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Un encuentro sorpresivo

Corría el verano de 1817 en la Hacienda de Las Mercedes, en las cercanías de Talca. El sol declinaba tras los cerros cuando el sonido acompasado y metálico de los cascos de un caballo rompió la quietud de la tarde. El jinete, inclinado sobre el pescuezo del animal, se dejaba conducir mientras su cabeza bamboleaba al ritmo de cada tranco. De pronto, una perdiz que levantó el vuelo con un piar chillón, asustó a la bestia, que alzó sus patas delanteras en un movimiento nervioso.


Su inerte carga rodó por su flanco hasta caer al suelo.

El hombre quedó tendido sobre la tierra.

El caballo siguió adelante en un galope furioso.

Una niña alta y delgada que caminaba por el sendero, canturreando en voz baja, vio venir al animal. Su reacción fue instantánea y se hizo a un lado con un ágil salto que dejó al descubierto el amplio ruedo de su enagua. Al ver al caballo con la silla vacía, Juanita Lezaeta supo al instante que tendría que buscar a un jinete caído.

Y no le costó mucho encontrarlo. Solo unos pasos más allá, de bruces bajo un frondoso álamo, estaba el cuerpo exánime de un hombre vestido con el uniforme patriota. Juanita, sin sentir miedo, se acercó al soldado y haciendo un gran esfuerzo logró voltearlo. Entonces un grito ahogado salió de su boca: era José Antonio Villanueva, el amigo de Roberto, su hermano mayor. El mismo que había pasado largas temporadas con ellos en el campo y del que Juanita siempre estuvo secretamente enamorada. Por supuesto que él nunca lo supo –le llevaba ocho años–, pero Juanita jamás olvidaría que fue José Antonio el que le enseñó a seguir el compás del caballo durante el trote y el que la felicitó la primera vez que ella logró saltar una valla en forma impecable.



Y ahora José Antonio estaba allí, tendido en el suelo como un muerto, y, además, vistiendo el uniforme patriota. Había escuchado por boca de su padre que muchos jóvenes de la sociedad se habían enrolado en las filas del general O’Higgins, ese hombre que no pertenecía a su clase social, pero que se había logrado imponer con valentía e inteligencia a sus opositores. También sabía que, luego de una desastrosa batalla en Rancagua, O’Higgins se había ido a Mendoza, según decían para reorganizar el ejército patriota. ¿Pero qué estaba haciendo José Antonio en tierras ocupadas por esos soldados realistas que a menudo visitaban a su padre y le exigían alimento para sus tropas? Juanita no los soportaba, porque cada vez que su papá se encerraba en el escritorio con un capitán español de grandes bigotes, luego pasaba semanas de mal humor. Y de solo imaginar lo que sucedería si ese antipático capitán encontraba a su amigo, un escalofrío recorrió su espalda.


Un quejido del joven la sobresaltó.

–¡José Antonio, José Antonio! ¡Abre los ojos!

El aludido, como obedeciendo la orden, levantó los párpados y fijó sus pupilas celestes en el rostro ansioso de Juanita.

La miró unos instantes y trató de incorporarse; pero su cuerpo perdió fuerzas y volvió a recostarse, apoyando su espalda contra el tronco del árbol.

–Juanita… Juanita… –murmuró el joven, con voz débil, llevándose una mano al hombro.

En ese momento Juanita se dio cuenta de que la gruesa chaqueta de paño estaba impregnada de sangre.

–¡Escóndeme, Juanita, escóndeme! –pidió el oficial patriota, intentando una vez más levantarse.

La alegría inicial de Juanita de haber sido reconocida por José Antonio, se transformó en preocupación. ¿Qué podía hacer para ayudarlo? A su padre no le haría ninguna gracia esconder a un enemigo de los realistas: bastante tenía ya con sus odiosas visitas. Aunque don Víctor Lezaeta abrigaba simpatía por el movimiento patriota, se guardaba muy bien de manifestarla cuando estaba en juego la seguridad de su hacienda y de su familia. A Juanita le habría gustado que su papá fuera más valiente.

–¡Virgencita de las Mercedes, ayúdame! –murmuró la niña, mirando hacia todos lados, como si los árboles o las piedras pudieran ayudarla.

–¡Escóndeme, Juanita, rápido! –volvió a pedir el herido. Y esta vez, haciendo acopio de todas sus fuerzas, logró incorporarse hasta quedar de pie, afirmado en el árbol.

Entonces Juanita recordó la gruta de la Virgen. Esta se encontraba al final del sendero que cruzaba el huerto de los manzanos. Infinidad de veces había pedido permiso a la Virgen para sentarse tras su alta figura de yeso y quedar oculta para todos durante largas horas. En ese lugar, amparada por los rígidos pliegues del manto, había leído las primeras novelas de amor. ¿Qué mejor lugar para que el joven se escondiera?



–José Antonio: ¿crees que podrás caminar? ¡Yo sé dónde ocultarte! Pero tendremos que recorrer un buen trecho.

El joven, por toda respuesta, dio un par de pasos.

–Vamos… –le dijo, con voz débil.

Juanita rodeó la cintura del soldado con su brazo, él apoyó su cuerpo contra el delgado hombro y así, lentamente, abandonaron la alameda y se internaron por el potrero en dirección a la inmensa mancha verde del manzanar.

La Independencia de Chile (1810-1823)

Durante tres siglos, los pueblos hispanoamericanos fueron colonias de España y tuvieron una gran lealtad al monarca español. Pero llegó el momento en que estos pueblos llegaron a un punto de maduración en el que se sintieron capaces de gobernarse por sí mismos. Y la emancipación llegó a través de la aristocracia criolla de cada país que, en su afán de participar en los gobiernos, desencadenó la Independencia.


Un mal gobierno

Los criollos se quejaban, y con razón, de que el gobierno y la administración de las colonias americanas eran deficientes. Cualquier medida de interés público que hubiera que tomar, debía esperar la orden de España para llevarse a cabo. Y esta orden podía demorar meses en llegar, y a veces años. También era lento el sistema de justicia, y los casos muy importantes debían ser resueltos ante el Consejo de Indias, lo que hacía interminables los procesos.

Por último, la conducta de virreyes y gobernadores españoles dejaba mucho que desear. Muchos de ellos solo venían a enriquecerse a las colonias y cometían toda clase de abusos.

Los criollos reclamaban también del abandono en que los españoles tenían a las escuelas y colegios, y exigían una mayor preocupación del Estado por la instrucción. En el Chile colonial, casi todas las innovaciones introducidas en la enseñanza se debieron al esfuerzo de los criollos.


Chile en el siglo XIX

Corría el año 1808 y Santiago era toda una ciudad. Los campos estaban cubiertos de extensas plantaciones de trigo y el ganado se había multiplicado. Las huertas y chacras tenían no solo álamos y sauces, sino también variados árboles frutales: duraznos, perales, manzanos y viñedos, todos ellos traídos por los primeros conquistadores. En las calles y plazas de Santiago se veía una gran actividad. Pero en medio de todo ese ajetreo comenzó a nacer un cierto nerviosismo, pues llegaron noticias alarmantes desde Europa: las tropas de Napo­león habían invadido España y el rey Fernando VII estaba en Francia en calidad de prisionero.


El rey en cautiverio

Inmediatamente, los españoles organizaron la resistencia y, en ausencia de su rey legítimo, formaron la Junta Central que gobernaría en nombre del rey en cautiverio. Y tanto españoles como criollos se unieron en contra de José Bonaparte —que entonces gobernaba en Francia— y proclamaron su lealtad a Fernando VII. Aunque tenían reparos sobre cómo los españoles gobernaban las colonias, reconocían a España como el país que durante tres siglos había dado las bases morales y religiosas que tenían arraigo entre ellos.

Pero a pesar de la unidad en torno al rey en cautiverio, dentro del gobierno de Chile no todo era armonía. Sucedió que luego del fallecimiento del gobernador español Luis Muñoz de Guzmán, quedó clara la rivalidad entre Audiencia, Cabildo y aristocracia criolla. Los criollos pedían más participación en los asuntos de gobierno, y el conflicto aumentó cuando fue nombrado gobernador Francisco García Carrasco, que era muy autoritario.


Un gobernador asustado

Pasaron dos años y el rey Fernando VII seguía prisionero. Los criollos pidieron que Chile —al igual que España— fuera gobernado por una junta de gobierno local que actuara en nombre del rey en cautiverio. El gobernador García Carrasco, asustado por el cariz que estaba tomando la situación y no sabiendo cómo controlar los ánimos exaltados, pensó que con una demostración de fuerza su autoridad quedaría consolidada. Entonces mandó a tomar prisioneros y luego desterrar al Perú a tres líderes criollos: José Antonio Rojas, un hombre ya anciano; Juan Antonio Ovalle, idealista e impetuoso, y al audaz e inquieto Bernardo Vera y Pintado. Pero estos tres hombres, antes de ser embarcados hacia Perú, alcanzaron a avisar a Santiago de su cautiverio.

La noticia cayó en la capital como un rayo, y lo que García Pintado creyó que sería una medida a su favor, se volvió en su contra, ya que al saber esto la situación se puso tan tensa que se unieron españoles, criollos, Audiencia y Cabildo para exigir el retiro del gobernador.

García Carrasco se vio forzado a renunciar y se designó como sucesor momentáneo, en espera de un nombramiento definitivo que vendría desde España, a don Mateo de Toro y Zambrano, Conde de la Conquista, quien había nacido en Chile.

Pero esto no calmó el ánimo de los criollos. Ellos exigían ser gobernados por una Junta y pidieron la convocación de un Cabildo Abierto, que era la convocación a los vecinos más importantes de la ciudad para juntarse a decidir un asunto público de mucha trascendencia.


La Patria Vieja (1810 -1814)

Se llamó Patria Vieja al período que comienza con la Primera Junta de Gobierno y que termina con el desastre de Rancagua.

Los vecinos de Santiago reunidos en Cabildo Abierto eran, por supuesto, en su gran mayoría criollos. Mateo de Toro y Zambrano entregó solemnemente su bastón de mando, mientras el Cabildo pedía a coro la formación de una Junta de Gobierno que actuara mientras duraran los conflictos.

Así, el 18 de septiembre de 1810 quedó formada la Primera Junta de Gobierno en Chile. Esta quedó compuesta por:

Mateo de Toro y Zambra­no, Presidente.

El obispo José Antonio Martínez de Aldunate, vicepresidente.

Juan Martínez de Rozas, Enrique Rosales, Ignacio de la Carrera, Fernando Márquez de la Plata y Francisco Javier de Reina, vocales.

Gregorio Argomedo y Gaspar Marín, secretarios.


Tarea de la Junta

Uno de los primeros actos de la Junta fue autorizar el libre comercio con las naciones amigas y neutrales. Esta decisión encontró gran resistencia entre los comerciantes locales, que temían la invasión de mercaderías extranjeras, pues pensaban que la medida haría peligrar la naciente industria chilena. Pero la Junta, al mismo tiempo de abrir el gobierno a otros países, aumentó los impuestos aduaneros a las mercaderías que llegaban. Así, podría proteger a la industria y también contar con dinero para organizar la defensa del territorio con lo recaudado con los impuestos.

Pero la acción más importante de la Junta de Gobierno, fue la convocación a un Congreso Nacional; y en el mismo momento en que se inauguró el Congreso —el 4 de julio de 1811— cesaron las funciones de la Primera Junta de Gobierno.


Juramento de la Primera Junta

Luego de ser elegidos, los miembros de la Primera Junta de Gobierno debieron jurar con el siguiente interrogatorio: ¿Jura usted defender la Patria hasta derramar la última gota de sangre para conservarla ilesa hasta depositarla en manos del rey Fernando VII, nuestro soberano, o de su legítimo sucesor, conservar y guardar nuestra religión y leyes; hacer justicia; reconocer al Supremo Gobierno de Regencia como representante de la Majestad Real?

Luego del solemne “juramos”, se dio por concluida la reunión.

Las campanas de las iglesias dieron repique general, las casas se embanderaron y en la noche hubo luminarias en toda la ciudad.


Juanita, joven patriota

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