Читать книгу Dido, reina de Cartago - Isabel Barceló Chico - Страница 9

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I.–Imilce y Karo

Me gusta bajar a la playa al atardecer, cuando los pájaros regresan al nido y sus alas se recortan oscuras contra el cielo rosáceo. Hundo los pies descalzos en el agua y dejo a las ondas acariciarme los tobillos. Me hace bien sentir su mansedumbre, oír el griterío de las aves y ver difuminarse en el horizonte la línea que separa mar y cielo. Pocas cosas desasosiegan tanto a una anciana como contemplar el mundo suspendido entre dos luces. A mí, sin embargo, no me atemoriza. Quizá porque es el momento del día más propicio a los recuerdos y, apenas se los convoca, acuden con rapidez.

–Vinieron por allí –le digo a Karo extendiendo el brazo hacia la derecha, en un gesto carente de precisión.

–Me lo has dicho mil veces, señora Imilce –me responde con cierto descaro–. Sal ya del agua, se te van a arrugar los pies.

–¿Más aún? Anda, tráeme el lienzo para secarme. Y recuerda lo que te he dicho. ¿Lo has anotado en la tablilla?

No es mal chico y, según afirma su mentor, tiene buena letra. No pido mucho más: eso, y que sea diligente a la hora de pasar los apuntes a un rollo de papiro para después corregirlos. Algunas personas opinan que pierdo el tiempo. Por ejemplo, mi nuera. Yo le respondo: ¿para qué querría ahorrar tiempo una vieja como yo? ¿Se detendría acaso si me sentase ociosa junto al fuego o pasara las horas quejándome de los mil dolores que me afligen? Ella no me contesta, claro, aunque me dirige comentarios sarcásticos cuando regreso a casa después de mi paseo vespertino. No lo entiende.

Si los dioses me hubieran concedido una hija o una nieta, no me tomaría tanto trabajo: desde niñas les habría repetido una y otra vez la historia de nuestra reina Dido y su fatal encuentro con el príncipe troyano Eneas, como hizo conmigo mi abuela. Con mis hijos ha sido imposible. Son capaces de reproducir, uno por uno, todos los movimientos que han visto en un combate de lucha griega; no se les olvida la lista de los enemigos de Cartago, pero ¡ay! no les interesa conocer a fondo el origen de esas enemistades. Un error que pagaremos en el futuro, porque cuando la bruma del tiempo borre el recuerdo de aquella primera ofensa, no se podrá medir su importancia ni ponderarse si es razonable o no mantener la discordia. El olvido, en estos asuntos, sólo consigue hacer interminable el reguero de agravios.

–¿Me has oído? Anota bien las últimas frases. ¡Creo que he dicho algo importante!

–No puedo hacer dos cosas a la vez, señora Imilce. Y si no te quedas quieta, no tendré manera de atarte las sandalias.

Mis nueras son jóvenes, desde luego, y aún pueden concebir hijas. Sin embargo, ¿quién me garantiza que viviré para verlo? ¿Y si pierdo la memoria o se me embrolla y soy incapaz de relatar lo ocurrido? Prefiero prevenirme. Por eso me llevo a Karo a todas partes y le voy dictando mis recuerdos según vienen. Además, me hace compañía y me alegra su desenfado juvenil. Ya tendremos tiempo luego de ordenarlos mejor. Y si me muero antes, él podrá hacerlo.

–¿Es cierto que tú misma presenciaste la llegada de los troyanos? –me pregunta mientras coge el manto tendido en la arena y me lo coloca sobre los hombros.

–Tan cierto como que te veo a ti ahora mismo. Una gran tormenta había desbaratado su flota, dispersándola por el mar. La nave de Eneas arribó a una bahía un poco más al este, no puedes verla porque está detrás de ese promontorio. El otro grupo de naves, que él creía perdidas, llegó justo aquí. Y en mala hora.

–Yo los odio –dice de pronto, cuando ya hemos tomado la cuesta de camino a casa.

–Pues haces mal. Odiar, odiar… Y seguro que no sabes por qué. ¿Comprendes lo que te decía antes? –le respondo airada.

Me pregunto si existirá un palmo de tierra conocida que no haya sido hollado por algún ser sufriente. Cartago y su playa no son una excepción. La propia reina Dido de Tiro y todos nosotros habíamos alcanzado esta costa huyendo de muchos dolores y traiciones. ¡Qué mujer! No sé de ninguna otra que haya experimentado el amor como ella ni haya padecido tanto por su pérdida.

Durante meses y meses y más meses habíamos navegado por los mares y al desembarcar aquí nos arrojamos al suelo y lo besamos. Yo más bien me caí, porque después de tanto tiempo en el mar me sentía mareada y torpe como un pato al pisar tierra. Ese es uno de mis primeros recuerdos de entonces, tenía poco más de nueve años. Estábamos desfallecidos pero muy alegres. Nos parecía haber llegado al final de nuestro sufrimiento. Y así fue. Hasta que se interpuso Eneas. Y los dioses, es preciso decirlo.

–Según mi maestro, es necesario consultar los augurios para no equivocarnos y actuar siempre según los dictados de la divinidad.

–Nadie conoce la voluntad de los dioses, hijo mío, hasta que se ha cumplido. Y para entonces no hay remedio que valga: suele ser demasiado tarde. La reina Dido era todo corazón. En cuanto a Eneas… No quiero ser injusta con él. Vayamos poco a poco y con prudencia, porque no se ha inventado una balanza para pesar las culpas en los conflictos humanos. Y, ahora, entra en casa delante de mí y, si te pregunta mi nuera, dile que nos ha retrasado un vecino. Nos ahorraremos una disputa.

II.–Un sobresalto en la noche

–¡Barce! ¡Barce! ¡Despierta! –gritó la reina muy agitada.

–¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal? –preguntó la vieja nodriza. Acostumbrada a levantarse a cualquier hora, saltó de su camastro y espabiló la mecha de una lámpara de aceite colgada en la pared.

–He tenido un sueño –respondió Dido–. Un sueño horrible.

Dido se sentó en el borde del lecho. Temblaba a pesar de estar empapada en sudor. A juzgar por lo agitado de su respiración parecía faltarle el aire. Barce se acercó a ella enseguida y le apartó el pelo de la frente. Estaba pálida.

–Con tanto calor es imposible dormir bien. Pero ya estás despierta, así que tranquilízate, mi reina.

–Ha sido espantoso. Peor que una pesadilla. Y con una apariencia tan real... Lo he visto.

–¿A quién, querida mía? Oigo mejor que los perros y puedo asegurarte que no ha entrado nadie. Toma, bebe un poco de agua. Y vamos a la ventana, el fresco de la noche te sentará bien.

–He visto a Siqueo –respondió la reina sin moverse del lecho. No parecía atender las palabras de Barce, aunque bebió el agua de la copa ofrecida por la nodriza. Sus ojos miraban más allá de la oscuridad del cuarto, apenas aliviada por la luz de una lámpara de aceite y la escasa claridad que penetraba por la ventana.

–No es tan raro soñar con tu marido. ¡No lo ves desde hace más de siete días…!

–Tengo un mal presentimiento. Algo le ha pasado. Vistámonos–. Y cuando Barce quiso hacerla desistir atendiendo a lo intempestivo de la hora, atajó sus objeciones con sequedad–. ¡No me discutas!

Como activada por un resorte, Dido se levantó y, a toda prisa, se despojó de la túnica de noche y se vistió con la del día anterior. Revolvió en un baúl y se echó sobre los hombros un manto oscuro. Barce le recordó que iba descalza y aún se entretuvieron un momento las dos mujeres buscando las sandalias.

–Coge una tea y sígueme –dijo al soldado que montaba guardia ante la puerta de su dormitorio. El rostro del guardián reveló sorpresa al verla levantada a esas horas de la noche–. Vamos al templo de Melqart, pero nadie debe saberlo.

En la puerta del palacio, Dido y sus dos acompañantes se detuvieron. La noche era clara. Apenas sus ojos se acostumbraron a la luz de la luna y comprobaron que permitía ver lo suficiente, la reina ordenó al soldado apagar la antorcha. Amparándose en las sombras de las construcciones se deslizaron por las calles de Tiro. Estaban desiertas. Sólo se oía el roce de sus propias ropas y algunos maullidos lejanos. Dido marchaba detrás del soldado, pero estaba impaciente y lo apremió a caminar más deprisa. Sentía un perentorio ardor dentro de ella, como si llevara un carbón encendido en el pecho. Ni una sola vez se volvió a mirar si Barce la seguía, algo que la anciana lograba con esfuerzo, venciendo el lastre de la edad.

Al alcanzar el final de la calle que desembocaba en la plaza del templo de Melqart el soldado se detuvo y extendió horizontalmente su brazo derecho para frenar también a las mujeres. Había alguien en el interior del gran edificio. La luz oscilante de una o varias antorchas proyectaba su resplandor rojizo a través de los portones de bronce, una de cuyas hojas estaba entreabierta. Dido cruzó por delante del pecho los brazos y sujetó con más fuerza aún su manto oscuro.

–Vamos –susurró–. Hemos de averiguar qué pasa.

–Señora –respondió el soldado– no sé quién estará en el templo a estas horas, pero puede resultar peligroso. Habrá alguien vigilando la puerta.

–He dado una orden: no te he preguntado por los riesgos. Vayamos por la parte de atrás. Hay un par de ventanas estrechas recayentes al patio del templo y quizá nadie las vigile. Tratemos de llegar allí.

Y sin añadir nada más, retrocedieron por la misma callejuela y tomaron otras adyacentes para dar un rodeo y salir a la parte posterior del templo. Un muro de piedra, de la altura de un niño de ocho años, circundaba el patio sagrado. Antes de saltarlo, ya advirtieron que la luz del interior que se escapaba a través de los dos ventanucos era más intensa que la filtrada a través de la puerta.

Se acercaron en silencio y con muchas precauciones. Dido miró por una de las ventanas y al instante se apartó, llevándose una mano al corazón.

–Ahí están mi marido y mi hermano –dijo con un hilo de voz a Barce. Y ésta miró también.

***

–¿Y qué más, señora Imilce?

–Nada más, Karo. Cuando llegaba a este punto, Barce siempre se callaba. Es preciso aprender a respetar los silencios. También a mí me resultaba difícil contener la curiosidad, pero ella me enseñó a hacerlo. Son necesarios para el corazón. Y con frecuencia tienen más significado que las palabras, esto lo he comprendido con los años. Hay dolores tan hondos que no se pueden pronunciar.

III.–En el templo de Melqart

Karo ha dejado en el suelo su colección de tablillas y reposa las manos sobre el regazo. De vez en cuando me mira a la cara y me observa fijamente, como si cada una de mis arrugas fuera un mapa secreto. Trata de descifrarlo e, incluso, de averiguar a través suyo lo que estoy sintiendo. Uno de los rasgos que más me agradan de él es, precisamente, su deseo de conocer y comprender. No se limita a copiar al dictado, como cualquier escriba.

–¿Por qué al hablar de tu abuela la llamas Barce? ¿Por qué no, simplemente, abuela? –pregunta al cabo de un rato.

–Porque no estamos escribiendo una fábula inventada por una anciana para entretener a los niños. Estoy contando una verdad o, al menos, una parte de la verdad. Pretendo que mi trabajo se tome en serio. Y, ahora, ¡Vamos! –le digo dando un par de palmadas– ¡Coge de nuevo el punzón y acabemos! Esta tarde bajaremos pronto a la playa. Nos hará mucha falta contemplar el mar.


***

Apoyadas contra la pared trasera del templo, Dido y Barce se sujetaban una a la otra, buscaban apoyo mutuo para no caer ni gritar. Una nube había cubierto la luna y ennegrecía la noche. Dido tenía la sensación de estar cayendo por un abismo. El corazón le estallaba en las sienes y le embotaba la capacidad de comprensión. La sangre de las venas se le había transformado en hielo. Barce se esforzaba en contener las arcadas que le contraían las entrañas y en mantenerse firme sobre las piernas. No podía ser cierto. Deberían volver a mirar a través del ventanuco, cerciorarse de no haber sido engañadas por el miedo o la penumbra. Sin embargo, ninguna de las dos se sentía capaz de hacerlo. ¿Cómo podrían soportar de nuevo la vista de tanto horror? El soldado miró entonces por la otra ventana y su expresión les confirmó que no se habían equivocado.

Dos hachones en el interior del templo arrojaban luces y sombras y subrayaban el espanto de la escena. Junto al ara de los sacrificios del dios Melqart, sujetos a un clavo por las muñecas, pendían los despojos de un hombre. Un colgajo de músculos rojizos rezumantes de sangre, perfectamente marcados, como si fuesen obra de un artista. Aún colgaban de las rodillas y de los costados tiras de piel opaca y flácida. Las mujeres habían reconocido a Siqueo por los cabellos y la barba, por la nobleza que aún quedaba en su rostro estragado por la tortura e inclinado, ya sin vida, sobre el pecho sanguinolento. Lo habían desollado vivo.

Varios soldados se movían cerca de él. Delante del altar, dando la espalda a la víctima, estaba Pigmalión, el hermano menor de Dido. Las mandíbulas y los dientes contraídos por la furia, los rasgos de la cara ensombrecidos. Un destello relampagueaba en sus ojos mientras observaba a unos hombres agachados a sus pies.

–¡Daos prisa! –los apremiaba a media voz–. Apartad cuanto antes esas losas. No tenemos toda la noche. El oro debe salir enseguida si este cerdo ha dicho la verdad…

Estas palabras, apenas audibles pero cargadas de malevolencia, arrancaron a las mujeres de su estado de estupor. Era urgente huir, ponerse a salvo. Venciendo la parálisis y la angustia de su ánimo, abandonaron con rapidez el patio del templo y recorrieron en sentido inverso las mismas calles desiertas hasta llegar al palacio. Dido apenas podía hablar, su mente era un torbellino que giraba y giraba incapaz de detenerse en nada. Sin embargo, sospechaba ya las razones por las que su marido había sido torturado y asesinado de modo tan cruel. Y tenía plena conciencia del peligro. Antes de llegar al umbral de su dormitorio, se volvió hacia el soldado y lo miró a los ojos.

–¿Eres leal a tu reina? –le preguntó.

–Daré la vida por ti, señora.

–Entonces, busca un compañero para relevarte en la guardia –le dijo– y tú, sin perder un instante, ve a casa del Príncipe del Senado. Sácalo del lecho y tráelo enseguida a mi presencia. No le descubras nada, dile únicamente que lo llamo por un asunto muy reservado y urgente.

Cuando el soldado se marchó, las dos mujeres entraron en la habitación.

–¿Podemos confiar en él?

–Sin duda. De otro modo ya nos habría delatado a Pigmalión –respondió Dido–. Pero, ¿cómo me atrevo aún a hablar así? No hay en esta ciudad una confianza más vapuleada que la mía. ¿Has visto, Barce? ¿Viste a Siqueo…? Y ha sido mi propio hermano el asesino...

Las dos mujeres se abrazaron y Dido acarició el cabello de la vieja sirvienta. Barce tenía el corazón destrozado. Había recibido a Siqueo cuando apenas contaba unas horas de vida, lo había amamantado de sus pechos al mismo tiempo que a su hijo, creció bajo sus cuidados. Si hubiera nacido de su propio vientre no lo habría amado más.

–Escúchame bien, Barce –dijo la reina deshaciendo el abrazo–. No podemos llorar ni lamentarnos. No ahora. Bien sabes cuánto significaba Siqueo para mí. Si me hubieran dicho ayer que hoy estaría muerto, me habría ofrecido a morir en lugar suyo. Pero no hay elección posible. Nuestras vidas están en juego y mi pueblo y mi corona también. Es preciso pensar, y hacerlo rápido si queremos salvarnos. –Y como la anciana continuaba sollozando con la cabeza gacha, le tomó con ambas manos el rostro y se lo levantó–. Mírame, Barce. Ayúdame a ser fuerte. No pienses que el aplazar el duelo atenta contra la dignidad de Siqueo o apartará de nosotras la amargura. Cuando todo esto haya concluido, el dolor nos estará esperando.

–Mi reina –interrumpió el soldado de guardia–. El Príncipe del Senado está aquí.

–Quieran los dioses iluminarnos para afrontar con acierto las próximas horas. Hazle pasar.

IV.–Peligro inminente

Barce se retiró discretamente al fondo de la habitación apenas oyó al soldado anunciar la llegada del Príncipe del Senado. Se apresuró a arreglar las ropas del lecho de Dido y a retirar del suelo su propia yacija. Con las prisas por salir, todo había quedado revuelto. Esta pequeña tarea, la preocupación por no ofrecer al visitante la impresión de desorden y descuido, tuvo el efecto de entretener su mente durante unos instantes y amortiguar la pesadumbre.

La reina Dido recibió con deferencia a su invitado y con un gesto lo invitó a sentarse en uno de los escaños frente a la ventana. Era un hombre de edad y sus escasos cabellos blancos aureolaban un rostro enjuto que debió ser bello. A su lado, la reina parecía casi una niña. No había tenido tiempo de peinarse y su cabellera rubia le caía sobre los hombros. El manto oscuro la hacía parecer aún más menuda y, por contraste, destacaba y acentuaba la palidez de su piel.

–Me conoces perfectamente –dijo la reina, mirándolo a los ojos– y sabes que no te habría llamado a esta horas sin motivo. Necesito tu sabiduría y tu consejo. Fuiste el mejor amigo de mi padre y espero de ti lo que me habría dado él, si viviese.

–No te defraudaré. Y no necesitas tantas cortesías conmigo, tienes todo mi afecto y fidelidad, puedes hablar sin miedo. Tu llamada me ha sorprendido hasta cierto punto. Últimamente tu hermano Pigmalión anda muy alborotado.

–Sobre él quería hablarte. ¿Han aumentado sus seguidores?

–Mucho. Sobre todo entre los jóvenes de la nobleza. Tiro es una ciudad muy apacible y ellos se aburren. Desprecian la paz y el comercio, los dos pilares sobre los que se asienta nuestra monarquía. Pigmalión les habla de la guerra. De conquistar nuevos territorios y, con ellos, riquezas sin fin. Sabe alimentar sus ambiciones y sus sueños. Les promete alcanzar fama y gloria en el campo de batalla, botines inmensos. Lo de siempre. Todo aquello que no obtendrían contigo en el trono.

–¿Ese grupo está maduro para destronarme? Y dime, en caso afirmativo, ¿quién me apoyaría?

El viejo senador juntó las palmas de las manos y con ellas se golpeó ligeramente los labios. Dido observaba su concentración, no quería interrumpirle pese a sentirse ansiosa. Al fondo de la estancia, entre las sombras, Barce escuchaba esta conversación sin apartar de su mente a Siqueo. Al cabo de unos minutos, el anciano volvió a hablar.

–Esto es lo que pienso: muchos jóvenes lo seguirían y arrastrarían a otros consigo. Desde hace meses tu hermano trabaja en esa dirección. Lo tiene todo bien calculado. Sin embargo, le falta un factor muy importante: el oro.

Esta respuesta puso en alerta a Dido.

–¿No encuentra entre sus amigos ni entre los prestamistas a nadie dispuesto a sostener con su patrimonio una insurrección contra mí?

–Me gustaría responderte afirmativamente, pero faltaría a la verdad. Las guerras producen muchas riquezas y siempre hay desaprensivos dispuestos a arriesgar en ellas sus fortunas. Más todavía si está en juego un trono. Sin embargo, Pigmalión no los está buscando. De otro modo, yo lo sabría.

–¿Entonces? –preguntó la reina.

–O no se decide a dar el paso todavía, o no quiere depender de nadie para evitar verse luego obligado a devolver favores. Pretende demostrar a los suyos que es el primero y más fuerte, que tiene voluntad y capacidad para imponerse a todos los demás, incluidos sus propios aliados. Tratará de conseguir esos recursos por sí mismo. No me preguntes cómo.

–Esa es la única pregunta que no necesito hacerte en este momento –contestó Dido con la mayor agitación–. Respóndeme ahora a la cuestión anterior: si mi hermano, en este mismo instante, estuviera en condiciones de atacar mi trono ¿quién estaría de mi lado?

–Mucha gente, mi reina. Bastantes senadores y caballeros. Los mercaderes y navegantes. Campesinos, pescadores y personas sencillas. Pero pocos de ellos saben manejar las armas. Tu hermano trataría de ganarse a las masas populares prometiéndoles prosperidad, buenos negocios y, quizá, tierras o ganado. Y de cualquier forma, tendrá un ejército detrás. Seguramente estallaría un conflicto que ni siquiera podría llamarse una guerra civil, sino un exterminio. Pero no debemos ir tan lejos en esta conversación, basta con tomar precauciones. No hay un peligro inminente.

–Te equivocas. Ha asesinado a mi marido–. Y al decir esto, Dido no pudo reprimir las lágrimas por más tiempo. Se llevó un puño a la boca, intentando sofocar los sollozos.

De entre las sombras del cuarto salió Barce y, sin decir una palabra, le ofreció un lienzo para secarse los ojos.

–Creí que Siqueo se había marchado a cazar... –dijo el senador, tratando de reponerse de la sorpresa. Dido afirmó con la cabeza.

–Mi hermano se empeñó hace una semana en llevárselo de caza con él y un grupo de los suyos, con tanta insistencia que a Siqueo le fue imposible negarse sin ofenderlo. Anteanoche mi hermano se presentó en palacio y me transmitió un mensaje de Siqueo, según el cual estaba disfrutando mucho y pensaba seguir cazando algunas jornadas más. Ha sido una gran mentira. Barce y yo acabamos de ver su cadáver en el templo de Melqart. Sí, amigo mío, el peligro es tan inminente que ha llegado ya.

–¿Qué quieres decir?

–Que sé de dónde piensa sacar Pigmalión el oro: Siqueo, como único sacerdote del dios Melqart, custodiaba sus bienes sagrados. Mi hermano lo ha torturado hasta la muerte para arrancarle información sobre dónde está escondido el tesoro del templo.

–¿Por qué no has empezado por contarme esa atrocidad? –preguntó el senador, levantándose del asiento con lentitud–. Estamos perdidos.

–Era fundamental que tus respuestas y mis decisiones no estuviesen influidas por semejante crimen. Nada frenará ya a Pigmalión. Pero no está todo perdido: Siqueo lo ha engañado señalándole un falso escondite.

Y como la reina vio la perplejidad reflejada en el rostro del anciano, concluyó:

–Yo sé dónde está escondido el tesoro. Siqueo me lo reveló al casarnos. Siéntate otra vez, te lo ruego. Debo tomar una decisión y, sobre ella, hemos de hacer planes. El amanecer no ha de encontrarnos inactivos.

V.–La reina Dido toma una decisión

Ahora Karo empieza a comprender mis palabras acerca del respeto que merece el silencio. Lo he leído en sus ojos. Aunque trata de simular entereza, no ha dejado de impresionarle el instante terrible en el cual la reina Dido y Barce se enfrentaron a la barbarie. Un par de veces se le ha caído de las manos el punzón y ha cometido algunos errores. Tiene una imaginación muy viva, lo percibo, y ha visto en su mente el cadáver de Siqueo colgando de la pared, convertido en un surtidor de sangre, un despojo en manos del matarife. No hay palabras para describir tanta brutalidad y mucho menos el dolor que produjo en aquellas mujeres.

Barce no lo olvidaría nunca. Si en un primer momento no había alcanzado a comprender las razones de aquella escena, la conversación de Dido con el Príncipe del Senado le permitió vislumbrar la maldad de Pigmalión y, en el extremo opuesto, la grandeza de Siqueo. Éste, al guardar silencio hasta la muerte, había demostrado un gran amor y respeto por Dido y una extraordinaria superioridad moral sobre su verdugo. La nodriza se sintió orgullosa de haber amamantado a un hombre de tanta nobleza. De algún modo, esa relación la ennoblecía a ella también.

–Toma nota de esto, Karo, y ya veremos más tarde cómo lo incorporamos al texto principal. Quiero dejar constancia de ese descubrimiento de Barce: la tortura no deshonra al torturado, como todo el mundo pensaba entonces y muchos continúan pensando, sino al torturador.

–¿No podemos continuar escribiendo sobre los planes del senador y la reina, señora Imilce? –me suplica con la mirada. Tiene el rostro descompuesto.

–Claro que sí –le respondo al cabo de unos instantes–. Ya descubrirás, con el tiempo, que el mal existe aunque queramos ignorarlo.

***

La madrugada había moderado el calor de la noche y por la ventana entraba un airecillo fresco. Barce, sentada en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared, dormitaba y lloraba alternativamente sumida en las sombras del fondo del cuarto. La reina Dido paseaba arriba y abajo sin dejar de pensar en voz alta. Hablaba para sí misma y para el Príncipe del Senado, como si pronunciar cada palabra tuviera el poder de romper un conjuro o transformar a su favor la situación. Cuanto más avanzaba en sus razonamientos, más consciente era de hallarse ante una decisión crucial.

–Así pues –dijo sentándose de nuevo– tengo dos alternativas y ninguna de las dos es buena. Detener y condenar a mi hermano por el asesinato de Siqueo tendría como efecto provocar el levantamiento en armas de sus seguidores. Y no hacerlo significa permitir su fortalecimiento, aplazar la rebelión durante unos días o quizá solo unas horas. No podrá ocultar durante mucho tiempo la muerte de mi marido.

–Estás en lo cierto, Dido –asintió el anciano senador–. Tu hermano ha ido demasiado lejos. Con tesoro o sin él, ha de actuar. No tiene otra salida. Y no veo cuál puede ser la nuestra.

Algunos carros comenzaban a rodar por las calles de Tiro y su traqueteo rompía el silencio nocturno. Ladraban los perros y en el aire vibraba el piar de los pájaros. La aurora arrastraba su velo rosa por el cielo y su belleza no ocultaba la inexorabilidad del transcurso del tiempo. Dido contempló el espectáculo del amanecer sobre su ciudad, la más hermosa en el mundo. O, al menos, la más amada para ella. Los tejados de las casas se extendían hasta el puerto. Brillaba el mar.

Pensó en cuántas personas se sentirían ahora mismo seguras al abrigo de sus hogares. Muchas madres se habrían levantado ya para encender el fuego y preparar un caldo con el que confortar el estómago a sus hijos; muchos hombres irían de camino a los campos, saldrían a la mar a pescar o emprenderían un viaje con las bodegas de las naves llenas de mercancías. En poco tiempo la ciudad entera estaría en pie para iniciar la rutina diaria. Sin desconfianza. Sin temores.

La reina se apartó de la ventana y permaneció en pie delante del Príncipe del Senado quien, en el transcurso de la noche, parecía haber envejecido. De pronto, le tomó las dos manos y se arrodilló ante él, mirándolo a los ojos.

–Cuando mi padre decidió que yo, como primogénita, heredase su trono, comenzó a aleccionarme. Muchas veces me repitió: “Sé siempre justa, Dido. La justicia es una condición necesaria para la paz. Y busca siempre la paz, porque es el único clima en el que puede florecer la justicia”.

–Tu padre fue un hombre cabal y un rey piadoso.

–No entregaré Tiro a un baño de sangre –afirmó la reina–. No lo haré. Y como es imposible contener la ambición de mi hermano, me marcharé de aquí. Es la única solución que encuentro para salvaguardar a mi pueblo. Huiré con cuantas personas quieran acompañarme. Algún lugar encontraré en la tierra donde fundar una nueva ciudad.

–¿Serías capaz de hacerlo, querida niña? –preguntó emocionado el senador–. ¿Cómo podrías huir? Tu hermano se opondrá con todas sus fuerzas. ¿Cuándo prepararás la fuga y avisarás a la gente?

–Ten en mí la misma confianza que yo te tengo. Necesito tu ayuda, si te quieres arriesgar –le respondió. El anciano apretó la cabeza de Dido contra su pecho. Era digna hija de su padre y una gran reina. Dido se levantó y recorrió con agitación el cuarto, como si el primer rayo de sol que acaba de penetrar por la ventana le infundiese energía.

–Hemos de prepararlo todo para esta misma la noche –dijo–. Avisa tú, con la mayor discreción, a las personas de tu estricta confianza. Deben estar atentas e ir pensando a su vez en quiénes más podrían acompañarnos. Quiero saber cuántas naves mercantes hay en el puerto y, de ellas, cuántas están a punto de zarpar. Las retendremos. Avísame enseguida y hablaré con sus armadores. Esta noche daré en palacio un gran banquete y deseo invitarlos a todos. Ya veremos qué pretexto invento. Es una buena manera de retener a Pigmalión a mi lado y tenerlo bajo vigilancia. ¿Hay alguien a quien podamos encargarle provisiones para la travesía? Es preciso actuar con absoluta reserva.

–Mi hijo mayor puede aprovisionarnos –respondió el príncipe del Senado –y también pondrá a tu disposición sus naves.

–Debemos llevarnos el tesoro del templo. Sin disponer de bienes, es difícil fundar otra ciudad.

–Mi reina, amo y admiro tu valor –dijo el anciano –. ¿Sabes la gravedad del peligro que estás corriendo?

–Amigo mío, aunque casi podría decirte: padre mío. Si no intento salvarme y salvar a mi pueblo ¿habrá muerto mi marido inútilmente? Haz esas gestiones y vuelve enseguida aquí. Aún habremos de forjar muchos planes.

VI.–Comienzan los preparativos


–Rápido Barce –apremió la reina Dido, apenas se marchó el Príncipe del Senado a cumplir sus encargos–, debo estar arreglada cuanto antes. Ya has oído la conversación. Vendrás conmigo ¿verdad?

La anciana sostenía en las manos una túnica limpia para la reina y se acercó a ella. Dudó un instante antes de responder.

–¿Y qué será de mi nieta? –preguntó despacio–. Es muy pequeña aún y no conozco a nadie a quien pueda confiarle su cuidado mientras mi hijo está ausente. No le queda familia por parte de su madre, como sabes. Por esa razón la traje conmigo.

–Escúchame, Barce. Vamos a emprender un camino peligroso para todos. Corremos muchos riesgos, no sólo de fracasar en la huida, sino también de no conseguir sortear los peligros del mar o no encontrar esa nueva tierra para asentarnos en ella. A tu edad no es fácil cambiar de vida, dejar atrás lo conocido para afrontar un futuro lleno de incertidumbres. Te pido, sin embargo que me acompañes. Tu nieta vendrá con nosotras, como vendrá también mi hermana Anna. ¿Estaríais más seguras permaneciendo en palacio? ¿Te librarías tú de la inquina de mi hermano, después de haber pasado toda tu vida cuidando a Siqueo y luego también a mí? No juzgo para vosotras más peligroso entregaros al capricho de la fortuna que quedaros en Tiro.

El curso de esta conversación no había interrumpido el aderezo de la reina. Estaba sentada mientras Barce le cepillaba el cabello antes de trenzarlo y sujetarlo formando un moño en la nuca. Dido le detuvo la mano y se giró hacia ella para mirarla de frente.

–Te daré otra razón: te necesito –y al decir esto las lágrimas estaban a punto de desbordarle los ojos–. Desde que me quedé huérfana y perdí a mi propia nodriza, tú has sido como una madre. Sabes cuán importantes son para mí los afectos. Sin mis padres, sin mi esposo, con la traición de mi hermano y debiendo hacer frente a la responsabilidad de guiar a parte de mi pueblo entre la bruma incierta del futuro, ¿qué me queda? O, mejor dicho, ¿quién me queda?

Barce levantó su mano, sujeta aún por la mano de la reina, y se la besó.

–No te abandonaré.

–Gracias, amiga mía –respondió la reina. Y retomando su actitud resolutiva, añadió:– Esto has de hacer: prepara discretamente mi baúl. Guarda en él mis joyas y el manto de lana de mi madre. Elige sólo la ropa precisa, pero hazlo pensando que pasará mucho tiempo antes de que podamos conseguir otra. Deja fuera la copa de oro de mi padre, quiero utilizarla en el banquete de esta noche, ya la guardaremos luego. Pon en otro baúl las cosas tuyas y de tu nieta, y haz hueco en él para las de mi hermana Anna. Nadie debe enterarse, ni siquiera ella, de modo que hazlo con el mayor disimulo. Vendrán más personas de palacio, pero hemos de impedir conversaciones sobre el tema, porque mi hermano tendrá espías aquí.

Una vez concluido su arreglo, la reina se marchó dejando a Barce con los preparativos. Se dirigió al salón donde habitualmente despachaba los asuntos cotidianos y le aguardaban sus secretarios. Les anunció una buena noticia: había tenido conocimiento de la llegada de un mercader procedente del extremo más oriental del mar. Al parecer, se había abierto una nueva ruta al comercio y estaba dispuesto a informarles. Esa misma noche pensaba celebrar un banquete en palacio para agasajarlo y escuchar lo que hubiera de contarles sobre esa nueva ruta. Era preciso cursar de inmediato invitaciones a todos los mercaderes y armadores de Tiro, porque podía ser una reunión muy importante. También debían venir algunos senadores en representación del Senado. Y su hermano Pigmalión, desde luego: ella personalmente le haría llegar la invitación. Dada la premura de tiempo, debían distribuirse el trabajo y ponerse a ello enseguida.

Durante toda la mañana, el salón fue un continuo ir y venir de gente. Por él desfilaron el cocinero mayor, los proveedores, el mercader decano del puerto de Tiro, el noble Aemilius, jefe de mantenimiento de las obras públicas y el Príncipe del Senado, con quien tomó un pequeño refrigerio en el comedor familiar.

–Tengo ya los datos que necesitas, mi reina –dijo el anciano cuando se quedaron a solas–. En este momento hay fondeadas veintinueve naves mercantes. Nueve de ellas son propiedad de amigos de tu hermano, tienen mucha vigilancia y debemos descartarlas. Contamos, por tanto con veinte naves, doce de las cuales son de mi hijo. Las otras ocho están listas para zarpar y pertenecen a personas dispuestas a seguirnos. Además de la tripulación, cada una puede llevar a unas veinte personas. Serían cuatrocientas en total.

–¿Todas de confianza? De palacio vendrán conmigo aproximadamente veinte.

–Sí, son de fiar –respondió el Senador–. Cada nave tendrá, además del capitán, a un jefe de expedición. Puedes estar tranquila. Hay caballeros, mercaderes y un buen número de artesanos con sus familias, siervos y empleados. Gente de paz, fieles a la memoria de tu padre y a ti. Hemos de llevar también algunos soldados en cada nave. Es conveniente precaverse ante cualquier peligro.

–Respecto a las naves de guerra que hay en el puerto… –dijo la reina– No nos sirven, pero no quiero que Tiro quede indefensa ni tampoco vamos a dejarlas intactas, porque nos perseguirían con ellas. Su velocidad es superior a las naves comerciales y nos destrozarían enseguida con sus espolones. He pensado perforarles el casco. No pretendo hundirlas, sino inutilizarlas para la navegación.

–Sería necesario hacer lo mismo con las nueve mercantes… –le hizo observar el anciano.

–No, no. Al contrario, espero que esas naves nos persigan cuando mi hermano se percate de nuestra fuga. Quiero tener testigos de lo que me propongo hacer.

Dido se quedó pensativa durante unos instantes, pero no aclaró nada más y cambió de tema.

–He ordenado al jefe de las obras públicas realizar algunos arreglos en la tapia del patio del templo de Melqart. Conviene aumentar su altura y para ello es necesario profundizar y reforzar sus cimientos, así que prepararán una zanja por la parte interior, entre la propia tapia y el pozo. No te extrañes, por tanto, de ver a un grupo de hombres trabajando allí.

El viejo senador intuyó el significado de estas palabras. El tesoro del templo debía estar enterrado en el patio. La audacia de la reina era enorme: los obreros excavarían a plena luz del día y así las obras no levantarían sospechas. Si lo dejaban bien preparado, por la noche sólo haría falta cavar un poco más y apoderarse del tesoro.

–A media noche empezará la operación de embarque –explicó a su vez el anciano– y las naves zarparán poco a poco. La tuya será la última, tal como me ordenaste. Calcula bien el tiempo, mi reina, porque habrás de salir del puerto una hora antes del alba.

Ambos se miraron con intensidad. Eran muy conscientes del peligro. Dido sonrió con afecto y le dio un par de golpecitos en la mano al senador.

–Un último pero fundamental encargo: ordena a tus siervos llenar diez o doce sacos de tierra de tu huerto. Que les pongan una señal bien visible y los carguen en mi nave, en la cubierta. Y ahora, querido amigo márchate y continúa los preparativos. He de hablar con un actor griego, quien esta noche ha de representar el papel más importante de su vida y la nuestra. Nos veremos más tarde, en el banquete. Te colocarás al lado de Pigmalión y le animarás a beber vino… insinuándole que no beba. Sabes cuánto le gusta llevarte la contraria.

Y sin añadir una palabra más, con una sonrisa de ánimo, la reina Dido se levantó y volvió a su trabajo.

VII.–Una equivocación


–¿Fue cierta esa conversación? –pregunta Karo mientras vamos de camino al mercado. Anda un paso por detrás de mí y grita como si yo estuviera sorda. Es cierto que hay bastante ruido en la calle. Buena señal. Abundan los artesanos y todos trabajan con las puertas abiertas, menos el cordelero Kostas. El hombre no tiene taller fijo y cada día se sienta a trabajar donde le apetece. Es más viejo que yo. Sospecho que no ve bien y en invierno va buscando la luz y el calorcillo del sol y en verano la sombra, como los gatos y los perros. No estoy sorda, no. Aunque, a veces, si no me conviene oír, no oigo. Es un privilegio de la edad, aunque mi nuera se empeñe en considerarlo un defecto.

–Te he dicho varias veces que no me hables en mitad de la cuesta. ¿No comprendes que tendría que volverme para contestarte y puedo perder el equilibrio? A ver, ¿qué me decías?

–Tienes razón, señora Imilce, pero la culpa es tuya. Me has contagiado tu manía de decir las cosas cuando se te ocurren… –Como ya estamos en terreno llano, podemos caminar uno al lado del otro y entendernos, a pesar de los ruidos–. Te preguntaba si de verdad tuvo lugar esa conversación entre Barce y Dido, o si has exagerado. Con todos mis respetos, me resulta raro que la reina hablara de ti.

–Guárdate tus respetos y tus impertinencias. ¿Crees que Barce me hubiera dejado en Tiro, habiendo muerto mi madre y con mi padre navegando por quién sabe qué mares? ¿Y hubiera metido ella en la nave a una mocosa de cinco o seis años sin el permiso de la reina?

Aprieto el paso sin mirarlo. Me ha molestado la pregunta y lo que revela de desconfianza. Otras muchas personas podrían preguntarse lo mismo, cuestionar quién soy y si digo la verdad. ¡La verdad! Vaya una palabra pretenciosa. Todo el mundo dice conocerla y es la gran desconocida. Yo cuento lo que sé y tal como me fue narrado. Lo demás son pamplinas.

–Y otra cosa te digo, señor Karo. ¿Quién está escribiendo esta historia?

–Tú, desde luego –responde con un tono más humilde.

–Y estoy aquí ¿no? Y llegué con la reina Dido, ¿no es cierto? Puedes preguntarle al cordelero Kostas, él vino al mismo tiempo que yo. Pues ahí tienes la respuesta. Y estoy en mi derecho de aparecer en la historia, que se sepa quién era Barce y quién era yo. Si trataron de mí en ese momento o en otro, carece de importancia. Hablaron. Y se dijeron esas cosas.

Alcanzamos los primeros tenderetes del mercado sin cruzar una palabra más. Karo se limita a levantar el capazo para que le pongan dentro las coles y las demás verduras según las voy adquiriendo. Es consciente de haberme irritado o, al menos, eso creo. Al cabo del rato abre el pico.

–Espero ganarme yo también el derecho a figurar como tu escriba.

–Ya veremos –le respondo. O sea, que ha comprendido.

***

La jornada estaba siendo extenuante y el sol aún seguía ascendiendo. Al puerto de Tiro no habían dejado de llegar carros repletos de mercancías y los estibadores tenían rotas las espaldas. Parecía que todo el mundo quisiera hacerse a la mar. Grandes cajones donde solían guardarse los perfumes, las telas y el vidrio habían ocupado muchas bodegas. Pocos sabían que en lugar de mercancías llevan comida, utensilios y ropa.

Acus, el hijo mayor del Príncipe del Senado, se paseaba por delante de sus naves inspeccionando la carga. Estaba radiante. Mucha gente lo saludaba y lo miraba con respeto. Se había encontrado a varios conocidos en el muelle y les había expresado su confianza en hacer buenos negocios. Una adivina le había asegurado que se acercaban días de bonanza en el mar y, mientras le vaticinaba el futuro examinando un puñado de tabas, un rayo de sol había destellado con un brillo cegador en la más grande de ellas. Un signo claro de grandes beneficios. Y, desde luego, pensaba aprovechar una predicción tan venturosa. Al calor de esas buenas perspectivas, otros comerciantes que tenían ya sus naves preparadas habían declarado también su intención de zarpar en cuanto subiese la marea.

Cuando el sol ya había traspasado su cenit, Acus se acercó al palacio de la reina Dido con el pretexto de proponerle participar a medias en los gastos y beneficios de una de sus naves. Se trataba de un buen negocio, aseguró a los secretarios de la reina. Dido le pidió unas horas para pensarlo y, entre tanto, lo invitó a dar un paseo por su jardín. Necesitaba tomar el aire.

Apenas enfilaron con lentitud un pequeño sendero bordeado de cipreses, donde nadie les podía escuchar, la reina le preguntó directamente.

–¿Cómo van los preparativos? ¿Estará todo a punto?

–Creo que sí. No podemos trabajar más deprisa, mi reina. Lo más importante, sin embargo, es embarcarnos y zarpar. El no estar perfectamente abastecidos no tiene demasiada importancia, habiendo tantos puertos…

–Veremos si somos capaces de engañar a mi hermano. He contratado a un actor, te lo habrá dicho tu padre. Se hará pasar por comerciante griego y cantará las alabanzas de la ruta hacia oriente reabierta por el estrecho de los Dardanelos. Ya sabes, la recuperación del orden y la tranquilidad en la zona después del caos que siguió a la aniquilación de los troyanos por parte de los griegos. –la reina se detuvo y se giró para mirar a Acus–. Confío en que tú y tus amigos contribuyáis a hacer más creíble el relato e, incluso, echéis una mano al actor si se ve en dificultades para responder a alguna pregunta.

Acus asintió con la cabeza. Podía resultar una tarea ardua si a Pigmalión y sus compinches se les ocurría interrogar al falso comerciante. Corrían un gran riesgo. Mucho menor, sin embargo, que dejar a Pigmalión sin vigilancia y con libertad de moverse a su antojo en esas horas críticas. Era preciso no perderlo de vista ni un momento.

–Antes del banquete tengo previsto sacrificar un toro blanco a la diosa Juno. Ha sido una firme patrona de los griegos. Si pensamos enviar nuestras naves a oriente atravesando sus dominios, parecerá razonable propiciarla a nuestro favor, ¿no te parece? –dijo la reina iniciando el camino de vuelta–. Ese será el motivo formal. En realidad voy a poner bajo su protección la ciudad que pensamos fundar y le prometeré construir en su honor un santuario. Necesitamos el amparo divino y no se me ocurre otro más poderoso que el de la reina de las diosas.

–Me parece una buena decisión. Y más todavía porque pensaba dar orden a todos los capitanes de poner rumbo al norte, como si fuéramos a tomar esa ruta reabierta al oriente. Nos reuniríamos luego en la isla de Chipre. Y desde allí, con más calma, podremos tomar las siguientes decisiones. ¿Te parece bien? –Dido asintió con la cabeza. Lo principal era huir, después ya buscarían nuevas tierras.

–Confío en tu criterio, por eso te he nombrado jefe de la expedición. Vendrás en mi nave.

–Desde luego, mi reina. ¿Necesitas algo más de mí?

–No, querido amigo, tienes mucho trabajo. Y yo también debo atender a otras personas deseosas de ayudar. Quienes están con nosotros deben sentirse parte de esta aventura. Sin el esfuerzo aunado de todos, nada puede hacerse con éxito.

***

–Ahí es donde se equivocó –le digo a Karo mientras andamos despacio por la playa.

–¿Quieres decir que le traicionó Acus o alguna de las personas en quien ella confiaba?

–No, en absoluto. Se equivocó al encomendarse a la madre Juno. Las divinidades son muy peligrosas. Con ellas no se sabe nunca qué es mejor. En mi opinión, no invocarlas ni hacer nada para recordarles nuestra existencia. Pero esto no lo podemos decir, me llamarían impía. ¡No se te ocurra anotar estas palabras…!

VIII.–Da comienzo el banquete

Después de ofrecer el sacrificio a la diosa Juno, la reina Dido regresó a su palacio. Mientras atravesaba las calles cercanas al puerto, había podido comprobar cuánto tensaba a la población de Tiro la excesiva actividad. A los gritos de los carreteros pidiendo paso se unían las protestas de los viandantes; los aguadores se abrían camino por entre el gentío y no daban abasto a satisfacer a tantos vozarrones sedientos; estallaban disputas por todas partes. Un estibador había caído al agua y sólo la intervención de uno de los guardias que vigilaban las naves de guerra lo había salvado de la muerte. La amplitud de un movimiento tan desusado en el puerto había dado lugar a muchos comentarios. Algunos amigos de Pigmalión se paseaban por delante de las naves, observaban las operaciones de carga y preguntan aquí y allá. No les gustaba lo que estaban viendo.

–Mi patrón, el noble Acus, no puede esperar ni un solo día para hacerse más rico –respondió con fingida irritación el capitán de una de sus naves–. Ya sabéis, señores, hay buenas noticias de oriente y él quiere aprovecharlas.

Por otra parte, las obras iniciadas en el patio del templo de Melqart provocaron la furia de Pigmalión. Se enteró de ese asunto por dos de sus fieles más íntimos, quienes habían participado con él en la tortura y asesinato de Siqueo y la infructuosa búsqueda del tesoro del templo. Mientras durasen las obras habría vigilancia de noche y ello les impediría continuar sus indagaciones. ¡Maldita Dido! Y, encima, se vería obligado a disimular esa noche en el banquete y seguir dándole excusas sobre la ausencia de su marido. Estaba harto y más que harto. Urgía tomar medidas. Tal vez había cometido un error. Debería derrocar a su hermana sin tardanza y, una vez en el trono, revolver la ciudad entera si fuera necesario para encontrar el tesoro. Sí, sería conveniente hablar con los suyos cuanto antes. Enviaría un mensaje a sus consejeros: al día siguiente, al despuntar el alba, tendrían una reunión en su casa. El banquete ofrecido por su hermana se prolongaría hasta tarde, así que su ausencia del foro durante las primeras horas no levantaría sospechas.

–¿Crees que estoy bien? –preguntó Anarkasis mirándose las vestiduras.

–No te reconocería ni tu madre –respondió su amigo. Habían cambiado de alojamiento por la mañana y se identificaron ante el nuevo posadero como un mercader de Micenas y su criado. Era mejor no correr riesgos. El actor ensayaba en la exigua habitación la forma de caminar más apropiada. No era muy alto y resultaba más bien delgado, pero la túnica y el manto le daban prestancia. Ensayaba para imprimir elegancia a sus gestos y sus modales. Pero sólo la justa.

–Por primera vez voy a actuar sin cubrirme el rostro con una máscara. Impresiona, ¿sabes?

–¡Que se lo digan a todas las muchachas que te han acogido en su lecho convencidas de haber encontrado un marido! Ojala en esta ocasión no tengamos que salir huyendo…

Barce aprovechó el último baño de la reina para concretar con ella los planes que le atañían. Dido pretendía dar apariencia de la mayor normalidad, por tanto no pensaba decirle nada a su hermana Anna hasta el momento de partir. Podría delatarlas su nerviosismo. Tanto ella como la nieta de Barce cenarían y se acostarían a la hora acostumbrada. En cuanto a la nodriza, una vez acabase de preparar lo necesario, la esperaría en el cuarto. La reina acudiría allí al terminar el banquete: necesitaría cambiarse la ropa por otra más ligera y dar las últimas instrucciones.

–Esta noche quiero estar muy bella, Barce –declaró mientras la anciana comenzaba a colocarle las joyas sobre la túnica blanca de lino: un grueso collar de oro con lágrimas colgantes de lapislázuli y un cinturón cuyas placas, esmaltadas en azul, plata y verde, semejan las escamas de un pez. El cinturón había sido un regalo de Siqueo y ambas mujeres pensaron en él sin nombrarlo.

–Tu siempre estás hermosa, niña mía.

–Ésta es una ocasión especial. Mi despedida de Tiro y de mi trono. No quiero que olviden mi majestad quienes se quedan aquí. Y quienes van a acompañarme deben sentirse orgullosos de seguirme. Yo misma necesito sentirme reina por dentro y por fuera, pues la mujer que oculto en mí está en estos momentos destrozada.

Se sentó de nuevo para que la anciana le calzase sus sandalias de cuero con anillas de oro y le diese el último retoque. Había dispuesto sus cabellos en varias trenzas enlazadas alrededor de la cabeza y algunos mechones cayendo sobre la frente. Ahora quería también realzar su cuello adornándolo con rizos diminutos. Se ciñó una sencilla diadema y, por último, colocó sobre los hombros su manto de púrpura, símbolo de su soberanía. Barce dio un paso atrás para contemplarla. Estaba perfecta.

Los invitados habían llegado ya cuando la reina Dido entró en el salón donde se serviría el banquete. Estaban de pie hablando en corrillos y, al anunciarse su llegada, cesaron las conversaciones y quienes se hallaban de espaldas se volvieron a mirarla. Dido tenía las facciones finas y los pómulos altos, teñidos de un leve rubor. La sonrisa iluminaba sus ojos de color miel y extendía su dulzura por el rostro entero. El cabello, rubio intenso, brillaba y rodeaba su cabeza como una aureola. Era menuda y no muy alta. Sin embargo, su persona llenaba el salón entero y superaba a todos en grandeza. Una rápida mirada le descubrió que no estaba Pigmalión. Se entretuvo en saludar a los invitados, uno a uno, llamándolos por sus nombres y, para ganar tiempo, les presentó a Anarkasis, mercader griego e invitado de honor. Por fin, algo apresuradamente, llegó su hermano. Dido le dirigió su sonrisa más radiante.

–Querido Pigmalión –le dijo–, empezaba a temer que algún asunto imprevisto te impidiese llegar a tiempo. Ven, te sentarás al lado mío. Y tú también, estimado Príncipe del Senado. Deseo conocer vuestra opinión, una vez el honorable Anarkasis nos haya puesto al corriente.

–Mi hijo Acus le ha dado toda la credibilidad, mi reina –respondió el anciano senador, mientras se sentaba a la derecha de Pigmalión–. Piensa partir de inmediato.

Las mesas estaban colocadas formando un gran cuadrado, con las esquinas abiertas para el paso de los sirvientes. Al fingido mercader griego le habían asignado un asiento frente a la reina, en medio de Acus y su esposa Diana. Todos los comensales tenían interés en escucharlo. En Tiro, los negocios eran siempre el principal tema de conversación. Al menos, hasta la fecha.

La reina Dido lo oyó responder con soltura a varias preguntas. Parecía un hombre entendido y de recursos. Sin duda se defendería bien. Y, con esta certeza, apartó su atención de Anarkasis y la centró, disimuladamente, en otros. Entre los comensales había cuatro mercaderes amigos íntimos de su hermano y ella había dado instrucciones para que les sirvieran vino en abundancia. Pigmalión, sentado a su lado, estaba ya bebiendo bastante. Se le veía ceñudo, casi desdeñoso hacia ella. A la reina no le importaba: no era momento para ofenderse por el tono irritado de sus respuestas ni por la forma despectiva con que ignoraba al Príncipe del Senado. Esto la preocupaba y, al mismo tiempo, la reconfortaba: seguramente su hermano trataría de calmar con vino su mal humor.

Anarkasis estaba explicando con detalle que, tras la caída y destrucción de Troya, el paso de los Dardanelos quedó a merced de bandidos y piratas. Sin embargo, pasados ya algunos años, los griegos habían conseguido por fin derrotarlos por mar y tierra y habían tomado el control del estrecho. Ahora eran ellos quienes lo vigilaban y cobraban un elevado peaje por atravesarlo, pero la ruta era segura. Y, como respuesta a las preguntas de algunos curiosos, se había dejado llevar por la emoción para glosar la salvaje hermosura de aquellas tierras. Los invitados estaban embelesados por su elocuencia al expresarse y la belleza de sus palabras.

–Eres un mercader muy raro –interrumpió de pronto Pigmalión, dando un golpe con la palma de la mano sobre la mesa–. Y te diré otra cosa: no me gustas.

Y, en un instante, en el salón se hizo un silencio de hielo.

IX.–Los planes avanzan

Los convidados de la reina Dido quedaron en suspenso. Algunos tenían los alimentos a mitad de camino entre la mesa y la boca. Nadie miraba a nadie. Más allá de la falta de cortesía de Pigmalión hacia un huésped, más grave y notoria por tratarse del invitado de honor de la reina, la agresividad de sus palabras causó gran preocupación a todos, aunque en sentidos distintos.

Los aliados del príncipe encontraron esta actitud peligrosa: ofender de ese modo a la reina podría enojarla, ponerla en alerta sobre sus intenciones y desbaratar sus planes. ¿Qué ganarían Pigmalión y todos ellos con llamar la atención entre tantos asistentes adictos a la soberana? Cuánto mejor sería pasar desapercibidos, dar impresión de la mayor normalidad.

También la angustia se había apoderado de aquellos comensales preparados para huir al cabo de unas horas. Tenían el corazón en la garganta. Quizá habían sido descubiertos o el ardid del actor haciéndose pasar por comerciante había suscitado las sospechas y la desconfianza del príncipe. Por último, quienes no estaban en ninguno de los dos planes eran perfectamente conscientes de que algo extraño ocurría. Y el comportamiento de Pigmalión no era un buen síntoma.

–También a mí me pareces raro, señor Anarkasis –dijo la noble Diana con acento risueño y una gran sonrisa–. ¡Tan raro como todos los griegos…! Mi madre solía decir: “Dale un arado a un griego y lo verás labrar como cualquier otro hombre. Dale la palabra, ¡y construirá un mundo ante tus propios ojos!”. Y tú lo has demostrado.

Un rumor de aprobación acogió la intervención de esa dama.

–Tus palabras me halagan, noble señora –respondió Anarkasis–. Y quiero reivindicarme ante ti, príncipe Pigmalión. Mi amor por aquellas tierras me ha hecho olvidar por un instante que a tu nobleza y juventud le acomodan mejor otros asuntos. ¿Sabéis que Odiseo, el más sagaz de los griegos, no ha llegado todavía a su patria? Y se dice que muchas naves troyanas surcan los mares en busca de tierras donde asentarse.

–No me interesan los perdedores –respondió Pigmalión despectivo.

Sin embargo, y a pesar de haber bebido en exceso, se dio cuenta de lo inconveniente de su conducta y se contuvo. Era mejor tratar de disimular su mal humor y su impaciencia. Ahora mismo debería estar buscando el tesoro de Melqart en lugar de perder el tiempo en esa cena ridícula. Aunque, bien pensado, más valía que su hermana se entretuviese escuchando a ese mamarracho y no le preguntara por Siqueo. Era extraño que no lo hubiera hecho ya. Sí, muy extraño. Rechazó con la mano al criado que iba a llenarle de nuevo la copa y miró a su hermana de reojo. Se la veía tranquila.

–Pigmalión es un magnífico guerrero –intervino la reina –y apreciaría mucho conocer las tácticas empleadas en esa guerra. ¿No es así, hermano?

–En tal caso, señor –continuó Anarkasis–, te gustará conocer los detalles del combate en el cual Aquiles derrotó al troyano Héctor a los pies de los muros de Troya. ¡Un duelo excepcional…! Escuchad…

Las calles de Tiro, a esas horas de la noche usualmente desiertas, estaban llenas de gente. En intervalos de tiempo establecidos, desde diversos puntos de la ciudad acudían hacia el puerto grupos de hombres y mujeres con sus sacas, algunos llevando en los brazos a sus hijos dormidos y a otros de la mano. No hablaban ni hacían ruido. Andaban por callejuelas estrechas y huían de los espacios abiertos. Al llegar a las esquinas se detenían y escrutaban la siguiente calle antes de seguir. La noche era clara y no hacían falta antorchas. Cada familia sabía cuál era la nave en la que debía de embarcar y obedecía los gestos de los marineros quienes, desde la cubierta, les invitaban a darse prisa. Otros hombres, al pie de las pasarelas de madera montadas entre el muelle y las embarcaciones, los ayudaban con los fardos, los niños e incluso subían en brazos a los pequeños animales domésticos que, paralizados por el miedo, se negaban a avanzar. La operación estaba saliendo bien. Ya habían levado anclas ocho naves.

Los compinches de Pigmalión habían enviado a dos hombres a espiar a los vigilantes de las obras del templo de Melqart. Apostados en el ángulo de una callejuela, junto a un portal, desde ese escondite distinguían con claridad las antorchas apoyadas en el muro y a los cuatro soldados armados haciendo guardia. De ellos, dos permanecían en pie dentro del recinto del patio y los otros dos paseaban arriba y abajo por delante de la pequeña tapia, quizá para espantar el sueño.

A los espías les hubiera gustado hacer lo mismo, andar para desentumecer los músculos. Pero no podían moverse, correrían el riesgo de ser descubiertos. Estaban realizando una misión aburrida y, a su juicio, innecesaria. ¡Cuánto mejor pasarían la noche jugando a los dados o bebiendo vino en algún figón!

De pronto, les pareció ver una sombra y se pusieron en alerta. Aguzaron el oído. ¿Qué podía ser? Parecía el roce de pisadas. Extrajeron de sus cintos los puñales y permanecieron tensos.

En palacio, el salón del banquete estaba muy animado. Anarkasis había conquistado a sus oyentes y éstos no cesaban de hacerle preguntas acerca de esa guerra sobre la cual sabía tanto. La señora Diana se interesaba por las damas y trataba de indagar sobre Helena. ¿Era tan hermosa como decían? ¿Era cierto que la raptaron? Se originó un debate sobre si había sido o no necesario mover a todos los reyes griegos para ir a Troya a rescatarla. Las opiniones estaban divididas. El Príncipe del Senado había hecho ya varias discretas advertencias a Pigmalión para que no bebiese tanto y, felizmente, habían sido acogidas por parte de éste con la indiferencia más absoluta. Seguía bebiendo y, de vez en cuando, intervenía en el debate. Desde luego, si él hubiera luchado con los griegos, le habría dado su merecido a esa zorra.

Acus cruzó una mirada de entendimiento con la reina Dido y ella se levantó de la mesa del banquete. No le extrañó a nadie, porque llevaban ya mucho tiempo sin cesar de comer y beber. Se dirigió con presteza a su cuarto.

–Barce –dijo sin levantar la voz–, ha llegado el momento. Este es el plan: deja sobre mi lecho la ropa ligera como acordamos y una pieza de tela para hacer luego un hatillo con las que llevo puestas. Iremos juntas ahora mismo a despertar a Anna y yo le explicaré todo. Después, cogerás a tu nieta y vendréis las tres aquí. Dentro de poco llegarán unos hombres para cargar los baúles y acompañaros hasta la nave.

–¿Quieres decir, mi reina, que no vienes tú? –preguntó con ansiedad la anciana.

–Iré después, cuando haya resuelto otros asuntos. Embarcaré a tiempo, no temas. Pero vosotras debéis estar allí cuando yo llegue. ¿Comprendes? Es muy importante para mí saberos a salvo, eso me permitirá actuar en todo momento como debo, sin temores.

La vieja Barce no pudo evitar las lágrimas. Abrazó un momento a la reina, luego se secó las mejillas con las manos y trató de sonreír. Ambas se dirigieron al cuarto de la hermana de Dido.

–Anna, Anna –susurró la reina al oído de la muchacha, mientras le acariciaba el pelo con la mano. La niña tenía poco más de 14 años y era alegre como un día de sol. Sonrió aún antes de abrir los ojos y, cuando por fin lo hizo, Dido le puso un dedo en los labios.

–Debes levantarte enseguida y sin hacer ruido. Ahora no tengo tiempo para explicaciones, pero corremos un gran peligro y hemos de huir. Una nave nos espera en el puerto e irás a ella con Barce y su nieta Imilce. Yo acudiré allí. Barce tiene mis instrucciones, obedécela en todo.

La joven comprendió por la mirada de su hermana la gravedad de la situación. Asintió con la cabeza.

–Me llevaré a Sirio –dijo señalando a la bola peluda tendida a sus pies–. Sin él no iré a ninguna parte.

–Ni yo os separaría, créeme. Pero debes llevarlo en brazos y no permitirle ni un solo maullido –la reina le dio un breve abrazo y la besó en la frente–. ¡Arriba! Y ayuda a Barce con su nieta, es todavía muy pequeña.

Con una gran sonrisa, la reina se reintegró al banquete. Ordenó a su copero llenar de vino puro la copa de oro de su padre y traérsela. El joven se acercó a una mesita y, de espaldas a los comensales, llenó la copa y luego se la entregó a la reina. Dido se puso en pie y pidió silencio.

–Señor Anarkasis, amigos, quiero ofrecer un brindis. Esta es una ocasión muy especial y bien merece que bebamos todos de la copa que heredé de mi padre, en señal de hermandad. ¡Por el éxito de esa nueva ruta y el futuro abierto por nuestro invitado griego!

Al salón llegaron, muy atenuados, ruidos procedentes del exterior, quizá de una de las puertas. La reina bebió y pasó la copa a su hermano.

X.–La hora crucial

–Necesito hablar con el príncipe Pigmalión –decía un hombre a los soldados de la puerta del palacio de Dido–.Tengo un recado urgente para él.

–Lo sentimos, señor –le respondieron–. El príncipe ha salido hace un buen rato. Debe estar en su casa. No queda nadie aquí.

El hombre se retiró sin decir nada más. Le habían mentido, sin duda, porque él venía de casa de Pigmalión y allí no había llegado. Estaban ocurriendo demasiadas cosas raras. Uno de sus empleados le había advertido del gran movimiento en el puerto y él mismo había acudido a cerciorarse. Eran naves mercantes las que estaban zarpando, era cierto, pero toda esa gente… De noche y sin hacer ruido. Sin avisos. Y le había sorprendido ver al pie de una de las pasarelas a la vieja Barce con una niña, como si fueran también a embarcar. ¿Se habría descubierto la muerte de Siqueo? Ella había sido su nodriza y no se le ocurría ninguna razón por la cual debiera abandonar Tiro con tanto secreto. Debería avisar a otros partidarios de confianza. Era necesario estar prevenidos y armados y tratar de localizar a Pigmalión.

–Señora –dijo el copero acercándose a la reina mientras ella contemplaba el panorama en el salón del banquete–. He envuelto la copa de oro de tu padre en un paño. ¿La pongo en tu equipaje?

–Sí, pero has de esperar que me cambie de ropa. Luego la metes dentro del hatillo y te lo llevas a la embarcación. Entrégaselo a Barce. Y asegúrate que tengamos a bordo algunas ánforas de buen vino. Nos pueden hacer falta.

En el salón reinaba la quietud mientras las conversaciones se desarrollaban en voz baja. Una precaución innecesaria: en las sillas, con las cabezas caídas sobre la mesa, algunas copas volcadas y trozos de carne y frutas esparcidos por todas partes, dormían profundamente Pigmalión y varios invitados. No era una visión muy agradable pero, como medida, resultaba útil.

–Y bien, Acus, no contaba con esto –dijo la reina dirigiéndose a su jefe de expedición y señalando con un gesto al actor Anarkasis. Éste, como los demás, roncaba ruidosamente.

–No me he acordado de advertirle que debía fingir beber el vino, pero sin probarlo. Ha debido dar un buen trago… –respondió Acus. El resto de personas que debían huir, incluida su esposa Diana, habían abandonado ya el salón.

–No podemos dejarlo aquí. Mi hermano no tardaría en descubrir el engaño y matarlo. Que vengan unos hombres y lo trasladen a la nave de tu padre. Nos vendrá bien contar con él, quizá en el futuro necesitemos otra vez hacer uso de su arte. Y ahora, vamos, no debemos perder tiempo.

Los espías de Pigmalión apostados junto al patio del templo de Melqart juntaron sus espaldas y empuñaron sus dagas. Pero no sabían qué hacer. Tenían instrucciones de permanecer ahí toda la noche, sin embargo no estaban seguros de acertar cumpliéndolas al pie de la letra. Algo se movía alrededor suyo y, si no encontraban el modo de avisar a su jefe, el resultado podría ser desastroso. Después de mucho tiempo de tensa espera, con los oídos aguzados y la percepción de estar en medio de alguna clase de peligro, decidieron actuar: uno de ellos permanecería en el puesto de vigilancia y el otro inspeccionaría los alrededores para tratar de averiguar qué pasaba. Y si resultaba ser algo serio, se marcharía a informar a su superior.

Había pasado ya un buen rato desde que se había ido su compañero, cuando el que permanecía de vigilancia escuchó un ruido muy cerca. Se hundió más en la sombra del portal que le servía de refugio. En dirección al templo se movían varias figuras. Delante de ellas iba un perro.

–Mook, ¡aquí! –dijo a media voz Dido.

El animal retrocedió al instante y se colocó al lado de la reina. Junto a ella estaba Acus y seis hombres más. Al llegar a donde estaban los soldados, éstos los saludaron. En un momento las antorchas alumbraron el interior del patio.

Acus dio instrucciones a los hombres para retirar unas piedras en el fondo de la zanja abierta durante el día. Conforme las apartaban, quedaba al descubierto un agujero. A la luz rojiza de las teas, pronto comenzó a destellar el oro: copas, escudillas, trípodes… La reina Dido asintió.

–Colocadlo todo dentro de los sacos –dijo.

El espía de Pigmalión, concentrado en tratar de comprender la escena, no se dio cuenta del peligro. Cuando quiso reaccionar, ya era tarde. Un golpe en la cabeza lo derribó dejándolo inconsciente.

Cargando los sacos sobre los hombros, los fornidos porteadores comenzaron a caminar rumbo al puerto. Los soldados se disponían ya a abandonar el lugar apagando las antorchas, cuando la reina Dido los hizo detenerse un momento. Había traído consigo unas piezas de oro y quería que las esparcieran por el suelo, sobre la calle. Extrañado, Acus le preguntó la razón.

–Quiero que mi hermano sepa cuanto antes que nos llevamos el tesoro.

–Rápido, rápido –los partidarios de Pigmalión, armados a toda prisa, salían a la calle. Las primeras sospechas se habían confirmado con el hallazgo de uno de sus hombres malherido cerca del templo y signos evidentes del robo del tesoro. Después de una breve deliberación, habían decidido asaltar el palacio de Dido. El príncipe debía estar retenido en él. O quizá muerto. Era preciso actuar sin demora. Y no se iban a andar con disimulos: cogieron varios hachones y los agitaron en el aire al tiempo que gritaban y vitorean el nombre de su jefe. Toda la ciudad debía enterarse. Algunas ventanas se abrieron dejando oír llantos de niños, ladridos. Algunas voces gruñían pidiendo silencio y otras preguntaban qué ocurría. Los rebeldes avanzaban cada vez más deprisa. Llegaron ante el palacio. Hallaron la entrada desguarnecida y empezaron a aporrear los portones. Al no obtener respuesta, trataron de abrirlos. Unos cuantos fueron corriendo a un almacén cercano y trajeron una gruesa viga para utilizarla como ariete.

–¿Están ya perforadas las naves de guerra? –preguntó Dido al Príncipe del Senado, quien permanecía en pie delante de su propia nave. Era la única que restaba por salir, junto a la de la reina.

–Hay dificultades. Los cascos son muy resistentes y no parece factible perforarlos sin hundirlos, como tú deseabas.

–Tu hijo se ocupará de ellas –respondió la reina–. Debes partir ya, querido amigo. Es importante. Necesitamos maniobrar para salir del puerto y debemos evitar estorbarnos unos a otros.

Le dio un abrazo apresurado, pero el viejo senador la sujetó un momento. La miró como si temiera verla por última vez y la quisiera recordar para siempre así. Dido se parecía mucho a su padre, el senador siempre había visto las facciones de su amigo y monarca en el rostro de ella. Antes de soltarla le dio una palmadita en la mejilla, una caricia para quien, más que una reina, era casi una hija querida. Dido le apretó la mano y sonrió.

Mientras la nave del Príncipe del Senado levaba anclas, Dido, Acus y sus hombres se aproximaron a las naves de guerra. Los soldados que las vigilaban y tratan de estropear los cascos eran aliados y huirían con ellos. Sin embargo, la operación estaba resultando más laboriosa de lo previsto. Los hombres de Acus contribuían a inutilizarlas arrojando los remos por la borda. Una labor pesada y no tan rápida como hubieran deseado.

Algunas luces brillaron entonces por encima de los tejados de la ciudad y no eran las del amanecer, ya próximo. El rumor creciente de un tumulto llegó hasta el embarcadero. Habían de apresurarse. Acus gritó a la reina y la instó a subir a su nave. Mook, en el muelle, empezó a ladrar muy excitado y no prestaba atención a las llamadas de su ama. Por las calles que desembocaban en el puerto comenzaron a llegar corriendo hombres armados. Un puñado de soldados de la reina aprestó sus armas y les salió al encuentro. Acus ordenó retirar la pasarela de madera. Dido llamaba a gritos a su perro.

El animal volvió la cabeza hacia ella un instante. Miró otra vez en dirección a la ciudad y al griterío. Y, de pronto, retrocedió unos pasos y, de un gran salto, alcanzó la cubierta de la nave que ya se estaba separando del puerto.

XI.–Una maniobra peligrosa


–No escribiré ni una palabra más –anuncia Karo tumbándose cuan largo es en el suelo del patio. Cruza los brazos sobre el pecho y cierra los ojos– ¡Me duele tanto la mano que no sé si podré usarla mañana! Abusas de mí, señora Imilce, porque soy joven.

–¡Qué poco entiendes de abusos! –le respondo. Pero no le falta razón. Él tiene la mano exhausta y yo la lengua. Con gusto tomaría un traguito de vino con agua, pero cualquiera se lo pide a mi nuera. Según ella, mi empeño por contar esta historia me está trastornando. Decididamente, es tonta.

–¿Qué te ha parecido la escena del perro? –digo por cambiar de tema.

–Si llega a durar un poco más, te aseguro que yo mismo lo habría tirado al agua. ¡Ya no podía sujetar el punzón y el maldito bicho ni se decidía a subir a la nave ni dejaba de ladrar…!

–Hasta él se dio cuenta de lo difícil que resulta dejar la propia tierra. La tensión del momento y el peligro eran muy grandes y ninguno de los fugitivos podía detenerse a pensar ni a sentir otra cosa distinta al temor. Menos el perro. Eso decía Barce. Pero cuando el amanecer iluminó Tiro y, desde las naves, la gente vio su patria más y más lejos, hasta desaparecer en el horizonte, hubo muchas lágrimas. No en el rostro de Dido, desde luego. Fue la última en zarpar y aún tenía un asunto pendiente.

–¡No lo puedo creer!

–Pues no lo creas. En tu opinión, ¿por qué querría la reina demorar su salida hasta el alba y no hundir ni estropear las naves mercantes que quedaban en el muelle? Su hermano Pigmalión deseaba ser el rey de Tiro y lo sería. Pero también ambicionaba riquezas. No dejaría de perseguirla ni de remover los mares y la tierra hasta recuperar el tesoro del templo. Pero ella lo conocía bien y era muchísimo más lista…

Karo se incorpora y se apoya de lado sobre un codo para mirarme. Este chico me sirve muy bien para saber cuándo resulta interesante esta historia. Mi pregunta ha llamado su atención. Pero no pienso decirle nada más hasta que retomemos la escritura.

***

El puerto de Tiro ardía de rabia y de antorchas. Desde la nave de la reina se escuchaban gritos desaforados y se veía un mar de lanzas, bastones y puños agitándose en el aire henchidos de cólera. Algunos hombres de Pigmalión abordaron los navíos de guerra y descubrieron que habían sido inutilizados. Apartaron a empellones a los vigilantes de las embarcaciones de carga y las aparejaron a toda prisa para salir en persecución de Dido.

Para ella, todo iba según lo previsto. Amílcar, el timonel, maniobró con gran pericia y se dispuso a seguir sus instrucciones tal y como la reina le había pedido. Eran difíciles de cumplir y peligrosas. Sin embargo, no temía ni a los riesgos ni al fracaso. No había en el mar un timonel de su temple y experiencia.

–Es preciso engañarlos, Amílcar –le había dicho la reina unas horas antes de embarcar–. Ya que hemos de buscar otra tierra para vivir, al menos debemos hacerlo libres del temor a ser perseguidos.

–Cumpliré tus ordenes, señora.

–Ésta es la idea: dejaremos a sus naves acercarse bastante a nuestra popa. Tanto como para hacerles creer que pueden alcanzarnos y que esa proximidad nos atemoriza. Y, cuando yo te diga, nos alejaremos dejándolos atrás.

–Es muy peligroso. Podría ocurrir que no saliera bien la maniobra y nos atrapasen. Lo sabes, ¿verdad?

–Más peligroso todavía es llevarlos pegados a nuestros talones durante años. Y Pigmalión no desistirá de buscarnos salvo que logre convencerlo de que ese esfuerzo no merece la pena. La venganza no le interesa tanto como la riqueza. Si piensa que no podrá recuperar el tesoro, nos dejará en paz. Y para ello es imprescindible actuar como te he dicho.

–Convendrá, entonces, salir despacio del puerto para que puedan reaccionar y aparejar sus naves –había respondido Amílcar–. ¿Ha de mantenerse esa situación durante mucho tiempo?

–El menor posible. Solo hay una condición: debe ser de día cuando nos separemos definitivamente de ellos. Confío en ti –le había dicho la reina colocándole una mano sobre el hombro. Amílcar ya no era joven, pero había sentido en su cuerpo una corriente de simpatía al contacto de esa mano. Si la reina confiaba en él, ni todos los dioses del universo podrían torcer su voluntad de servirla.

XII.–Adiós a Tiro

Tres mercantes partieron del muelle en persecución de Dido. Amílcar mantenía firme el timón y demoraba la marcha como si hubiera problemas. La reina, su hermana Anna y la nodriza Barce, el noble Acus y su esposa Diana, se apoyaron en la popa y contemplaron Tiro al fondo, brillante al ser tocada por los primeros rayos de luz. Cada vez se acercaban más a ellos las naves de los partidarios de Pigmalión.

Todos guardaban silencio. Sólo se oía el batir de las olas contra el casco y el chasquido de los remos. El sol comenzaba a trazar una senda amarilla en el agua. Los remeros de los perseguidores hundían las palas en el mar muy deprisa. Se acortaban las distancias. Estaban peligrosamente cerca. De pronto, la reina Dido habló:

–Barce –dijo–, avísame cuando distingas con claridad las caras de nuestros enemigos de la nave más próxima.

–¡Yo las veo ya! –exclamó Anna.

–Debe verlas Barce –insistió Dido–. Acus ¿están tus hombres a punto?

–Las veo, las veo –gritó Barce mientras señalaba con el dedo.

–Adelante –dijo la reina haciendo gestos de alarma y moviéndose hacia atrás en la cubierta–. ¡Arrojad al agua los sacos!

Dos marineros comenzaron a tirar por la borda los sacos llenos de tierra que, por encargo de la reina, había preparado el Príncipe del Senado. Dido volvió a acercarse a la popa, se cubrió el rostro con las manos y las demás mujeres la imitaron. Acus gesticulaba y gritaba fingiendo dar prisa e instrucciones a los hombres. Dido, por fin, se agarró con las dos manos a la borda y miró el mar con desconsuelo. Del borde de algunos sacos se habían escapado, casualmente, platillos y copas brillantes como el oro. Caían sobre el agua y el sol los hacía destellar unos instantes antes de ser engullidos por las olas.

Los perseguidores se quedaron estupefactos contemplando la escena desde las cubiertas de sus naves. Se sentían impotentes. Tras el hundimiento del último saco, sus remeros bajaron el ritmo y las naves perdieron velocidad, mientras la de Dido mantenía la suya. La distancia se hizo mayor y, finalmente, las naves de Pigmalión viraron en redondo y pusieron proa en dirección a Tiro.

La reina y sus compañeros respiraron aliviados y sin poder contener la alegría al verlas retirarse. Ella se acercó a Amílcar y le palmeó la espalda.

–Ahora navegaremos al ritmo que tú impongas, señor del mar.

–Pasarás a la historia, mi reina –le respondió el timonel con admiración–. Eres una mujer grande entre todas las fenicias.

Dido se sentó con la espalda apoyada en un rollo de maromas. Necesitaba descansar después de tantas horas en vela.

Cerró los ojos y se encomendó a los dioses. Quisiera la madre Juno protegerla y Neptuno guiarla por rumbos seguros. Respiró hondo. Trató de imaginarse la reacción de sus enemigos cuando llegasen al puerto de Tiro y consiguieran despertar a Pigmalión. Su hermano estallaría de ira cuando le dijeran que habían visto con sus propios ojos cómo la pérfida Dido había arrojado al fondo del mar el tesoro del templo de Melqart.

Dido, reina de Cartago

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