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Оглавление1. La filosofía liberal de Carlos Gaviria*
Hay comportamientos que solo al individuo atañen y sobre los cuales cada persona es dueña de decidir
Carlos Gaviria
En Colombia tenemos un partido liberal, pero no tenemos una mentalidad liberal; por esta razón las intervenciones y las ponencias de Carlos Gaviria han causado tanta sorpresa en la sociedad colombiana y hasta en algunos círculos intelectuales.
Nuestra sociedad es tradicional y todavía encuentra inmensos obstáculos para entender los principios de convivencia propios de la cultura moderna; principios que, por una parte, corresponden a la filosofía liberal, pero, por la otra, constituyen la base de la democracia.
En varios de sus textos, Gaviria ha logrado expresar con una claridad y una precisión extraordinarias los principios básicos de la filosofía liberal, y lo ha logrado en unos términos que hacen de su liberalismo una variante novedosa frente al legado de los autores clásicos. Para entender la pertinencia de su pensamiento, es necesario afirmar de entrada que él consigue avanzar sus argumentos apoyado en evidencias empíricas y en una conceptualización filosófica presentada en el estilo directo, sin rodeos, de quien tiene algo para decir, razón por la cual encuentra el lenguaje apropiado para que el lector no se pierda en palabras ni en tecnicismos y pueda ocuparse de las solas ideas.
La realidad de las diferencias
La filosofía de Gaviria, como toda la tradición liberal, parte de la realidad empírica que tienen las diferencias de creencia y de opinión. Desde el siglo xvii, a raíz de las guerras de religión, quedó plenamente claro que la diversidad es inevitable, que las diferencias de criterio y de convicción se dan como se presentan los hechos más inmediatos, lo cual permitió entender, por fin, que no eran resultado del egoísmo o de la mala voluntad de algunos que estaban empeñados en contrariar a quienes aseguraban haber encontrado el único camino de salvación. Así pues, como lo afirma Gaviria, “[...] lo que cada persona puede hacer es reclamar del Estado un ámbito de libertad que le permita vivir su vida moral plena, pero no exigirle que imponga a todos como deber jurídico lo que ella vive como obligación moral” (2001, párr. 10).
Sobre la base incontrovertible de la diversidad empírica de creencias y de opiniones, las cuales determinan las diversas formas de vida de las personas, nuestro autor insiste, además, en que “hay comportamientos que solo al individuo atañen y sobre los cuales cada persona es dueña de decidir” (1998, p. 49). Se trata de una esfera de actividad que al derecho le corresponde proteger ante cualquier interferencia, venga de donde venga, ya sea de los particulares, de la sociedad o del Estado.
Queda entonces establecido que el objeto del derecho, del orden jurídico, consiste, ante todo, en la protección de una esfera personal de actividad, por lo cual la libertad es entendida, esencialmente, como la seguridad que ofrece o garantiza la ley ante la eventualidad de cualquier arbitrariedad que pretenda influir o intervenir en el ámbito privado.
En sus argumentos para sustentar lo anterior, el ilustre jurista acude a diferentes autores, especialmente a Herbert Hart, Hans Kelsen, Immanuel Kant e Isaiah Berlin, pero en sus ponencias insiste, con mejores razones, en la existencia de un ámbito propio que merece ser sustraído de todo control. En este punto surge la pregunta sobre cuáles son las consideraciones que Gaviria hace para justificar la protección, por parte de la ley, de actividades que habría que aceptar como eminentemente personales, aun cuando toda una tradición nos lleva a creer que son asunto de la comunidad y que es preciso intervenir, olvidando que esos controles exteriores, por lo general, carecen de crédito —ni siquiera son persuasivos— para quien tiene otros motivos a la hora de elegir.
Ya no basta decir que las diferencias son obvias, porque encontramos, de hecho, las más diversas formas de vida, de culturas, de religiones, de partidos, de asociaciones o de intereses. Así que no podemos hablar de simples preferencias, como si elegir o decidir fueran cuestiones de gusto, acciones fáciles, similares a la actitud de un consumidor que, frente a un artículo cualquiera, lo toma o lo deja.
No es esa la idea que aparece en los textos de Gaviria, ya que él tiene una concepción más compleja de todo lo que conlleva una elección o una decisión. No hay nada que permita acercar su filosofía liberal al neoliberalismo o a los clásicos del liberalismo económico; sus presupuestos morales son otros, puesto que se ocupa de aclarar el derecho de las personas en situaciones límites, dramáticas, donde el sujeto elige en forma muy radical, no mediante mero cálculo, sobre su salud o sobre su vida.
La verdad del pluralismo
Hasta ahora nos hemos movido dentro de los principios básicos del liberalismo político: la tolerancia o el respeto a las diferencias; este último, un concepto que nos provoca dudas, aunque haya sido una verdadera conquista de la civilización.
Generalmente, nos parece que un respeto apenas formal corresponde a una actitud indiferente frente a diferencias que carecen de relevancia y que, por lo mismo, se considera que son asunto privado; sería como decir “allá cada uno con la elección que mejor le parezca”. Sin embargo, esta no es la posición que encontramos, por ejemplo, en la ponencia de Carlos Gaviria “Despenalización del consumo de la dosis personal de estupefacientes” y en su texto inédito “Fundamentos ético-jurídicos para despenalizar el homicidio piadoso consentido”.
El respeto que manifiesta el autor en esos textos no es solo formal, vacío de consideraciones morales, sino todo lo contrario. Es un respeto actitudinal que busca comprender la situación de la persona y que, por lo mismo, se niega a idealizar el concepto básico de la libertad de acción, puesto que al hacerlo se desconocen las diferentes opciones que se presentan de hecho ante el sujeto moral, las cuales llegan hasta el límite donde “puedo libremente elegir entre la vida y la muerte, del mismo modo que optar por quedarme quieto es una manera de ejercitar mi libertad de movimiento” (Gaviria, 2001, párr. 9).
Pienso que la fuerza de los argumentos de Gaviria reside en la percepción franca y lúcida que tiene sobre la libertad, el concepto moral que más fácilmente se presta para retorcimientos y manipulaciones, pero que, sin duda alguna, es el concepto rector de la razón práctica o de la filosofía moral. La libertad es como una brújula cuando se trata de hacer juicios de valor, y una brújula es algo que se tiene o que no se tiene. No tenerla es forjarse una idea falsa de lo que es la libertad, es creer que esta es lo mismo que la razón y el conocimiento, que la igualdad, la virtud o cualquier otro valor.
Ahora bien, no hay duda de que en el concepto de libertad existe un presupuesto individualista, propio de la filosofía liberal, pero que se expresa en la pluralidad de los valores y de los fines de la acción humana. Toda la dificultad reside en entender que los propósitos de la vida no tienen que coincidir y que es inútil tratar por la fuerza de que sea así, lo cual no implica que sea imposible llegar a acuerdos.
En cuanto a lo anterior, es preciso afirmar que la democracia requiere del reconocimiento de la independencia individual. La base del argumento ya no es empírica, sino conceptual. Si hasta los propósitos más elevados de la vida, los valores morales, no coinciden, y en ocasiones no son siquiera compatibles y pueden llegar a chocar, es sencillamente porque la persona, con toda su singularidad, es en sí misma fuente de tales propósitos y fines, y, por lo mismo, merece consideración y respeto mientras que sus decisiones no causen daño a los demás. Es precisamente con base en esto que Gaviria apunta, como ponente en la Corte Constitucional, en relación con la despenalización del homicidio piadoso culposo, que:
El deber del Estado de proteger la vida debe ser entonces compatible con el respeto a la dignidad humana y al libre desarrollo de la personalidad. Por ello la Corte considera que frente a los enfermos terminales que experimentan intensos sufrimientos, este deber estatal cede frente al consentimiento informado del paciente que desea morir en forma digna (Colombia, Corte Constitucional, 1997, p. 17).
El respeto a la dignidad humana es, pues, el respeto a la capacidad de elegir que tiene cada uno, en función de lo que es y de lo que conoce, de sus deseos y de sus ideales, y no de lo que quieren los demás o de la opinión de la mayoría. Pero es elegir con responsabilidad, con la conciencia clara de que los actos tienen consecuencias que es preciso asumir, lo que constituye todo un peso que quisiéramos poder descargar:
Por eso se busca el amparo de la colectividad, en cualquiera de sus modalidades: del partido, si soy militante político, porque las decisiones que allí se toman no son mías, sino del partido; de la Iglesia, si soy creyente de secta, porque allí se me indica qué debo creer y se me libera entonces de esa enorme carga de decidirlo yo mismo; del gremio, porque detrás de la solidaridad gremial se escamotea mi responsabilidad personal, y así en todos los demás casos (Gaviria, 1998, p. 55).
Ahora bien, es cierto que toda una tradición filosófica cree poder resolver esta dificultad de la libertad (la de decidir) asimilándola a la razón. También es cierto que nuestro autor reconoce el valor de la filosofía cuando sostiene que la libertad requiere del conocimiento, pues “se trata de que cada persona elija su forma de vida responsablemente, y para lograr ese objetivo, es preciso remover el obstáculo mayor y definitivo: la ignorancia” (1998, p. 55).
Sin embargo, encuentro que lo más propio de su pensamiento, lo que nos causa sorpresa y admiración, reside en que él entiende que la elección puede ser radical cuando los motivos son enteramente propios, es decir, personales. El acierto filosófico de Gaviria está en haber entendido que la libertad es, ante todo, libertad de elección; una que se da entre diferentes opciones que, cuando se dice que son diferentes, es porque de verdad lo son, pero no en el sentido caprichoso de las simples preferencias, que se toman o se dejan, sino porque implican diferentes modos de vida, y porque estos merecen la pena, como lo dijo Isaiah Berlin.
Aquellos modos de vida, con sus concepciones del bien y de la felicidad, pueden parecernos raros o chocantes, pero, aunque sea de mala gana, estamos obligados a respetarlos. Quienes los adoptan deberán, por su parte, entender que las diferencias no son distinciones, y que a propósito de ellas cabe esperar y exigir respeto, pero no admiración. Una confusión en este punto sería fuente de conflictos y de malentendidos.
En este aspecto, a mi modo de ver, la posición de Berlin es bastante próxima a la posición de Gaviria, pues ambos logran una defensa de la libertad que, por no ser abstracta o académica, consulta el sentir y las necesidades del hombre común. Ninguno de los dos cree que todos debamos ser filósofos para poder ser libres, aunque le asignan a la filosofía la tarea primordial de penetrar los malos argumentos y de develar toda clase de engaños y encubrimientos. Para ambos la filosofía está al servicio de la dignidad y de la libertad de la persona.
Un intelectual de verdad
Para apreciar la coherencia y la lucidez de Gaviria, quien se ocupa de cuestiones de principio, es necesario hacer un paréntesis y considerar la importancia del artículo 1 de la Constitución, donde se establece que el Estado colombiano está fundado en el respeto a la dignidad de la persona humana. ¿Cómo habría que entender el respeto a la dignidad de la persona para poder entender el derecho al libre desarrollo de la personalidad?
Desde los inicios de la cultura moderna, cuando Descartes elevó la duda a la categoría de método de conocimiento, ningún filósofo ha logrado una defensa y una fundamentación racional de la moral más convincentes que las conseguidas por Kant. Después de dos siglos de dudas sobre la moral, que terminaron por reducirla a las costumbres, a los prejuicios y a las meras conveniencias, Rousseau entró en polémica con los materialistas (quienes sostenían que el hombre es un ser más de la naturaleza) al alegar que la libertad es la verdadera distinción del ser humano, el rasgo definitivo que lo hace digno de respeto. Sobre esta base, Kant sostuvo que la mera razón permite establecer la existencia de un mandato universal, el imperativo categórico, que consiste en el respeto que merece la persona, por el hecho de ser sujeto moral, es decir, por ser un “yo” capaz de fijarse propósitos y capaz de aceptar la necesidad de las normas.
En este orden de ideas, el respeto es igual para todos, solo por ser personas, independientemente de cualquier distinción social, incluso de la educación y de la cultura. Así, este respeto imparcial va dirigido hacia una dignidad del mismo tipo, la cual corresponde a la libertad de elegir y de decidir. Se trata de un concepto abstracto, porque se refiere a cualquier sujeto, con abstracción de su pertenencia a un determinado grupo o comunidad, lo que significa entenderlo como una entidad moral, en cierta forma como un ser independiente de la sociedad. De aquí que Gaviria afirme que “[...] ser individuo significa, ni más ni menos, no poder endosar esa temible carga que llamamos responsabilidad; porque ni la Iglesia, ni la corporación, ni el sindicato, ni el partido pueden dispensarnos de ella” (1992, p. 19).
Ahora bien, en cuanto a esta individualidad e independencia, verdaderos rigoristas como lo fueron Rousseau y Kant, plantearon que no todos los fines son públicos, pues existen fines particulares que solo conciernen a cada uno. Kant entendió la legitimidad de la búsqueda de la felicidad y agregó que el concepto de felicidad es indeterminado hasta el extremo de que nadie puede decir de una manera definida lo que quiere y desea, por tratarse de una búsqueda enteramente personal y empírica.
Lo anterior implica también el reconocimiento del individuo, de su dignidad y de su derecho al libre desarrollo de la personalidad. Sin embargo, moralmente, por encima del individuo independiente, para Kant está el sujeto autónomo, como para Rousseau está el ciudadano. De premisas liberales, ambos obtuvieron conclusiones democráticas, lo que constituye finalmente la vigencia del proyecto moderno, tal como lo dejó la filosofía de la Ilustración. Así, según afirma Alexandre Koyré, la filosofía de este periodo forjó unos ideales políticos que todavía son la esperanza de la humanidad.
Entre las tareas que corresponden a los intelectuales, quizás las de mayor importancia consistan en ocuparse de cuestiones de principio y en evitar que las grandes ideas sean escamoteadas o retorcidas y cambiadas por ilusiones. Sin ninguna duda, puede afirmarse que el empeño de Gaviria está cifrado en destacar y preservar el sentido exacto de las ideas de libertad, igualdad y dignidad de la persona, tal como fueron adoptadas por la Constitución Política de 1991. Por lo tanto, puede decirse que se trata de un intelectual de verdad, de alguien que sabe filosofar y consigue que sus argumentos sean coherentes, lúcidos y de gran pertinencia y actualidad.
Sus argumentos comienzan por reconocer la independencia individual, pues, como se dijo, él se apoya en el carácter empírico de las diferencias y en la verdad del pluralismo de los valores. Sin embargo, las premisas de su filosofía liberal alcanzan conclusiones democráticas. Ya Rousseau había demostrado la validez de dicho razonamiento y ahí está su Contrato social para corregir la interpretación trillada, en la cual cae el propio Berlin al seguir a Benjamin Constant, quien pretende presentar la filosofía política del ginebrino como un despotismo democrático. De esta forma lo plantea Rousseau:
[...] además de la persona pública, tenemos que tener en cuenta a las personas privadas que la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de distinguir claramente los derechos respectivos que tienen los ciudadanos y el soberano, así como los deberes que tienen que cumplir los primeros en su condición de súbditos, y el derecho natural del que deben gozar por el hecho de ser hombres (1992, p. 42).
Es común encontrar que los autores liberales se muestren reticentes a este tipo de planteamientos y a la filosofía de la democracia, pues ellos sostienen que la idea de la voluntad general, o del interés común, anula las libertades individuales en favor de la participación en la soberanía colectiva. En relación con este aspecto, Constant señaló que la libertad y la democracia no son lo mismo, como si Rousseau hubiera sostenido que es la multitud reunida la indicada para gobernar, cuando la verdad es que él repitió una y otra vez que una cosa es la soberanía, cuya esfera de influencia es la actividad legislativa, y otra cosa es el gobierno.
Por su parte, la filosofía liberal de Carlos Gaviria no tiene prejuicios frente al proyecto democrático moderno, tal como puede apreciarse en el siguiente fragmento:
[...] cuando la Constituyente incluye dentro de los derechos fundamentales el libre desarrollo de la personalidad, lo que pretende es conformar una comunidad de hombres libres, y tal propósito no se persigue solamente en beneficio de este o aquel individuo, sino en beneficio de todos, es decir, en función del interés común (en el lenguaje de Rousseau), al que nuestra norma fundamental alude en su artículo 1 como interés general (Gaviria, 1995, p. 10).
Se observa con claridad que en este texto la comunidad no está concebida en términos orgánicos, como una entidad misteriosa que abarca, comprende y resuelve a los individuos negando su libertad con el pretexto de reencontrarla transfigurada en el cielo de la participación comunitaria. Por el contrario, de lo allí dicho se infiere que la voluntad general está entendida en términos jurídicos, como la entendió Rousseau, es decir, como una garantía procedimental de la rectitud de la deliberación pública. Igualmente, en el artículo de Gaviria “La tutela como instrumento de paz” se notan, tal vez de mejor forma, las conclusiones democráticas que él obtiene de sus presupuestos liberales. En este texto afirma con toda franqueza lo siguiente:
[...] de nada sirve el enriquecimiento del catálogo de derechos y libertades sin un mecanismo que permita hacerlos efectivos cada vez que una instancia oficial (u homóloga) los desconozca. Es decir, que garantice un alto grado de coincidencia entre los derechos enunciados en abstracto y los que en concreto se le adjudican a su titular (1996, p. 34).
Es cierto que, en primer término, se está refiriendo a la tutela, consagrada en el artículo 86 de la Constitución, pero también es cierto que él destaca allí mismo otros mecanismos propios de la democracia directa, que llega a considerar como la mejor garantía de la vigencia de las libertades. De manera que lo más interesante del texto de Gaviria, lo que permite entender su epistemología racionalista, consiste en su refutación del realismo jurídico, el cual:
[...] considera la norma como un hecho más, al lado de otros de carácter social, psicológico, ideológico y económico, cuya virtualidad de incidencia en el fallo no debe sobrestimarse, so pena de distorsionar la forma como el control jurídico tiene lugar (1996, p. 34).
Asimismo, nuestro célebre jurista entiende de tal manera la superioridad de los principios y las normas, que defiende el hecho de que, en casos específicos, las reglas generales ejercen una fuerza motivante sobre los funcionarios que actúan el derecho, posición que recuerda de nuevo a Rousseau y a Kant cuando sostuvieron que el derecho no se fundamenta en los hechos y que lo que se debe hacer no depende para nada de lo que se ha hecho. Es claro que dicha postura mantiene la trascendencia de lo normativo, lo que no ocurre dentro del liberalismo económico, cuya base moral consiste en consagrar el interés egoísta y en pretender obtener el bien común con la intervención de una supuesta “mano invisible”.
Ahora bien, al margen de la despenalización de la dosis personal o del homicidio piadoso consentido, e independientemente de sus observaciones sobre el liberalismo, la democracia o el carácter vinculante de las normas y de los valores, los textos de Gaviria constituyen auténticas lecciones de razonamiento lógico, imprescindibles para nosotros, tan acostumbrados a la verbosidad y a encubrir con palabras pomposas la carencia de luz y la falta de análisis.
Es importante añadir, por último, que en ninguno de los textos mencionados de Gaviria, ni en los otros que componen su obra, se hace uso de jergas de moda que ornamenten o enmascaren sus argumentos. Además, los autores son citados después de haber interiorizado y mejorado algunos de sus conceptos. No hay en sus ponencias un afán distinto al de comprender la acción humana, sin disfraces y sin máscaras, y con el profundo convencimiento de su dignidad. “Tolerancia” y “democracia” no son allí palabras vacías, gastadas en tantas predicaciones; son más bien conceptos fundados en razones sólidas. Gaviria no entiende la comunidad como un cuerpo místico o un altar ante el cual deban sacrificarse los sueños y los ideales de los hombres.
* Publicado originalmente con el título “La filosofía liberal del magistrado Carlos Gaviria” como epílogo del libro de Carlos Gaviria Sentencias. Herejías constitucionales. Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2002.