Читать книгу La hazaña secreta - Ismael Grasa - Страница 5
ОглавлениеMe dispongo a escribir sobre algunas cosas sencillas. Entiendo que cada cierto tiempo es preciso decir aquello que consideramos bueno, o lo que nos dijeron a nosotros y que pensamos que nos hizo bien. Me refiero a decirlo en voz alta, a decirlo a otros. En ocasiones nos quedamos con la sensación de que deberíamos haber dirigido unas palabras a alguien en lugar de quedarnos callados. O con la sensación de que con nuestro silencio fuimos cómplices de algo que se dijo a nuestro lado, y que en el fondo desaprobamos. Desde luego, no faltan también las ocasiones en que hablamos de más. Pero la cuestión es que entre nosotros se suele criticar eso, el hablar de más, y rara vez el haber hablado de menos.
Algunas de las cosas sobre las que me propongo escribir en estas hojas son asuntos que damos por hecho, hasta el punto de que puede parecer tonto que alguien se incline sobre un papel para tratar de expresarlas. Una de ellas es que las personas, a veces, decimos la verdad, o más o menos la verdad. El mundo es complejo, grandes intereses se mueven tras las apariencias de lo que sucede, entramados económicos y corporaciones hacen valer sus influencias. Pero eso no debe abocarnos a la idea de que la verdad es entonces algo inalcanzable, algo que se oculta tras un laberinto en el que hace mucho tiempo que todos nos perdimos. Las democracias en que deseamos vivir son las formas más complejas de gobierno, pero a un tiempo se apoyan sobre lo más simple, que es la confianza en las otras personas y en la verdad. Es así como nuestra vida empieza a hacerse mejor.
Quiero tratar también en estas hojas sobre el aspecto que ofrecemos y la urbanidad. Uno ha de atender a su forma de vestir, y ha de respetar ciertas normas y tratar a los demás sin rudeza. Puede ser una fuente de placer el aprendizaje sobre los tejidos y los cortes, o el cuidado de los objetos que uno luzca, sean unos zapatos de piel o la cartera en la que guarde el dinero. Uno ha de saber disfrutar eligiendo unas gafas de sol o llevando un reloj heredado. Es una frivolidad tratar la moda como una frivolidad. Cada uno es libre de interpretar la elegancia como quiera, pero no es aceptable la dejadez. Cada vez que uno se viste ha de procurar ofrecer algo a los demás, una prenda escogida, alguna clase de delicadeza. Ese exceso intencionado de tela que hay en una línea de corte, cualquier detalle gratuito, manifiesta una disposición a la alegría de vivir. El escritor Salman Rushdie señaló la moda como una de las maneras que los ciudadanos teníamos de combatir el integrismo. Uno no ha de privarse de entrar de vez en cuando en una tienda bonita.
A modo de introducción, copio aquí la frase de Rushdie a la que me refería: “El integrista cree que nosotros no creemos en nada. Según su visión del mundo, él tiene sus certezas absolutas, mientras que nosotros nos sumimos en excesos sibaríticos. Para demostrarle que se equivoca, primero debemos saber que se equivoca. Debemos ponernos de acuerdo en qué es importante: besarse en público, los bocadillos de beicon, las discrepancias, la moda de rabiosa actualidad, la literatura, la generosidad, el agua, una distribución más equitativa de los recursos del mundo, el cine, la música, la libertad de pensamiento, la belleza, el amor. Esas serán nuestras armas”.
Es preciso amar el centro de nuestra ciudad. No digo que uno haga mal en vivir en una casa con jardín de las afueras, en una zona residencial, me refiero a que no se ha de perder de vista el centro. No se puede ser feliz si uno vive simplemente protegido tras el muro de una urbanización. Se ha de tener el centro como referencia, con su pasado, sus plazas públicas y sus edificios antiguos y algo deteriorados. Se han de considerar afortunadas las personas que se alojan en alguna de las calles o avenidas del centro, o en el mismo casco histórico. Las que viven en otros lugares han de pasear esos espacios del centro y hacerlos también suyos. Uno elige una prenda que ponerse, coge de la mano o del brazo a alguien querido y camina por una de esas aceras con firmeza. Porque esas avenidas o bulevares no dejan de ser la continuación de la calle más bella de Budapest, de Nueva York o de Buenos Aires. Todos los centros de las ciudades, si son ciudades, forman un centro común.
No es necesario ir muy lejos para hacer mejor el mundo, porque tal vez uno debería empezar por el centro de su ciudad. Como primer paso uno debería recorrer tranquilamente, ejemplarmente, una calle arbolada. Después hay que sentarse en un banco, hay que entrar en una heladería o en una tienda de nuestro gusto, aunque no podamos comprar nada, y hay que detenerse a mirar una fachada o la cartelera de un cine. Quizá muchas de las calles históricas de nuestras ciudades estén degradadas o no ofrezcan un aspecto invitador, pero eso no debería apartarnos de ellas o hacernos renunciar a ese espacio antiguo y central. Uno no debería detener ahí su paseo. Porque la realidad no solo es lo que es, sino también el modo en que la miramos. Y es sabido que el modo de mirar transforma ya las cosas.
Quienes se desplacen en bicicleta, por su parte, no deben circular entre los peatones ni sobresaltar su paseo con adelantamientos o timbrazos, porque la vida que queremos se sostiene en ese paseo de los peatones sobre la acera, ese detenerse a contemplar algo, un tipo particular de conversación.
La cita que copio hoy es de Aristóteles. Se refiere a la simplicidad última de la que trataba en el texto anterior. Dice este filósofo que verdad es decir que es lo que es, y que no es lo que no es, y lo contrario es la mentira. También lo expresa con estas palabras: “Hay en los entes cierto principio acerca del cual no es posible engañarse, sino que necesariamente se hará siempre lo contrario, es decir, descubrir la verdad; a saber: que no cabe que la misma cosa sea y no sea simultáneamente”.
Como escribió en una de sus sentencias el pintor Pepe Cerdá, un día es una cosa muy seria. Es nuestra unidad de medida de vivir. No tenemos otra cosa que unos cuantos días, un número concreto. Para los que trabajan de modo autónomo un día es además el tiempo para ganar el sustento de otro día. Y para los que tenemos un sueldo un día debería ser lo mismo, si somos honestos.
De joven me dijeron que debía hacerme la cama al levantarme, y lo mismo he dicho luego a otros. Si uno no tiene ninguna tarea, si uno está triste, quizá deba sentarse en la cama que acaba de hacer y respetar así la estructura del día. Es posible que sea su ocupación ese estar sentado. Tal vez le sobrevenga entonces alguna clase de luz. Cuando llegue la noche uno vuelve a deshacer aquella cama. Igual que el artista espera la inspiración en su estudio, o el escritor en su silla, conviene esperar lo que traiga el día con la cama hecha, por decirlo de algún modo. Y si no es gran cosa lo que trae, no debería poder decirse lo mismo de nuestra disposición.
Otra cosa que me enseñaron es a empezar el día por ducharse y, en el caso del varón, por afeitarse. Uno se ha de arreglar el pelo y ha de cepillar unos zapatos. Uno ha de mirarse en un espejo de cuerpo entero –en toda casa debería haberlo–. Es posible que la imagen que nos devuelva el espejo sea la de una persona sola, pero otros tal vez se hagan sitio en ese reflejo junto a nosotros en el futuro. Uno lleva a cabo sus tareas, sus obligaciones. Uno lee el periódico de esa mañana y dice delante de otros, en voz alta, una opinión que no suene demasiado destemplada. Pasan las horas y uno procura no perder el respeto a lo que quede de día. Sucede que a ratos nos sentimos alegres, como una brisa que nos atraviesa.
Copio hoy una cita de Albert Camus, de Cartas a un amigo alemán. El autor, previendo que los nazis van a perder la guerra, escribe a uno de ellos: “Vosotros habéis escogido el heroísmo sin dirección, porque es el único valor que queda en un mundo que ha perdido su sentido. Y al escogerlo para vosotros, lo habéis escogido para todo el mundo y para nosotros. Hemos sido obligados a imitaros con el fin de no morir. Pero nos hemos dado cuenta entonces de que nuestra superioridad sobre vosotros era la de tener una dirección. Ahora que esto se va a acabar, podemos deciros lo que hemos aprendido: es que el heroísmo es poca cosa, que es más difícil la felicidad”.
Hay un tipo de ebriedad que nos embrutece, nos empequeñece y nos hace más previsibles. Hablo del alcohol y de las drogas, aunque no solo de eso. Desde luego, la mayoría de nosotros dejamos un espacio en nuestras vidas a ciertos grados de ebriedad, pero puede llegar un momento en que uno deba saber apartarse de su modo habitual de actuar. Puede ser preciso, incluso, cierto morir en vida –porque es la muerte lo que nos parece entonces prescindir de aquello–. Uno, como suele decirse, ha de tener el valor de mirar al vacío, a la oquedad a la que ha ido dejando paso a su alrededor. Por recurrir a la metáfora común: no se levanta un edificio sobre suelo raso. En todo caso, aquello que buscamos con nuestra recuperación no es un mero encontrarnos bien, sino el privilegio de estar realmente tristes, aquella puerta a la verdad y al paraíso que contiene la vida.
Se nos dice que desde la adolescencia los hombres toman decisiones en la vida porque sufren crisis. Por eso, nos explicaban, no se deben evitar los conflictos buscando el cobijo de los falsos refugios. Los pasos equivocados nos llevan a privarnos de cierta tristeza, de una clase de melancolía que es la que nos hace merecedores de la amistad y de la fraternidad. O lo que es lo mismo: no se trata de alcanzar un bienestar o una clase de salud psíquica, por utilizar una expresión actual. Esa salud es sin duda deseable, pero, si hablamos de dignidad humana, no es un fin. El fin es ser un hombre. Porque la dignidad empieza en la consciencia de la muerte y en cierta clase de desesperación. Y así es como buscamos la felicidad.
Es en ese punto, una vez que hemos dejado un lugar a la desesperación, cuando las personas encuentran la razón de amar a otros, de lavarse la cara en la pila del baño y de ponerse de pie frente al espejo de cuerpo entero del vestidor. Empezamos entonces el día como si realmente fuésemos cierta clase de divinidad, y cada cosa que nos dispusiésemos a hacer fuese algo extraordinario. Esa es la verdad a la que se llega. Un dios, contemplándonos, bien podría postrarse ante nosotros, un gesto que evitaríamos cogiéndole de los hombros e invitándole a tratarnos con camaradería.
La cita de hoy expresa la idea de que lo realmente extraordinario está en lo inmediato. Es del escritor Mariano Gistaín. Hablando de que cada hombre contiene el universo, dice: “Escuchar equivale a buscar vida extraterrestre,
pero en la cocina”.
Es preciso sacar un tiempo para leer, pero uno no debe tener los libros por cualquier lado. Se ha de contar con un mueble o, si se puede, con una habitación, una biblioteca, donde guardarlos. En las casas de los lectores los libros no deberían estar dispersos por todas las habitaciones, como si la vida que tuviésemos en ellas no fuese algo real o válido por sí mismo. Las lecturas forman parte de la vida buena, pero, llegado el caso, uno no debe atrincherarse tras ellas.
Es fácil caer en la tentación de presumir de ser lector, o de sumarse a campañas más o menos públicas a favor de la lectura, cuando quizá la mejor campaña por la lectura sea un hombre que lee a solas y guarda luego su libro, si considera que merece ser guardado, en la balda de su biblioteca. Me refiero con esto a que antes que esforzarnos en que a otros les parezca la lectura algo atractivo, deberíamos ocuparnos de que nuestras vidas –leyendo, sí, tal vez– sean ciertamente atractivas.
Aunque uno lea en aparatos electrónicos, hay un valor en tener a nuestro lado algunas primeras ediciones en papel o volúmenes que por alguna razón valga la pena conservar. Cualquiera dirá que lo importante es el contenido y no el continente, y no le faltará razón, pero hay que tener presente que el continente, lo bibliográfico, esos objetos que sostenemos entre las manos, son cosas que también nos incumben. El coleccionismo, cuando obedece a un impulso bien ordenado, es un modo de virtud antes que una deformación del carácter. Una casa con una biblioteca, por reducida y sencilla que sea, tiene algo de ejemplar. El dueño ha de saber entonces dar razón de aquellos volúmenes, de cuáles son antiguos o heredados, o raros o valiosos por alguna razón.
En todo caso, parece que nunca se deba abandonar la actitud de seguir aprendiendo. Esto a menudo se entiende hoy como una gimnasia cerebral para personas entradas en años, una vía de salud geriátrica, pero yo diría que, al margen de la edad, este no detenerse en el conocimiento es ante todo una gimnasia moral. Uno puede estudiar nuevos idiomas o saberes relacionados con su profesión, o puede dedicarse a lecturas literarias, históricas, biográficas... Diríamos que un profesor, por ejemplo, difícilmente puede enseñar algo a los demás si fuera del aula él mismo no hace nada por aprender.
Copio hoy unas líneas de la escritora Cristina Grande. Relata en uno de sus textos una visita al parque del Monasterio de Piedra. Es otoño y las hojas caen entre los saltos de agua. Escribe: “Y entonces, después de una hora de paseo, sentí una extraña congoja, un sobrecogimiento que casi me impedía respirar. Mi síndrome de Stendhal no se produjo en Florencia, sino frente a un bosquecillo de hoja caduca. Entendí que tanta belleza no podría repetirse nunca y esa sensación de perfección fugaz me puso al borde del llanto”. Cambia luego de tono y se fija en otros visitantes. “Uno de ellos dijo a su mujer: ‘No creas que todo esto es natural, que aquí se ve que el agua está canalizada’. Su mujer lo miró mal
y a nosotros nos entró la risa, una risa que sirvió para sacarnos del encantamiento que nos impedía encontrar la salida”.
Diríamos que lo que mueve a las personas es cierta clase de fe. Y que esa fe, por ponerle algún nombre, es lo más importante que tenemos. Es una clase de convicción en el bien, en el amor, o como uno quiera llamarlo. Sentimos entonces que no es más firme cualquier fórmula de la física que nuestra fe. Y es otra clase de fe, o quizá la misma, el presentimiento de que un día todo ha de confluir, de que las intuiciones de los poetas y de nuestros corazones son una avanzadilla de las ciencias positivas, la bengala que por
un instante ilumina la región sobre la que el conocimiento un día encontrará arraigo.
Es un pensamiento hace tiempo expresado por los clásicos que el bien, la belleza y la verdad forman un uno, y que solo nuestra visión limitada nos hace ver la realidad como fragmentos dispersos. Pensar que la verdad, la belleza y el bien son caras de una misma cosa es algo que siempre ha acompañado nuestra idea de humanidad.
El hombre feliz no teme a lo que la ciencia y sus herramientas puedan un día descubrir sobre el universo o sobre nosotros mismos. Si la fe de uno le lleva a protegerse del conocimiento o de la investigación, es que su fe no tiene valor ni es la propiamente humana. Además, ¿acaso no hubo momentos de dignidad, y fueron vidas no perdidas, cuando los hombres nacieron y murieron pensando que el universo limitaba con una bóveda, o que las especies animales eran inmutables? En cierto modo, lo esencial es algo que un hombre sabe ya. Y si no, no ha de saberlo nunca.
Los estoicos decían cosas parecidas a estas, además de su llamamiento a que cada uno se limite a hacer lo que esté en su mano y a despreocuparse de lo demás. No sé si la imperturbabilidad a la que aspira el estoico es ciertamente un ideal, pero su pensamiento de que todo forma una unidad, y de que toda frontera política es artificial, no deja de iluminarnos.
Copio unos versos de Eloy Sánchez Rosillo. Hay un endecasílabo suyo que trata sobre esa eternidad del presente: “Cuanto existe, existió y será después”. Y se pregunta en ese poema:
¿Cómo iba la muerte a poner fin
a esta fragilidad indestructible
que en nosotros habita?
A propósito de los poetas, hay que decir que uno de los asuntos de los que tratan es su jardín. Ese jardín no suele ser un lugar concreto, sino que se trata de un símbolo. Ese jardín contiene una rosa que a la vez contiene la belleza del mundo, y la tierra del jardín es la tierra en que seremos enterrados, y es el jardín el universo entero, cercado por su tapia. Nuestra idea de un poeta es la de alguien que vive de un modo itinerante, a la vez que nunca abandona su jardín, por más que coja maletas y siga rutas de migraciones, congresos y exilios. Es alguien que se mueve y es alguien que no se mueve. Y es esta contradicción la propia de todo hombre, que deja de ser hombre si se detiene, a la vez que tampoco lo es si no lleva consigo alguna clase de quietud. Por más que una persona siga una vida sedentaria y común a ojos de los demás, nunca se puede decir que no esté llevando a cabo alguna clase de viaje.
Que el hombre tenga necesidades no significa que se agote en esas necesidades. De eso tratan también los poetas, salvo cuando se ponen al servicio de un tirano. El hombre es un animal que necesita un jardín. También un pan, pero no sirve como definición suya decir que es un ser que necesita un pan. A lo que me refiero es que el deseo de justicia del verdadero poeta no pierde de vista ese jardín –ese deseo de contemplar el mundo, de buscar la verdad por la verdad–. Esforzarse por la justicia es necesario, pero a sabiendas de que es un impulso dirigido, en última instancia, a que a nadie le falte lo innecesario.
Hoy copio unos versos de Sol Acín, una poeta de la que se puede decir que es, propiamente, una poeta con jardín. Ese jardín aparece a menudo en sus versos. Los de hoy vuelven al asunto de la eternidad del presente que el amor permite descubrir. Es el final del poema “Canto a la muerte”:
Canto a mi calavera
y perfumo el silencio que ha de entrarme,
con mi tierra, en mis huesos.
Oh mi cuerpo, te quiero.
Te desharás en mí
pero habremos cuajado para siempre.
No podremos saber por qué, de dónde,
pero en la vida nuestra,
en la vida, en la vida,
se nos dará ya todo.
En cierto modo, las cosas son sencillas, y la verdadera inteligencia es una complejidad que no pierde de vista esa sencillez. Las cosas son más o menos así: existe el bien
y existe el mal; y el mal está por todas partes, lo mismo que el bien. Todo buen poema, por otro lado, es naturalmente triste, en la misma medida que nos confirma en nuestro modo propio de alegría y de felicidad.
Los poetas, de los que estos días vengo tratando, vienen a decir, en su particular formulación de la física, que solo el amor vence al tiempo. Escribió algo parecido Virgilio y se ha ido repitiendo hasta hoy. Alguien podría preguntar: ¿y cómo lo saben? Los poetas responden: quien ha amado lo sabe.
Una civilización es un progreso en nuestra manera de amar, en nuestra calidad del amor. No es lo mismo vivir de una manera que de otra, por más que a todos nos dediquen en el funeral unas palabras dirigidas a la eternidad. Quizá nuestras vidas tengan sentido en la medida en que contribuimos a ese abrirse paso del amor, a ese progreso, pero también es verdad que el amor es algo gratuito, tiene sentido en sí mismo, no se puede sumar. El amor no es un proyecto colectivo, algo que pueda triunfar o fracasar en su conjunto. Quien piensa eso ya ha fracasado. No es similar al proyecto de triunfo de la razón de los ilustrados. Lo que quiero traer aquí es la idea antiguamente expresada de que cada acto de amor vale por sí mismo, al margen de que contribuya o no a una tarea histórica o común. Por eso el amor no fracasa, por más que la humanidad tomase una deriva hacia la brutalidad, la violencia y la fealdad, y por más que esto nos entristezca.
Por eso también los poetas se mueven siempre entre paradojas. Amar es querer salir de la ignorancia y, sí, tiene que ver con los libros, los laboratorios y las universidades. Amar es ponerse de pie delante de otras personas y hablar con valor. Amar es no mostrar tolerancia con el intolerante, y es algo vinculado a la ley. Amar es leer un poema escrito por un hombre en el funeral de un hombre.
El fragmento de poema que copio es de Philip Larkin. Habla de una antigua tumba de piedra en la que el escultor dejó el gesto de las manos unidas del hombre y la mujer que están enterrados. El poeta reflexiona sobre el hecho de que quizá aquellos antiguos nobles pensaran que fuese su escudo familiar, también tallado en la piedra, lo que perdurase en el tiempo, en lugar de la posición de sus manos. Fue algo seguramente no previsto, un capricho del artista. Y, sin embargo, olvidado el significado de aquella heráldica, son esas manos entrelazadas lo que no deja de traer visitantes a ese lugar:
The stone fidelity
They hardly meant has come to
be Their final blazon, and to prove
Our almost-instinct almost true:
What will survive of us is love.
Según la traducción que manejo:
Esta fidelidad en piedra
que nunca pretendieron ha resultado
su blasón final, y demostrado
que nuestro casi instinto es casi cierto:
lo que sobrevivirá de nosotros es el amor.
Los versos que he elegido hoy están dedicados a la duda, y quizá puedan parecer un poco cursis o pasados de moda. Bien pensado, también quiero que traten sobre eso, sobre la necesidad que a veces tenemos de no rehuir lo cursi. Es de Fernando Pessoa aquello de que todas las cartas de amor son necesariamente ridículas, pero más ridículo es quien nunca ha escrito una.
Los filósofos hablan siempre de la duda. Una vida sin reflexión no merece la pena ser vivida, vino a decir Sócrates. Dos cosas mueven a filosofar, decía Aristóteles: el asombro y la duda. Todo esto es cierto y es bello explicarlo en las aulas a lo largo de los siglos y de las generaciones. Pero también es cierto que tan característica como la duda del hombre es su certeza, y quizá más aún esta, en cuanto que la duda no es más que una maniobra orientada, subordinada, a cierta clase de, ¿cómo llamarlo?, confianza. Por eso, si bien le debemos muchas cosas valiosas a Descartes y a los escépticos, en cierto sentido no deja de parecernos un poco ridícula –un ridículo verdadero, no como el de quien escribe una carta de amor– su duda absoluta, su extremo de quedarse a solas con su consciencia. La duda puede ser una manifestación de honestidad, pero sería inexacto afirmar que a la honestidad se llega dudando. Cuando los escépticos cartesianos ponen la idea de bien en suspenso, mientras van llegando a ella deductivamente, ¿no han cometido ya alguna clase de falta o de inhumanidad? Es como querer demostrar la existencia de un jarrón después de haberlo roto. Y ese bien está relacionado igualmente con lo que llamamos sentido del humor.
¿No debemos estar con quienes consideran que el solipsismo completo, ese instante, ese paréntesis en que el filósofo pone en duda todo y a todos, salvo su propio pensamiento, no es un tipo de dogmatismo, en cuanto que se ha apartado de aquel sentido del humor, así como de los amigos? Fue también Descartes quien se sirvió de la expresión moral provisional. ¿Es preciso insistir en el contrasentido de este sintagma? Por nuestra parte, diríamos que no estamos dispuestos a poner en suspenso lo que nos une a los otros, por más que fuese durante un segundo, un pequeñísimo paso en las deducciones, un breve soltarse las manos.
Los versos que copio son de un poeta romántico, Bécquer. El ejemplar de sus rimas que guardo en la biblioteca tiene un estampado de flores en las guardas y la dedicatoria de un anterior dueño. En la rima octava dice el poeta:
En el mar de la duda en que bogo
ni aun sé lo que creo;
¡sin embargo, estas ansias me dicen
que llevo algo
divino aquí dentro!...
Acabo por ahora con este asunto de los poetas y su medida del tiempo. Contra la idea platónica de que hay un bien absoluto, un bien en sí, otros pensadores sostuvieron que cada cosa tiene como bien el fin que es acorde a su naturaleza. Por eso tan inapropiado es pensar que un dios envidiase la felicidad humana, como que un hombre anhelase la vida de un dios. La conclusión quizá sea que cada cosa es grande siendo lo que es, o siendo hombres nosotros. En este sentido, no es mayor una divinidad que un peral.
La alegría del hombre, como se suele explicar, es paradójica: haciéndose uno merecedor de ella a veces se encuentra; forzando su encuentro, nos rehúye. Sabemos, por otra parte, que nunca se cumple del todo la justicia en este mundo, y comprendiendo esto nos hacemos precisamente dignos de la felicidad, y es además cuando mejor dispuestos estamos para esforzarnos por la justicia.
Siendo el hombre feliz comprende de inmediato que su eternidad consiste en cada instante, que cada instante es el paraíso. Es irrelevante entonces la cuestión de si seremos eternos o no en un mal llamado futuro, porque ya hemos sido eternos siendo hombres, si es que en nuestra vida llegamos a serlo. Quien sabe esto una vez, nos dicen los poetas, lo sabe para siempre. A todos los infiernos, purgatorios y paraísos ya hemos ido. La eternidad de un peral es dar una pera.
Hoy copio unos versos de Martín López-Vega. El poeta habla de una casa, y escribe:
Si entrásemos, veríamos sobre la mesa del salón
una guía de aves y un libro de poemas
con un verso subrayado: ‘Well,
not every day can be a masterpiece’.
Que no sea por no intentarlo.
Que no sea por no haber puesto atención
que no alcancemos el árbol de la vida,
la fuente de la juventud,
la eterna cualquiercosa.
Otro pensamiento que quiero traer a estas páginas es que, según lo que aquí tratamos, no existe eso que se dio en llamar las masas. Existimos cada uno de nosotros. No existe el hombre medio. Todas esas expresiones tienen algo de desprecio y uno debe mantenerse precavido. Existen la ciencia estadística y la sociología, desde luego, pero sus informaciones o utilidades no anulan el respeto que a cada uno nos corresponde. Puede parecer otra paradoja. Se debe tener presente, en todo caso, que quien habla de las masas o de la gente en un sentido despectivo, está lejos de incluirse a sí mismo en aquellos conceptos. Por eso las masas siempre son los otros. No debería ser ese nuestro pensamiento, y, puestos a elegir, es preferible ser ese los otros que quien señala hacia ellos con un plural.
Ya advertí que en estas páginas, pensando en lo que quizá sea la vida buena, pretendo tratar sobre algunos asuntos domésticos. El consejo que a mí me dieron, y que transmito hoy, es este: ten todos los muebles nuevos que quieras y que precises, muebles funcionales y baratos, pero procura contar en cada estancia con algo por lo que hayan pasado los años o que merezca la pena ser conservado. Tiene que ser algo que haya sido de otros o pueda ser de otros el día de mañana, una pieza que quizá se corresponda con algún estilo artístico y que haya adquirido la pátina del tiempo. No hablo necesariamente de muebles u objetos de mucho valor. Puede ser una lámpara o el pie de un macetero. Son pequeñas cosas por las que respira el transcurso de las décadas. Porque las casas no solo deben ventilarse de vez en cuando abriendo los balcones, sino que parecen exigir también aliviaderos por los que fluyan el tiempo y las generaciones.
Diré que el cuadro preferido de mi casa es un paisaje pequeño, pintado en tabla, que queda a un lado del pasillo. Tendrá un par de siglos, aunque no es una pieza valiosa en lo económico. Me gusta que en el estanque que aparece pintado se vean las figuras de unos excursionistas que pasan el día, con sus sombrillas y sus vestidos de colores, sobre una barca. ¡Hay tanta melancolía en esa escena, en esa alegría que va camino de perderse, con su movimiento amable, entre el arbolado de las orillas!
La cita de hoy pertenece a un discurso que leyó Antonio Machado. Criticaba en él la idea misma de las masas, a la que antes me refería. Respecto a ellas advertía Machado que son algo sobre lo que “siempre se podrá disparar”. Y decía: “Si os dirigís a las masas, el hombre, el ‘cada hombre’ que os escuche, no se sentirá aludido y necesariamente os volverá la espalda”.
Uno debería preferir siempre las palabras sencillas, cortas y comunes. Es bueno interesarse por la etimología y aprender cosas sobre el idioma, uno puede seguir el camino de la erudición, pero eso no debería hacernos perder de vista las pequeñas honestidades del habla ni apartarnos de su cauce corriente. Uno ha de pensar que estudie lo que estudie, y descubra lo que descubra, no va a alcanzar un nivel de lenguaje que le dé acceso en exclusiva a la verdad, y desde el que contemple el engaño en el que viven los otros hombres con sus palabras comunes. En definitiva, el tipo de vida que queremos, y de política, ha de ser expresable con palabras de todos los días.
Sigo ahora con los asuntos domésticos del otro día. Si me refería antes a que en cada habitación debía haber algo antiguo o que hubiese pertenecido a otras personas, se me ocurre ahora que en toda casa debería haber también algo recogido de la calle o de la basura. Igual que me sumé a la idea de que no hay que despreciar el centro de las ciudades, permitiendo que se degrade, creo también que hay algo de educativo en desacelerar el paso cuando pasamos junto a uno de esos montones de cosas viejas que se tiran a la basura,
y que durante unas horas permanecen expuestos sobre la acera o asomados en los contenedores. Hay cosas abandonadas frente a los portales que requieren, de vez en cuando, nuestra atención: muebles, herramientas, algunos libros y pinturas, algunas prendas, documentos… Un ciudadano no debería tener escrúpulo en detenerse, remangar su abrigo y dirigir las manos hacia esos desechos. No se debe pensar que hay una barrera entre aquello que somos y la basura de nuestra ciudad. Además, ¿hay algo más distinguido, cuando nos preguntan de dónde obtuvimos un objeto o una pieza de mobiliario, que responder: “Lo cogí de la calle”?
La cita de Orwell que he elegido trata sobre las manipulaciones propias de un lenguaje desfigurado. Dice este autor que “si el pensamiento corrompe la lengua, también la lengua puede corromper el pensamiento”.
Y continúa: “La invasión que sufre la mente por parte de las expresiones prefabricadas [...] solo se puede impedir si uno se mantiene constantemente en guardia frente a ellas y si tiene en cuenta que cada una de ellas anestesia una porción del cerebro”.