Читать книгу Matilde Pérez - Isabel Ossa Guzman - Страница 4

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Matilde no sabía muchas cosas en esa época, pero había algo de lo que estaba segura: vería el sol salir apenas tuviera oportunidad. Desde que tenía un año, el amanecer había sido algo que la intrigaba. Su papá le había contado muchas veces que, en el mismo instante en que ella había nacido, su mamá se había dormido para siempre. Sólo habían cruzado una mirada y eso había sido al amanecer de su primer día de vida. Cada noche Matilde buscaba esa mirada en sus recuerdos, abrazada a una fotografía en blanco y negro donde aparecía su mamá vestida de novia. Su corazón de niña le decía que, cuando lograra ver amanecer, quizás podría encontrarse otra vez con ella.

Una mañana de octubre, llegó al Fundo El Castillo un enorme paquete para su papá. Matilde lo observó muy impresionada y estuvo todo el día tratando de adivinar qué había dentro. Esperó a su papá hasta la noche y, cuando lo vio llegar desde la ventana, corrió a toda velocidad a su encuentro.

-¡Te llegó una cosa inmensa, papá! ¡Una cosa gigante! ¿Puedo ayudarte a abrirla, por favor?

Su papá la tomó en brazos y caminaron por la ancha galería hasta la sala donde descansaba el enorme paquete. Con la ayuda de una pequeña navaja que llevaba en el cinto, Jorge rompió cuidadosamente el envoltorio, mientras Matilde daba volteretas alrededor. De pronto, ahí estaba. Un asombroso paisaje de montañas, pintado en una incontable cantidad de tonos anaranjados y azulados.

- Eso que ves ahí es el maravilloso amanecer –dijo Jorge.

Matilde no podía hablar de la impresión. Muy silenciosa, se sentó en el suelo de la sala y, sin despegar la mirada del enorme cuadro, suspiró. Mirar ese paisaje la hacía sentir en calma. Muy concentrada, entrecerrando los ojos y usando sus dedos para hacer formas, comenzó a pensar cómo pintaría ella su amanecer cuando lo tuviera en frente.

-Las encinas del jardín las convertiré en triángulos, el sol será un enorme rombo naranja y mi mamá… será un gran círculo de luz.

La pintura fue colgada al día siguiente en el comedor y, aunque a Matilde sólo se le permitía ir ahí para las celebraciones familiares, todos los días se colaba desde la cocina después de almorzar, se acercaba en puntillas al cuadro y se quedaba largo rato observándolo. En el silencio adormilado de esa hora de la tarde, que era la hora de la siesta para casi todos en la casa, podía sentir que se volvía una niña de óleo y entraba lentamente en ese amanecer que parecía moverse frente a sus ojos.

Ese mundo naranja era perfecto. No había hora de acostarse, ni brócolis recién cocidos, ni tampoco desenredar de pelos. Sólo caminar por senderos solitarios, sentir el aire con aroma a lavandas, tocar con los dedos el agua fría de un río plateado y comer las frutas deliciosas que crecían en árboles de todos colores. Y, lo mejor, ver el sol asombroso que nacía a un nuevo día entre las montañas azuladas. Matilde presentía que en algún lugar entre esas montañas estaba su mamá y algunas de esas tardes en que se volvía de óleo y caminaba sendero arriba, podía oír a lo lejos el canto suave de una mujer. “Es ella”, pensaba.

El ruidoso caminar de la nana Carmen la devolvía de golpe a la realidad.

-Ya sabía yo que iba a estar aquí, mi niña. La he buscado por todas partes, oiga.

-Me gusta estar aquí, nanita. Es tan lindo el amanecer.

-¡Pero si eso no es un amanecer, mija! El sol sale afuera, no aquí entre cuatro paredes.

Matilde Pérez

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