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I La batalla de los colmillos
ОглавлениеLa loba fue la primera que, antes que los demás, se percató de que se oían voces de hombres y latir de perros de trineo, y ella fue también la primera en abandonar de un salto al hombre que los lobos tenían prisionero dentro de su propio círculo de moribundas llamas. A la manada le dolía abandonar la presa que veía ya acorralada, y se quedó rezongando unos minutos para asegurarse de que no era injustificada la alarma, hasta que al fin emprendió la huida siguiendo las huellas de la loba.
Al frente de la manada corría un gran lobo gris; era uno de sus varios jefes. Concretamente, el que los dirigía a todos impulsándolos a ir pisándole los talones a la fugitiva. Él era quien gruñía a los lobatos amonestándolos o les lanzaba una dentellada cuando ambiciosamente pretendían adelantarle. Y él fue el que apretó el paso cuando vio que la loba comenzaba a trotar lentamente a través de la nieve.
Ella se puso poco a poco a su lado como si ese fuera el sitio que le correspondía, y ajustó entonces su paso al de la manada. Él no le gruñía ni le enseñaba los dientes cuando, al dar un salto, resultaba que se le había adelantado. Al contrario, parecía muy bien dispuesto en su favor; tanto, que a la hembra le desagradaba, pues, tendiendo él a correr muy cerca, cuando se le acercaba demasiado, era ella la que gruñía y le enseñaba los dientes. Y no se limitaba a eso solo, sino que más de una vez le lanzó una dentellada en el hombro. Cuando eso ocurría, él no mostraba el menor enojo. Se limitaba a dar un salto, apartándose a un lado, y a correr en línea recta como con un cierto embarazo y saltando torpemente, bien parecido, en el porte que adoptaba y en la conducta, a un avergonzado zagal aldeano.
Esto la perturbaba en su dirección de la manada; pero también sufría otras molestias. Si a un lado le tenía a él, al otro corría un enorme lobo viejo de entrecano pelaje, cuyas cicatrices daban fe de las numerosas batallas en que había intervenido. Iba siempre a su derecha, seguramente porque no tenía más que un solo ojo, y este era el izquierdo. También él sentía afición a acercársele, a virar hacia ella, hasta que con el hocico, cruzado de profundas señales, conseguía tocarle el cuerpo, el hombro o el cuello. Lo mismo que con el compañero que tenía a la izquierda, rechazaba ella con los dientes tales atenciones; pero cuando estas se las prodigaban ambos lobos a la vez, se veía bruscamente empujada, no teniendo más remedio que repartir rápidos mordiscos a diestro y siniestro para apartar a los dos cortejadores, mantener la emprendida carrera al frente de la manada y ver, con precisión, el camino por donde debía poner los pies. En tales ocasiones, sus dos compañeros regañaban a la vez y se mostraban los dientes amenazadoramente. Poco les hubiera costado enzarzarse en una lucha, pero hasta el cortejar y el saldar sus cuentas como rivales podía sufrir aplazamiento cuando apremiaba otra necesidad mayor: el hambre de toda la manada.
Cada vez que el lobo viejo se veía rechazado y debía alejarse de aquel objeto de sus deseos que tan buenos dientes tenía, chocaba con otro lobo de unos tres años que corría junto a su lado derecho, que era precisamente el de su ojo ciego. Este lobezno había alcanzado ya todo su desarrollo, y teniendo en cuenta el estado de debilidad y de hambre de toda la manada, podía decirse que poseía más vigor y mayores ánimos que la mayoría de los otros. Sin embargo, corría conservando siempre la cabeza al mismo nivel del hombro del lobo tuerto, que le aventajaba en años. Si alguna vez -aunque era poco frecuente- se aventuraba a adelantarlo, un gruñido y un mordisco lo obligaban a volver al lugar que le correspondía. En todo caso, de vez en cuando se quedaba algo rezagado y se metía entre el jefe anciano y la loba. Esto ocasionaba un doble y hasta un triple disgusto. Cuando ella gruñía para manifestar su desagrado, el jefe viejo se volvía rápidamente contra el lobato para castigarlo. Algunas veces, la hembra misma lo ayudaba. Y otras, hasta el otro jefe joven giraba en redondo para tomar parte en el castigo.
En tales ocasiones, el lobato se encontraba con seis hileras de salvajes dientes que lo amenazan. Se detenía precipitadamente, se apoyaba sobre los cuartos traseros, afirmaba las tiesas patas delanteras y resistía el ataque, bien abiertas las fauces y erizados los pelos del cuello. Esta confusión que se originaba en el frente de la manada traía consigo otra en los lobos que venían detrás. Chocaban estos con el lobato y expresaban su disgusto dándole fuertes mordiscos en las patas posteriores y en los lados. Él mismo se buscaba daños y molestias, porque la falta de comida y el mal humor corrían parejos en todos; pero con la fe ilimitada propia de la juventud, se empeñaba en repetir la misma maniobra a cada paso, aunque nunca consiguiera otra cosa que continuas derrotas.
De haber tenido a mano el alimento necesario, el amor y las luchas hubieran ido juntos, y la formación a que se sujetaba la manada hubiese quedado deshecha. Pero la situación de esta era desesperada. El hambre, largo tiempo sostenido, la tenía en un estado de excesiva demacración. Ya ni corría siquiera con la velocidad acostumbrada. Los lobos zagueros, los que cojeando seguían a los demás, eran los más débiles, los muy jóvenes o los muy viejos. Al frente iban los más fuertes. Pero todos ellos parecían esqueletos. Sin embargo, excepción hecha de los que cojeaban, no era fácil adivinar en ellos el esfuerzo ni el cansancio, a juzgar por sus movimientos. Aquellos músculos, que semejaban cuerdas, eran fuente inextinguible de energía. Tras la contracción de uno de aquellos resortes acerados venía otra, y otra, y otra, y así continuaban sin que pareciera tener fin.
Los lobos corrieron muchos kilómetros aquel día. Corrieron toda la noche, y el día siguiente continuaron corriendo. Corrían sobre la superficie de un mundo helado y muerto. No había en él vida que se moviera. Los únicos que se movían a través de aquella vasta inercia eran ellos. Ellos estaban vivos e iban en busca de otros seres vivientes para devorarlos y continuar así viviendo.
Cruzaron grandes llanuras y se dedicaron al ojeo de una docena de arroyos en una comarca llena de hondonadas, antes de que vieran recompensado su trabajo. Al fin dieron con algunas antas. La primera que hallaron fue una especie de buey de gran tamaño. Suponía carne en abundancia y vida, no guardadas y protegidas ambas por misteriosas hogueras ni por voladores proyectiles que lanzaban llamas. Las pezuñas partidas y las astas en forma de pala las conocían ya bien, y así prescindieron entonces de su acostumbrada paciencia y cautela en la caza. La lucha fue corta y feroz. El gran buey fue atacado por todos los lados. Abrió en canal a muchos o les partió el cráneo con hábiles patadas de sus grandes cascos. Los aplastó o los despedazó con sus enormes astas. Revolcándolos en la lucha, los pateó hasta hundirlos en la nieve. Pero al fin fue dominado, y se desplomó con la loba cogida a su cuello, que esta desgarraba furiosamente, y clavados los dientes de otros muchos en diez sitios de su cuerpo. Lo devoraron vivo, antes de que él cesara su lucha por defenderse y dejara de causarles daño.
Ya tenían carne abundante. El buey pesaba más de ochocientas libras*, con lo que tocaban a unas veinte libras de carne para cada uno de los cuarenta y tantos lobos de la manada. Pero si era prodigiosa su resistencia al ayuno, prodigioso era también lo que podían llegar a comer, y pronto no quedaron más que unos cuantos huesos esparcidos de aquel espléndido animal que unas horas antes había hecho frente a la manada de lobos.
Llegó el momento del descanso y del sueño. Lleno ya el estómago, las riñas y peleas comenzaron entre los machos más jóvenes, continuando durante los pocos días que la manada aún siguió unida. El hambre había terminado. Los lobos se hallaban ahora en el país de la caza, y, aunque aún se dedicaron a buscarla agrupados, cazaban con más cautela, acorralando pesadas hembras o viejos y enfermos machos que se separaban de los reducidos rebaños de antas que encontraban.
Llegó un día, en aquella tierra de la abundancia, en que la manada se dividió en dos y cada una tomó una dirección distinta. La loba, que llevaba a su izquierda al jefe más joven y a su derecha al viejo tuerto, condujo a su mitad hacia el río Mackenzie*, y lo cruzaron después hasta llegar al país de los lagos, situado en la parte del este. Todos los días, este resto de la manada iba disminuyendo. De dos en dos, un macho y una hembra, los lobos iban desertando. De cuando en cuando, un macho solitario era arrojado a dentelladas por sus rivales. Al fin, solo cuatro quedaron: la loba, el jefe, el tuerto y el ambicioso lobato de tres años.
A la loba se le había puesto ahora un genio feroz. En sus tres seguidores podían verse las señales que dejaron sus dientes. Y sin embargo, nunca le contestaban igual, jamás se defendían atacándola. Se volvían de espaldas ante sus más furiosas arremetidas, y moviendo la cola y con lentos y cortos pasos, se le acercaban tratando de aplacar su ira.
Con ella todo era suavidad; sin embargo, los machos mostraban su fiereza entre ellos. El lobato presumía demasiado de su ferocidad. Cogió una vez al viejo tuerto por el lado en que no veía y le desgarró la oreja hasta dejarla convertida en una serie de cintas. Como el canoso viejo no podía ver más que por un lado, acudió para defenderse a la experiencia de sus largos años. El ojo perdido y las cicatrices que cruzaban su hocico podían dar fe de la calidad de esta experiencia. Habían triunfado ya en demasiadas lides para que ni por un momento dudara acerca de lo que debía hacer entonces.
La batalla comenzó franca y lealmente, pero no terminó con la misma lealtad. No cabe asegurar cuál hubiera sido, en otro caso, el resultado, porque el tercer lobo se unió al más viejo y, juntos los dos jefes, el de más edad y el más joven, atacaron al ambicioso lobato hasta acabar con él. Fue acosado sin piedad, y por ambos lados a la vez, por los terribles dientes de los qué hasta entonces habían sido sus compañeros. Olvidados quedaron ya los días en que cazaron juntos, las piezas que habían derribado y el hambre que habían padecido. Todo ello pertenecía al pasado. El asunto que ahora les preocupaba era el amor, y este asunto era mucho más duro y cruel que el de procurarse comida.
Y entretanto, la loba, la causante de todo, estaba sentada sobre sus cuartos traseros tranquilamente y observaba lo que ocurría. Hasta estaba contenta. Aquel era su día -y no hubiera podido decir otro tanto con mucha frecuencia. Los pelos se erizaban, los colmillos chocaban unos contra otros o abrían y desgarraban la sumisa carne, solo porque los lobos se disputaban su posesión.
Y en aquella amorosa pendencia, el lobato de tres años, que realizaba su primera aventura, perdió la vida. A cada lado de su exánime cuerpo quedaban en pie sus dos rivales. Miraban de hito en hito a la loba, que seguía sentada sobre la nieve y sonreía. Pero el jefe más viejo era docto, muy docto, en materias de amor, igual que en las batallas. El jefe joven volvió un momento la cabeza para lamer una herida que tenía junto a la espalda. La curva de su cuello quedaba por completo frente a su rival. Con su único ojo, vio el viejo que aquella era la ocasión oportuna. Se lanzó a fondo y clavó en él sus colmillos. Fue una dentellada sostenida, prolongada, que desgarraba, y lo más profunda posible. Al rajar la carne, rompió, al fin, la gran vena del cuello. Entonces se apartó de un salto.
El jefe más joven lanzó un terrible gruñido; pero quedó cortado a la mitad por el cosquilleo de una tos que le ahogaba. Desangrándose y tosiendo, herido ya de muerte, se arrojó contra el viejo y luchó con él mientras iba perdiendo la vida, mientras las patas le flaqueaban y se oscurecía la luz de sus empañados ojos, haciéndose cada vez más cortos sus saltos y menor el alcance de los golpes que dirigía a su contrario.
Y durante toda esta escena, la loba continuaba sentada sobre sus patas posteriores sonriendo. Se sentía vagamente halagada por aquella batalla, porque ese era el modo de hacer el amor en aquel mundo salvaje, la tragedia sexual en plena naturaleza, que en realidad era solo tragedia para los que morían. Para los supervivientes significaba la mera realización de un hecho, de una hazaña.
Cuando el jefe más joven quedó tendido y sin movimiento sobre la nieve, el Tuerto se dirigió con majestuoso paso al encuentro de la loba. Todo su porte era una mezcla de triunfo y de cautela. Evidentemente, esperaba que sería rechazado, y también fue evidente su sorpresa cuando vio que ella no le mostraba los dientes con rabiosa expresión. Por primera vez lo recibió amablemente. Tras mutuos olfateos del hocico, hasta le permitió saltar y juguetear con ella, como si ambos no fueran más que dos cachorros. Y él, por su parte, a pesar de todos sus pelos canos, de su discreción y experiencia, se portó como si fuera tal cachorro y hasta exageró algo la nota.
Olvidados quedaban ya los vencidos rivales y la historia de amor escrita con sangre sobre la nieve. Olvidados, excepto en una ocasión: cuando el Tuerto se paró un momento para lamer las heridas que le molestaban. Entonces se esbozó en sus labios un gruñido; se le erizaron los pelos del cuello y de los hombros; hizo un movimiento como si fuera a agacharse para saltar y hacer presa en alguien, y sus uñas se clavaron espasmódicamente como para mejor afirmar el pie. Pero se desvaneció todo como por encanto un momento después, cuando dio un salto y se juntó de nuevo con la loba, la cual, esquiva, le llevó a la carrera a través del bosque.
Después de esto, corrieron uno al lado del otro como buenos amigos que han llegado a ponerse de acuerdo. Transcurrieron los días y juntos se quedaron, cazando y dividiendo la comida entre los dos. Después de algún tiempo comenzó la loba a inquietarse. Parecía andar en busca de algo que no podía hallar. Sentía una atracción especial por cuantos hoyos descubría bajo los árboles caídos, y dedicaba gran parte del día a ir olfateando las más anchas quebraduras de las rocas en las que se amontonaba la nieve y las cavernas que quedaban al amparo de los bancos más salientes. Al viejo Tuerto no le interesaba nada de esto lo mas mínimo; pero la seguía bonachonamente y, cuando sus investigaciones en ciertos sitios se prolongaban más que de costumbre, se echaba, esperando que terminara y pudiesen continuar su camino.
No se quedaron en un mismo sitio, sino que cruzaron todo el país hasta llegar de nuevo al río Mackenzie, por el que fueron descendiendo poco a poco, dejándolo con frecuencia para cazar junto a los arroyos afluentes del mismo; pero volviendo siempre a él. Se encontraban a veces con otros lobos, que iban generalmente por parejas; pero no se establecía entre ellos comunicación amistosa -parecía que no la deseaban ni manifestaban la menor alegría por el encuentro, ni tampoco inclinación a reconstruir la disuelta manada-. Diferentes veces tropezaron también con lobos solitarios. Siempre eran machos y mostraban gran empeño en juntarse con el Tuerto y su compañera. El lobo se oponía violentamente, y cuando la pareja, bien apretados uno contra otro y erizando los pelos, les enseñaban los dientes, todos los solitarios aspirantes volvían la espalda y seguían su camino tan solos como antes.
Una noche de luna, corriendo por el callado bosque, el Tuerto se paró de pronto. Levantó el hocico, puso tiesa la cola y olfateó con ansia el aire. Alzó también una pata, al estilo de lo que suelen hacer los perros. Había algo que no le satisfacía y continuó venteando, esforzándose por entender de qué era anuncio lo que él sentía. Un momentáneo y descuidado olfateo había, por el contrario, dejado tranquila a su compañera, la cual siguió trotando para infundirle confianza. Aunque él la siguiera, se manifestaba dudoso, y no pudo abstenerse de parar nuevamente un rato para estudiar más detenidamente lo que juzgaba aviso de algo.
Ella se arrastró cautelosamente hasta el borde de un vasto y abierto espacio que quedaba entre los árboles. Durante cierto tiempo permaneció allí sola. Luego, el Tuerto, arrastrándose también, deslizándose, con todos sus sentidos alerta, con los pelos erizados irradiando un recelo infinito, se unió a ella. Se quedaron uno al lado del otro, en acecho, escuchando atentamente y olfateando siempre.
A sus oídos llegaron los rumores de perros que riñen, gritos guturales de hombres, voces chillonas de mujeres que reprenden y, de pronto, el penetrante quejido de una criatura. Excepción hecha de los enormes bultos de las chozas construidas con pieles, bien poco era lo que se veía, como no fueran las llamas de una hoguera cuyos contornos interrumpían los movimientos de cuerpos que iban y venían y el humo que se elevaba lentamente por el aire en calma. Pero al agudo olfato de los lobos llegaron los mil y un olores de un campamento indio, que revelaban cosas bastante incomprensibles para el Tuerto; aunque la loba conocía bastante en sus pormenores más insignificantes. Se sintió extrañamente agitada, y olfateó una y otra vez con creciente deleite. Él, en cambio, reveló su temor y se preparó a huir. Se volvió y le tocó el cuello con el hocico como con tranquilizador ademán, mirando después nuevamente al campamento. Cierta pensativa seriedad desusada hasta entonces apareció en su cara; pero no era la seriedad del hambre. Sentía el vivísimo anhelo de adelantarse, de acercarse al fuego que allí ardía, de reñir con aquellos perros y de evitar los pies de aquellos hombres haciéndolos tropezar al escaparse.
El Tuerto se movía a su lado con impaciencia, cuando de pronto volvió a apoderarse de la hembra aquella inquietud de antes y experimentó de nuevo la misma urgente necesidad de encontrar lo que andaba siempre buscando. Se volvió, pues, en redondo y se puso a trotar hacia el bosque de donde había venido, con gran contento del Tuerto, que le tomó un rato la delantera hasta que se internaron un buen trozo bajo el cobijo de los árboles.
Mientras se deslizaban a la luz de la luna, tan calladamente como si fueran dos sombras, descubrieron las huellas de unas pisadas en una quiebra por donde pasaba un sendero. Inmediatamente, ambos hocicos se bajaron para seguir el rastro. Las huellas eran muy recientes. El Tuerto corría por delante cautelosamente, y tras él, pisándole los talones, seguía su compañera. Sobre la nieve iban quedando las anchas y cubiertas marcas de las robustas patas de los lobos, que, al tocarla, lo hacían tan suavemente como si fueran de terciopelo. El Tuerto se percató de que se distinguía el confuso movimiento de algo blanco en medio de toda aquella blancura. Si hasta entonces su modo de correr había sido mucho más rápido de lo que hubiera podido suponerse, no era nada en comparación con la velocidad que adquirió desde aquellos momentos. Ante él saltaba la confusa mancha blanca que había descubierto.
Corría la pareja por una especie de callejón a cuyos lados se apiñaban multitud de abetos jóvenes. Entre los árboles se divisaba la boca del callejón que daba a un claro del bosque iluminado por la luna. El Tuerto iba rápidamente examinando la flotante forma blanca. Se le acercaba a saltos espaciados. Ya estaba a punto de caer sobre ella. Un salto más y le clavaría los dientes. Pero ese salto no llegó a darlo. Allá en la nieve, muy alto, se elevaba el bulto blanco, que resultó ser un conejo vivo que pataleaba y daba continuos brincos, ejecutando una danza fantástica en el aire, sin tocar el suelo ni una sola vez.
El Tuerto dio un salto hacia atrás repentinamente intimidado, y se agachó luego muy encogido sobre la nieve, gruñendo amenazadoramente a aquella horripilante cosa que no llegaba a comprender. Pero la loba siguió adelante con la mayor frialdad y saltó enseguida para coger al conejo bailarín. También ella se elevó cuanto pudo, pero no lo suficiente para apresarlo, y sus mandíbulas se cerraron sin apoderarse de nada, produciendo los dientes, al chocar, un ruido que parecía metálico. Dio enseguida otro salto, y otro y otro.
Su compañero había abandonado su posición agachada y la estaba contemplando. Se mostró entonces enojado por los repetidos fracasos, e, imitándola, saltó también con extraordinario empuje hacia lo alto. Sus dientes se clavaron al fin sobre el conejo y lo arrastró consigo al suelo. Pero al mismo tiempo se produjo a su lado un movimiento acompañado de un sospechoso crujido, y sus asombrados ojos vieron un renuevo de abeto que se encorvaba sobre él y le daba un golpe. Abrió entonces la boca soltando la presa y retrocedió de un salto para huir de aquel extraño peligro, mostrando los dientes y gruñendo profundamente, con todos los pelos erizados de rabia y de miedo. Y en aquel momento, el abeto joven se enderezó otra vez y el conejo volvió a elevarse, bailoteando nuevamente en el aire.
La loba estaba furiosa. Clavó los dientes en un hombro de su compañero para demostrarle su reprobación, y él, azorado, no sabiendo a qué era debido el nuevo castigo, respondió ferozmente al ataque. Más asustado aún que antes, le abrió a la loba una ancha herida en un lado del hocico. Que él no se dejara castigar de aquel modo sin atreverse a demostrar su enojo, era cosa igualmente inesperada para ella, y así se arrojó sobre el lobo con gruñidos de indignación. Hasta entonces no se dio cuenta el Tuerto de la equivocación sufrida, y trató de aplacar la ira de su compañera. Pero ella siguió castigándolo hasta que se acabaron todos los intentos de aplacarla. El lobo se hizo un ovillo y comenzó a dar vueltas con la rapidez de un torbellino, cuidando de conservar la cabeza bien apartada de aquellos dientes que se iban clavando en sus hombros.
Entretanto, el conejo seguía bailoteando en el aire, encima de ellos. La loba se sentó en la nieve, y el Tuerto, temiéndola más entonces a ella que al misterioso abeto, volvió a saltar para apoderarse del conejo. Se cayó al suelo con el conejo entre los dientes y su único ojo no apartó la vista del arbolillo. Como antes, el abeto lo siguió hasta el suelo en su descenso. El animal se agachó esperando el golpe que parecía inminente. Se le erizaron los pelos pero no soltó el conejo. Aquella vez el golpe no llegó a ser una realidad. El renuevo se quedó encorvado encima de él. Cuando el lobo se movía, el árbol se movía también, y al verlo, la fiera le gruñó entre los apretados dientes. Cuando uno permanecía quieto, hacía lo mismo el otro, y así el Tuerto dedujo que lo mejor y más seguro para él era, que continuara quieto. Sin embargo, el saborcillo de la sangre del conejo, que sentía en la boca, era agradabilísimo.
Su compañera fue la que le sacó de las dudas en que se hallaba metido. Le quitó el conejo, y mientras el renuevo se inclinaba balanceándose amenazadoramente sobre ella, la loba decapitó de un mordisco al animalillo con toda tranquilidad. En el acto, el abeto se enderezó con violencia, sin ocasionar ya más molestias, quedándose en la digna posición perpendicular que le tenía asignada la naturaleza. Entonces la loba y el Tuerto devoraron la pieza de caza que el misterioso abeto había cogido, como trampa, en provecho de ellos dos, que así saciaron su apetito con aquel manjar tan sabroso.
Había otras quiebras del terreno y estrechos pasos semejantes en los que también se veían conejos colgados en el aire, y la pareja de lobos fue explorando todos los sitios en que se hallaban, abriendo la marcha la loba y siguiéndola el Tuerto, que lo observaba todo con cuidado, para ir aprendiendo el método que había que seguir para robar lazos y trampas, conocimiento que estaba destinado a servirle de mucho en el porvenir.