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Capítulo Uno

Mundos Paralelos

Un día trece en la ciudad de Nueva York. El frío congelaba los nudillos y aquietaba a los ciudadanos en pleno invierno. El nuevo mundo había pasado la Navidad bajo techo y Año Nuevo no había sido festejado. La promesa del trece era que ese nuevo año el mundo terminaría. Un niño de apenas unos catorce años, vestido con ropa roja y negra y de apariencia poco amistosa, con una pequeña mochila negra con pequeños dibujos de fantasmas blancos, se había logrado colar a media mañana en el edificio de la terraza más alta de la ciudad. Aproximándose la hora indicada subió al ascensor y presionó el último botón. Al llegar al último piso corrió la puerta del ascensor y bajó de este mirando el reloj de cuerda que llevaba en su mano. Era pasado el mediodía. Su reloj era antiguo y grande como la palma de su mano; era de metal, algo curioso de ver en esos tiempos. El niño se dirigió a las escaleras de ese último piso, deseaba seguir subiendo. Volvió a mirar su reloj y decidido miró hacia arriba tomando el pasamano de la escalera y empezó a subir aquella escalera de cemento y hierro. Llegó a la puerta que salía a la terraza y haciendo reverencia se persignó. En el movimiento se pudo observar a sí mismo los cortes en sus muñecas. Empujó con su hombro la pesada y fría puerta y decidido a salir giró el picaporte. Al empujar le costó bastante, esa fría puerta metálica era enorme y vencer la fuerza del viento no le fue nada fácil. Pero este logró abrirla y llegar a la terraza del edificio.

Aquel niño recibió una ola de viento que le provocó escalofríos en su cara. Esta se abría empujando hacia afuera.

El niño iba muy abrigado. Caminaba en contra de la fuerza del viento que amenazaba con tirarlo. Y haciendo fuerza por mantenerse de pie, volvió a mirar el reloj y se sentó en el piso de aquella terraza. Sacó de su mochila un pequeño estuche. Era muy pequeño y muy liviano. Sacó de este una minicomputadora portátil. La colocó suavemente sobre el piso, cuidando de no ponerla contra el viento que empujaba. Eligió ponerla al lado de la cornisa donde había un borde para cubrir a la pequeña portátil de esta fuerza que soplaba sin compasión. El niño miró hacia arriba. Empezaba a nevar fuerte. Delicadamente, abrió la pequeña computadora. Se sacó los guantes y se conectó a Internet.

En su página de inicio tenía la red social más popular del mundo. Ya todos sus amigos estaban conectados. Entró a la sala de chat universal, donde todos hablaban con todos sus contactos en común: “¡Ya estoy listo!”, colocó y envió a la red. Y antes de que empezaran a contestarle, sacó su celular y lo configuró para que su cámara sirviera de cámara web inalámbrica, y así todos lo pudieran ver.

Uno a uno se fueron sumando al mensaje lanzado por aquel niño. Las respuestas de todos coincidían: “¡Yo también, Martín!”, decían dirigiéndose a su líder Martín Asturero. Tres mil veintidós jóvenes contestaron el mensaje en apenas sesenta segundos. La misma cantidad de cámaras web inalámbricas se conectaban en la red en todo el mundo.

Todos se veían con todos y todos estaban en lugares estratégicamente pensados que mostraban a los demás. Comenzó un conteo faltando cuarenta segundos para las mil trescientas horas.

Una leyenda decía que si un solo joven lograba hacer que más de tres mil jóvenes lo siguieran, y este los llevara a las terrazas más altas de los edificios del mundo, el día trece, del mes trece, a la hora trece, y los encaminaba a lograr la hazaña mundial, el mundo se salvaría de la destrucción total y las catástrofes mundiales cesarían.

Se podían ver los tres mil veintidós con Martín controlando la hora en el reloj que el neoyorquino había puesto en la red social para que nadie se atrasara o adelantara un segundo. En el reloj del joven Asturero, heredado de generaciones por sus ancestros, tenía un pequeño reloj del tiempo terrenal diario, la fecha decía 13/13 y estaban esperando la hora trece.

“El mundo está en peligro y es nuestro deber evitar su destrucción total”, lanzó Martín en el mensaje a la red a la que estaban conectados sus seguidores. Faltaban solo veinte segundos para la hora trece y lo lograron leer los tres mil veintidós niños.

Todos miraban el reloj esperando las mil trescientas, todos saltarían a la vez, dejando sus computadoras portátiles funcionando para filmarse con sus celulares mientras caían. Tres mil veintidós niños y jóvenes cantarían en coro en su salto. Porque así lo había pedido su líder.

“¡Es hora, canten!”, dijo Martín, y en los parlantes de todo el mundo se empezó a escuchar la canción más sensacional y rara del mundo.

Isabaii, Isabaii,

poderoso rey,

ven a detener la destrucción,

detén el reloj del tiempo.

borra el delito y todo su mal,

bórralo para que el mundo pueda recomenzar.

Isabaii, Isabaii,

detén la destrucción mundial.

Cúbreme con tus alas

y cubre a los que me aman y amarán.

Isabaii, Isabaii,

Quítale el poder al Hades,

Quítale el poder al reino de perdición

Que no reine más la guerra,

Isabaii, Isabaii, Isabaii,

Habítanos con tu esencia,

Habítanos con tu paz,

Habítanos y trae la paz.

Tráela

hacia acá.

Cantaban todos los niños y jóvenes como despidiéndose del mundo al ir cayendo al vacío.

Empezaron a caer en todo el mundo los jóvenes que habían decidido entregarse en esta hazaña mundial. Desde Nueva York hasta Buenos Aires pasando por México y Brasil, se escuchaban los gritos entremezclados con la canción de los niños al ir cayendo de tan altas alturas, de Nueva York a Japón pasando por toda Europa, por España y la legendaria iglesia de León, por la torre inclinada de pizza de Italia, llegando a Rusia y volviendo a Inglaterra caían más de tres mil apasionados por la salvación y en contra de la destrucción mundial.

El mensaje del líder de Nueva York había llegado a todo el mundo, todos sus seguidores lo imitaron con pasión, creyeron en su verdad y se lanzaron al vacío. Ese día caían con su celular tres mil veintidós jóvenes vírgenes en el mundo. La muerte los esperaba en su guarida al tocar el suelo con sus cuerpos.

Un silencio profundo se adueñó de esa red social.

—Martín… —Escucha que lo llaman mientras va cayendo—. ¿Qué creías? ¿Que por entregarte como suicida y matar a más de tres mil almas en el mundo se salvaría alguien? ¿En qué estabas pensando? ¿Quién te ha inspirado a hacer esto?

—¿Quién habla? —contestó Martín encandilado y envuelto en nubes blancas que no lo dejaban ver nada, mientras sentía estar cayendo porque el aire frío le quemaba la cara—. ¿Ya estoy muerto? —preguntó cuando dejó de sentir el aire en la cara y comenzó a sentirse liviano.

—¡Aún no! —dijo aquella voz—. Tu ignorancia de alguna manera los ha salvado. Ve y muestra lo que hoy puedes ver —ordenó firmemente esa voz que hablaba como teniendo la certeza de que no iban a morir ese día.

—¡Es que no veo nada! —dijo Martín.

—Y eso verás si no crees primero y sigues matando las almas de los que te envío —contestó aquella voz retándolo ferozmente.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Martín entrecortando la voz asustado por el tono con que le había hablado aquel sujeto que no podía ver.

—Arrepiéntete, porque una vida vacía no tiene sentido, y una vida no vivida va directo al Tártaro, vive tu vida… Usa tus talentos y sigue la estrella que te mandé —dijo la voz enérgicamente. Las nubes blancas desaparecieron y quedó en absoluta oscuridad—. “Gloria de Isabaii es ocultar un asunto; pero honra del rey es escudriñarlo” —dijo en forma de eco esta voz ya dejando en plena oscuridad a Martín.

Minutos después los niños empezaron a despertar en distintos lugares, todos adormecidos y acalambrados. Desde Mongolia hasta la Argentina, pasando por toda Europa y por toda América Latina. Hasta en Canadá se había sentido la tierra temblar. De alguna manera, el resultado de niños y jóvenes muertos de esta caída era cero. Nadie había muerto. Todos los niños, confusos, no lo podían creer. El sacrificio había quedado en la nada, había sido interrumpido de manera inexplicable. Fueron rescatados de alguna manera que ellos no lograban entender. Algunos habían sentido que entraban en un tubo de viento, otros no habían sentido nada.

El niño líder (Martín Asturero) despertó bajo el columpio donde conquistó su sueño de volar. La hamaca se movía y al despertar una suave brisa acariciaba su cuerpo. “¡Vamos! ¡Despierta! ¡No puedes morir! Es tiempo de conquistar lo que te arrebataron”,— escuchó Martín como si fuera la voz de su padre. Martín abrió los ojos, estaba boca arriba abrazando su mochila. Sentía dolor por todo el cuerpo como de dormir en el suelo. Su vista que estaba llena de lagañas empezó a aclararse. Miró el cielo y estaba amaneciendo. Había pasado todo un día, eran cerca de las siete de la mañana del sábado. Se paró, se puso la mochila en la espalda y empezó a caminar hacia su casa; Martín no entendía nada. En el camino meditaba sin poder creer estar vivo después de meses de planear el sacrificio. Tanto juntar gente y al final nada había sucedido. Era como si durante dos años hubiera planeado esto solo para despertar como de un mal sueño.

Pensando, Martín creyó acordarse de por qué estaba en ese lugar.

—¿Estaré en el cielo? ¿Qué me arrebataron? —se preguntaba acordándose de lo que había escuchado antes de despertar.

—¡Nada aún! —le contestó una voz interior—. Nadie que esté matándose piensa que irá al cielo —escuchó Martín—. Si alguno destruye el templo de Isabaii, Isabaii lo destruirá a él; porque el templo de Isabaii, el cual es tu cuerpo, santo es —escuchó Martín y se atemorizó y empezó a mirar a su alrededor creyéndose perdido.

—¿Quién habla? —exclamó asustado al sentir una voz y no haber nadie a su alrededor.

—No recuerdas nada… —volvió la voz a hacerse escuchar y Martín giraba como loco en medio de la plaza tratando de ver al dueño de esta voz.

—¿Quién eres? ¿Dónde estás? —preguntó Martín furioso y atemorizado ante esa extraña voz.

—Las personas no ven lo que piensas, solo pueden ver tus actos —dijo aquella voz—. ¡Y yo sé que eres mucho más que ese niño enlutado de negro, que ven hoy en ti!

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Martín y recordó la frase que había escuchado: “Si alguno destruye el templo de Isabaii, Isabaii lo destruirá a él…”, y analizó en su mente—.— Me lancé del edificio más alto un día 13 a las 13; puse en esta hazaña mundial todas mis fuerzas… —Se detuvo un momento y pensativo, miraba hacia la nada mientras trataba de entender lo que había pasado.

—¡No estás muerto porque estarías en el Tártaro! —escuchó a la voz retarlo ferozmente y Martín empezó a comprender lo que significaba esa frase de ser destruido, si él destruía su mismo cuerpo—. ¡Te voy a dar otra oportunidad! ¡Y estás vivo! —Martín escuchó y prestó mucha atención a lo que esta voz le decía—. Mientras te lanzaste me invocabas, fue justo a tiempo porque tengo mucho en este mundo para ti —dijo aquella voz.

—¡En tus manos está mi voluntad! —dijo con miedo Martín Asturero.

Un silencio hermético se hizo dueño de la ciudad. Martín empezó a caminar y leyó la portada del Times en un kiosco de revistas: “Meteorólogos de distintas partes del mundo aseguran haber visto movimientos extraños en las estrellas, jamás antes vistos por un ser humano, creen que se trata de una reacción de los gases producidos por la tierra en descomposición. Los marxistas reciclados llaman a la reflexión. El Papa asegura que fue un movimiento de ángeles en defensa de los bloques de hielo de la Antártida. Casos así no tienen registro alguno para la humanidad. Expertos dicen que estos extraños movimientos son advertencias de que el final está llegando. Lo innegable es que anoche la tierra entera se estremeció”. “Como que la venida se nos aproxima”, dijo un estudioso del Vaticano muy preocupado.

“Hoy fanáticos religiosos salieron a las calles a repartir volantes. Algunos dicen que esto es solo un acomodamiento brusco de placas...”.

Martín no lo podía creer:

—En verdad esto ha pasado —dijo mientras leía el titular.

—¡No creas todo lo que lees, hijo! ¡Porque a veces te puede perturbar la mente y hasta matar el alma! —le contestó un hombre que leía el titular con él.

—¡Ya es hora! —aseguró Martín y abrió su mochila, la computadora ahí estaba. La sacó y se puso a escribir desde donde estaba hacia el mundo entero, a tratar de contactarse con sus seguidores de la mal llamada “hazaña mundial”.

Pido perdón a los que me siguieron en esta cruel y triste muerte sin sentido.

He podido darme cuenta de que esta locura suicida casi mata los sueños de muchos. No me juzguen por mi ignorancia, no me juzguen por ser influenciado por leyendas urbanas, no me juzguen porque no lo podría justificar.

Pido que este día sea tomado como el nuevo nacimiento de los que seguimos vivos. Espero que seamos los tres mil veintidós.

P/D. El mundo está plagado de grandes héroes. Los héroes tienen algo en común, nadie los entiende. Los héroes salen de los agujeros más tenebrosos y escondidos. Y salen de adentro de nosotros mismos.

No hay héroe que, antes de ser descubierto como tal, no haya sido burlado, ignorado o señalado como un nada.

“La nada es el trampolín para las grandes y buenas hazañas.”

Martín terminó de escribir, presionó “enter” y su mensaje se esparció por toda la red social, más de medio millar de personas leyó su mensaje, incluidos todos sus seguidores. Un relámpago azotó la ciudad y la luz de carteles luminosos se apagó. Los generadores de la ciudad volvieron a funcionar de inmediato y la luz volvió. Martín se asustó por el relámpago en medio de tanto sol, las pocas nubes que había en el cielo no justificaban su aparición.

Volvió a mirar la computadora que tenía en su falda y decía: “Has recibido un millón setecientos mil cuarenta y dos mensajes nuevos (1.700.042 mensajes nuevos)”. Martín no lo podía creer, no habían pasado más de tres minutos de presionar “enter” y las respuestas llovieron a él de todos lados del mundo. Hasta gente que no conocía respondió como si estuviera en su misma situación.

No podía leer todos a la vez, pero sintió intriga por uno que tenía en asunto: “Y si nacieras de nuevo”. “Bendito Israel”, suspiró y abrió el mensaje, era un pequeño poema que Martín se atrevió a leer en voz alta. El poema se titulaba: “Los escogidos se atreven”.

Y si naciera de nuevo,

Si tuviera esa oportunidad,

Yo te pediría que en mi nuevo nacimiento ahí puedas estar;

Que me abraces con ternura

y con aliento de vida volvieras a soplar mi nariz,

Así me enteraría de las maravillas

que tienes preparadas para mí.

Y si naciera de nuevo,

Si tuviera esa oportunidad,

Yo te pediría que llenes este vacío con tu infinita paz;

Que no te vayas nunca,

Que perdones si un día te ofendí,

Porque hoy siendo maduro entiendo

Que siempre estuviste para mí.

Hoy quiero nacer de nuevo

Hoy quiero nacer de nuevo… pero en ti

Déjame abrazarme a tu cintura para jamás dejarte ir

Porque hoy mis ojos están abiertos y te invito a vivir en mí,

Habita este desierto y saca toda enfermedad,

Que hoy he nacido de nuevo y en ti voy a confiar

Porque tú eres el rey eterno,

Príncipe de libertad.

Mas abajo decía:

Un escogido es alguien que después de muchas peleas y catástrofes sigue vivo. Encuentra tu designio y protégelo con tu vida. Sin apartarte del buen camino. Porque para eso has nacido.

Habiendo sido predestinado conforme al designio del que hace todas las cosas…

Firma: Una escogida.

Terminó de leer el mensaje y pudo sentir en su nariz un viento que él logró aspirar. Martín respondió de inmediato ese e-mail. Era una persona desconocida que le había dicho mucho y le había hecho sentir algo que nunca sintió.

Volvió a leer el poema y una brisa suave soplaba sobre su rostro, sentía que se llenaba de una inconfundible paz.

No te conozco, pero parece como si me conocieras. Quizás tenemos mucho de qué hablar. De alguna manera tu mensaje me llenó. Todos los días no escogí la vida. Sé que los suicidas no se atreven a vivir, pero los escogidos se atreven. Y a eso me atreveré de ahora en más.

Habiendo sido predestinado conforme al designio del que hace todas las cosas…

Firma: Martín Asturero.

Un nuevo escogido.

Sin conocer y sin saber quién era esta persona, ya había inspirado un cambio en él. Algo había entrado en su espíritu y ya nada sería igual.

Martín cerró su computadora, la colocó en su mochila sin mirar cómo la colocaba y apurado se dirigió a su casa. Iban a ser las nueve de la mañana y él todavía no aparecía. Deseaba ver a sus padres y contarles lo sucedido sin pensar en su reacción. Valía la pena hablar sobre estas cosas que pasan solo una vez y cambian todo el rumbo de la propia vida y la forma de verla. Llegó a su casa y con sus llaves abrió la puerta de entrada. Entró como siempre, pero en su cara se veía un brillo, una sonrisa sincera. Su madre estaba entre un montículo de ropa, estaba por ponerse a planchar. Su padre venía del patio lleno de tierra y con las rodillas de su pantalón verdes de estar arrodillado en el pasto arreglando el jardín. Sus padres miraron a Martín y vieron algo cambiado en él, pero se quedaron callados, tratando de no arruinar el momento. Normalmente, cuando Martín se veía descubierto, él se quejaba o daba gritos explosivos para que no le preguntaran nada. En esta oportunidad, solo pasaron unos segundos eternos para la familia y Martín agachó la cabeza y murmuró algo que nadie entendió. Los padres vieron este cambio y se preocuparon, pero les gustó. El pequeño Asturero pasó directo a su cuarto con la cabeza gacha.

Admirado, el padre se miró con su esposa.

—¡Deberíamos dejar que él nos cuente solo! —dijo la madre tiernamente

—¡No sé! —dijo el padre en secreto con su esposa—. Eso fue raro. ¿Tú crees que nos contará? —La cara de incertidumbre de los padres mirándose lo decía todo.

—Algo me dice que hoy volverá a ser ese niño que todos extrañamos —afirmó el padre de Martín en voz alta.

Pasaron tres horas y el pequeño Asturero no salía. A las doce del mediodía salió de su cuarto y se dirigió a su padre.

—Papi, ¿te has sentido engañado por algo que hiciste durante mucho tiempo para darte cuenta de que al final son puros cuentos y mentiras? —dijo seriamente Martín.

—¿En qué dejaste de creer? —preguntó Eugenio, su padre.

—Hoy mi vida cambió, papá… —dijo sin titubearlo—. Hoy soy otra persona… otro Martín ha nacido.

—¡Qué bueno, hijo! —dijo Eugenio mostrándose distante mientras seguía con sus plantas en el jardín. Martín se quedó en silencio ahí y el padre levantó la vista para mirarlo—. ¡Estás hablando en serio! —dijo convencido cuando vio que sus ojos brillaban—. ¡No sabes lo feliz que me hace! —exclamó y soltó lo que hacía para abrazarlo.

—¡Voy a decírselo a mamá! —dijo sonriente después de ese abrazo y fue donde estaba su madre planchando.

—Mami, esta ropa no la planches más —dijo refiriéndose a su ropa.

—¿Qué? ¿Te la vas a poner arrugada? —preguntó Liza Bella, su madre, desconfiando de su rebeldía.

—El negro es tan egoísta, mami. Absorbe todos los otros colores y no refleja ninguno. Ya no quiero ser así… —dijo seriamente el pequeño Martín y torció la lógica que su madre creía que tenía su hijo.

—¿¡Qué!? —exclamó Liza Bella entre confundida y escondiendo una gran sonrisa.

—Las personas eligen los colores por intuición y cada uno es lo que viste, no necesito un manto negro para ocultarme, necesito mostrarme como soy y yo no soy un vampiro —dijo riéndose. Decía lo que su corazón le dictaba y sonreía—. Fíjate, mamá —dijo y le señaló una remera planchada—. Lazos, cárceles, cadenas. Es como vivir encerrado. Y mira esta calavera, la muerte en mis espaldas… ya no me la pondré más —explicaba a su madre que escuchaba sorprendida, verdaderamente sorprendida. No era el mismo Martín. Se lo habían cambiado.

—¿Ya no te pondrás más estas remeras sangrientas y con leyendas raras? —preguntó su madre tratando de aclarar su mente.

—No, mamá, ya no me las pondré más —contestó muy seguro él.

—¡Tendré que comprarte ropa de colores entonces! —dijo entre sarcástica y queriendo creer el cambio absoluto de su hijo. Para ella, si esto era cierto, Martín había vuelto a la vida. Liza Bella odiaba esas remeras desde el día en que se compró la primera, y su ropero estaba lleno de ellas.

Liza Bella invitó a Martín a revisar su ropero. Se dirigieron ambos a su cuarto. Ella tomó toda la ropa, pantalones, remeras, y Martín miraba con nostalgia su colección de discos compactos, carteles y gigantografías que tenía repartida por todo el cuarto, una a una las fue despegando de la pared dejando una mancha blanca debajo de ellas y descascarando aquellas paredes por las cintas usadas para forrar aquel cuarto con imágenes de seres de la oscuridad. Lo fue doblando todo con mucha paciencia y convencido de lo que estaba haciendo, la furia contra aquello que antes sin saber adoraba se mezclaba con un sentimiento de nostalgia. Las paredes quedaron blancas con manchas de cinta descascarada por el adhesivo usado cuando las quiso pegar.

Estando el cuarto limpio por completo, miró desde la puerta la luz que entraba por la ventana. Ahora esta se podía reflejar en las dañadas pero blancas paredes de su cuarto. Se le escapó una sonrisa pacificadora para él mismo, dio medio paso y agarrando la nueva basura para tirar, se dirigió al clóset del cuarto donde su madre recolectaba remeras y pantalones llenos de calaveras. Martín empezó a seleccionar con ella uno por uno los atavíos, que a su entender, ya no combinarían más con el nuevo Martín Asturero.

Martín no quería ser más confundido con un vampiro o con una sombra de la noche. Llevó todo en cajas marrones al patio de su casa. Tres cajas de un tamaño importante que colocó frente a la puerta trasera de salida de casa.

—Papi, ¿podemos llevar esta ropa lejos donde ya no pueda encontrarla nunca jamás? —preguntó el pequeño Asturero.

—Por supuesto —respondió Eugenio.

Salieron de casa, llevando una caja cada uno, una mamá, otra papá y otra Martín. Las metieron al maletero del auto y se subieron rumbo aún desconocido. Martín sentía una voz convencida diciéndole que había llegado la hora de ser libre y de saber quién era él en realidad. Y otra voz trataba de imponerse, oprimiéndolo, trayéndole recuerdos a su mente. Martín sentía una verdadera batalla en su mente y gritó: “¡Cállate!”.

—Vamos, callados —dijo Lisa Bella, en el auto iban todos en silencio.

De inmediato Martín se vio vestido de negro con cadenas y sangre con una leyenda que decía: “Rey muerto vil”. La traía puesta desde aquella noche, se la sacó de inmediato y la dejó caer sobre el piso del auto, y luego se sacó los pantalones. Quedó en calzoncillos largos blancos y camiseta blanca que le servían de abrigo. Se arrodilló sobre el asiento y al mirarla leyó sobre el piso en aquella remera, que al parecer no decía nada: “Rey muerto live”, la letra “e” de live estaba simulada por un símbolo extraño. La única palabra escrita del derecho era “rey”, la palabra “muerto” estaba como rayada por encima con rojo, como si se tratase de una firma, la otra estaba invertida, intercambiando idiomas para disimular el mensaje. Pero aquella frase, “Rey muerto vive”, llevaba consigo el poder de los demonios de la muerte. Al ver esto, más se convenció Martín de que estaba tomando la decisión correcta.

—Libertad. —Escuchó Martín un susurro áspero en su oído derecho y sintió un escalofrío por toda su espalda.

—Vamos a la Estatua de la Libertad, papá —dijo inmediatamente sin pensarlo dos veces. Con sus catorce años hasta había probado drogas, se había acercado a grupos que coqueteaban con la delincuencia y la muerte. Martín Asturero estaba a punto de saber del poder que tenían sobre él estas cosas y frases que “al parecer” carecían de sentido. Lo que antes le pertenecía a él, o él le pertenecía a esos objetos iba en el maletero del auto con destino desconocido, pero se colaba en su imaginación su primer disco de rock de invocación, su primera remera y su primer pantalón. Estos pensamientos lo llenaban de nostalgia y lo hacían dudar, luego otro pensamiento venía a él como luz entrando por sus ojos y le hacía mirar qué es lo que pasó en su vida desde que empezó a usar este tipo de vestimentas. Como la decadencia, desde ese entonces, se había adueñado de él y veía en su mente cómo la soledad había sido desde ese entonces su única compañía fiel, porque aunque teniendo un amigo, se sentía solo. Sin amigos, sin sentido y sin motivación de vivir. Esa pequeña luz reflexiva lo hacía estar más convencido de deshacerse de ese pasado de oscuridad.

—¡Llegamos, Martín! —dijo Eugenio.

—Esto es algo que debo hacer solo —dijo mientras miraba la imponente estatua a través del vidrio de la ventanilla. Y pensó para sí: “Debo subir a la corona”

Su padre abrió el portamaletas y ahí estaban las cajas. Las bajó una a una y las arrastró a la costa. Ahí lo esperaba una barca, un poco dañada, pero era la única que había. Subió las cajas y un hombre de pelos blancos muy largos y a la vez cuidados se acercó. Este vestía con ropa de marino. Y tenía una barba larga y peinada. Pelos blancos y muy bien cuidados.

—Necesita ayuda —dijo el hombre. Martín lo miró medio desconfiado. Estaba en una guerra cósmica entre el deber ser y sus apegos. Se desarrollaba una verdadera guerra en su interior. El hombre sin más que tomando su silencio que como una negativa se sentó a mirarlo. Martín luchaba con que la barca no se le fuera y con el peso de las cajas. Estaba cansado y su cuerpo sentía la lucha espiritual y esta lucha lo cansaba aún más, sudaba y no podía hacer nada y eso que lo intentaba con fuerza.

—Abre las cajas, muchacho —dijo el hombre—, mete las prendas de a una.

—¡Gracias! —susurró Asturero y mordía fuertemente sus dientes de la tensión que estaba sintiendo. Abrió la caja y de la tensión rompió la tapa, tomó puñados de prendas y las fue colocando en la barca. Una vez que subió todo, empujó la barca hasta que quedó completamente en el agua y saltó dentro de ella. El hombre saltó con él.

—Quizás no quieras mi ayuda, ni la necesites, pero la pequeña libertad es mía —dijo al saltar.

—¿La pequeña libertad? —preguntó Martín.

—Así llamo a mi barca. ¡¿Vas a la estatua, imagino?!

—Sí —respondió Asturero como enojado—, el hombre le dio los remos de la barca y se dirigieron a la estatua. Los pequeños brazos de Martín hacían esfuerzos sobrehumanos para poder moverla. Transpiraba, pero no paraba de remar. Llegaron a destino, y con las pocas fuerzas que le quedaban pudo bajarse del bote. Y descansó tirado en la costa, estaba exhausto y respiraba agitado, sentía que se le iban a caer los brazos y salir el corazón.

Cuando lo vio reponerse el hombre le dijo:

—Toma, muchacho. —Y le tiró encima una maleta un poco extraña, vieja y de cuero con dibujos extraños. Martín dijo entre dientes:

—Gracias. —Y metió toda la ropa, discos, pancartas, gigantografías en ella y se dirigió a la imponente Estatua de la Libertad.

En cada paso arrastraba por el pastizal la maleta, dirigiéndose al monumento, empezó a escuchar una melodía del inframundo, la misma que tenía la placa del que era su artista preferido. Esa música a Martín le taladraba el oído, decidió ponerse a cantar una canción navideña, lo más alegre posible, para acallar esta melodía que le taladraba sus oídos. Inexplicablemente la música de opresión se calló y Martín cambió su debilidad en fortaleza. Martín estaba preparado para ver, sentir y saber de estos poderes ocultos que al hombre racional, terrenalmente aferrado a este mundo, le parecerían locura. En un momento sintió como si a ese momento ya lo hubiera vivido; miró hacia arriba y sonrió de alegría, estaba a pocos metros de liberarse del pasado. Y ahí estaba la majestuosa estatua sosteniendo el faro que ilumina el mundo. Esa imponente estatua, por alguna razón que Martín Asturero no entendía, lo estaba llamando para traer su vida anterior y sepultarla ahí.

Erguida, firme ante el tiempo que había pasado parada ahí, sosteniendo fijamente esa antorcha en su mano derecha y en su mano izquierda la ley como debe ser porque debe ser respetada y defendida. Con sus pliegues detallados y sus sandalias caminando, Martín vibraba al estar ahí y seguía tarareando la canción navideña que su cultura le enseñó. En ese lugar había algo para él. Llegó a la entrada y era un mundo de gente saliendo, él se coló entre la multitud arrastrando esa maleta vieja y mientras más se adentraba a la estatua más se asustaba y más tarareaba la canción. Su cuerpo palpitaba con ansias y cuidado. Empezó a subir las escaleras, en ese subir sentía arrastrar una tonelada de plomo. Sentía que la maleta quería salir de ese lugar, y algo dentro de esta crujía y se quejaba. Subir cada escalón era toda una decisión y guerra espiritual que se daba dentro de la maleta y dentro de su fuerza de voluntad. No sabía qué encontraría arriba, pero estaba casi seguro de que era algún tipo de solución.

—No nos abandones —escuchó a alguien hablar dentro de la maleta.

—Te daremos poder —dijo una voz ronca.

—Talento musical —dijo otra voz rechinada.

—Fama —dijo otro con voz oscura.

Martín Asturero cantaba y no le pasaba importancia a estas voces que provenían de la valija. Martín estaba seguro de que no le quería pertenecer más a estos espectros que se apoderaban de su vida.

Llegó a la cima de la estatua y dejó de cantar, fue en ese instante en que la maleta se abrió y de la ropa, discos, afiches y gigantografías como una sola cosa, fueron tomando la forma de demonio de ultratumba, de una sombra hecha de su pasado, esa oscuridad se agrandaba más y más… En un momento fijó los ojos en Martín, unos ojos que se iban formando con los discos compactos.

—No me dejes, Martín —rompió el silencio la sombra.

—¿Quién eres? — preguntó desafiante.

—Soy tu soporte —dijo.

—Tú no eres mi soporte —dijo Martín al ver esa sombra en forma de la muerte misma, a la cual mientras hablaba le iban creciendo uñas de escarnio.

—Eres mío, Martín —dijo la sombra moviendo sus dedos como llamándolo.

—¡Yo no soy de nadie! No te pertenezco —respondió Martín asustado.

En ese momento todo Nueva York pudo ver el cielo que se nubló de repente. Y un rayo rompió el telón del cielo y la lluvia empezó a caer a la vez que este rayo azotó la Estatua de la Libertad; los turistas y Martín quedaron pálidos, en ese pestañar la figura de la criatura no estaba más, la muerte hecha de ropa había desaparecido y el olor a la humedad que se aproximaba por la lluvia inundó con su fragancia el lugar. El desconcierto llenó de preguntas a Asturero.

“Nunca creí en la fantasía, pero esto supera todo lo que haya visto en películas. Y lo mejor de todo es que esto es real”, se dijo así mismo. Se había despertado en él el hambre de lo sobrenatural.

Orígenes

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