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La única anormalidad

es la incapacidad de amar.

Anaïs Nin

Me bordo en cicatrices...

La cicatriz como lugar de reconocimiento,

como afectación creativa de la supervivencia

y punto de fuga hacia una alianza de frágiles.

Bárbara Muriel

Si puedes entregarte al viento, puedes cabalgarlo.

Toni Morrison

Mientras mi madre entró en coma irreversible en el hospital, Jimmy Somerville me cantaba en sueños. You may break the skin but you can’t kill the soul I’ve had all I can take. I’m leaving tomorrow… Me despertó el fatal mensaje de mi hermana, esa noche la acompañaba ella. Ha vuelto a la uci, crisis cardio-respiratoria. Supe que era el final. Al salir de casa hacia el hospital con María, enero desplegaba un amanecer rosa brillante y los acordes épicos de la canción todavía me sonaban dentro. Ya no volví a verla consciente.

A mi amatxo y a mí nos encantaba The Communards, su música disco combativa. Y a ella le hacía muchísima gracia cómo se movía Jimmy Somerville, le recordaba a una lagartija. Siento que ese maricón alzado con voz de contratenor que cantaba contra la homofobia, contra la crueldad y contra la Thatcher, le puso música a la despedida más difícil de mi vida, y le estaré siempre agradecida por ello. Eso sí: seis años después me sigue costando escuchar Tomorrow y es una de mis canciones favoritas desde niña, aunque a menudo me suena y me enaltece dentro.

Murió a las pocas semanas, a finales de enero. Yo le dije que podía irse, que Ainhoa y yo estaríamos bien, que no iba a dejar a Ainhoa sola, que su amor precioso y no asfixiante de madre nos había predispuesto a buscar la dicha… Apoyé mi frente en su frente, miré sus ojos de miel velados por el coma, y le hablé de aquella tarde. Verano, 1987. De repente, se nos ocurrió tumbarnos en la angosta terraza, nunca lo habíamos hecho, así que corrimos a por mi colchón. Era una de esas madres gamberras que hacen cosas consideradas de crías, las más divertidas. No podíamos parar de reír. Espiábamos a los transeúntes por un agujerito entre los ladrillos y les gritábamos cosas absurdas. La Ari se nos unió eufórica y ahí permanecimos las tres, la madre, la hija y la perra, flotando en felicidad absoluta. Recordé aquella radiante tarde casi treinta años después y le dije que podía irse.

Las dos estábamos en paz con nuestros demonios y con la violencia de mi padre.

...

Las enfermeras acababan de retirar toda la cacharrería médica que la sostuvo mientras su vida se apagaba. Eran tres o cuatro, nos habían acompañado en las últimas semanas con ese saber hacer, tan animoso como delicado, por el que amaré siempre al gremio de las enfermeras. Al verme, salieron ellas sin decir palabra. Acompañaron sigilosas y presentes el dolor y el amor inmensos del momento: jamás olvidaré su coreográfica retirada. Nos dejaron a María y a mí con mi amatxo.

Estaba desnuda y espléndida, ya sin tubos ni cables ni agujas ni esparadrapos, en paz. Es verdad que nos enfriamos rápido al morir. La acaricié, la besé, me deleité mirándola. Aquellos párpados de actriz del Hollywood dorado. Providencialmente, llevábamos licor de mandrágora en una petaca, así que rociamos su piel sedosa para lamerla. Sus tetas, su tripa, su ombligo. Besé aquella loma de carne de la que había salido 39 años atrás. María dijo: ¡hasta tenéis el coño igual!

A mi ama le hubiera encantado este ritual tan improvisado como ancestral de brujas. Honrar el cuerpo de mi madre y despedirme de ella así es de las cosas más bellas que he vivido. Soy adoratriz porque mi amatxo me enseñó a amar.

En junio de 2008 estuvo a un suspiro de la muerte. Regresó, y yo regresé a su lado. Llevaba viviendo plena y feliz en Barcelona desde el 2000, nunca me había planteado marcharme, no dudé ni un segundo en volver a Iruñea para disfrutar de mi maravillosa progenitora cuando la vida nos dio una prórroga. Otra más.

Aunque perderla me dolió en lugares de mí que ni sabía que existían y la evocaré hasta mi último aliento, sé que murió en un momento crítico para ella: no le hubiera gustado continuar con mayor nivel de dependencia. Antes de ser ingresada en el hospital por insuficiencia respiratoria a finales del 2013, ya le costaba demasiado atravesar nuestro pasillo para ir al baño sola. No quería morir, pero tampoco disfrutaba tanto de la vida perdiendo movilidad inexorablemente. Ella, que había surcado las mil escaleras y los alocados terraplenes de Rentería sobre sus tacones de aguja de nueve centímetros parabellum.

Cada noche la acompañaba a acostarse, como ella hacía con nosotras cuando éramos pequeñas. La arropaba y besaba, a veces también charlábamos. Yo sentía su desesperación entonces, cuando encogía su maravilloso metro cincuenta bajo las mantas al apagar la luz, aunque por la mañana se despertaba contenta.

Mi amatxo murió en 2014. Temía los años bisiestos porque le habían traído catástrofes, la muerte de una hija recién nacida entre las más terribles. 2014 no fue bisiesto, y así acabamos con la maldición. Aunque nada es invivible cuando lo estás viviendo, me sobrecoge recordar mis primeros meses sin ella, aquel dolor tan nítido. Desde hacía muchos meses, tenía pensado cómo reorganizar nuestra casa cuando se fuera: hubo algo en mí que se fue preparando para la gran pérdida que parecía inminente. Y lo fue. Algunas madrugadas, dejaba de oírla respirar durante instantes infinitos asomada a su cuarto, y el mundo se me detenía. Hasta que resucitaba con un ronquido. Yo me quedé con su dormitorio y, desde entonces, tengo una habitación propia para escribir.

Una noche, al acostarme en la alcoba de mi madre a los pocos días de su muerte, me asaltó un llanto tremebundo. Mi hermana salió de su habitación al rescate, y se tumbó a mi vera. ¿Nos tomamos otra birra de huerfanitas? Venga, va. Al mirarnos allí, recostadas en su cama, cada una con una lata de cerveza apoyada sobre las mesillas redondas de nuestra recién difunta madre, nos echamos a reír. De vernos la ama, diría: ay, estas mis dos hijas, borrachas como siempre.

Los primeros sanfermines sin ella los celebré, por supuesto, y fueron tragicómicos. Lo que lleva anudado mi amatxo, que os guiña el ojo en estas páginas, es un pañuelo rojo. Yo llevaba un vestido carmesí de licra y mis manguitos de volantes blancos, rojos y plateados. Iba con el rímel corrido por el llanto.


Salí de un antro en la calle Jarauta, el sol estaba en lo alto. De pronto, vi al final de la calle bailar a una giganta y corrí hacia ella. Las gigantas de Iruñea con sus txistus nos hacen seguirlas danzando como si estuviésemos poseídas por una diosa ancestral y caprichosa. Era la procesión, 7 de julio. Me abrí paso entre la marabunta inmaculada y apretujada que llevaba horas esperando. Mi mamarracho dolor me infundió superpoderes, llegué a la primera fila. Una mujer que estaba con sus críos se me quejó, con toda la razón del mundo. Yo la fulminé con mis ojos de loca y le dije: ¡no me digas na-da! Pues no te lo digo, respondió ella. Llevaba mechas rubias y pendientes de perla, no podíamos ser más distintas. Si pudiera, la abrazaría ahora mismo.

Cuando yo tenía catorce años, mi ama desmontó nuestra vida familiar en Rentería para intentar apartarse de mi padre. No pudo hacerlo aquella vez. Ainhoa y yo estábamos ya en Iruñea, con mi abuela y mi tía, con la familia de mi amatxo. Ella permanecía al lado de mi padre tratando de vender nuestro piso. Y seguían siendo pareja. Yo oía a diario que mi madre estaba anulada por mi padre y me revolvía por dentro. Pero entonces no tenía respuestas: ahora sí las tengo. Me las dio el feminismo en forma de conocimiento, de lucha, de comunidad y de terapia.

Mi madre y yo siempre hablamos abierta y animadamente de todo. Nunca, ni en plena tontería adolescente, cuando necesitas separarte existencialmente de tus progenitores, en mi caso solo de ella porque solo a ella estaba unida, erigí ningún tema de conversación como muro entre nosotras. Siempre supimos que éramos dos, y que éramos cómplices en este mundo.

Con trece años, me abrió la puerta y proclamó al mirarme: tú has chingado. Acertó, por supuesto. A un novio mío le advirtió, riendo: ¿te ha dicho que es bisexual, puta y drogadicta?

El maltrato de mi padre no iba a ser tabú entre nosotras. Sobre todo cuando ya nos habíamos librado definitivamente de él, tuvimos algunas conversaciones desdramatizadas sobre nuestra historia compartida de violencia. Una tarde le pregunté cuándo le había pegado por primera vez. Hizo memoria: «Supongo que al poco tiempo de estar casados. Espera, espera, ¡si me metió una hostia antes de la boda, ahora que me acuerdo! Me pidió perdón, me dijo que era por los nervios y que no lo haría nunca más. ¡Ya ves!». Y nos reímos. Alguna vez me dijo, irónicamente: «Al principio, después de cada paliza, me juraba que no lo iba a hacer nunca más. Con el tiempo agradecí que al menos ya no tratara de engañarme».

Mi aita a veces nos miraba y decía: ¿creéis que no me doy cuenta de que estáis todo el día descojonándoos de mí?

Poco antes de morir, en una de esas charlas que manteníamos cuando yo la acompañaba a acostarse, me dijo: «¿Sabes? Ya no necesito pensar que estuve tan enamorada del aita, ya no lo pienso». Ella completó su proceso de liberación, ella era la dueña de su historia. Sabía que yo escribiría este libro, porque es también mi historia. Y porque me late el deseo revolucionario de aclarar que no solo fuimos mujeres violentadas, y que muy a menudo, fuimos tremendamente felices.

La feliz y violenta vida de Maribel Ziga

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