circulación volúmenes que, por diversos motivos, entre ellos el rastro machista tan presente en el circuito literario nacional, no fueron ampliamente leídos en su época o resultaron excluidos del canon literario latinoamericano.

“Todo proceso es una historia, que viene desde muy atrás y va muy lejos”, escribe Inés Echeverría en las páginas iniciales de Por él. Y la historia a la que alude hunde sus raíces en el pasado más remoto y llega muy lejos, hasta un presente que aún moviliza a miles de mujeres contra la violencia patriarcal. Se trata de la historia de reiterado maltrato que subyace al sinfín de homicidios de mujeres en manos de sus parejas, la historia de golpes avalados por la costumbre, permitidos por la ley y justificados por la justicia. Una historia contada entre susurros por las integrantes de la clase alta, que narra humillaciones y violencias, y que Echeverría graba sobre el papel con el dolor como herramienta y el escándalo como estrategia de presión hacia un sistema de justicia, no solo parcial sino clasista y donde los ricos conseguían sin mayores problemas eludir la ley y el castigo. “A través de mi hijita sacrificada me siento unida con todas las madres, con la mujer chilena oprimida, con la noble mujer de mi país, que sufre en silencio y que es vejada en su hogar”, escribe Iris en este libro furioso y sumamente actual en tiempos en que la violencia contra las mujeres sigue siendo titular de cada día.

En esta obra de denuncia, Inés Echeverría no solo narra el drama del matrimonio de su hija Rebeca con Roberto Barceló Lira y el horroroso momento en que él la asesina de un balazo por la espalda, sino que se remite también, de manera ácida, al doble estándar de toda una sociedad. Una hipocresía que permitía al marido golpear a su esposa sin escándalo alguno, al tiempo que deudas y engaños sí llevaban a alzar el grito a los miembros de su clase. “Se puede deshonrar mujeres, echar al mundo hijos sin nombre, abandonar su propia carne […] todos estos son pecadillos que no se castigan o que es fácil burlar y que nada restan a ese elegante tipo de corrección social”, expone Echeverría, “pero si ese correctísimo Señor pide dinero en préstamo, que no paga, sustrae minucias como ser el sobretodo de un amigo, paga con cheques sin fondo, o falsifica un documento, pierde inmediatamente su corrección”. Una duplicidad que ponía al rico por sobre la ley y al pobre contra el paredón, que permitía golpes mudos y desfalcos ante la ceguera selectiva de la justicia y que hoy persiste, explícita y vergonzosa, en numerosos casos judiciales donde los poderosos eluden la ley gracias a las mismas redes de influencia que hacía un siglo pretendía utilizar Roberto Barceló.

Por él, editado en 1934 y posteriormente desaparecido de la memoria literaria nacional, interpela, en segunda persona, a una voz masculina y distante, poderosa y sin embargo puesta en jaque por la autora. “A ustedes, hombres, voy a hablar como mujer en mi propia lengua –idioma casi inédito, ya que la sociedad, la ley y el hombre mismo nos ha reducido al silencio–”. Esa voz que juzga, la masculina voz de la justicia representada tantas veces por la impertérrita estatua de una mujer vendada, es interrogada por una mujer que exige justicia y que rompe ese silencio, o en rigor, ese silenciamiento impuesto a las mujeres. Y lo que emerge sobre las páginas en este libro extraño y contingente es una denuncia tremendamente actual sobre la hipocresía que regía a las masculinidades de su tiempo y un fervoroso intento por incidir en una decisión jurisdiccional. Es, en otras palabras, un clamor de justicia en tiempos en que la pena capital aún regía en la legislación del país y que buscó llevar al responsable del asesinato de su hija al paredón.

Este inusual vínculo entre literatura y derecho, entre libro y legajo, escritura y juicio, sitúa a Por él en una zona fronteriza, donde el poder del lenguaje característico de la obra literaria se roza con el lenguaje del poder propio de la producción jurisdiccional, dando origen a una chispa que ilumina por igual ambos campos discursivos: el literario y el jurídico. Junto a Cárcel de mujeres, escrito por María Carolina Geel y publicado en pleno proceso judicial en su contra, Por él forma parte de una cartografía imprescindible para los estudios de derecho y literatura explorados por intelectuales como Marta Nussbaum o Michel Foucault, y donde la pregunta por los modos en que el derecho incide en la literatura y la literatura en el derecho resulta fundamenta11. En ese vaivén, entre lo literario y lo jurídico, transita este libro, y su rescate en pleno siglo veintiuno, cuando en Chile se discute el rol del derecho en la configuración política del país y se comienza a desmontar un sistema normativo que ha producido y reproducido la desigualdad, es sumamente pertinente. Este rescate bibliográfico permite no solo repensar los vínculos entre el género –sexual y literario– y el poder, sino también iluminar los modos en que el derecho ha servido como herramienta para cimentar la desigualdad.

Y es que en 1933 era impensable que Roberto Barceló Lira, miembro de una poderosísima aristocracia, fuera declarado culpable de un homicidio, y más inimaginable aún que su delito culminara en un fusilamiento. No había habido un solo aristócrata al que se aplicara la pena capital y el propio Barceló jamás pensó que él sería el primero y el único al que se le impusiera esa pena. “Al ser notificado de la sentencia de muerte, se yergue impávido el reo y se arregla la corbata”, escribe Inés Echeverría en este libro publicado con el objetivo explícito de presionar para que las cortes de alzada confirmaran el fusilamiento decretado en la primera instancia. “Este es un gesto instintivo”, describe Echeverría, “pero importa el hábito inveterado de las pequeñas vanidades, en que la ‘pose’ prima en él por sobre las más desmedradas situaciones morales […]. Enseguida vuelve al patio de los presos e invita a un compañero a jugar una partida de ajedrez. Finge serenidad y valentía, como si nada le importase tal sentencia de muerte a la que está seguro de escapar. Repite a los otros presos: ‘Saldré condenado a 20 años que me conmutarán en uno’. Coge del tablero un alfil, lo levanta en alto y exclama: ‘Contemplen ustedes el pulso de un condenado a muerte’. En realidad, el pulso estaba firme”, señala la autora en esa descripción que tan bien caracteriza la arrogancia de un individuo y de una clase, y continúa, en un final inesperado, “solo que, entre tanto, su partenario le cambió de casillero el Rey sin que se apercibiera, y todavía le hizo dos cambios más sin que tampoco los notara”.

Con la escritura de este libro, la propia Inés Echeverría, la célebre Iris, también cambia de casillero al Rey. Es ella quien, con una seguidilla de artículos en los diarios y reiteradas reuniones con personajes influyentes, revierte esa partida tantas veces arreglada de antemano. Aunque estaba en contra de la pena de muerte, tardíamente derogada en Chile entrado el siglo veintiuno, en los dos años y medio que se extendió el procedimiento penal Echeverría no cejó en su insistencia de que para Barceló solo había un destino: el paredón. “Yo estoy luchando por la justicia”, aclararía, “porque no la habrá mientras condenen a los pobres que no tienen cómo defenderse y no condenen a los ricos. Si existe la pena de muerte, tiene que aplicarse a todos”12. Esta insistencia dividiría a las clases altas que verían la conducta de la autora una traición a la “gran familia” aristocrática. Pero es también en contra de las lógicas de esa aristocracia hacia las que apunta Echeverría. Contra la petulancia de Barceló, contra la violencia hacia las mujeres que atravesaba todas las clases sociales, contra la justicia imparcial para unos y parcial para otros. Y también, de algún modo, contra su propia familia, incapaz de alzarse contra las reglas del género que condenaban a las mujeres a la violencia y a un silencio cómplice y mortal. En Por él, Echeverría denuncia las contradicciones de su clase social e intenta señalar otro camino, aunque ese camino implicara cargar ya no solo con una mujer asesinada sino además con un hombre fusilado en el paredón13.

Dice Mónica Echeverría, en el libro Agonía de una irreverente, que Inés era cercana al presidente de la República, Arturo Alessandri, a quien consideraba una figura de renovación de una clase política corrupta. Dice que, como tantas mujeres de su época, Iris andaba habitualmente armada por las calles. Que ese pequeño revólver, nacarado en su mango, la acompañó en una caminata desde su casa al Palacio de La Moneda cuando faltaban días para la ejecución y se rumoreaba la inminencia de un indulto. Dice que entró a la oficina del presidente con la prestancia que la caracterizaba. Que amenazó directamente a Arturo Alessandri, eso narra su sobrina, acaso la mayor heredera de su irreverencia, y que esa reunión fue determinante para impedir el indulto. Roberto Barceló Lira, quien fuera condenado a muerte por el Cuarto Juzgado del Crimen de Santiago el 23 de enero de 1934, moriría fusilado14. Sería el primer y único aristócrata al que se aplicó la pena capital y Por él un libro único en su incidencia sobre un juicio sin terminar.

Por él sería el último libro publicado por Iris. “Una descontenta de todo: de su país, de su medio, de su época”, diría de ella Amanda Labarca muchísimo antes del crimen. Esa charla entre Echeverría y Labarca, que tuvo lugar en 1915, revela las diferencias entre ambas mujeres, la efervescencia intelectual de la primera ola feminista y también describe una escena tan elocuente como desoladora. Mientras ambas intelectuales debatían sobre la República, la transgresión femenina y las implacables “leyes de la realidad”, fueron interrumpidas por la jovencísima Rebeca. Labarca describe su belleza, “su sonrisa como una claridad sedante”, y se dirige a ella en el párrafo final de su texto, en un monólogo de inesperados alcances acerca de la relevancia futura de Echeverría: “Rebeca, si dentro de veinte años usted constata que hay en Santiago un ambiente artístico y una intensa vida espiritual y usted encuentra en ellas un goce mudo más refinado y más alto que todos los que hoy se le puede ofrecer aquí, recuerde usted que su madre ha trabajado, ha luchado y ha sufrido para que usted pueda sentir las dulzuras de una vida que nosotros no conocimos”. Esa dulce libertad, desconocida para la inmensa mayoría de las mujeres que protagonizaron la primera ola feminista, tampoco sería vivida por Rebeca. Moriría asesinada justo antes de que transcurrieran esos veinte años, pero la obra de su madre, la escritora feminista Inés Echeverría, forjaría un camino para que otras generaciones sí imaginaran una vida distinta, vivible, y reconocieran, décadas después, el trabajo, la lucha y también el sufrimiento de las que vinieron antes.

Por él

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