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PRÓLOGO MUERTE DE ISAAC RABIN, VIDA DE ISAAC RABIN

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La mayoría de las muertes no son más que el final de una vida. Un asesinato político, sin embargo, es distinto de cualquier otra forma de fallecimiento. Es una muerte que adquiere su propia significación; una muerte con consecuencias. Un asesinato no solo es el punto terminal de la vida de una persona, también es el punto inicial de una nueva realidad que ese deceso mismo ha creado. El líder asesinado se erige en muchos casos en el protagonista de una nueva mitología nacida del recuerdo y la conmemoración misma del acto de su muerte, que hacen que veamos con otros ojos su vida y su historial político previos.

Tras el asesinato de Isaac Rabin en 1995, una conmocionada ciudadanía israelí comenzó a buscar elementos y precedentes con los que contextualizar lo ocurrido. Se invocó con insistencia el magnicidio de Abraham Lincoln, coincidiendo con la publicación de una nueva traducción al hebreo del «¡Oh, capitán, mi capitán!» de Walt Whitman, y con la composición de una melodía popular para ese poema. Pero se trataba de una analogía errónea. El cadáver del capitán de Whitman yacía sobre la cubierta de un barco que había llegado a puerto. Lincoln había completado su misión; su asesinato fue un acto de venganza contra aquel logro. Mucho más fiel era la analogía con la actitud de la derecha radical francesa y los colonos argelinos que habían intentado asesinar a Charles de Gaulle para frenar las negociaciones de paz del gobierno francés con el Frente de Liberación Nacional.1 De haberse materializado, aquel magnicidio habría abortado una solución al problema de Argelia. De hecho, el asesino de Rabin, Yigal Amir —un fanático judío ortodoxo de familia yemení—, se inspiró en Jean-Marie Bastien-Thiry, el oficial francés ejecutado en 1963 por su tentativa de asesinato de Gaulle. Amir apreciaba similitudes entre la situación en Francia en el apogeo de la crisis argelina y la problemática de Israel a comienzos y mediados de la década de 1990. Para él, Rabin era una versión israelí de De Gaulle: un héroe de guerra que se había desviado del camino correcto y al que había que matar antes de que cediera una preciada parte del territorio nacional.

Otra interesante analogía es la que algunos establecen con el asesinato del presidente John F. Kennedy. Como en el caso de Kennedy, también contra Rabin se incitó una campaña de animadversión previa a su asesinato en la que se le acusaba de traición y de desmanes aún peores. Con anterioridad a la llegada de Kennedy a Dallas, donde fue asesinado, se habían repartido por toda la ciudad octavillas con fotografías del presidente en las que se podía leer: «Se busca a este hombre por actividades sediciosas contra Estados Unidos».2 El asesinato de Kennedy generó igualmente cierto anhelo de revivir un periodo dorado perdido, reforzado por la imagen y el mito de un supuesto Camelot presidencial. El escritor Norman Mailer, por ejemplo, escribió que «durante un tiempo sentimos que el país era nuestro. Ahora ha vuelto a ser de ellos».3 Tras el asesinato de Rabin, sus partidarios, los miembros de la llamada «generación de las velas», y otras muchas personas también ansiaban revivir la que pasó a percibirse como una edad de oro en la historia y la política de Israel. Miles de jóvenes hicieron vigilia con velas encendidas en las inmediaciones del domicilio de Rabin y en el escenario del magnicidio. Hace veinte años que cada 4 de noviembre, aniversario del asesinato, se celebra una siempre concurrida concentración. A finales de 2015, tanto en las fechas previas como en las posteriores al vigésimo aniversario del magnicidio, se palpaba en Israel una especie de añoranza de Rabin que reflejaba tanto la sensación de pérdida que dejó como la extendida insatisfacción con los actuales dirigentes del país y con su incapacidad para hacer frente al endémico problema palestino.

El asesinato de Rabin puso asimismo de relieve un marcado contraste entre «nosotros» y «ellos». Amir mató a un hombre cuya vida y trayectoria representaban la esencia del establishment primigenio del Israel moderno: los orígenes europeos orientales, el movimiento laborista, el Palmaj (la unidad militar de élite del Israel preestatal) y las Fuerzas de Defensa de Israel (las FDI), y la laica y septentrional Tel Aviv. Los años que precedieron al asesinato se habían caracterizado por una especie de guerra cultural: un choque entre los colonos, la derecha radical y una gran parte de la comunidad ortodoxa, por un lado, y el sector secular moderado de la población israelí, por el otro, no solo a propósito del proceso de paz, sino también en cuanto a la orientación general del país. Como la violenta muerte de Kennedy en su día, la de Rabin iba a tener en los años siguientes una extraordinaria repercusión en esa guerra cultural. Pero por trascendental que el asesinato de Rabin fuera, es su vida —sus decisiones y sus actos— y no su muerte la que define su legado. El impacto y el legado de Kennedy están muy influidos por la crisis de los misiles de Cuba, por bahía de Cochinos, por el discurso de Berlín, por la deriva hacia la guerra en Vietnam y por el aura de glamur que creó a su alrededor. El legado de Lincoln consiste en el fin de la esclavitud, el mantenimiento de la Unión y la aportación de todo un modelo para el poder presidencial en Estados Unidos. El legado de Rabin viene determinado por la política de paz que impulsó en su segundo mandato como primer ministro, las audaces decisiones que tomó tanto en la cuestión palestina como en la siria, y la elevada calidad de su liderazgo.

La vida de Rabin es la fascinante historia de un israelí de nacimiento que creció y se crio en el establishment del Israel preestatal y pasó por los hoy consabidos estadios de muchos vástagos de aquel establishment: el colegio laborista, la escuela agrícola, el Palmaj, la guerra de 1948 y la carrera militar. El talento y la perseverancia de Rabin —y los ocasionales guiños de la fortuna— lo llevarían con el tiempo a la cima del escalafón militar y, finalmente, al sillón de primer ministro. Pero la suya no fue una ascensión tranquila ni fácil. Rabin no poseía el carisma de líderes como Moshé Dayán o Yigal Alón, a quienes ya se reconocía como tales siendo aún muy jóvenes. Él ascendió poco a poco y no llegaría a ser un verdadero líder hasta los años ochenta. El primer mandato de Rabin como jefe de Gobierno, en la década de los setenta, se vio lastrado por el escaso atractivo que despertaba su figura política entre la ciudadanía israelí. No sería hasta su impresionante actuación como ministro de Defensa en los ochenta cuando su singular combinación de autoridad y credibilidad lo facultarían para regresar de la segunda fila política y retomar el puesto de primer ministro.

Fue en ese segundo mandato de Rabin cuando su liderazgo evolucionó y se convirtió en un estadista. Demostró su capacidad para tomar decisiones audaces e históricas, para ir contra su propia tendencia natural y arrastrar a la gente consigo. Y el éxito de Rabin continúa ilustrando hasta hoy un aspecto crucial de la política israelí actual: la posibilidad de impulsar una política de paz efectiva cuando esta viene promovida por un líder centrista creíble, dotado de unas credenciales de seguridad capaces de persuadir a la siempre angustiada población israelí para hacer las concesiones y asumir los riesgos que el avance hacia la paz requiere. No es extraño que, en un país que continúa lidiando con los mismos problemas fundamentales que trataba de resolver en tiempos de Rabin, esté tan viva la añoranza por un líder de la talla y las cualidades del primer ministro asesinado.

Isaac Rabin

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