Читать книгу Metasueños de un pequeño bicho - Jacobo Bermúdez Barrena - Страница 2
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ISBN: 978-84-18186-85-1
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«Este libro está dedicado con mucho cariño a mi maravillosa y queridísima abuela, María Bermúdez Fernández de Soto, y a todos aquellos valientes que tienen sueños y metas por cumplir. Sin importar la edad que tengan ni en qué parte del mundo o del camino se encuentren, en todos ellos existe un pequeño Libo esperando transformarse para volar».
CAPÍTULO 1:
LOS INTENTOS Y SUPERAR EL FRACASO TE ACABAN MEJORANDO
«LO MÁS IMPORTANTE PARA PASAR AL SIGUIENTE NIVEL»
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En un bosque cualquiera, un pequeño bichito de ojos saltones llamado Libo, de cuerpo algo alargado y cierto parecido a un escarabajo, de un color entre verdoso y marrón y pequeñas y finas patitas, trata de subir por una rocosa pared. Libo se sentía insignificante; siempre se había comparado con otros que eran más grandes, fuertes, de llamativos colores y que podían hacer cosas que él no podía, como, por ejemplo, mover un peso muy superior al suyo o volar. El pequeño Libo nunca conoció a sus padres. Desde bien pequeño, tuvo que apañárselas solo; desde el primer día que vio la luz en una pequeña charca llena de depredadores.
Escurridizo y rápido, esquivaba todo tipo de ataques. De la misma forma, cazaba para alimentarse y después corría para ocultarse entre pequeñas piedras y hierbajos del fondo de aquella charca, donde permanecía a salvo. Fue uno de los pocos que logró salir adelante y sobrevivir.
Aun teniendo sus complejos, Libo tenía un sueño: llegar a la cima de una montaña. Tenía una intuición, algo que le hacía querer ir hasta allí y emprender un largo y peligroso viaje.
A pesar del miedo y de las inseguridades, su corazón le decía que tenía que intentarlo, que no podía pasar por esta vida sin intentarlo siquiera.
Los días pasaban y el pequeño Libo intentaba subir una y otra vez por aquella rocosa pared sin éxito alguno; no dejaba de fracasar en su intento, cayendo repetidas veces al suelo. Un escarabajo que pasaba por allí sintió curiosidad, pues no era la primera vez que lo veía, y le preguntó:
—¿Qué estás haciendo?
Libo suspiró profundamente y contestó:
—Intento subir por esta pared.
—Sí, eso ya lo he visto, pero ¿para qué?
—Tengo una meta que cumplir.
—¿Y qué meta es esa que te hace perder el tiempo y la energía?
—Es mi sueño, llegar a la cima de la montaña.
—No creo que estés hablando en serio. Estás malgastando tu vida, bicho.
Libo se quedó mirando a los ojos de aquel escarabajo y respondió:
—¿Sabes? Donde realmente siento estar perdiendo el tiempo es aquí, en este lugar, haciendo las mismas cosas y viendo lo mismo una y otra vez. Yo quiero ver más allá, quiero experimentar cosas nuevas y crecer en mi interior.
—Pues sí que eres rarito —espetó el escarabajo, y se marchó caminando tranquilamente con un característico y gracioso contoneo.
Justamente después apareció un mosquito, conocido como el mosquito noticiero; siempre llegaba con su peculiar y desagradable zumbido trompetero para que todos supieran que había llegado. Este era el encargado de dar las noticias a los habitantes del bosque, que siempre se acercaban a escuchar las novedades. El mosquito noticiero comenzó a dar las noticias ante una multitud de bichos y algún que otro roedor.
—Buenos días a todos. Una madre salamanquesa ha perdido a su cría mientras la enseñaba a trepar por un árbol; su madre aún la está buscando. Las hormigas soldado se han llevado a la fuerza a un caracol de su casa por no pagar la contribución mensual. Continúa la guerra entre hormigas y termitas por el territorio de la colina, en el norte del bosque. Una plaga de avispones gigantes asiáticos invade el sureste; al parecer llegaron como polizones en un barco que arribó de China.
Mientras, los habitantes del bosque comentaban:
—Uy, desde luego, no veas cómo está el patio —comentó un gusano.
—Hay que dar gracias por estar donde estamos —expresó un caracol.
—Sí, y también por cómo estamos —dijo un ratón.
—Es verdad, podríamos estar mucho peor —contestó un insecto palo.
—O mucho mejor… —respondió Libo, pero nadie tomó en cuenta su comentario.
El mosquito continuó a lo suyo.
—Un grillo ha perdido una pata en un accidente doméstico. Ha muerto un escarabajo en la travesía del sendero 340 tras ser pisado por un humano. Fallecen un saltamontes, una polilla y una hormiga voladora al quedar atrapados en una tela de araña…
—¿Es que solo hay noticias malas? ¿¡Nunca pasan cosas buenas!? —preguntó Libo al mosquito.
—Sí, pero eso no interesa a nadie, tiene poca audiencia —respondió con pasotismo y algo molesto el mosquito por lo bajini mientras miraba a Libo por encima del hombro.
—A mí sí me interesa —contestó Libo, pero todos hacían oídos sordos a sus comentarios.
De repente, el mosquito comenzó a distraerse, los ojos se le iban hacía un lado del bosque. Un humano paseaba con su perro por los alrededores y al mosquito noticiero le costaba cada vez más concentrarse y dar las noticias; solo pensaba en el apetecible bocado que tenía a la vista, siguió dando alguna que otra noticia negativa hasta que finalmente, ante la mirada de todos los allí presentes, el hambriento y deseoso mosquito salió volando tras el humano, al mismo tiempo que se relamía. De esta forma, se acabaron las noticias y cada bicho se fue a hacer sus quehaceres: algunos a tomar el sol, otros a pasear, otros a buscar comida y otros a buscar pareja. Mientras, Libo volvió a intentar subir por la dificultosa pared.
Después de un par de semanas e infinidad de intentos fallidos, Libo seguía sin conseguir su objetivo: subir por aquella rocosa y resbaladiza pared.
Una semana en la vida de Libo y los de su especie equivale a un año en la vida de un ser humano. Libo se sentía abatido, así que decidió tomarse un descanso de varios días; su mente y su cuerpo se lo estaban pidiendo a gritos, pues el agotamiento y el miedo habían hecho acto de presencia. Libo se sentía inseguro y dubitativo y se preguntaba a sí mismo si todo ese esfuerzo había sido en vano; ¿y si estaba haciendo el ridículo?, ¿y si estaba equivocado?, ¿y si aquel escarabajo llevaba razón? La negatividad comenzó a apoderarse de él. Aquellos pensamientos no dejaban de surcar su mente como oscuras nubes que acaban ocultando la luz y claridad de un día soleado.
En esos momentos, el desánimo era lo único que conseguía vislumbrar el pequeño Libo, así que, triste y cabizbajo, se acostó a descansar. «Mañana será otro día», pensó. Después de estar dando vueltas sin poder dormir cavilando sobre la situación que le apremiaba, cayó finalmente sumido en un profundo sueño. De repente, Libo se encontraba en un bosque, pero era un bosque distinto al que él conocía. Caminaba sin saber bien hacia dónde dirigirse. «¿Qué hago aquí?», se preguntaba. Eso sí, sentía prisa por llegar a algún lugar. El anochecer hacía acto de presencia: una sutil niebla iba apareciendo con el paso de los segundos y acompañaba a Libo en su camino. Entonces, Libo escuchó un ruido que provenía de detrás de unos matorrales, este pensó en acercarse para ver que era, pero aquella cosa comenzó a mover y agitar con mucha fuerza y violencia aquellas matas, así que siendo prudente se quedó donde estaba, de repente un animal peludo de mucho mayor tamaño que él apareció de entre aquellos matorrales y comenzó a comerse a todo bicho viviente. Ni siquiera Libo había sido consciente de que allí se encontraban muchos de aquellos bichos, pues, en realidad, estaban ocultos por la hojarasca o en pequeños boquetes, pero aquel animal peludo tenía algo así como un sexto sentido, además de cinco ojos, una boca llena de afilados dientes, poderosas garras y una lengua bífida muy larga y flexible; era algo así como un superdepredador, la emoción del miedo se apoderó de Libo. «Si me quedo y lucho no podre con él, y si me quedo quieto y me hago el muerto seguro que me atrapa. Solo me queda una opción: ¡huir! ¡Y he de hacerlo ya!». De modo que Libo, con la adrenalina recorriendo su cuerpo, salió corriendo a toda prisa. La bestia se dio cuenta y aquellos cinco ojos, que se movían mirando para todos lados buscando presas, se pusieron de acuerdo para mirar un solo punto, enfocando a Libo. La bestia arrancó a toda velocidad en un explosivo esprint con el único propósito de alcanzar y dar caza al pequeño Libo, que corría sin mirar atrás esquivando pequeños obstáculos, como piedras, ramas y hierbajos que yacían de la tierra. La bestia se acercaba cada vez más, y su respiración ansiosa ponía más tenso y nervioso a Libo, que ya podía sentir su aliento en el cogote. El pánico recorría cada célula de su cuerpo, con el sentimiento de estar perdido y sin escapatoria, percibía un doloroso final cuando, de repente, vislumbró, por el rabillo del ojo a lo lejos, en la parte de abajo del tronco de un árbol, uno muy grande y antiguo, una luz. Instintivamente, Libo fue hacía allí a toda prisa: su vida estaba en juego.
Con la bestia pisándole los talones, entró por entre unas raíces que emanaban de la tierra y que custodiaban la entrada hacía aquella luz, confluyendo hasta una pequeña puerta de madera muy bonita. Esta era robusta y consistente y tenía tallada en la madera una especie de símbolo, algo así como un tribal, decorándola.
Libo llamó a la puerta incesantemente con desesperación e ímpetu a la vez que se fijaba en aquel extraño símbolo que nunca antes había visto.
—¡Por favor! ¡Abran! ¡Abran!
La bestia trataba de acceder hasta Libo por todos los medios con sus garras, dientes y lengua, pero no lograba llegar a entrar del todo en el hueco por donde se había metido el pequeño Libo. Empujaba con la cabeza intentando penetrar por aquel pequeño espacio, mordía las raíces que custodiaban la entrada y estiraba la lengua, moviéndola de lado a lado con la intención de atrapar a Libo, que la esquivaba como podía a la vez que pedía ayuda.
Entonces, de repente, la puerta se abrió. Un pequeño humanoide de cabello blanco y una frondosa barba del mismo color, prominente barriga, nariz porruda y orejas puntiagudas se encontraba al otro lado, sorprendido y ojiplático por el jaleo que se había formado en su puerta. Libo, al ver abrirse la puerta, entró sin miramientos, empujando a aquel extraño humanoide, que alucinaba con la escena que estaba aconteciendo.
—Pasa, pasa, no te cortes… —dijo en un tono burlesco e irónico.
—¡Cierre! ¡Rápido!
—Sí, sí. Ya va, ya va… Tranquilo, aquí no puede entrar. Por cierto, ¡vaya horas de venir!
—¿Cómo que vaya horas de venir? ¡Qué sé yo la hora que es! ¡Esa bestia ha estado punto de devorarme!
—Bueno, bueno… Tampoco es para tanto, cálmate.
—Que no es para tanto, dice.
—¿Si te hubiera comido qué habría pasado?
—¿¡Cómo que qué habría pasado!? Que habría muerto, ¿le parece poco?
—Pues según…
Libo alucinaba con la actitud de aquel extraño ser. Tras una pequeña pausa reflexionando sobre aquellas palabras, continuó.
—No entiendo… ¿Según el qué?
—Según… Por un lado, es ley de vida morir; por otro lado, algunos no desean estar aquí, prefieren desaparecer, así que para ellos sería hasta un favor que se los comieran. Es el miedo a lo desconocido a lo que la gran mayoría teme. Si supieran que van a un lugar mejor, ¿qué crees que pasaría? Todos o casi todos querrían irse de aquí, pero si estamos aquí es por algo, ¿no crees?
—Ya… —respondió Libo algo extrañado, que no sabía a qué se estaba refiriendo exactamente aquel ser.
—¿Tú por qué estás aquí? Dime.
—No lo sé. De hecho, no quiero estar aquí, quiero estar en otro lugar.
—¿Qué lugar?
—¡Uno maravilloso!
—¡Ajá! Y dime, ¿ya has estado antes en ese lugar?
—No, pero sé que existe.
—¿Y cómo puedes saber que existe si nunca has estado?
—No lo sé… Tan solo lo he intuido; la vida no puede ser solo esto, este lugar…
El extraño hombrecillo se acarició su frondosa barba y sonrió. Seguidamente, lo miró con una mirada sincera, cristalina y profunda, como intentando ver más allá, dentro de los ojos de Libo, buscando ver en su interior.
—Y dime, ¿por qué tienes esa expresión de tristeza en tus ojos?
—Porque no he conseguido mi meta…
—Ah… ¿Y ya no es posible conseguirla?
—Mmm… Pues supongo que sí —respondió dubitativo el pequeño Libo.
—¿Y, entonces, por qué no sigues?
Libo agachó la cabeza y, tras un profundo suspiro, respondió:
—Porque estoy cansado de caer, y los otros no dejan de reírse y de criticarme.
—Ah. Entonces ¿quieres decir que has dejado de creer en ti? ¿O bien es que ese lugar del que me hablaste no existe?
—¿¡Por qué y para qué me haces pensar tanto!?
—Bueno, solo te haré una pregunta más. ¿Te vas a rendir? ¿A caso es más importante para ti lo que digan y piensen los demás?
—Eso son dos preguntas…
—Bueno, tampoco vamos a ser tan tiquismiquis; una o dos, qué más da —sonrió pícaro el hombrecillo.
—Nadie cree en mí, veo cómo me juzgan y estoy agotado de caer, me hago daño, ya no tengo la misma energía que tenía al principio… Es una suma de cosas. Da igual, déjelo, seguro que no me entiende.
—O tal vez sí. Tal vez haya vivido mucho, mucho más de lo que te imaginas. Solo te diré que tan solo necesitas creer en ti; con que tú creas en ti, ya es más que suficiente, créeme. Por otra parte, seguro que has aprendido y has avanzado algo después de esas caídas, aunque no puedas verlo a simple vista. Respecto a lo de juzgar, el problema no es que te juzguen los demás, sino que tú te juzgas a ti mismo continuamente, y eso no te sirve de nada, pequeño. No tienes poder sobre los pensamientos de los demás, pero sí lo tienes sobre tus propios pensamientos. El verdadero poder lo tienes sobre ti mismo, no sobre los demás, y si dejas que los demás tengan poder sobre ti, entonces estarás perdido.
—¿Y qué puedo hacer?
—Tienes que hacer que los pensamientos vayan a tu favor y no en tu contra, que te empujen hacia tus metas, no hacía el miedo o la negatividad. Tanto tú como tus pensamientos y tus acciones debéis remar en la misma dirección, así, como un equipo. —Mientras Libo escuchaba pensativo, aquel extraño y sabio humanoide siguió hablando—. Tal vez ese maravilloso lugar del que hablas se halle en ti.
—¿En mí?
—Si, pero primero has de descubrirlo, y seguidamente potenciarlo y desarrollarlo.
— ¿Y cómo voy a descubrirlo, potenciarlo y desarrollarlo?
—Bueno, ya lo estás haciendo, por el camino yendo —respondió bonachón el pequeño ser.
—¿Cómo?
—¿Te apetece un poco de té?
—¿Té? No sé qué es el té.
—Ah, bueno. Verás cómo te gusta —respondió el misterioso y benevolente hombrecillo.
El hombrecillo entró en otra habitación y tras un corto y breve espacio de tiempo, apareció con una bandeja y dos pequeñas tazas de las que salía vapor. Éste se encorvó para que Libo cogiera una de ellas. El hombrecillo hizo un pequeño gesto con la cabeza indicando afirmación para que Libo probase el té. Libo le dio un pequeño sorbo y un agradable sabor comenzó a recorrer su paladar, y después continuó por su garganta, así que siguió bebiendo. Al cabo de unos minutos, comenzó a sentir una extraña sensación de paz y tranquilidad. Hacía mucho que no se sentía de esa forma.
—Por cierto, ¿el dibujo ese que está tallado en la puerta qué significa? —preguntó Libo.
El hombrecillo, con una media sonrisa en su rostro, se acariciaba la frondosa barba sutilmente; parecía saber que tarde o temprano le preguntaría por ello.
—Bueno, ese es un símbolo muy antiguo. Representa la vida, la muerte y la reencarnación. Se llama triqueta.
—¿Reencarnación? Yo no creo en esas cosas —comentó Libo.
—Ajá. ¿Y en la transformación?
—¿En la transformación?
—Sí, transformación, ¡transmutación!, ¡alquimia!, ¡evolución! —respondió con ímpetu el hombrecillo.
—Transformación sí, supongo que sí, pero las otras cosas que has dicho no tengo ni idea lo que son.
El humanoide sonrió levemente.
—Pues quédate con eso. Cada ser puede transformarse, mejorarse, pulirse y ¡evolucionar!
—¿Y eso cómo se hace?
—Pues primero hay que querer. También hay que creer e imprescindible el cuerpo mover.
—¿El cuerpo mover?
—Caminar…, tomar acción — respondió con paciencia el humanoide.
—Pero ¿caminar hacia dónde? ¿Y qué quiere decir con tomar acción?
De repente, después de darle otro sorbo a aquel rico té, la habitación comenzó a difuminarse poco a poco, cada vez más; todo empezó a verse con menos nitidez y más borroso y, finalmente, también la imagen del misterioso y amable hombrecillo, que se iba desvaneciendo junto con una amigable sonrisa de complicidad. Libo se despertó; no recordaba bien el sueño, solo algún fragmento aislado. De lo que sí se cercioró fue de que albergaba en su interior una sensación agradable y positiva. Libo se incorporó y comenzó a reflexionar: «Si solo tengo una vida y esta que estoy viviendo no me satisface, ¿por qué quedarme dónde estoy? ¿No sería ese el verdadero fracaso? Caerse es parte de la vida, es parte del camino. ¿Por qué darle tanta importancia a caer? Soy yo quien le está dando esa importancia, ¿por qué no darme más margen de error? Sé que puedo hacerlo. No sé cuándo, pero mientras más veces lo intente, antes lo lograré, de eso estoy seguro».
El amanecer llegaba sin prisa, pero sin pausa por el horizonte; era el momento perfecto para levantarse e ir a por su anhelada meta. De este modo, Libo volvió a intentarlo una vez más. Comenzó a subir por la rocosa pared con ímpetu; después de un pequeño suspiro, clavó sus patitas delanteras en aquella rocosa pared y, haciendo fuerza con estas, incorporó las otras dos patas traseras. Con esfuerzo y concentración comenzó a subir, todo iba bien hasta que uno de los agarres de sus patas falló y se deslizó por la pared, haciendo que resbalara y cayera a la arena. Libo se sacudió el polvo y la tierra y volvió a la carga una vez más, esta vez más decidido aún. De nuevo, comenzó a subir y, al cabo de un rato de estar subiendo, Libo se dio cuenta de que ya no se cansaba tanto como antes; además, para su sorpresa, había llegado más lejos que en los anteriores intentos. Entonces se miró las patas y se percató de que ya no eran tan finas y delgaditas como antes. De tanto intentarlo, y sin ser consciente de ello, había conseguido fortalecer su cuerpo y desarrollar unas patas más fuertes y resistentes. Ahora podía llegar más lejos en aquella rocosa pared; ese primer objetivo ya no parecía estar tan lejos como al principio. Eso hizo que Libo se sintiera más motivado. Sin embargo, se volvió a caer al suelo una vez más. Creedme, no es nada agradable caer, ya seas un bicho o lo que quiera que seas, pues caer siempre implica algún tipo de dolor.
Los otros bichos pasaban por allí frecuentemente; era un lugar habitual de tránsito para hormigas, gusanos, ciempiés, moscas, insectos palo, escarabajos, caracoles, etc. Había veces que se podría decir que había incluso demasiado tráfico, produciéndose hasta caravanas.
De repente, por un momento, todos aquellos bichos pararon de hacer aquello que estaban haciendo, eso que solían hacer de forma automática una y otra vez, para mirar al pequeño Libo. Comenzaron a formarse corrillos en los que apostaban sobre Libo : algunos apostaban sobre cuándo abandonaría, otros sobre en qué momento volvería a caer el pequeño Libo, si llegaría a tal punto o si sobrepasaría tal otro… Eso sí, cuando este se caía todos se reían.
Después de una de sus caídas, el pequeño Libo, que no había dejado de oír los comentarios acerca de las apuestas, las críticas, las risas y las burlas que todos esos bichos tenían a su costa, se acercó y se dirigió a todos ellos:
—¿Qué es lo que os hace tanta gracia?
—Verte intentar algo que es imposible para ti —respondió un gusano gordo y grande.
—Parece que os produce placer ver caer a alguien que intenta algo nuevo y diferente. ¿Os gusta ver cómo falla alguien que trata de superarse? ¿Sabes qué? Será imposible para ti, yo sé que puedo lograrlo —respondió con decisión el pequeño Libo.
—¿Sabes que puedes lograrlo y no dejas de caerte? —contestó entre risas el gusano de forma burlesca, al que, cada vez que se reía, se le movían la barriga y sus mollas.
Tras unos instantes en silencio, el pequeño Libo hizo un ejercicio de introspección y respondió:
—La verdad es que sí lo sé, porque no voy a dejar de intentarlo hasta que se haga realidad. ¡No pararé hasta conseguirlo! No me importa que llueva, que nieve, que haga muchísimo calor o muchísimo frío; no importa las veces que me caiga y me pueda hacer una herida, lo que importa son todas las veces que soy capaz de levantarme; lo que realmente importa es que lo consiga una sola vez. Voy a seguir intentándolo, y por eso sé que lo voy a lograr.
Todos comenzaron a murmurar. Podían oírse cosas como «pobre soñador», «eres demasiado débil y pequeño para conseguirlo», «si ni siquiera puede volar», «olvídalo», «este se ha vuelto loco» …
Lleno de coraje y corazón, el pequeño Libo se pronunció una vez más:
—Solo hay una cosa que tengo clara, y es que no voy a vivir una vida mediocre. Y por esta sencilla razón no puedo escucharos, puesto que aquí no veo a nadie que pueda servirme de ejemplo. Ninguno de vosotros ha cumplido una gran meta, tan solo habéis seguido el camino marcado por vuestra especie, el camino que os dijeron que debíais seguir. No habéis hecho nada nuevo, no habéis hecho nada diferente del resto; ¡yo he nacido para vivir una vida de grandeza!
—¿Sí? ¿Y eso quién te lo ha dicho? —preguntó el gusano de manera antipática.
Entonces Libo, sin tiempo de pensarlo, dio la respuesta más auténtica y sincera que encontró dentro de sí mismo.
—Yo ¡Yo lo he decidido!
—¡Bah! Déjalo, que siga intentándolo. Tan solo es un pobre soñador —decía por ahí alguno de los otros bichos allí reunidos.
Después de esas palabras, cada bicho siguió con sus tareas y quehaceres. Ahora más bien ignoraban la presencia del pequeño Libo, aunque, eso sí, seguían riéndose cuando Libo se volvía a caer al suelo.
Al día siguiente, con alguna herida y magulladura, Libo volvió de nuevo a la carga, ahora más fortalecido física y mentalmente. Primero las dos patas delanteras, después las traseras; concentración, esfuerzo y a escalar. A punto de caer en varias ocasiones, se aferró a esa pared como si le fuera la vida en ello. Esta vez había llegado a alcanzar prácticamente lo más alto de aquel muro para sorpresa de todos los bichos que pasaban por allí, estos se quedaron paralizados por su casi lograda hazaña; estaba muy cerca de conseguir su primera meta. Boquiabiertos, todos permanecieron en silencio. La escena que estaban contemplando los hacía sentirse más pequeños y acomplejados en su interior; no estaban nada contentos con lo que estaba aconteciendo.
—¡Lo está logrando! ¿Cómo es que lo está consiguiendo? —decían atónitos los bichos.
Algunos murmuraban que había sido por pura suerte. Entonces, de entre todos aquellos bichos, apareció una mosca, que fue volando hasta donde se encontraba el pequeño Libo y se posó a su lado.
—Oye, ¿estás seguro de lo que vas a hacer? Después de pasar ese muro no sabes lo que te vas a encontrar. Seguramente esté lleno de depredadores buscando una presa. Tal vez no puedas regresar nunca más, y, si, por casualidad, te diriges a la cima de la montaña, que sepas que está lejísimos, jamás llegarás a pisarla. De hecho, ni si quiera llegarás a verla aun en la distancia.
A punto de dejar la pared rocosa atrás, el pequeño Libo miró a aquella mosca y le respondió:
—No voy a escuchar a una mosca pudiendo escuchar a mi corazón, y mi corazón me dice que es por aquí.
La mosca lo miró con desprecio y se fue volando, aleteando y haciendo su particular zumbido.
Entonces Libo continuó subiendo y subiendo mientras todos los bichos, en silencio, veían cada vez más pequeño a Libo en la lejanía. Al fin, con mucho esfuerzo y sacrificio, Libo alcanzó la cima de aquel pedregoso y resbaladizo muro.
CAPÍTULO 2:
LA SUBIDA
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Con la respiración agitada y las patas temblorosas, el pequeño Libo se tiró en una acotada superficie de hierba rodeada por piedras y roca. Satisfecho con su acción y esfuerzo, era la primera vez en su vida que se sentía así. Un sentimiento especial recorría su pequeño y fino cuerpo: había logrado la primera meta. Pero aquella euforia fue disminuyendo y mermando al mismo tiempo que el cansancio y el agotamiento aumentaban y hacían mella en Libo, que poco a poco se iba quedando dormido como un bebé, en posición fetal. A la mañana siguiente, los primeros rayos de sol comenzaron a llegar al rostro de Libo; subieron poco a poco hasta llegar a sus cerrados ojos haciendo que este se despertara, y los cansados y redondos ojos de Libo se fueron abriendo tímidamente.
Libo bostezó y se estiró, buscó algo de comer y de beber y, seguidamente, comenzó el ascenso hacia la tan ansiada y deseada cima entre matas secas, piedra, arenisca y un fuerte sol. El camino no era lo que se conoce como un camino de rosas; estaba lleno de dificultades, sobre todo para un pequeño bicho que desconocía aquel lugar. Ahora la pared rocosa y resbaladiza parecía fácil comparada con este nuevo reto. Después de varias horas subiendo, Libo se paró; ya no podía más, le temblaban las patas y la noche estaba al caer. Mientras descansaba escuchó un ruido. Algo se estaba acercando, pero no veía ni qué era ni por dónde venía. El sonido se escuchaba cada vez más próximo. Era un zumbido y un aleteo. ¡Aquel sonido provenía de arriba! Entonces, Libo se cercioró de que había una sombra moviéndose por encima de él, en una trayectoria descendente que finalmente acabó cayendo justo detrás de donde se encontraba Libo, haciendo acto de presencia un saltamontes. Libo lo miró y vio que no era una amenaza para él.
—¡Vaya, puedes volar!
—¡Casi! ¡Casi puedo volar! En realidad, no me hace falta, ya voy a donde quiero saltando con estas patas de muelle.
—¡Qué suerte!
—Sí, lo sé… —respondió algo engreído el saltamontes, que continuó hablando—. Oye, ¿y a dónde te diriges, pequeño?
Libo le contó su intención de subir a la cima de la montaña y el saltamontes, sorprendido, no daba crédito.
—Pero, bicho, ¿¡tú hablas en serio!?
—Sí, ¿por qué?
—¿¡Estás loco!? Eso está muy lejos, y al paso que tú vas necesitarías como tres vidas más para poder llegar a la cima de esta montaña. Ni si quiera yo estoy seguro de poder llegar, estaría arriesgando mi vida.
—Es mi meta —respondió Libo, serio y algo dubitativo.
—Pero ¿y para qué sirve una meta? Preguntó el saltamontes.
—¿Para qué sirve una meta? Para superarte, para ser una mejor versión de ti mismo. Si se tiene la posibilidad de crecer, mejorar y evolucionar, uno tiene que tratar de conseguirlo; creo que hay grandeza en eso.
—Chico, te voy a dar un buen consejo: ¡olvídalo!
—Gracias por tu consejo, aun así, voy a seguir mi camino. Respondió Libo algo incómodo.
Libo prosiguió bajo la mirada del saltamontes, que quedó boquiabierto con la determinación y tal vez locura e imprudencia de aquel pequeño bicho.
La verdad es que las palabras del saltamontes habían hecho mella en Libo; se le venían a la mente una y otra vez mientras seguía subiendo por el pedregoso camino. Estas le hacían dudar y, la verdad, lo desanimaron un poco. El sol era cada vez más fuerte e intenso, y Libo no alcanzaba si quiera a ver la cima de la montaña a la que quería llegar.
La noche finalmente llegó y Libo, cansado y algo cabizbajo, después de estar todo el día subiendo, decidió que era el momento de buscar un rinconcito donde poder descansar, y así lo hizo hasta la salida del siguiente sol, pero no sin antes reflexionar sobre las palabras del saltamontes. No lograba quitárselas de la cabeza, además comenzaron a sumarse a ellas todas las demás palabras de desanimo y burla que le decían los otros bichos antes de emprender su ascenso a la cima. Eso desmotivaba a Libo aún más. Sintiéndose solo, triste y perdido, derramó alguna que otra lágrima. ¿Sería de verdad aquella meta una auténtica locura? ¿Sería aquel sueño una utopía?
A la mañana siguiente se levantó con energías renovadas junto con la salida del sol. Libo recordó la triste noche que había pasado y, desde la altura en la que se encontraba, miró hacia abajo, hacia el suelo, allí donde se encontraban todos los demás bichos en la lejanía, y comenzó a conversar consigo mismo.
—Pero ¿quiénes son ellos? ¿Qué saben? ¿Acaso lo han intentado? ¿Acaso han dado el 100 % o el 120 % en algo que mereciera la pena? ¿Qué han conseguido ellos para hablar así? Tan solo han seguido el mismo camino predeterminado que todos los demás insectos de su especie. ¿Acaso han marcado ellos la diferencia en algún momento? —La respuesta era no, de modo que Libo decidió hacer un pacto consigo mismo—: Solo escucharé y tomaré consejos de aquellos que ya hayan estado allí arriba, en la cima.
Y prosiguió el camino, decidido a afrontar de nuevo el gran reto con entereza y con ánimos renovados.
El calor era insoportable. La respiración de Libo estaba muy agitada y tan solo era mediodía. Entonces empezaron a llegarle pensamientos a Libo, tales como «No vas a poder», «Está muy lejos», «No vas a lograrlo», «Es una locura», «Aún estás a tiempo de regresar». Como si de un programa automático se tratase, le iban llegando en bucle todos aquellos pensamientos una y otra vez y lo hacían sentirse pequeño; sentía cómo le quitaban la energía y lo llenaban de dudas y malos sentimientos. Entonces, Libo paró en seco de caminar, cansado y harto, se pronunció:
—¡Ya está bien! Estos pensamientos no sé de dónde me vienen, pero no soy yo. Yo he decidido llegar a la cima, es lo que de verdad quiero hacer. ¿¡Por qué no te callas un poquito!? ¡No me estás ayudando!
De pronto se escuchó una carcajada enérgica, en un tono muy agudo, que asustó e interrumpió la conversación que Libo estaba teniendo consigo mismo. Al girarse vio una especie de pequeño hombrecillo de alargada nariz y boca considerablemente grande montado sobre un escarabajo. Este vestía con una túnica, de la que le salían unas orejas puntiagudas de dos aberturas que tenía en ambos lados de la parte de arriba de la capucha.
—Estás muy gracioso hablando solo —comentó burlesco aquel extraño hombrecillo.
—¡Ayy! ¡Me has asustado! —exclamó Libo.
El hombrecillo volvió a reírse.
—¿De qué te ríes? —preguntó Libo.
—Me ha hecho gracia esa palabra.
—¿Qué palabra?
—Asustado.
—¿Por qué? —preguntó Libo.
—Porque es lo que tú estás —contestó el hombrecillo.
Libo, prudente, se quedó en silencio, pensativo y desconfiado.
—El miedo y la duda… Está bien tener un poco, pero si tienes más de la cuenta, te controlarán, te paralizarán, te bloquearán y, por último, te quitarán la energía —dijo el hombrecillo, pareciendo ahora ser más sabio que peligroso.
—Ah, ¿sí?
—¡Pues claro!
—Ya que pareces saber tanto… ¿Qué es lo que recomiendas hacer? —preguntó Libo algo irónico.
—Debes darles las gracias a tus pensamientos, a tu mente; esta trata de protegerte, además de que tienes esos pensamientos insertados. Lo mejor que puedes hacer es observar esos pensamientos y dejarlos ir, no darles más poder; si no dejas de pensar en ellos o los rechazas les estarás dando más poder, crecerán, y si crecen, acabarán controlándote y, finalmente, te vencerán. El miedo y la duda vencerán, y tú no quieres eso, ¿verdad?
—¿Darle las gracias a mi mente por esos pensamientos?
El hombrecillo asintió con la cabeza y contestó:
—Esos pensamientos no te sirven si quieres cumplir un propósito; en cambio, si te está persiguiendo un depredador sí te sirven, pero la cabeza no sabe distinguir eso. Observa y deja que pasen, deja que se vayan, no hagas hincapié en ellos, no te centres en ellos. ¡No te sirven!
—¿Es por eso que me siento mal?
—Ayy, eso ya deberías saberlo —respondió tras un suspiro el hombrecillo, y continuó hablando—. La mente crea pensamientos, los pensamientos crean emociones y las emociones crean acciones.
—¿Que las emociones crean acciones?
—¡Exacto! Eso he dicho. En función de cómo te sientas, harás una cosa u otra, irás en una dirección o en otra, o, tal vez, ni si quiera te muevas, esa también es una opción…
—Vaya… —respondió Libo, sorprendido.
—Por eso es tan importante saber en qué estamos pensando cuando nos sentimos abatidos. Lo que está claro es que, si estás pensando en que lo vas a lograr y que eres capaz de hacerlo, no te vas a sentir mal o cabizbajo. Seamos o no conscientes de ello, cómo te sientas te estará dando la respuesta de en qué estabas pensando; es el indicativo de si pensabas en algo positivo o en algo negativo, no hay más historia.
Libo se quedó sorprendido por los profundos conocimientos que parecía poseer aquel extraño hombrecillo.
—Muchas gracias, lo tendré en cuenta —respondió Libo agradecido por aquellos consejos.
El hombrecillo se alejó montado en el escarabajo sin decir nada; Libo sintió curiosidad y fue tras él. Comenzó a observarlo oculto tras unos matojos: el hombrecillo se bajó del escarabajo, que se puso a pastar, mientras él apartaba algunas matas e iba palpando y auscultando la tierra del suelo. Entonces, después de un rato en el que parecía estar buscando algo, se paró y comenzó a excavar a toda velocidad. Luego cogió una bolsa que tenía en su espalda, metió la mano y sacó algo así como un oscuro grano. En ese instante, Libo hizo un pequeño ruido con los matojos y el hombrecillo se dio cuenta de que alguien o algo andaba por allí.
—¿¡Quién anda ahí!? —preguntó con autoridad el hombrecillo.
Libo se asomó tímidamente.
—Soy yo, el de antes.
—Ahora estoy trabajando, déjame tranquilo.
—Tan solo quiero saber qué haces —respondió Libo lleno de curiosidad.
—¿¡Para qué!?
—Quiero aprender —respondió Libo con sinceridad.
El curioso hombrecillo lo miró serio a los ojos y tras unos segundos le dijo:
—Estoy sembrando.
—¿Sembrando para qué?
—Para crear vida.
—¿Con eso?
—Esto se llama semilla, y si consigue su cometido, dará muchas, muchísimas cosas buenas al mundo.
—¿Una semilla de qué?
—¿Ves ese árbol? —El hombrecillo señaló un gigantesco árbol que tenían a su lado.
—Sí, ¿por qué?
—Aquí, dentro de esta semilla, hay un árbol como ese. Todo empieza con una pequeña semilla como esta.
—¿Me estás diciendo que de eso tan pequeño sale un árbol tan gigantesco como ese? ¡No me lo puedo creer!
—Así es. Y ahora, déjame trabajar tranquilo.
—Pero… ¿qué cosas buenas trae al mundo? Cuéntame, por favor.
El hombrecillo, que había comenzado de nuevo con la tarea, resopló:
—Está bien. Te lo cuento y luego te vas, ¿ok? —respondió este.
-Sí, sí, ok —respondió enérgico y lleno de curiosidad el pequeño Libo.
—Aunque seguramente no te vas a enterar ni de la mitad, pero bueno. Los árboles combaten el cambio climático: atrapan el dióxido de carbono que contamina la atmósfera y lo transforman en oxígeno puro; limpian el aire absorbiendo olores y gases contaminantes; proporcionan el mejor oxígeno para que podamos respirar; regulan el clima, dándole equilibrio; proporcionan alimento con sus frutos; mirarlos relaja la vista y reduce el cansancio; poseen una energía curativa, por eso algunos animales y bichos abrazan los árboles; transmutan la energía negativa a energía positiva; muchos animales e insectos juegan en sus ramas; dan cobijo provisional a muchos seres y criaturas que se refugian bajo sus ramas cuando hay lluvia, amortiguando el impacto de las gotas, y lo mismo cuando el sol es demasiado fuerte; te protegen de los rayos ultravioleta y te aíslan del viento; muchos bichos y animales crean sus casas en árboles, y, además de todo esto, decoran y embellecen el paisaje.
—¡Vaya! ¡Y tan solo con sembrarlo! Nunca habría imaginado que fuera tan sencillo que creciera un árbol hasta esa altura y que aportara tantas cosas buenas al mundo. ¡Es genial!
—¿Sencillo dices? ¿Ves ese árbol de ahí? —señaló de nuevo al árbol gigantesco que tenían a su lado.
—Sí, lo veo. ¿Por qué?
—Lo planté yo hace muchos muchos años, y te garantizo que no fue en absoluto sencillo que creciera hasta esa altura.
Libo se quedó algo cohibido; el hombrecillo se dio cuenta de que Libo no lo había dicho con mala intención, sino con total y absoluto desconocimiento, y decidió contarle la historia del árbol.
—Hace muchos muchos años se sembraron más de cien semillas por este pie de montaña. Algunas de esas semillas fueron encontradas por animales y devoradas; otras cayeron en terreno no fértil; otras no soportaron las adversidades climáticas, y, finalmente, de esas más de cien semillas, dos, tan solo dos, comenzaron a germinar. Una de ellas vigorosamente, muy rápido, con brío; la otra, sin embargo, todo lo contrario, tímida y lentamente.
»Después de varios meses, el primer árbol ya superaba el metro de altura, mientras que el otro tan solo llegaba a unos veinte centímetros. Entonces llegaron tiempos de carencias; no llovía y, por lo tanto, no había agua, y ambos árboles resistían lo mejor que podían a esa sequía. Sin embargo, el árbol que más había crecido tenía más reservas de agua, gracias a lo cual pudo soportar algo mejor esos tiempos adversos de sequía. El pequeño, por el contrario, sufría, peligrando su vida. El árbol más grande crecía y crecía, y todos los animales e insectos estaban maravillados con él. Era algo así como el orgullo del lugar: decían todo tipo de halagos acerca de él, cosas tales como «Qué árbol tan grande y bonito», «Qué hojas tan grandes y verdes tiene», «Cómo crece», «Qué bien nos protege de las inclemencias del tiempo y de los peligros del bosque», etc., mientras el otro arbolito era ignorado por completo. El árbol grande se estaba convirtiendo en el preferido de todos los animales y bichos del bosque. De hecho, se peleaban por estar en sus hermosas y grandes ramas o por cobijarse dentro de su gran y espaciado tronco. Este se había empezado a olvidar de las raíces de su interior; tan solo quería crecer y crecer desde fuera, quería ser el árbol más bonito y codiciado de todos. Le encantaba escuchar todo lo que decían de él y cómo se peleaban por estar sobre sus ramas y dentro de su tronco; tan solo quería impresionar y gustar a todos. El otro arbolito, sin embargo, estaba empeñado en echar raíces; mientras más raíces, más agua y humedad podría absorber de la tierra y más asentado estaría en esta, así que se preocupó de mejorar desde el interior. El pequeño arbolito crecía desde dentro y no tanto desde fuera.
»El tiempo pasó y ambos árboles seguían creciendo: el primer árbol superaba los treinta metros y estaba lleno de los animales e insectos más bellos del bosque, estos estaban orgullosos de estar sobre uno de los árboles más grandes y posiblemente el más bonito del bosque.
»Entonces llegó la época de dar frutos. Todos estaban ansiosos por probar los frutos del gran árbol, y los animales e insectos se peleaban entre ellos para degustar sus frutos. Pero entonces, y para sorpresa de todos, los frutos del gran árbol no eran de los más deliciosos que habían probado; de hecho, eran algo sosos e insípidos. Por el contrario, los frutos del árbol más pequeño eran dulces y sabrosos. Este hecho extrañó mucho a los habitantes del bosque y originó que algunos de los insectos y animales comenzarán a cambiarse del árbol grande al árbol más pequeño.
»Pasaron varios años y el árbol más grande ya superaba los cuarenta metros y muchos animales e insectos se sentían a salvo en él.
»Un día llegaron unos hombres. Eran leñadores, el terror de los árboles y de muchos animales e insectos. Los leñadores comenzaron a talar árboles, por lo que los habitantes del bosque estaban inquietos, agitados y preocupados; podía oírse cómo iba cayendo árbol tras árbol. Finalmente, los leñadores llegaron hasta donde estaban los dos árboles y pensaron en empezar por el pequeño, ya que sería más fácil que cayera. Le dieron un primer hachazo, lo que hizo mucho daño al árbol, que seguía en pie, resistiendo. Pero entonces la noche hizo acto de presencia y, justo cuando el leñador tenía preparada su hacha para un nuevo impacto, comenzó a oírse aullidos de lobos. Esto hizo que los leñadores se sintieran intranquilos e inseguros allí, así que decidieron que sería mejor seguir al día siguiente.
»Pero entonces, junto con la llegada del siguiente día, surgió un fuerte viento, que poco a poco fue incrementando su intensidad hasta convertirse en un huracán. Muchos insectos y animales sin cobijo salieron volando, desapareciendo en el aire; luego, algunos árboles empezaron a caer, uno tras otro. Todos confiaban en el gran árbol, el preferido del bosque. Mientras el árbol más pequeño resistía las fuertes embestidas del huracán, que lo agitaba de un lado a otro, a punto de ser arrancado de la tierra y salir volando como los otros cientos de árboles que ya habían caído, el gran árbol también resistía con entereza; pero, entonces, el huracán queriendo ver de qué pasta estaba hecho se le acercó más, este resistía, pero le costaba cada vez más soportar las fuertes acometidas, al cabo de una hora sus raíces comenzaron a soltarse una tras otra, rindiéndose ante la violencia del huracán. El gran árbol, para sorpresa y desgracia de todos, cayó, se desplomó haciendo un gran estruendo junto con todos los animales e insectos que vivían y se cobijaban en él. Unos instantes después, el huracán se acercó al árbol más pequeño tratando de hacer lo mismo, este lo zarandeó durante horas, ningún árbol había aguantado tanto castigo, pero las raíces de este eran demasiado fuertes y profundas, el pequeño árbol había estado trabajando su interior, fortaleciéndolo y eso hizo que no sucumbiera ante tan poderoso adversario, finalmente el huracán aburrido de no poder tumbar a aquel pequeño árbol se dio por vencido y se marchó.,.
»Pocos días después, los leñadores regresaron, y el pequeño árbol temblaba de miedo. Los leñadores se acercaron con sus hachas. Uno de ellos levantó su hacha para seguir talándolo, pero, entonces, otro de los leñadores lo detuvo alegando que ya había muchos árboles en el suelo, ¿para qué gastar más energía de la cuenta?
»El pequeño árbol se salvó, se curó la herida y dejó de ser pequeño. Siguió creciendo tanto por dentro como por fuera y se ganó el respeto de todo el bosque.
»Ese es el árbol que contemplas aquí mismo, a nuestro lado. Bueno, y ya está, lo del pirómano, las inundaciones y los enamorados que escribían sus nombres y frases de amor sobre su tronco con un cuchillo te lo contaré otro día, que ya es muy tarde —dijo el hombrecillo.
—¡Vaya! ¡Qué historia tan buena! Siento mucho respeto y admiración por este árbol. Por cierto, ¿el pirómano, las inundaciones y los…?
—Sí, el pirómano…
—Pero ¿qué es eso?
—Es uno de los mayores enemigos del bosque, si no el que más…
Libo, sorprendido, tenía que saber más acerca de esto.
—Por favor, cuéntame más, por favor…
El hombrecillo suspiró y esbozó una mueca mostrando su cansancio por tanta pregunta e insistencia, pero finalmente accedió a contarle esa información.
—Esto va a ser lo último que te cuente, ¿de acuerdo? No más preguntas.
—De acuerdo, no más preguntas, lo prometo —respondió Libo.
—Está bien. El pirómano es un humano que disfruta quemando cosas. Siente placer al quemar y utiliza al poderoso fuego para destruirlo todo; podría llegar incluso a acabar con todo el bosque y sus habitantes. Si ves a un humano jugando con fuego por estos lares, lo mejor que puedes hacer es avisar a todos los que puedas y huir.
—Pero ¿y no hay forma de detenerlo?
—Shhh, calla… ¿Qué ha sido eso? —dijo el hombrecillo interrumpiendo a Libo.
—Yo no he oído nada —respondió Libo.