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La dama vestida de negro

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En memoria de Delia Fritis Manríquez

Salieron pausadamente de su humilde casa, ubicada en una quebrada que dejaba ver todo el hermoso valle de Vallenar, se maravillaron al sentir el aroma a campo. Noelia Fernández le pidió a su hija Inés Ardiles que se adelantara un poco, que la esperara en la avenida principal. Mientras ella se detuvo a contemplar con melancolía las casas, las calles, una plaza y la catedral.

Eran las diez de la mañana y en ese instante, ella parecía beber todo lo más bello de sus recuerdos en esa tierra maravillosa que la había cobijado toda una vida; no obstante, por su ágil mente pasó el recuerdo amargo de su primer amor, lo había amado tanto, con esa simpleza de la gente de campo que no sabe de mezquindades, se había entregado por entero a ese amor, que le brindaba Tomás Borda. En aquella época dorada de sueños de mujer enamorada, él le había dejado su primer hijo; sin embargo, al pasar el tiempo, cuando Tomasito tenía tan solo tres abriles, un día los había abandonado argumentando que iría a buscar trabajo al norte grande, les había prometido que volvería a buscarlos apenas se estabilizara económicamente; pero jamás volvió.

Ella se quedó como Penélope, tejiendo sueños, esperándolo toda una vida, nunca dejó de amarlo; aunque después ella también conoció a otros amores, lamentablemente eran solo como un bálsamo a su soledad y abandono. De una de esas relaciones, nació Daniel.

Pasados algunos años, conoció al padre de su hija Inés, Joaquín Ardiles, quien enamorado le ofreció nupcias. Ella se casó con él, tal vez ilusionada con tener un hogar, también cansada de sufrir el desamor de su primer amor, mortificada de luchar sola contra el mundo; del matrimonio nacieron tres hijos maravillosos. Por esas cosas de la vida, un día, Noelia se enteró que su amado Tomás se había casado con otra, una mujer adinerada que apodaban la China; además, le contaron que él había entrado a una gran empresa minera, que tuvieron hijos, vivían en casa grande, lujosa, una mansión preciosa como la que él le había prometido a ella en aquel tiempo encantado, donde soñaban juntos, con las enredaderas, los jazmines de su casa bonita, mientras el sol abrigaba el alma y los sueños.

Todo estos recuerdos de los años mozos calaron profundamente en su corazón, se dio cuenta que hay heridas en el alma que jamás se cierran; sacudió la cabeza como para disipar los pensamientos que aún le dolían, aunque habían pasado más de cuarenta años.

Al instante, se encontró con Inés, la hija que había tenido con Joaquín, quien la trajo abruptamente a la realidad. Caminaron en silencio; sin embargo, en sus adentros sentía lágrimas que ahogaban las palabras. Misteriosamente, una vecina salió a su encuentro, le deseó feliz viaje con un beso, un abrazo fraterno. Luego, otra vecina coincidentemente, sin razón alguna se acercó rápido a desearle que todo le saliera bien. Mientras Noelia se alejaba, ella se despedía con un pañuelo blanco, lo que la sorprendió gratamente. Después, el señor del almacén alzó su brazo haciendo señales de despedida; hasta los árboles mecían sus hojas suavemente al compás del viento, susurrando por última vez aquella vieja canción de antaño, que ella había cantado tantas veces a su gran amor: «Que seas feliz» que a su vez convirtió en un himno, tanto así que un día su hijo Tomás se la dedicó, triunfando en un festival de la canción. Todo parecía ser como si un gran murmullo de ángeles les anunciaba el último adiós, aquella dama de alegre caminar; ella en otro tiempo siempre vestía de colores vivos, con estampados de hermosas flores, parecía ser que hasta la primavera la había abandonado, dando paso así a trajes tan oscuros como el manto de la noche.

En aquel momento, su hija Inés sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo, abrazó a su madre, la señora Noelia, respetada por todos quienes la conocieron, quien era una mujer maciza, de cincuenta y ocho años de edad, tez oscura, ojos color café, con un corazón de oro. Inés abrazó a su progenitora regalándole un abrazo tan cálido que la transportó a la niñez, cuando sentía miedo en las noche de insomnio y ella la acurrucaba dulcemente hasta calmar sus temores y ansiedades. Al instante rompió el silencio, exclamó entre sollozos:

—¡Mamita, por favor no te vayas!, presiento que no te veré nunca más…

—Hija, no te preocupes tanto, te prometo que volveré apenas pueda —replicó.

Noelia llegó a su destino, la capital regional. Iba al hospital oncológico a realizarse una serie de exámenes que más tarde confirmarían un cáncer terminal. Al enterarse de aquella funesta noticia, se derrumbó por completo. Salió de allí echa un mar de lamentos que dejaban ver a su gran pesar. Caminó sin rumbo alguno, entre grandes edificios, el bullicio de la gran ciudad, el tráfico que parecía indiferente al dolor de su alma. Buscando tal vez una explicación:

—¿Por qué a mí? ¡Dios mío! ¿Qué voy hacer ahora? ¡Cómo se lo diré a mis hijos! —se cuestionaba una y mil veces.

Ahora que, por fin, la vida le empezaba a sonreír. Daniel Zavala, aquel hijo que curiosamente tuvo tres padres, uno que lo engendró y lo abandonó, otro que gentilmente le dio su nombre y apellido y el último que lo crió a medias. Le había prometido una casa cuando era niño, ahora por esas vueltas de la vida, quizás en premio a su perseverancia; de haber sido un niño trabajador, humilde, empeñoso, Dios lo había compensado, ingresando a una afamada empresa. Había llegado el momento, él le había confirmado a Noelia la noticia en esos días; aún resonaban sus palabras en su mente:

—¡Mamita, llegó el momento de darte todo lo que tú mereces! —emitió Daniel—. Vamos a construir tu casita, mamita.

Aquel sueño de toda una vida por fin se haría realidad para esta mujer humilde y soñadora.

Decidieron intervenirla cuanto antes para detener ese terrible mal; pero al operarla solo pudieron determinar que le quedaban dos meses de vida. Ella, inmediatamente, se lo comunicó a sus hijos, quienes muy preocupados viajaron para estar con ella los últimos días, menos Inés quien, por razones económicas, no podía ir.

Noelia estaba al cuidado de su madre, Ester, quien tenía unos setenta y cinco años de edad y era capaz de cuidar con esmero a su hija enferma; la llevaba al médico, a sus quimioterapias, proporcionaba sus medicinas.

Al llegar al segundo mes de sentencia, Noelia se empezó a sentir muy ahogada, bajó más o menos veinte kilos, su apariencia parecía la de otra persona; en otro tiempo era alegre, silbando, cantando, hasta bailaba con la escoba, que incluso se ganó el apodo por sus hermanos, quienes le decían: «La fray escoba». Ahora, apenas le salía la voz. Antes de partir, le dijo a su hijo Daniel que velara por su familia, especialmente ahora que había sido padre nuevamente, que cuidara mucho a Manuelito el recién nacido que era igual a él cuando era bebé. Daniel tenía que regresar a su trabajo, los permisos se habían terminado, con el dolor de su alma, sin imaginar quizás que ese sería su último adiós, regresó a su hogar.

Daniel, mientras viajaba al norte, poco a poco, comenzó a sentirse muy inquieto, miraba la soledad del desierto parecido al que sentía en su corazón, absorto en sus pensamientos, presagiando su amor de hijo que su madre estaba en la etapa final de la enfermedad, la perdería definitivamente. Asfixiado en el bus, comenzó a rezar, llegando a la ciudad, caminó decidido a visitar la catedral. Llegó de noche, cuando estaban cerrando el templo, pero alcanzó entrar unos segundos. Se arrodilló frente a Cristo crucificado, suplicó a Dios por la vida de la mejor de las madres, la más sacrificada. Conmocionado con lágrimas que se ahogaban en la garganta, recordó como esa viejecita, a punta de mucho esfuerzo, les había dado educación. En tiempos de escasez, ella lavaba ajeno, planchaba, remendaba, hacía trabajos de costura; a veces hasta que la sorprendía el amanecer. Lo admirable era que nunca se quejaba, todo lo hacía cantando, sonriendo con la esperanza que a sus hijos nunca les faltara nada, ella estaba separada por más de veinte años; por ende, le era extremadamente difícil sobrellevar el hogar sola, con cinco hijos a cuesta. El más pequeño de ellos era Elías, quien fue un gran apoyo para Noelia, cuando no tenían nada para cenar, él en forma silenciosa salía a la calle con una bolsa debajo del brazo, después de unas horas, volvía a la casa con víveres para sus hermanos y su madre, nadie se imaginaba que el pequeño Elías mendigaba para poder comer él y su familia. De grande, siempre fue un hombre muy trabajador; incluso laboraba doble turno, siempre llevaba grabado el recuerdo de su madre en su corazón como su único tesoro.

Entonces, Daniel, ¿no alcanzaría a cumplir la promesa de niño que había hecho de todo corazón? Noelia siempre dibujaba en las noches, en pequeñas servilletas de papel, la casa de sus sueños sin que nadie la viera, hasta que un día fue sorprendida por Danielito apuñando un papel en las manos, con su más secreto sueño. Mientras ella escuchaba el concierto de termitas comiéndose la vieja vivienda. El pequeño al verla tan afligida, la abrazó, la consoló, con lágrimas de niño sellaron un compromiso de amor y esperanza; le prometió que algún día, cuando fuera grande con la ayuda de Diosito, construiría la casita de sus sueños en el hermoso valle de Vallenar.

En la madrugada de un abril gris, melancólico, en donde las hojas caían como formando un muelle cama para las almas que sufren, Noelia se comenzó a sentir muy sofocada, su frente perlaba sudor. Ester muerta de miedo, no hallando qué más hacer, decidió pedir una ambulancia urgente. Llegando al hospital, se hicieron todas las diligencias del caso; pero, al final la pusieron en una sala aislada, donde Ester muy tiernamente acariciaba la frente a su hija, le tomaba las manos, las sintió heladas como el ambiente de aquel hospital, le decía:

—Gorda, tienes que estar tranquilita todo va a salir bien, ten fe —suplicaba.

Mientras Noelia sentía grandes dolores, el calorcito de las manos de su madre, comenzó a delirar. Se imaginó que era su amado quien la venía a buscar. Recordó cuando se reencontraron por última vez en la boda de Daniel, fue tan bonito. Él había reconocido, al fin, que nunca la había dejado de amar; pero que por esas cosas del destino, sus sendas se habían separado. Confesándole muy arrepentido su cobardía de juventud; se había dejado cautivar por la buena vida y, muy pronto, vinieron lo hijos que terminaron de amarrarlo por completo. Conmemoró aquella noche mágica que salieron furtivos, volvieron a vivir su amor en plenitud; aquel amor inconcluso que esperaron tanto, brotó con la fuerza de mares embravecidos. Al amanecer, sin testigos de la fogosa noche vivida, él le volvió a prometer que algún día volverían a estar juntos para siempre, ella era el gran amor de su vida.

Noelia, en su alucinación, lo vio venir, sintió su perfume abrigando su alma, alzó sus manos con una sonrisa de mujer enamorada. Comenzó a sonar el monitor y las enfermeras corrían vertiginosas, Ester muy angustiada, sintió cómo las manos de su hija caían gélidas sobre las albas sábanas del hospital. En tanto, le cubría el rostro helado. Ester salió de la sala tragándose aquel sabor amargo de las lágrimas, que se escurrían por su garganta, salió a la calle en la madrugada, sola, sin saber ¿qué hacer?

En tanto, Daniel llegaba a su casa, a medianoche, muy angustiado le pidió a su esposa, a sus niños que le ayudaran a hacer una oración por su madre. Se pusieron de rodillas para hacer un rosario, suplicaron al Todopoderoso que la sanara de aquellos dolores tan terribles, que la bendijera, pero que sobre todas las cosas, que se hiciera su voluntad. En ese preciso instante, sonó el teléfono. Era la abuelita Ester informando que Noelia acababa de fallecer de un cáncer al páncreas, que era preciso que viajara inmediatamente para que se hiciera cargo de los funerales y, así, retirar a Noelia cuanto antes del hospital. Era la alborada más fría y triste que habían experimentado; que paradoja aquel último rosario, rezado de rodillas, con sollozos que parecían calcinar el corazón de Daniel, coincidentemente a la hora de la partida de Noelia, fue como los cincuenta escalones que faltaban para que ella emprendiera el camino al cielo.

En el funeral estaban todos sus hermanos, hijos, sobrinos y nietos. Se acercaban uno a uno, consternados por la pesada, repentina noticia, que cayó como una lágrima de fuego en sus corazones.

Al frente del ataúd, mirándola con aparente mortificación estaba Joaquín su esposo, no se atrevía ni siquiera a mirarla; tal vez, arrepentido por lo mal que se había portado con Noelia, recordando quizás las veces que ella lo aguardaba, en la mueblería para solicitar encarecidamente ayuda para sus hijos, él por egoísmo, falta de compromiso con su familia, no les proporcionaba nada. A veces, les pasaba solo unas cuantas monedas, quizás para tranquilizar su conciencia. No obstante, lo único que hacía era humillarla, hundirla más en su pobreza.

En tanto, Noelia lo miraba por los espejos del abismo, desde lo más profundo de su alma, que aún permanecía atrapada en los rincones de aquella habitación donde yacían sus restos; el ambiente estaba enrarecido por el olor a flores, a velas, a inciensos, más los cuatro cirios que iluminaban su cara. Ella lo observaba con melancolía, contemplaba por última vez cada uno de los rostros de sus seres queridos, como queriendo inmortalizarlos a cada uno de ellos. Sin embargo, Noelia sentía compasión de Joaquín al verlo ahora solo, viejo y enfermo. Ninguno de sus hijos legítimos quería ayudarlo producto de lo mal que se había portado con ellos en la infancia; Incluso, Joaquín junior se atrevía a decir siempre que se le tocaba el tema: «Pobre viejo se lo merece», recordando las veces que lo mandaba a trabajar cuando apenas tenía ocho años; incluso, una vez, Joaquincito se armó de valor y le contestó a su padre:

—¡Algún día voy a trabajar, pero no para usted señor!, que solo aparece de vez en cuando para maltratarnos.

No obstante, la misericordia de Dios es tan grande que pone siempre un alma generosa en el camino para no dejar desamparados a los viejos, enfermos. Después del fallecimiento de Noelia, Daniel decidió ayudarlo pese a su mal comportamiento, mandándole una mesada, preocupándose por él aunque no era su padre biológico. Motivado, tal vez, por ese corazón generoso que había heredado de Noelia; quien a pesar de la pobreza igual siempre se las arreglaba para hacer obras de caridad, recolectando entre sus amistades ropa y algunos enseres de casa para los más necesitados.

Inés viajó desde el valle al puerto donde estaba sepultada Noelia, no pudo llegar a tiempo al funeral; pero días después logró llegar hasta el cementerio. Se encontró con el portero quien le habló tajantemente que no podría ingresar al campo santo porque estaban cerrando. Ella lidió para entrar tan solo un instante. Eran más de las seis de la tarde, estaba cayendo la espesa neblina que caracteriza a los puertos. Su madre estaba sepultada en Antofagasta, aquella ciudad porteña que la acogió como un leve puente hacia la eternidad y morada santa, estaba ubicada justo frente al mar. Inés logró dar con el nicho de su progenitora, en aquel momento se inició aquel diálogo pendiente:

—¡Mamita, perdóname por todo! por no haber llegado a tiempo, por no haberte cuidado los últimos días de tu vida, tú mejor que nadie sabe lo mucho que me cuesta viajar.

—Viejita, ¿te acuerdas que tú siempre decías que las historias se repiten? siento tanto lo mucho que te hice sufrir. Tanto que me aconsejaste para que mi vida fuera distinta e igual fui mamá soltera, me casé, ahora estoy separada igual que tú. Viviendo quizás las mismas carencias económicas, para colmo mamita, mi niña, la Cecilia también está embarazada, apenas tiene dieciséis años. ¡Ni te imaginas lo que estoy sufriendo!, me hacen falta tus sabios consejos, tú siempre tenías una palabra de consuelo para todo, veías la vida con altura de miras.

—Mamita, ni siquiera te traje un ramo de flores, ¡perdóname! —se echó a llorar desconsoladamente, tanto así que sintió que su cuerpo se estremecía.

Misteriosamente, desde el techo de los nichos cayó un ramo de rosas amarillas en las manos de Inés, miró hacia arriba, vio alejarse dos palomas blancas, las rosas eran justo del color preferido de Noelia, sintió escalofríos, quedó paralogizada de emoción, una sensación rara de espanto; igual se las ofreció humildemente a su madre, a quien amaba sobre todas las cosas.

De pronto, cayó la noche, la venció el sueño, la fatiga emocional, se durmió a los pies del sepulcro de aquella mujer maravillosa que le dio tanto con tan poco.

Con el correr de los días, sin tener consuelo, Daniel todas las noches se levantaba y lloraba frente al retrato de su madre, murmurando:

—Viejita te fuiste, no alcancé a cumplir tu sueño, ¡perdóname! por no darte todo lo que tú merecías.

Mientras Inés se despertó con la brisa marina que acariciaba sutilmente su tez morena, enjugando por última vez sus cristalinas hojas, frente al sepulcro de su madre, regresó a su tierra natal, con el corazón partido en dos. Con el tiempo tuvo que ir a un especialista por una gran depresión por el duelo, el psicólogo argumentó:

—Menos mal que a su madre la sepultaron en el norte, porque de no ser así, usted hubiese hecho del cementerio su hogar.

El tiempo transcurrió vertiginosamente, Inés no lograba amortiguar el dolor que fluía del corazón con más fuerza, como una herida abierta que nunca podría cerrar. Un día, ella estaba al borde de la locura, tomó las llaves de la vieja casa, abandonada desde que falleció su madre, corrió calle abajo sin pensar, hasta lograr meterse en su hogar de infancia, tan lleno de dulces fantasmas, de recuerdos. Lloró frente a cada cosa que tenía en sus manos: los retratos envejecidos por el sol, el tiempo que no perdonan; los pañitos y los cobertores viejos tejidos a crochet, hechos por las manos de Noelia; la mesa de madera roída por las termitas, testigo de tantos coloquios familiares. De pronto, su corazón comenzó a palpitar con fuerza, sintió miedo, queriendo morir. Abrió el ropero antiguo, vio que todavía había allí mucha ropa de su viejecita; la sacó lentamente, se acostó en la cama que usaba su madre, se cubrió con todas y cada una de esas prendas encontradas allí. Luego sintió su aroma que, mágicamente, aún se conservaba en la ropa, que aquella noche acariciaron los rincones de su alma mortificada, por la pérdida de su progenitora. Lloró, suplicó, imploró, recordó con tristeza el no haber sabido corresponder a ese amor tan grande. Cuando ella se enfermó, no visualizó la amenaza de aquella enfermedad despiadada, pensando, tal vez, que no era tan grave, no supo acercarse a su madre para cuidarla, devolverle la mano.

Inés no supo cómo se durmió entre gemidos, suspiros que se ahogaron en las sábanas. Sintió que Noelia le acariciaba los cabellos, le besaba la frente, la cubría con el manto de la ternura, arropándola por última vez. Venía como un ángel de la guarda a acompañarla, como cuando era niña, velaba su sueño; aunque el caudal de lágrimas dejaba entrever que ella había llegado al límite de la cordura.

Daniel entre tanto, noche a noche, se levantaba a fumarse un cigarrillo con Noelia; lo hacía igual que cuando ella estaba viva, solían fumar y beber juntos un trago, para luego conversar hasta altas horas de la noche. Sentado frente al retrato de Noelia, donde aparecía como una dama vestida de negro; monologaba con ella, le contaba sus penas.

—¡Mamita, perdóname te necesito, te amo tanto! no me resigno haberte perdido, me hace tanta falta tu amor, ya no puedo vivir sin ti —confesó llorando.

Mientras tanto, Inés sintió su presencia, creyó que el aroma de las prendas fue sanando poco a poco, cada una de las heridas más profundas, sintió que ella misma bajaba del cielo a acurrucarla, por última vez.

—Mi niña, ya no llores más. Te prometo que todo cambiará, seré tu ángel de ahora en adelante —susurró Noelia.

—¡Levántate hija! ¡acuérdate que tienes dos niños por quien vivir! un nietecito por quien seguir luchando, con la fuerza de una mujer grande —musitó otra vez con dulzura.

Daniel, aquella noche, lloró hasta que sintió que su alma se secaba por completo. De pronto, creyó escuchar que aquel retrato le hablaba, no sabía si aquello era producto de su imaginación combinado con el alcohol y la melancolía:

—Hijo, ya no llore más, déjeme ir tranquila, emprender definitivamente mi viaje a la casa del Padre. No te olvides que, con mi partida, Dios ha sido generoso contigo, te ha mandado un consuelo: tu pequeño hijito Manuel —replicó Noelia.

—Mi niño, si es por la casa, constrúyala igual para su hermana Inés. Tú sabes que ella vive en arriendo, no puede seguir pagando y la desalojarán muy pronto. Ella está separada, será lo mismo que si me la hubiese dado a mí en vida —susurró como una brisa suave de verano nuevamente.

—Me quedaré en cada recoveco de tu alma, en cada rincón de tu casa, viviré en ti hasta que dejes de recordarme, seré tu ángel por siempre —concluyó diciendo con un dejo de ternura perenne como su amor de madre.

Daniel creyó que estaba enloqueciendo, se durmió sobre el retrato de Noelia; pero lo más extraño fue que cuando se despertó, encontró que estaba apuñando aquella servilleta de papel donde su madre dibujaba cada noche, que contenía una imagen muy borrosa de una linda casita. Recién ahí pudo comprender que no era una locura, que ella había estado allí esa noche. Daniel se sanó de su depresión y apenas pudo, comenzó los trámites para dar inicio a la construcción de la casa para obsequiársela a Inés, la única mujer de la familia y, así, a través de su hermana, cumplir con aquella promesa de niño hecha a Noelia en otrora.

Tiempo después, demolieron la vieja casa de madera, de tantos recuerdos y edificaron una morada sólida, frente al valle, el sueño dorado de su madre. Inés y Daniel encontraron la paz, el amor, la alegría. A partir de ese día, fueron felices gracias a aquella dama maravillosa que seguramente Dios acogió como una bella flor madura, para adornar su jardín en el cielo; su bondad traspasó más allá de la eternidad, todos los límites de lo sobrenatural.

A veces, los hijos de Daniel sienten silbar y bailar a su abuelita Noelia en la casa, se ríen en complicidad con ella, dicen:

—Papá, «La fray escoba» nos vino a visitar.

—Sí —contesta él—. Yo también la he sentido de vez en cuando.

—Pero papá, ¡nosotros la hemos visto! —replican y sonríen los niños.

Meses después de la partida de Noelia, curiosamente, Tomás, el amor de su vida, feneció también de un cáncer terminal, compartieron el mismo calvario, tribulación; pero lo más extraño de todo fue que en los últimos momentos de agonía de Noelia solo Tomás pudo percibir que ella lo estaba esperando con las manos extendidas. Él también, al morir, pudo ver su imagen, sentir su perfume, alzar las manos para reencontrarse nuevamente con ella. Se entrelazaron vigorosamente, viajaron a la eternidad. Como los tiempos de Dios no son los mismos del hombre, misteriosamente unió ambos momentos, para que estas almas desoladas por fin pudiesen encontrar la paz y felicidad. Quizás por esos designios del destino, sus almas se unieron al final del camino, ahora ellos estarán juntos por siempre, en la tierra prometida, disfrutando todo aquello que nunca pudieron concretar en vida, continuando así aquel romance inconcluso.

Ángeles vestidos de negro

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