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Un brusco calor palpitante le sube por el estómago y se posa en su cara, inevitablemente. Aparece cuando menos lo espera y lo necesita. No es la primera vez que enfrenta a un público y representa a sus compañeras. En esta ocasión quiere mantenerse con los ojos bien abiertos y la mente despierta.

Haber sido invitadas a este evento por el Ministerio de Salud era sin duda un significativo reconocimiento que no ocurre con frecuencia. Con la complicidad que las caracterizaba, prepararon entre todas, una a una, las láminas de la presentación en Power Point y las archivaron en un disco. Eliana asistiría como panelista al Tercer Foro de Prevención y Control del vih/sida y las Enfermedades de Transmisión Sexual en América Latina y El Caribe.

Llevaban un par de años arrendando una casona con recursos aportados por la cooperación internacional en calle Maturana, en el centro de Santiago. Este sector, llamado Barrio Brasil, las acogió en silencio. Ningún letrero señalaba a qué se dedicarían las nuevas inquilinas y se mezclaron sin inconvenientes con instituciones sociales, editoriales, librerías, almacenes, fotocopiadoras y bazares. Emergían invisibles entre el pujante comercio de repuestos automovilísticos, restaurantes, bares y fuentes de soda.

La organización está ubicada a unos pasos de la Plaza del Periodista, en cuyo centro destaca una hermosa fuente, rodeada por desvencijadas bancas de fierro forjado donde se pueden admirar los sonoros hilillos de agua y la belleza arquitectónica de las otrora mansiones de la burguesía capitalina. Por la noche deambulan parejas y grupos bulliciosos que se refugian a fumar caños o a beber a hurtadillas unas cajas de vino. Vienen del hotel Carrera, territorio exento de identidades sexuales. Allí grupos de jóvenes bailan, beben y se divierten hasta perder la conciencia. En este escenario Eliana da entrevistas a cara descubierta a diferentes medios de televisión y de prensa escrita.

Son los albores del 2000. Los medios de comunicación chilenos incluyen notas, crónicas y artículos sobre las trabajadoras sexuales. Ellas concitan interés periodístico con sus impactantes denuncias. La organización goza de prestigio y logra imponerse en la agenda mediática en medio de sucesos de la farándula y del mundo político local.

La casona es de construcción sólida. La madera noble de su interior le da cierto aspecto de calidez, aun cuando su arquitectura y su estado de conservación sean de vieja data. Consta de tres pisos unidos por unas angostas escaleras de madera. A la entrada se ubica la recepción. En el segundo piso se reúne el Sindicato Nacional de Trabajadores Independientes “Ángela Lina”. El tercero lo habita una señora mayor sola que comparte con ellas sin problemas. Les presta el teléfono si la línea está muerta por no pago o, solícita, informa a las visitantes que acuden fuera del horario de funcionamiento. Más de una vez manifestó su apoyo por el quehacer del sindicato. Piensa que este es un país lleno de hipócritas, y ella, anciana ya, es lo que más aborrece de la gente.

El sindicato posee cuatro oficinas, un baño y una diminuta cocina. Las salas están dotadas de mobiliario básico, repisas con abultadas carpetas y equipos de computación. En las paredes y en las escaleras se exhiben afiches y carteles. El local recibe a las compañeras para conversar, compartir un café, un abrazo y una sonrisa.

En una de las salas más grandes realizan un taller semanal de desarrollo personal como parte del apoyo que da la organización a las asociadas. En el taller, las compañeras alteradas por las vivencias del “ambiente” encuentran apoyo emocional, aprenden reiki y técnicas de relajación. Un grupo de mujeres profesionales de la salud y las ciencias sociales son sus aliadas en este cometido.

La directiva del sindicato se reúne semanalmente. Planifican las salidas a terreno, en especial los recorridos a medianoche por las oscuras avenidas y las periféricas rotondas. Conocen ese riesgo, incrementado por la disputa del territorio con los travestís, la deslumbrante, ruidosa y embriagada competencia que opaca la presencia de mujeres que a la luz del día pasan inadvertidas como cualquier vecina del sector. Llegar hasta donde están las compañeras con un café o con un sándwich, con folletos y condones, es una de las fortalezas del sindicato liderado por Eliana.

En la reunión previa a su viaje, sus compañeras le advirtieron que debía ceñirse a los diez minutos de su exposición y disfrutaron recordando cómo en una ocasión Eliana ilustró al auditorio sobre la mejor manera de seducir a un cliente receloso del preservativo usando la lengua y los labios. O cómo en otra reunión de análisis de los resultados de un estudio de aceptación del uso de condones pidió la palabra y se dirigió al médico que exponía en ese momento inquiriéndole: “¿Y usted, doctor, es casado? ¿Usa condones cuando echa una canita al aire?”.

Eliana seleccionó su vestimenta y su perfume favorito –ese que le gusta oler en el movimiento de su pelo mientras camina, el mismo que reconoce al hacer el amor mezclado con los fluidos del sexo–, guardó los útiles de aseo sin olvidar ninguno, sus zapatos, los accesorios y su ropa interior preferida: la de color rosa. Fue a la peluquería y se cortó y tiñó el cabello. Quería sentirse bien, como ella acostumbraba.

Era mi primer viaje al Caribe. En recorridos breves había visitado Bolivia, Paraguay y Perú, invitada a mostrar nuestras experiencias de la organización en Chile, y solo había vivido un par de años en Argentina, pero por razones muy distintas. Sin embargo, ahora me dirigía a Cuba, un lugar que desde Chile yo veía tan lejos y sobre el cual había escuchado tantas versiones contradictorias. Estaba ansiosa por llegar. El evento me interesaba mucho. Quería conocer a más personas que trabajaban en el tema, ver a las compañeras de los países vecinos, a quienes admiraba por los logros sociales y políticos que habían conseguido antes que nosotras en Chile. Quería hacer todos los contactos posibles, lograr buenas relaciones era uno de mis propósitos. Allí sería posible conocer a gente importante, y en particular sentía mucha curiosidad por recorrer las calles de la Isla, hablar con la gente y conocer también a mis compañeras de oficio.

Durante el viaje solo pensaba en el momento de mi llegada. Quería que todo resultara sin problemas y que ojalá estuvieran esperándome, como habían prometido los organizadores en cada una de las comunicaciones previas.

El viaje estuvo calmo hasta que aterrizó el avión. Me estaba levantando cuando escuché, atónita, el aplauso cerrado a los tripulantes. Alguien de un asiento posterior comentó que los cubanos eran los mejores pilotos del mundo.

Avancé con el ritmo de los otros pasajeros, que se detuvieron a retirar sus bolsos de los compartimientos superiores. Al llegar a la puerta de arribo me llevé la primera impresión. Me espantó una asfixiante ola de calor que me golpeó con dureza y sin compasión. De inmediato comencé a sudar y noté en mi cuerpo la diferencia entre el calor húmedo y el calor seco acostumbrado en mi país. Suspiré resignada y deseé que en tierra fuera diferente. Me animó la calma que sentí al entrar a las oficinas del aeropuerto. Allí se podía respirar mejor.

El tránsito por la policía cubana fue un tanto lento pero aparentemente sin grandes dificultades para nadie. Estaban enterados del evento y esperaban a miles de extranjeros que invadirían las calles, los hoteles y los lugares turísticos. Apenas informé al policía que revisaba mi documentación a qué iba a Cuba, brotó una sonrisa del mulato y con un sonoro “compañera, bienvenida a la Isla”, me devolvió el pasaporte y mi ingreso se facilitó de inmediato.

Me dirigí a buscar mi maleta. Iba de prisa. No quería que se me adelantaran muchos pasajeros ni que los que venían a buscarme me perdieran de vista. No sabría qué hacer si me perdiera. Sentí un poco de temor de quedarme sola allí. Pero no, apenas me encaminé a las últimas puertas y entregué mis comprobantes del equipaje, vi a poca distancia a un grupo de personas con carteles gritando a viva voz varios nombres, y entre ellos creí escuchar el mío. Me acerqué contenta a una espléndida muchacha, cuya piel morena expelía brillos, que me pareció que cubrían también una parte del cartel que portaba con mi nombre. Me aproximé aliviada y sonriente y le dije: “Yo soy Eliana Dentone, de Chile”.

El traslado desde el aeropuerto José Martí al hotel fue rápido y sin contratiempos. Bastó que identificaran y agruparan a las doce personas –entre ellas yo– de la nómina que portaban los agentes de la empresa de turismo contratada para tal efecto. Ya instalada en el cómodo bus, con aire acondicionado, para mi alivio, y como me gusta conocer a la gente, comencé a preguntar quiénes eran, de qué país provenían, presentándome al mismo tiempo yo. La decena de viajeros estaba compuesta por hondureños, peruanos, argentinos, ecuatorianos y dos chilenos.

El camino hasta la ciudad era como lo había imaginado. Un verde intenso con árboles desconocidos, palmeras, helechos gigantes, alternado con flores multicolores cubiertas por gotitas de agua.

Pero cuando quise abrir una ventanilla para ver mejor ese paisaje bellísimo, el calor húmedo me sofocó al instante, causándome otro susto. La simpática voz que me había recibido y llevado hasta el bus cambió de pronto y con un acento inconfundible y un tono muy fuerte a lo cubano, me gritó “cómo se te ocurre hacer eso, mami”, y continuó agregando que no debí abrir la ventana, de lo contrario “el aire acondicionado no sirve de nada, mami”. Y cómo iba yo a saberlo, pensé, susurrando un tanto asustada, en mi casa no hay de esas cosas, solo en algunos autos y en algunas oficinas he visto esa cuestión. Es más –pensé orgullosa– en mi país no lo necesitamos.

Si hasta acá la belleza exuberante del camino me traía encantada, mi sorpresa fue mayúscula cuando el minibús se detuvo y los guías nos invitaron a descender e ingresar al hotel. No retuve el nombre de aquel hotel. Posiblemente en alguna película había visto algo parecido: un gran hall, diferentes salones, varios pisos, modernos ascensores y el ruido de las olas del mar muy, pero muy cerca. Seguí a los demás hasta acercarme al mesón para registrarme –estaba todo en orden con mi reserva realizada desde Chile–. Luego de darme las llaves y desearme una excelente estadía, nos anunciaron a todos los recién llegados que el hotel nos tenía preparado un cóctel de bienvenida. Se acercaron unos guapos muchachos morenos con bandejas repletas de refrescantes mojitos y otros tragos combinados con mango y maracuyá, al tiempo que iban informándonos de la ubicación de las distintas instalaciones y los atractivos del hotel, que en ese momento me enteré que era de cinco estrellas.

Cuando hube sorbido por completo y agradecido el vaso de mojito, un joven conserje me llevó por el ascensor hasta mi habitación, portando mi maleta y abriendo la puerta amablemente para que yo ingresara. Al mirar adentro me sentí como una reina. Él ya se retiraba, deseándome una grata estadía, cuando me di cuenta de que era necesario darle una propina. Llevaba poco dinero, pero me acuerdo que algo tengo y saco un arrugado dólar que siempre llevo en mi billetera para la suerte y se lo alargué un tanto compungida. Él lo agradeció con una amplia y blanquísima sonrisa inundando su rostro moreno y diciendo: “¡Gracias, compañera!”.

El cuarto era espacioso, con una gran cama, baño privado, frigobar, teléfono, ventanales del techo al suelo de la habitación y aire acondicionado. Antes de despedirse, el joven me mostró por uno de los ventanales la piscina natural, ubicada en el jardín del complejo turístico, y me dijo que si lo deseaba podía bajar. Desde la ventana pude ver multiplicada la verde vegetación y una piscina que se unía con las olas del mar. No podía creer tanta maravilla; ni en sueños habría imaginado estar en un lugar así. Pensé qué maravilloso sería si todas mis compañeras tuvieran la oportunidad de conocer y disfrutar de un sitio como este. Al mismo tiempo yo sabía que en los escasos cuatro días que duraba el evento, sería muy poco probable que pudiera gozar de esas maravillas. El programa de actividades estaba lo suficientemente recargado como para que quedaran solo algunos ratos en la noche o al mediodía para escaparse a conocer la ciudad. También yo sabía que había que tener dólares para moverse con tranquilidad y dárselas de turista. Tanto el hotel como el lugar del evento estaban lejos de La Habana Vieja, así es que decidí dos cosas; la primera: dejar cerradito y sin tocar el frigobar, ya que alguna vez me había quedado sin un peso por tomarme una inofensiva agua mineral, y la segunda: que solo saldría a dar una vuelta por la ciudad un día en la tarde, antes de regresar a Chile, para conocer a la gente del pueblo y para ver a mis compañeras trabajando.

Las siguientes horas de la tarde, además de desempacar y refrescarme un poco con una ducha fría, las destiné a ir a registrarme al lugar del evento, recibir las credenciales, el infaltable bolso con el programa, el libro con la publicación del foro, un lápiz y unos vales para los almuerzos. Luego me propuse tratar de ubicar el lugar donde haría mi presentación al día siguiente.

En mi recorrido por el inmenso y majestuoso Palacio de las Convenciones comencé a sentirme más en confianza. Allí me encontré a varias personas con las cuales ya había compartido en otras ocasiones en foros y seminarios similares. Era impresionante ver tantas caras conocidas; me daban ganas de preguntar: ¿desde qué evento que no nos vemos? o ¿irás al próximo encuentro en Brasil?

Los participantes rápidamente nos transformamos en un bullicio de unas tres mil personas, transitando por los pasillos, las salas, conversando en pequeños grupos en las escalinatas, todos requiriendo información, confirmación de vuelos, algunos solicitando cambios de hotel, más materiales, en fin… Ardua tarea para el abrumado equipo organizador, pensé.

Entre los conferencistas se rumoreaba que incluso el compañero Fidel podía aparecer durante la inauguración o en la ceremonia de clausura. Me emocionó la idea. Tenía ganas de conocerlo, o al menos verlo desde el auditorio y escucharlo hablar.

Era un evento importante. Allí estaban convocadas cientos de instituciones públicas y privadas, organizaciones sociales, no gubernamentales, académicos y los activistas de América Latina y El Caribe que luchan contra el sida; por lo cual Eliana estaba expectante, deseaba hacer

su mejor presentación, mostrar su manejo en el tema y sobre todo

lograr sensibilizar a todos los que la escucharan. Quería hablarles de los problemas y de la lucha diaria de las trabajadoras. Deseaba lograr, con la fuerza de su convicción, que su causa no quedara relegada a un segundo plano entre tanta discusión, análisis científico y la atención que siempre en estos eventos acaparan otros grupos como los gays y los jóvenes.

Esa misma tarde llegó el esperado momento de la sesión inaugural. Casi sin que me diera cuenta, de pronto ingresó él en el escenario, el Comandante Fidel. Yo me encontraba fascinada, miraba a cuanta persona podía ubicar desde mi asiento y saludaba con gestos alegres a aquellos que estaban más lejos. Él entró de improviso, se sentó junto a otras autoridades, saludó alzando las manos con una ancha sonrisa. Yo no escuchaba lo que declaraba en ese momento el ministro de Salud cubano, quien suspendió su discurso por un momento, ya que el ruido de los aplausos apagó su voz. No creo que alguien se concentrara en los discursos que siguieron. Ni yo misma lo recuerdo. Estaba prendada de su figura sentada pacientemente. Observé que varias veces se acercó a musitar al oído de una persona que se encontraba de pie junto a él. ¿Estará aburrido? ¿A cuántas ceremonias de este tipo le habrá tocado asistir? –pensaba yo–. Lo veía sonreír con ganas cuando contemplaba a grupos de música y danza que representaban a cada uno de los países presentes, luego de las intervenciones oficiales. Por supuesto me emocioné cuando tocaron y bailaron una bien zapateada cueca chilena, y junto a los pocos compatriotas que estábamos en el público, aplaudimos con entusiasmo desmedido para acompañar el baile. Para mi pesar y el de todos, creo, él no intervino durante la ceremonia de inauguración, no obstante era notoria su presencia. Todo el mundo aplaudió su ingreso y su retirada. El aplauso fue cerrado y todos nos pusimos de pie. Incluso creí ver varios ojos empañados por las lágrimas de solo mirar desde lejos al Comandante y darse cuenta de que estaban allí, junto a él, compartiendo el mismo espacio.

Recién cuando se hubo retirado, entendí el notorio revuelo producido por el aparato de seguridad. Las medidas fueron extremas, así me pareció a mí. La verdad es que todos sufrimos una cargante revisión al entrar al recinto, al salón de actos y luego para transitar por cualquier espacio del amplio lugar. Hubo un despliegue nunca antes visto por mí de cientos de policías, que revisaron uno a uno nuestros bolsos y carteras, requisaron máquinas fotográficas y cualquier otro objeto que les resultara sospechoso. Varios participantes quedaron molestos con este inesperado operativo.

De la inauguración oficial, plena de discursos de bienvenida, deseos de éxito para los propósitos del evento y planteamientos de las más altas autoridades de salud de la Isla y representantes de los gobiernos de Brasil y también de Chile, pasamos a un caluroso (allí no había aire acondicionado), regado y surtido cóctel donde no faltó el refrescante mojito, desconocidos embutidos, frutas y jugos exóticos y toda clase de platos exquisitos de la cocina cubana. Todo lo que pude probar fueron para mí deliciosos manjares.

Al día siguiente, cerca del mediodía y cuando menos lo esperábamos, apareció nuevamente él, mientras se celebraba una sesión especial con las autoridades de los programas del sida de los países presentes. A diferencia de la sesión inaugural, venía dispuesto a dirigirse al auditorio. Eso se notó apenas ese gigante imponente, con su habitual uniforme verde oliva, se acercó al micrófono preparado para él y dijo en tono resuelto y risueño, mirando de frente a los tres mil pares de ojos y oídos ávidos… “seguramente están pensando que ya es hora de salir a almorzar. Lamento decirles que tendrán que escucharme y puede que me alargue un poco, como dicen por ahí”. Todos nos reímos al unísono, comentando los que estábamos en asientos más cercanos: “¡Ojalá no sea cierto lo que está diciendo, hace rato que tengo hambre!” Y estaba en lo cierto, su discurso interesante, lúcido, amplio y atingente al tema que nos reunía, se prolongó por más de cuatro horas, durante las cuales no faltó quien saliera a respirar, a iniciar una rápida colación o simplemente a ir por un café o dirigirse al baño. Yo fui una de las que no aguantaron la necesidad de ir a los lavamanos a refrescarse un poco.

Me impresionó su conocimiento sobre el sida y su capacidad para hablar sin detenerse durante todo ese largo tiempo (y yo preocupada cuando apenas tenía diez minutos para dirigirme al público). Se paseó con soltura por los impactos sociales, políticos y económicos que provoca la enfermedad; recurrió a estadísticas de la epidemia en su país, en América, en África y Asia; se refirió a los planes de solidaridad internacional del pueblo cubano con otras causas, especialmente al apoyo médico en el continente africano; señaló los miles de estudiantes extranjeros formados en las universidades cubanas y muchos otros antecedentes que no logré retener.

Cuando consideró que era suficiente y hubo concluido su discurso, él mismo nos invitó a levantarnos e ir a recoger el almuerzo, que seguramente nos esperaba un tanto frío, aseveró. Yo me fui directo a la sala donde sería mi presentación esa misma tarde. Habían transcurrido más de cuatro horas –las había verificado en mi reloj pulsera– y ya no tenía hambre. Transité por uno de los pasillos y les regalé el vale de almuerzo a unos activistas que estaban acomodados en el suelo. Estaba un poco nerviosa y quería mirar antes el terreno que pisaría algunas horas más tarde.

A esa misma hora, afuera, hacía muchísimo calor. Los habitantes de la Isla se acababan de enterar de la decisión del gobierno de ejecutar a tres marinos desertores. Los ánimos estaban encendidos. Corría el rumor de que en el malecón se estaba reuniendo una multitud para manifestarse en contra de esa medida. Otros comentaban que la protesta no prosperaría, que el grupo se dispersaría al instante en cuanto el Comandante bajara de su jeep. En las noticias de esa noche no apareció este suceso, aunque al día siguiente, a media voz, los conferencistas, particularmente los extranjeros, comentaron el hecho calladamente en los pasillos del Palacio de las Convenciones.

Nuevamente allí estaba ese calor rozando sus mejillas. Imaginó que todos la observaban. Repasó el auditorio buscando un rostro conocido. Divisó a personas que le resultaron familiares, simpatizantes de su causa, a unos compatriotas de la Comisión Nacional del sida y junto a ellos a una reconocida parlamentaria.

Era la oportunidad de sensibilizar al público y conseguir apoyo. En Chile se avanzaba poco y lento. La idea de un trabajo en redes le devolvía las fuerzas. Además quería ver con sus propios ojos lo que sucedía en la Isla, según rumoreaban sus compañeras.

Eliana se vio alta y soberbia sobre el pódium. La penumbra de la sala no impidió divisar en su blanca tez dos aureolas rosadas. Solo ella notaba el pequeño hilo de sudor que humedecía el vello finito detrás de su cuello. Agitó la cabeza con altivez. Ese gesto coqueto y seguro la refrescaba. Se calmó un poco. Sonrió y pensó: ¡Esto se parece a aquella primera vez! Respiró profundo, tragó un poco de saliva, y comenzó a hablar lento pero firme.

Aquella primera vez, cuando él tomó la iniciativa de acercarse y hablarme, le dije despacito, acercando mis labios a su oído, que solo iba a acompañarlo un momento para conversar. Mentira. Yo sabía que no había venido hasta a mí por eso, al menos esa primera noche. Llevaba un traje gris, con pequeños trazos negros –a simple vista se notaba que era de buena tela, de esos paños que llevaban mi padre y mis tíos para las ocasiones especiales–. Sus zapatos lucían brillantes bajo la escasa luz del local. Se movía con agilidad, avanzando con la seguridad de quien lleva una billetera suficientemente abultada para costear cualquier deseo. No titubeó ni un segundo cuando clavó su mirada justo a la altura de mi cara y casi susurró: “¿Cómo te llamas?” Yo le respondí de inmediato, medio turbada, “Elizabeth, Elizabeth”, arrastrando y siseando las últimas sílabas de esa reciente identidad asumida con orgullo.

Apenas ingresé a la disco Marabú, en la calle Emiliano Figueroa, la dueña del local, mirando alternadamente a mí y a Gina, como buscando nuestra aprobación, con voz potente y segura exclamó: “Pero si eres igualita a la actriz esa de los ojos violetas, la Elizabeth Taylor”. Desde ese momento y con mi total aceptación, el nombre de fantasía que me acompaña hasta el día de hoy es Elizabeth.

Él me miró con ojos encantados. Dijo me llamo Luis Enrique. Me tomó de la cintura y me llevó hasta el centro de la pista de baile. Me apretó solo un poco, lo suficiente para que percibiera su olor a perfume caro. Terminado el baile, un bolero de Lucho Gatica, me invitó a salir. Yo acepté. Me caía bien. Me agradaba su olor y su forma de tratarme.

Lo había observado detenidamente mientras saboreaba su trago sin dejar de mirarme. Se veía elegante. Era mayor que yo, tendría unos 60 años, mostraba un aspecto jovial en su sonrisa y sus manos eran firmes. Su mirada clara me tranquilizó. Yo no sabía cómo tenía que comportarme. Gina solo me había dicho que todo dependía de lo que yo quisiera hacer y la verdad es que no tenía nada de claro hasta dónde era capaz de llegar. Mis piernas estaban un poco débiles y a pesar de que siempre había usado zapatos de tacos altos, esa noche me apretaban más de lo acostumbrado.

Hablamos un rato de esas cosas que son difíciles de recordar porque se conversan muchísimas veces con distintas personas en lugares diversos. Yo trataba de seguirle la conversación. Pasamos del calor de ese verano a la contaminación de la ciudad y nos referimos brevemente a los hijos. Él tenía dos, igual que yo. ¿Qué coincidencia, no? Me contó que era anulado dos veces y que vivía con su hermana, una enfermera soltera.

En un momento de pausa, esas donde algunos dicen: “pasó un ángel”, no pude dejar de pensar en el lugar donde estaba y para qué estaba allí. Justo en ese instante me pidió que lo acompañase. No esperó mi respuesta; quizá estaba seguro de que no me iba a negar. Bastó salir del local para ingresar al hotel, ubicado al lado derecho de la misma cuadra. Me llevaba de la mano. Me gustó ese gesto. Tenía la sensación de que iba a ser amada como cualquier otra mujer que va orgullosa y sintiéndose querida a los brazos de su amante. Casi logré sentirme como su señora. Me había contado que llevaba varios años separado y que estaba solo. Pero no, yo sabía que por más que me ilusionara con la idea, su amabilidad respondía a que quería estar conmigo en la cama. Como decía mi mamá, “jamás confíes en las intenciones de los hombres, al final resultan ser todos iguales y siempre quieren lo mismo de una”. Yo había tomado la decisión. Aunque resultara difícil, yo quería enfrentar esta situación. Me propuse –el mismo día que crucé las puertas de ese local– que no habría vuelta atrás si de mí dependía.

Claro que tenía miedo, pero poco a poco fue desapareciendo cuando él me empujó suavemente hacia el interior de la habitación. Las luces bajas me envolvieron, junto con una melodía romántica que salía de un parlante que no logré identificar hasta dejar la cartera sobre el velador y mirar a la cama. Allí había, un minúsculo panel sonoro y dos perillas, arriba del respaldo de esa cama de dos plazas, a una altura suficiente para que cualquier persona recostada lo pudiera alcanzar y subir o bajar el volumen. Con el tiempo y recorriendo otros cuartos similares, supe que la segunda perilla era para controlar la intensidad de la luz.

Mientras mi curiosidad innata trataba de averiguar para qué eran las perillas, él tomó mi cara con sus manos, me miró a los ojos y trató de besarme. No pude, volví la cara. La cama esperaba alisada y silenciosa, quizá aguardando el bullicio y el revoltijo de cuerpos anunciado con nuestro ingreso a la habitación. Me quedé muy quieta, esperando su reacción. Sostuve el aliento pero no pude evitar que él viera dos lágrimas que brotaron en contra de mi voluntad. Me sobrevino una sensación de angustia que me pareció haberla ya experimentado. El papel floreado y deslucido del cuarto aumentaba mi desazón. Sí, esa sensación se parecía a la punzada en el estómago y al mareo que sentí aquel día cuando abrí la puerta de mi pieza y vi dos cuerpos agitándose en mi cama matrimonial. Ese día me sentí igual de tonta y aturdida. Yo estaba allí y no calzaban las cosas. Quería escapar…, estar en otro lugar. Me repetía “¡no es verdad lo que está ocurriendo!” Pero sí. En esas dos ocasiones yo estaba allí y aunque no me gustaba lo que estaba ocurriendo, descubrí en las dos ocasiones que esa era mi realidad. Mi verdad.

Él trató de calmarme. Creo que lloré un poco en silencio como muchas veces aún hago. Ahora ya nadie se da cuenta. Me las he arreglado muy bien para llorar por dentro y sonreír por fuera.

Su reacción fue inesperada. En lugar de apremiarme, intentó consolarme, pero mi pena no cedía. Volvió a la carga. Insistió en que me quitara la ropa. No pude. Algo indescriptible me paralizaba y hacía que me resistiera. Como mis lágrimas seguían escapando sin control, él dejó de insistir, tomó las llaves del cuarto, me alargó unos billetes, me tomó de la mano y me dijo: “¡Vamos a comer!”.

Lo seguí por inercia. Bajamos a un pequeño restaurante al lado del hotel. Durante la comida habló mucho de él. Fue un alivio. No tuve que contar nada sobre mí. Recuerdo que a pesar de todo, reímos y la pasamos bien. Parecíamos dos viejos amigos encontrándose después de años de no haberse visto. Lo único que me distraía de su conversación era mirar de vez en cuando –para que no lo notara– mi cartera donde había guardado rápidamente los billetes que él me había dado.

Lo primero que llamó la atención de Eliana al ingresar al local fueron las luces tan tenues. El ambiente olía a tabaco y a alcohol. Observó unas pocas mesas laterales ubicadas bajo la penumbra. Varias mujeres deambulaban al igual que ella por la sala. Todas llevaban su mejor vestido de noche y accesorios de fiesta. Algunos adornos deslucidos en el techo dejaban ver el paso del tiempo. El tono de la luz ayudaba y el color verde oscuro de las paredes aumentaba el ambiente de intimidad. Ruido de voces, de vasos que chocaban y de risas que dejaban de escucharse por la música. Hombres sin identidad entraban, saludaban, se acercaban a algunas de las mujeres, las llevaban a bailar o se retiraban a las mesas de los costados. Ellos venían solos o en ruidosos grupos. El ambiente era de fiesta. La música invadía hasta los más apartados rincones. El aire se confundía con el humo. Ella quería evadirse y seguir pensando que había ido solo porque la habían invitado a conocer el local, a ver si aquello le gustaba. Y le gustaba, claro, parecía una fiesta, una de esas fiestas inolvidables.

Entré resuelta del brazo de Gina, una amiga que acababa de hacer en la consulta médica donde trabajaba como secretaria y recepcionista. La consulta era de un colega de mi primo ginecólogo.

Llevaba un vestido negro de noche, largo, con dos amplias aberturas en los costados. Me adorné además con un juego de aretes y un collar dorado. Llevaba mi inseparable reloj pulsera y una pequeña cartera de charol negra.

Gina me cayó bien desde el principio. Su cabellera negra contrastaba con su piel mate y sus rojos labios. Su pecho y sus caderas generosas llamaron mi atención. Era joven, hermosa y caminaba como si ningún problema en la vida le afectara. Fue lo que pensé la primera vez que la atendí en la consulta. Hablaba con soltura y acostumbraba a mirar por sobre el hombro a todo el que se le acercaba. Ella me dio confianza de inmediato. La observé detenidamente mientras hojeaba unas revistas Vanidades en espera de su revisión mensual con el médico.

Un día cualquiera, luego de salir de la sala donde el médico le había realizado su control mensual, Gina se acercó a mi escritorio y sonriente comenzó a adular mi rubia cabellera. Hablamos de la mejor manera de teñirse el pelo para que el brillo jamás se perdiera y de otras banalidades. Simpatizamos de inmediato. Creo que comenzamos en ese instante nuestra amistad. Al despedirse, volvió y casi como una oferta que no se podía rechazar, me dijo: “Este sábado nos vemos en mi casa, te invito a tomar once, te dejo la dirección”, y me alargó un pequeño papel.

Ese sábado llegué a su casa a eso de las cinco de la tarde. Nos sentamos cómodamente en su living. Con cierta curiosidad, no pude dejar de admirar su buen gusto. Los sillones eran de terciopelo verde, suaves y blandísimos. Saboreamos un té, unas galletas y unos panecillos dulces. Fluidamente iniciamos nuestra conversación. Ella me preguntó dónde vivía y con quién, quiso saber detalles de mi vida familiar, sobre mis hijos y mi marido. También me preguntó sobre mi sueldo en la consulta. Las dos coincidimos en que era muy poca plata para poder vivir bien. Me contó que ganaba bastante más y trabajando mucho menos. Gina trabajaba en una Disco y le iba bien, eso se notaba en sus muebles, en los costosos adornos de su departamento y en la elegante vestimenta que siempre llevaba. Me invitó a acompañarla a la Disco, a su lugar de trabajo. Me aseguró que me iría muy bien y que por último fuera a probar suerte y si no me agradaba, no tenía más que seguir trabajando en lo que estaba.

Se me antojó que a mis 29 años eso podía resultar. Necesitaba hacer algo. El escaso dinero que recibía en la consulta apenas me alcanzaba para ayudar con los gastos de la casa. En el último tiempo, cuando iba a visitar a mis hijos, mi suegra se quejaba de que lo que yo le daba no era suficiente. Me decía que debía hacerme cargo de los niños económicamente. Ella no estaba en condiciones, a ella tampoco le alcanzaba la plata.

Gina tenía una sonrisa grande y roja aquel día. A mí se me ocurrió que usábamos el mismo rouge. Mientras se apoyaba en la barra y cruzaba sus firmes y redondas piernas, me dijo: “Tranquila. Acá solo tienes que hacer lo que tú quieras. No te pueden obligar a nada. Si alguien te simpatiza, vas con él. No te preocupes, yo estaré cerca mirando. Anda, ve a bailar. Allí hay uno que hace rato te mira”. Gina tuvo la precaución de contarme que si quería intimar de cualquier manera, debía salir y sugerir ir al hotel ubicado al lado de la Disco.

No pensé demasiado en lo que sucedería en el futuro. Consideré la invitación de Gina como otra forma de ganar más plata y a eso fui a la Disco.

Tomé la decisión rápidamente. Renuncié a mi trabajo en la consulta, luego de haber permanecido dos años allí sirviendo café a los doctores, llevando el cuaderno de las horas, atendiendo el teléfono y regando la única planta de interior, posada en una mesita de centro junto a un revistero de la sala de recepción.

Luego de mi primera noche en la Disco y de lo vivido con Luis Enrique, regresé a casa de madrugada. Mamá dormía. Su sueño liviano, junto a mi larga ausencia, hizo que se despertara apenas ingresé en puntillas evitando hacer ruido en las tablas sueltas de la galería.

–¿De dónde vienes? –preguntó medio aturdida aún por su sueño sobresaltado–. ¡Se te nota cansada! ¿Comiste algo? ¡En la cocina te guardé un plato! ¡Come algo antes de irte a descansar, niña!

Yo había preparado las cosas con anticipación. Le había contado a mi mamá y al resto de la familia que vivía con nosotros que había encontrado un nuevo trabajo donde ganaría más dinero. Les dije que ahora trabajaría de camarera en un hotel en el centro de Santiago y que mi contrato era con turnos de día y de noche. Nadie me preguntó más detalles, solo a mi mamá le preocupó que tuviera que trasnochar todos los días. Pero yo la tranquilicé diciéndole que a mí me gustaba el nuevo trabajo, que me trataban muy bien y que en el día solo serían algunas horas, por lo tanto regresaría por las mañanas a descansar un rato, a ducharme y a cambiarme ropa.

Hasta el día de hoy nunca he dicho cuánto gano. Tampoco nadie me preguntó o trató de involucrarse en mis asuntos. Desde ese momento abrí una cuenta de ahorro y comencé a meter plata en el banco.

He podido ahorrar y ayudar en todo lo que se necesite en la casa y sobre todo apoyar la educación universitaria de mis dos hijos.

Esa mañana, con la sonrisa de Luis Enrique aun en la memoria y lanzando unas palabras sueltas al aire para tranquilizar a mamá, me dirigí hasta la cocina pero no tenía hambre. Moví algo de la vajilla para que ella creyera que había comido y fui hasta mi cuarto, ubicado al lado del dormitorio de mi madre desde siempre. Me recosté sobre la cama. Tampoco tenía sueño. Estaba demasiado excitada con todo lo vivido. Me gustó la plata y la sensación de poder obtenerla de esa manera. Iba a poder resolver las necesidades que en ese tiempo tenía. Por mi mente pasaban rápidas imágenes de Luis Enrique: su gesto y su actitud comprensiva, la que con seguridad era un raro comportamiento. Las cosas que me contó de su vida daban vueltas y vueltas en mi cabeza. Ya no aguantaba las ganas de que pasaran rápido las horas para volver a verlo.

Lo esperé en la Disco tal como habíamos quedado la noche anterior. Se demoraba y tuve que hacer esfuerzos para aguantar un poco de frío que sentía, mientras consumía mi Coca-cola; Gina me había sugerido que tratara de no beber alcohol, pero a mí nunca me han gustado los tragos ni los cigarrillos. Esperándolo pacientemente se me vino de pronto a la cabeza una canción de ese talentoso niño español Joselito, que a mí me encantaba. Me la había aprendido durante mi largo noviazgo con Víctor, mi ex marido, y no pude evitar cantar despacito, solo para mí:

Una vez un ruiseñor,

por las claras de la aurora,

quedó preso de una flor,

lejos de su ruiseñora.

Esperando su vuelta al nido,

ella vió que la tarde moría,

Y a la noche cantándole al río,

medio loca de amor le decía:

¿Dónde estará mi vía

por qué no viene?

Qué Rosita encendida

me lo entretiene.

Agua clara y de caminos,

entre juncos y mimbrales,

dile que tienen espinos,

las rosas de los rosales.

Dile que no hay colores

que yo no tenga.

Que me muero de amores.

dile que venga.

Estaba inquieta. Quería que apareciera pronto. Luis Enrique me había gustado apenas se me acercó. La velada de la noche anterior y su comprensión frente a mi rechazo hacían más deseable su compañía. No quería que ningún otro parroquiano se me acercara. Evité a varios que me invitaron a una bebida o buscaron conversación conmigo esa segunda noche, mientras yo, sola, con un largo vestido de noche, rojo, esperaba en la barra del bar a que apareciera Luis Enrique.

¡Allí estaba de pronto! ¡Por fin! Miré mi reloj. Eran las dos de la mañana. Entró a la Disco y fue directamente hasta donde yo estaba. Llamó al mozo. Pidió una Coca-cola para mí. Él tomó, sediento, una piscola y salimos. Partimos. Ambos avanzando lentamente con la seguridad del camino conocido. Él iba susurrando en mi oído palabras amorosas…, ardientes. Me decía que me había extrañado y que había tenido harto trabajo ese día y que su hermana lo había retenido más de la cuenta porque no quería quedarse sola.

Me abrazaba con soltura y con confianza. Me llevó nuevamente hasta la misma habitación del hotel de la noche anterior. Esta vez fue distinto. También yo deseaba su forma amable y delicada de tratarme. Además, el que llevara ya unos años de separada anuló cualquier asomo de resistencia de mi parte. Entramos a la pieza y comenzó a desnudarme y a besarme sin apuro. Lo dejé hacer. Sentí unos leves estremecimientos de placer. Un hilillo de sudor me brotó en el cuello. Cerré los ojos. Me dejé envolver en su aroma. Dejé que recorriera y amasara mi cuerpo a su antojo.

Me amaba con suavidad, atento a mis señales placenteras. No dejaba de hablarme y eso me excitaba mucho. Estaba sobre mí. Mirando directamente a mis ojos. Enlazaba mi espalda y mis piernas con seguridad pero sin fuerza. Tomaba con sus manos mi cuello y lo besaba mojándolo con su lengua sedienta. Bajaba por mis brazos, hasta rozar uno a uno los dedos de mis manos, mojándolos con su saliva abundante y tibia. Lograba que me retorciera de placer, que brotara libre la humedad bajando desde mi centro, chorreando por mis piernas. Comenzaron a salir de mí gemidos guturales y roncos que recién iba conociendo; provenían de mi garganta. Humedecí mi cuerpo entero y las sábanas. No era posible saber a quien de los dos pertenecía esa mezcla olorosa, agridulce de fluidos. Sí, yo sentía que me daba más que gozo. Sentía una unión ardorosa con él.

El tiempo en esa cama parecía detenerse. Logró que me entregara totalmente. No había prisa ni en sus ademanes ni en sus palabras. Me trató como se trata a una señorita. Eso ayudó a que mi ingreso al trabajo fuera como sí, en cualquier otra situación un hombre me hubiera llevado dócilmente a la cama para amarme con un abierto deseo.

Cuando Luis Enrique estuvo satisfecho y yo aún suspiraba agitada, encendió un cigarrillo, se vistió cuidadosamente, mientras yo, aún turbada, tomaba los billetes que él colocaba en el velador y rápidamente los guardaba en mi cartera. No se fue sin antes decirme:

–¡Adiós, muchas gracias por todo! ¡Nos veremos pronto!

Ocurrió tal como dijo. Fue a buscarme a la Disco muchas veces, durante años. Nuestra relación y nuestra amistad fueron creciendo; así como nuestras confidencias. Varias veces me planteó que cuando quedara solo, es decir, cuando muriera su hermana solterona, quería que me fuera a vivir con él. Aún nos vemos, y lo que nunca ha cambiado en nuestra relación es la forma de hacer el amor. Conversamos mucho y yo recibo siempre la plata que él deja en el velador del cuarto donde nos acostamos, aunque en los últimos años a veces solo me preocupo de acariciarlo y de escucharlo. Su edad le ha pasado la cuenta en el plano sexual y su potencia viril ha ido disminuyendo. Le cuesta excitarse y a veces simplemente se conforma con que yo le dé un buen masaje a su cuerpo cansado.

Mi entrada al comercio sexual no fue ni siquiera pensada por un instante antes en mi vida. Me casé enamorada, probablemente como todas, sintiendo y queriendo que esa unión durara toda la vida, pero las cosas cambiaron abruptamente el día en que descubrí que mi esposo me engañaba en mi propia casa. Al igual que como hizo mi madre, jamás pude disculpar esa traición. Intenté algún trabajo; sabía que debía responder por la crianza de mis dos niños. Al separarnos, mi marido ofreció quedarse con ellos; en ese momento a mí me pareció la mejor alternativa y hasta el día de hoy no me arrepiento. Él los ha educado y yo jamás he dejado de cumplir con mis responsabilidades maternas. Mi suegra se ha encargado hasta el día de hoy de la crianza de sus nietos. Se los entregué con dolor, sintiendo en ese momento que no tenía otra salida.

Intenté otros caminos. Incluso antes de trabajar como secretaria en la consulta médica había cruzado la Cordillera de los Andes, buscando mejorar mi situación de mujer recién separada. Acepté con agrado el ofrecimiento de unos familiares para irme a probar suerte fuera del país y partí resuelta a Buenos Aires. Llegué con una pequeña maleta y varios sueños. Entre ellos, hasta el de encontrar un amor fiel que me quitara la incredulidad almacenada en mis entrañas.

En bus arribé a la terminal Constitución. Allí me esperaba mi futuro patrón, Armando, quien, a través de mi primo, me conocía solo por fotos. Yo de él no sabía mucho: que vivía solo, que era dueño de la agencia donde trabajaría y que era un hombre mayor y con dinero. Se acercó a mí apenas me reconoció. Tomó mi equipaje y me condujo hasta su coche. Yo iba callada, respondiendo solo a sus preguntas. Nos trasladamos hasta el barrio residencial Lafinur. Una vez instalada en su casa, me llevó a almorzar al barrio La Boca. Pasamos toda la tarde juntos y pude confirmar de sus propias palabras que era viudo, que no se había vuelto a casar y que tenía hijos ya mayores e independientes. Por la noche me llevó a la casa de unos familiares con quienes me presentó como su nueva secretaria. La familia me trató con mucha gentileza y me ofreció su apoyo para cualquier cosa que necesitara.

De regreso a su casa me explicó que viviríamos juntos en su departamento, que sería más cómodo para el trabajo y así yo no tendría que gastar en arrendar un lugar donde vivir. Yo estaba impresionada con tanta amabilidad y tan buena acogida. Tenía un trabajo que iniciaría al día siguiente en la agencia de turismo Tiza Internacional.

Me gustó de inmediato el empleo. Las oficinas eran cálidas y bien decoradas con muchos cuadros de playas, palmeras y puestas de sol. En la agencia me dedicaba a atender a los clientes y a resolver todas las tareas encargadas por Armando. Muchas veces recorrí la ciudad para llevar correspondencia de pasajeros. También retiraba o entregaba pagos de cheques y encomiendas. Esto me permitió familiarizarme con las calles y las amplias avenidas y moverme sin problemas por donde yo quisiera. Además debía mantener en orden las oficinas, lo cual tampoco significaba gran esfuerzo, ya que eran solo dos salas, la recepción y la oficina de Armando, un baño y una pequeña cocina donde preparar café.

Con el transcurso de los días comencé a asumir también el aseo y orden de la casa de Armando, situación que me pareció normal al principio y no me desagradó. Sentí que debía hacerlo. Vivía en su casa y además jamás me ha desagradado realizar las tareas domésticas, por el contrario, me gusta que todo luzca siempre limpio y ordenado. Me levantaba muy temprano, aunque hubiéramos salido de paseo y hubiéramos regresado tarde a casa o aunque nos hubiéramos dormido de madrugada agotados de amarnos en la alfombra o en la cama de su cuarto. Después de unas semanas ya no fue necesario cuidar de dos dormitorios. En el cuarto destinado a mi estadía finalmente solo permanecía mi maleta, que, por alguna razón, jamás deshice por completo. Regaba las plantas, que fueron aumentando con mi llegada. Cambiaba de lugar los muebles para poder limpiar profundamente y para lograr ver variaciones en ese espacio que al principio encontré tan gris y falto de una mano femenina.

Los días laborales eran ajetreados. También muchas noches nos divertimos de lo lindo. Armando me invitaba a cenar a lujosos restaurantes y en ocasiones, para consentir mis gustos, me llevaba a bailar a un salón llamado El Papagayo. Recuerdo que no pudo negarse a asistir a un recital en el Teatro Ópera, donde cantaba Estela Raval, que a mí me encantaba. Esas actividades eran divertidas y emocionantes. Podía lucir arreglada y vestirme con trajes de noche, cosa que siempre me ha gustado. Tampoco faltaron los paseos cercanos al río, donde comíamos parrilladas en los carritos; ni las tardes enteras de los fines de semana en que compartimos unos contundentes asados con los amigos de Armando.

Él era un hombre adinerado, culto y que había viajado por el mundo. Dominaba nueve idiomas. Era de ascendencia húngaro-argentina y se había transformado con los años en un exitoso empresario. Pero era un hombre que estaba y se sentía solo. Se veía apagado y melancólico. Su amabilidad me llevó a quererlo y a intentarlo todo para que se sintiera feliz. Sentimientos que en alguna medida llegamos a compartir y a disfrutar.

Yo me sentía protegida, segura y tratada como mujer, aunque él era mucho mayor que yo. Mi juventud y mi energía lo volvieron dócil y entregado a mis ocurrencias. De ser su secretaria, pasé además a ser su pareja, y en este estado de relación comencé a elegir sus perfumes, su ropa y hasta me permitió que le tiñera su cabellera canosa.

En ese par de años junto a Armando, Eliana viajó a Chile dos veces a visitar a los niños. Las visitas fueron breves pero suficientes para mantener el vínculo con su familia, regalonear a los niños y ver a su madre. Volvía a Buenos Aires con el corazón apretado y con la esperanza de ahorrar lo suficiente para regresar definitivamente con los suyos.

A los dos años de convivencia con Armando, comenzó a sentirse hastiada. Se sentía controlada y vigilada. Él, sin proponérselo, se adueñaba de su vida, y aumentaba su pesar la separación de sus seres queridos; además no conseguía ahorrar lo que se había propuesto. Armando consideraba que era suficiente darle su sueldo, proveerle de ropa, de comida, de vivienda y de una que otra distracción.

La relación llegó al máximo nivel de tensión cuando ella le solicitó un aumento de sueldo, aunque fuera pequeño, y Armando se negó, argumentando que ella tenía todo lo necesario. Eliana reunió los pocos pesos que poseía para costear su pasaje a Chile y le avisó que al otro día se iba. Él lloró, le suplicó que se quedara, pero para ella ya no había vuelta atrás.

Buenos Aires de dulce y agraz, amé el tango y la vista del Obelisco desde la calle Bernardo de Irigoyen, donde trabajé dos años. Al igual que en mi separación matrimonial, mi regreso fue el punto final para la relación con Armando. Él me buscó durante un buen tiempo. Llamaba y escribía a Chile rogándome que volviera junto a él. No lo hice. Si bien él me daba afecto, protección y seguridad, yo quería estar cerca de los míos y tener independencia económica. Cuando me separé, me fijé el firme propósito de salir adelante y de que jamás volvería a creer en un hombre o a depender de él. También tenía algo de rabia y frustración acumulada de mi vida en Buenos Aires junto a Armando. A la larga yo le resolvía las tareas de tres o cuatro personas: mantenía la casa limpia y ordenada, trabajaba como secretaria en la agencia, realizaba los mandados y las compras, y también le resolvía a él sus necesidades sexuales y afectivas.

Al regresar a Chile las cosas seguían igual en mi casa. Allí, entre esas altas paredes de adobe y la luz filtrándose por las ventanas del pasillo, me sentía segura y querida. Las sobremesas familiares eran una delicia. Los quehaceres hogareños no me abrumaban; solo que yo sabía que era cosa de tiempo, de un breve tiempo. Tenía que encontrar un trabajo para contribuir con dinero y poder financiar mis propias necesidades, las de los niños y ayudar en la manutención de la casa familiar.

Mi situación se tornó crítica. No tenía trabajo y era urgente encontrar algo. Le pedí ayuda a un primo, ¡ya no sabía qué más hacer! Él debía viajar al extranjero para cumplir con una beca recién otorgada, y entonces se le ocurrió la posibilidad de que un colega suyo me acogiera en su consulta.

Al cabo de unas semanas, Eliana ingresó a trabajar como secretaria en una consulta médica ubicada en la comuna de Providencia. Las pacientes eran todas mujeres educadas y de buen nivel socioeconómico. Ingresaban a la salita de espera e inundaban el ambiente de perfumes traídos de París y trajes de la última temporada. Las tareas que debía cumplir resultaron ser pocas y de mínimo esfuerzo.

Le advirtieron que lo más importante era dar un trato amable, acogedor y eficiente a todas las pacientes. Debía además mantener bien organizado el cuaderno de citas con las fichas médicas correspondientes; una labor en extremo grata y fácil de lograr por Eliana. Con ese trabajo obtenía un modesto ingreso que le alcanzaba solo para las necesidades básicas.

En la consulta conoció a Gina y se transformaron en compañeras inseparables por siempre.

Nunca me confieso

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