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Jacinto Octavia Picon
TRES MUJERES
La recompensa
V

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Algún tiempo después, en la tertulia de unas amigas, conocieron a dos hombres jóvenes, íntimos amigos y compañeros de carrera. Pepe Gutiérrez y Andrés Pérez, el primero, comandante de ingenieros y el segundo capitán del mismo cuerpo: ambos dignos de ser queridos. Gutiérrez se prendó de Susana que por primera vez tomó el amor en serio, fue correspondido, y entraron en relaciones, procurando que permaneciesen ignoradas del tutor: únicamente cuando ella adquirió el convencimiento de que su novio era hombre que valía mucho como inteligencia y como carácter, le autorizó a que la pidiese en matrimonio.

La situación de Valeria era más libre y desembarazada, pero no envidiable. Por pobre, estaba libre de los cuidados que da el oro; por abandonada, no había menester consentimiento de nadie; mas, ¿de qué le servía aquella independencia, si el compañero de Gutiérrez no se fijaba en ella? Pérez frecuentaba la casa de Susana, porque iba con Gutiérrez a todas partes: eran inseparables; estaban unidos por una amistad nacida en los bancos de la escuela de primeras letras, fortificada en el colegio militar, y, por último, arraigada en sus corazones, gracias a la vida que hacían juntos en plena juventud. A Pérez le gustó Valeria desde que la conoció; pero no se atrevió a requebrarla ni poner seriamente en ella la esperanza, considerando que ambos eran pobres. La muchacha no tenía nada: él, sólo su haber de capitán. ¿Qué ventura podía ofrecerla? Ni siquiera comunicó a Gutiérrez la simpatía que le inspiraba Valeria. Tan bien supo disimularla, que la misma interesada tomó la indiferencia por franco y declarado desvío. Susana fue la única que adivinó el doble secreto de aquellas dos almas: unos cuantos detalles bastaron a su penetración para comprender que Valeria y Pérez se querían. Convencerse de ello y formar propósito de favorecerles, todo fue uno. Tanto le convidó a comer, colocándole junto a ella, tantas veces les dejó solos a tiempo de que se les transparentara el alma, tales cosas hizo para que mutuamente se conociesen y apreciasen, que al fin llegaron a entenderse. Susana, que años atrás había evitado a Valeria la desgracia de verse arrojada del colegio, y que luego la trató como a hermana, se erigió de nuevo en protectora cariñosa. «Nos casaremos el mismo día – le dijo – yo primero, y luego seremos padrinos de tu boda. Si nosotros habíamos de gastar veinte, nos contentaremos con diez, partiré contigo lo que tenga…, es decir, ¿para qué hacer números ni cálculos? Viviremos juntos, y… Cristo con todos.» Claro está que Valeria, deshecha en lágrimas de gratitud, aceptó aquella nueva demostración de cariño, aunque en el fondo de su alma, y con aprobación de su futuro marido, estuviese resuelta a no aceptar favores que, por excesivos, redundaran en perjuicio de su amiga.

En la primer entrevista que tuvo el novio de Susana, con el tutor de ésta, se convenció de que la mujer a quien quería unirse había sido robada a mansalva. Era inútil soñar con restituciones ni pleitos. El canalla tenia las cosas preparadas con tal maña, que según cuentas, escrituras y comprobantes, aún resultaba la pupila debiéndole algunos miles de duros. Una vez más la maldad hizo mofa de la ley. De las condiciones morales de Gutiérrez y del amor que su novia le inspiraba, pueden dar idea estas palabras, con que comunicó a Susana el resultado de la entrevista:

– Mira, nena; coche ni muchos vestidos no tendrás, porque ese hombre es un ladronazo…; por ti… lo siento; por mí, casi me alegro, para que veas que te quiero de verdad. Lo esencial es que nos casaremos cuando se nos antoje.

En Susana pudo más la alegría del amor probado, que la tristeza por la riqueza perdida, y arrojándose en brazos de su Pepe, repuso:

– Yo también me alegro, porque así conozco lo que vales. No me equivoqué al quererte.

Valeria, que hubiera procurado luego de casada sustraerse a la protección de Susana siendo rica, consintió en vivir con ella viéndola casi arruinada, y ambas bodas se verificaron la misma mañana, a mediados de 1873, cuando España estaba en plena guerra civil.

La doble luna de miel fue cortísima. A los seis meses ambos maridos eran destinados al ejército del Norte y salían de Madrid dejando a sus mujeres poseídas de la más amarga tristeza, y embarazadas del mismo tiempo.

Tres mujeres

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