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Presentación Una inactualidad bienvenida
ОглавлениеExtraña idea, pensarán algunos, la de volver en estos días sobre las «prácticas». Hubo un tiempo en que interesarse por la praxis era una manera de hacer referencia a una ideología de inspiración «materialista», si no declaradamente marxista; pero el materialismo marxista no está de moda en nuestros días. El concepto de praxis, avanzado por A. J. Greimas en los años 1980, y acompañado en general por el adjetivo «enunciativa», tenía ya entonces entre los semióticos un curioso «olor a guardado» y podía pasar como una remanencia nostálgica de la juventud del maestro lituano.
En el campo de las ciencias del lenguaje, la praxis fue en efecto una de las consignas propuestas para superar el estructuralismo, considerado como demasiado marcado por el idealismo: las estructuras no descienden a la calle, se decía en 1968; la praxis, al contrario, se encuentra allí en su elemento natural. Se puede suponer sin riesgo que la «superación» del estructuralismo como ideología idealista, iniciada hace cuatro décadas, debería estar cumplida en nuestros días y que, por lo mismo, la praxis ha perdido por completo su aura contestataria.
Mejor aún, durante esos años de crítica y de refutación del estructuralismo, interesarse por las «prácticas del lenguaje» era una manera de escapar a las exigencias mismas de las ciencias del lenguaje en sentido estricto, es decir, a ese dominio del conocimiento que se dan como objeto los lenguajes, considerados como semióticas-objetos autonomizables. Porque en el estudio de las «prácticas del lenguaje», el objeto puesto en la mira es todo menos el lenguaje: entre otras cosas, la psicología de los interlocutores, la sociopsicología de las interacciones, y hasta la antropología de los intercambios comunicacionales.
Lo menos que se podría decir, en suma, es que hay maneras más eficaces de participar en la actualidad científica que la de inclinarse hoy por las prácticas. ¡Curiosa idea, entonces, para un semiótico, la de querer comprender la praxis! En un sentido, sin embargo, la inactualidad evidente de un problema ofrece algunas ventajas no del todo desdeñables.
La primera consiste en que podemos ahorrar a nuestras reflexiones la presión de los efectos de moda: bien es cierto que en este ensayo sobre las prácticas semióticas, se encontrará poco interés por el equipo neuronal de los «practicantes» y menos aun por los estados de activación químico-eléctrica de sus lóbulos cerebrales. Es sin embargo indubitable que los practicantes tienen, como los demás, neuronas activas e inactivas cuando practican, y también que la manera como conducen sus prácticas incide sobre las zonas activadas y sobre las zonas desactivadas. Pero nosotros nos interesaremos por cuestiones menos actuales y, sin embargo, esenciales: por ejemplo, por las diferencias inducidas en la identidad y en el ethos de un sujeto por las diferentes clases de prácticas; por las propiedades semióticas de un actor comprometido en un protocolo, en una ceremonia ritual o en una conducta innovadora, y por la significación que él mismo otorga a su acción; todos esos aspectos constituyen evidentes restricciones para cada uno de esos tipos de prácticas. Eso no impide, por lo demás, preguntarse si, una vez que se ha comprendido la significación cultural de esos diferentes tipos de prácticas, activan selectivamente tal o cual zona cerebral…
La segunda ventaja de la inactualidad es la de ofrecer la posibilidad de releer y de explotar libremente trabajos considerados de otra época, es decir, con propuestas teóricas que la posteridad no ha conservado. En suma, que nos permite actualizarlas.
En tal sentido, releeremos la obra de Pierre Bourdieu, y con una atención muy particular no solamente en lo que se refiere a conceptos como los de habitus, hexis e interés, sino también por lo que refiere a los argumentos de su crítica «praxeológica» de la epistemología estructuralista. Es preciso recordar a este respecto que los conceptos de habitus y de hexis bourdieusianos han fecundado útilmente en los años 1970, la sociolingüística francesa, y en un sentido que hubiera podido interesar a los semióticos si, en esa época, hubiesen estado menos ocupados con la formalización de sus objetos: en efecto, las inflexiones impuestas a la lengua por las pertenencias socioculturales eran consideradas entonces como determinadas por los esquemas corporales y por las variaciones sensorio-motrices inducidas por esas mismas pertenencias; dicho de otro modo, la significación de esas inflexiones lingüísticas, y hasta la del uso mismo de las vernaculares, podía ya ser reconstruida a partir de las posturas socioculturales asumidas por los cuerpos enunciantes. El cuerpo, en suma, en cuanto mediador entre el habitus y la praxis enunciativa.
De la misma manera, encontraremos no poco interés en una concepción teórica poco explotada de Benveniste, la de la «integración»: la lingüística integracionista que hubiera podido nacer de esa concepción murió antes de nacer arrastrada por el «maremoto» generativista en el momento en que la teoría generativista y transformacional trataba de resolver el mismo problema: la distinción entre los niveles del análisis y el de su articulación dinámica. Como veremos, el concepto de integración abre perspectivas muy interesantes para quien se esfuerza en construir un recorrido equivalente al recorrido «generativo», pero sin tener que postular insolubles «conversiones» entre niveles. Porque la integración, para Benveniste, es un principio de regulación del análisis, y no un proceso sui generis atribuido al objeto mismo analizado.
Para persuadir al lector de la utilidad de volver al estudio de las prácticas, habrá que encontrar una motivación distinta de la del atractivo de las modas intelectuales, y apostar por la originalidad del punto de vista adoptado. En efecto, el semiótico no se interesa por las prácticas en general, sino por las prácticas en cuanto que producen sentido, y por la manera como producen su propio sentido. Y eso puede entenderse, al menos, de dos maneras: (i) por un lado, las prácticas pueden llamarse «semióticas» en la medida en que están constituidas por un plano de la expresión y por un plano del contenido, y (ii) por otro lado, porque producen sentido en la exacta medida en que el curso mismo de la práctica va produciendo una articulación de las acciones que construyen, en su movimiento mismo, la significación de una situación y la de su transformación. El curso de la acción transforma, en suma, el sentido puesto en la mira por una práctica en significación de esa misma práctica.
Formularemos incluso la hipótesis de que las prácticas se caracterizan y se distinguen principalmente por esa relación tan particular que establecen con el sentido de la acción en curso y por esos valores que suscitan y que ponen en marcha en la forma de su desarrollo, en el «grano» más fino de su despliegue espacial, temporal y aspectual. Si tuviéramos que elegir una de las propuestas más significativas de este ensayo, sería esta: el valor de las prácticas no se lee únicamente en el contenido de los objetivos que se proponen, sino en la diferencia del hacer narrativo considerado como transformación elemental, y se lee también en la articulación sintagmática del proceso.
Y esta es la razón por la cual el encuentro con la dimensión ética es inevitable; pero se trata de una ética muy particular, de aquella que se expresa en la manera de hacer, de aquella que se reconoce en el «estilo» de la acción, un estilo que expresaría, en lugar de una estética, una ética de las maneras de hacer y de las costumbres. El encuentro con la ética es inevitable porque el valor propio de las prácticas, aquello que las distingue del hacer narrativo profundo es de naturaleza procesal, y porque las formas sintagmáticas específicas de la práctica están determinadas por diferentes tipos de compromiso corporal incluidos en la acción.
Además, si las prácticas pueden ser calificadas como «semióticas», tienen que poder ser asimiladas a un «lenguaje», y un lenguaje no se resume en el hecho de que deba estar dotado de un plano de la expresión y de un plano del contenido; es cierto que la búsqueda de esos dos planos y la de su correlación es un mínimum necesario, y una de las primeras cuestiones abordadas por este ensayo será justamente la del «plano de la expresión» propio de las prácticas, y la de sus relaciones con los otros planos de la expresión. Para que haya lenguaje, y sin que sea necesario identificar cualquier cosa como una «lengua», es necesario que haya también códigos y normas, y las prácticas no carecen ni de unos ni de otras: en el caso de las prácticas «profesionales», por ejemplo, son las deontologías las que definen el marco ético en cuyo interior puede desplegarse el saber-hacer y sus aprendizajes. Las prácticas científicas están también reguladas por códigos de cientificidad, por procedimientos establecidos y por una deontología; es el caso, especialmente, de las prácticas meta-semióticas, dentro de la semiótica considerada como un dominio científico, cuyos niveles descriptivo, metodológico y epistemológico están sometidos a principios, a normas y a procedimientos.
Lo que caracteriza a los lenguajes, por consiguiente, más allá de la correlación entre una expresión y un contenido, son las articulaciones sintagmáticas que aceptan o que rechazan. Comportan, por ese mismo hecho, sistemas axiológicos vinculados a las opciones sintagmáticas, y cada una de las articulaciones que proponen y efectúan es portadora de valores. Este principio, aplicado a los lenguajes artísticos, fue formulado hace años por Jakobson1 como la proyección del principio de equivalencia propio del eje paradigmático sobre el eje sintagmático; dicho de otro modo, como una posibilidad de elección (en referencia a las axiologías) abierta en las articulaciones sintagmáticas del enunciado artístico. En este caso, la proyección jakobsoniana produce efectos estéticos. Pero en el caso de las prácticas, particularmente sensibles a la axiologización de las articulaciones sintagmáticas, los efectos pueden ser tanto éticos como estéticos. Y, en la medida en que están regulados específicamente por normas y por deontologías, esos efectos son, ante todo, éticos antes de ser estéticos.
Podemos constatar entonces que, a ese respecto, las prácticas son lenguajes específicos cuyas opciones sintagmáticas reposan en un sistema de valores propios, digamos para hacerla breve, en un sistema de valores práxicos. En efecto, dichas opciones sintagmáticas propias de las prácticas oscilan entre la programación y el ajuste, entre la regulación a priori y la regulación en tiempo real, o sea, a posteriori. La programación de las prácticas, y especialmente su programación discursiva, previa o paralela al curso de la acción, sea oral, escrita o icónica, es una de sus dimensiones mejor instituidas, especialmente en el caso de las prácticas del trabajo y de transformación de los objetos materiales: modos de empleo, procedimientos, consignas de seguridad y cuadernos de cargo, son algunas de las manifestaciones posibles. La programación práctica tiene que acomodarse también a los cambios de la suerte y a las interacciones en tiempo real.
Tratar las prácticas como lenguajes quiere decir que debemos reconocer las instancias y procesos de regulación, procesos globalmente designados como la acomodación sintagmática. Porque si existe una propiedad específica de la praxis, es esta: los ajustes permanentes en la interacción, en la adaptación al entorno, a las circunstancias y a las interferencias con otras prácticas, y, sencillamente, la regulación reflexiva de un curso de acción que no encontraría su sentido sino trazando su propio camino. No podríamos decir que se trata de la dimensión subjetiva de las prácticas; Bourdieu lo afirmó en su momento. Pero si tal es el caso, entonces no se trata de una subjetividad que se construiría por relación con una objetividad, pues la regulación de la praxis forma parte de las condiciones objetivas de la actualización de las prácticas: ninguna conducta, y ningún rito, por ejemplo, se realizan sin alguna regulación en tiempo real, en el tiempo mismo del curso de la acción: ningún procedimiento, aunque esté perfectamente programado, escapa a ciertas acomodaciones que pueden proceder de rutinas adquiridas o ser el resultado de algunas innovaciones.
Por consiguiente, una de las dimensiones esenciales del análisis de las prácticas semióticas tendrá que ver con esa tensión permanente que se crea entre la acomodación programada y la acomodación inventada, entre la pre-esquematización y la apertura a la alteridad; en breve, entre la programación y el ajuste. Y los valores práxicos, particularmente aquellos que, como decíamos antes, conducen inevitablemente al encuentro con la ética, adquieren forma en las soluciones que se encuentran para resolver esa tensión que se produce en los equilibrios entre los esquemas prácticos y la regulación significante que los organiza «en acto».
El primer capítulo de este libro está consagrado al conjunto de los «planos de inmanencia» de la semiótica general, dicho de otro modo, a los niveles pertinentes del plano de la expresión. Ese conjunto constituye globalmente un «recorrido generativo», regulado por las relaciones y operaciones de «integración» entre los planos de inmanencia. La relativa libertad que ofrece el principio de integración abre la posibilidad de recorridos ascendentes y descendentes, con o sin síncopas, de suerte que el recorrido generativo de la expresión se convierte en el lugar de una vasta retórica de las expresiones semióticas, y cada uno de sus planos se hace susceptible de tomar a su cargo todos los demás planos. Las “prácticas” constituyen uno de esos planos de inmanencia y, bajo ese título, pueden interactuar con todos los otros, es decir, pueden integrar cada uno de los demás planos de inmanencia o ser integradas por cualquiera de ellos: de ese modo, una práctica integra signos y textos, pero también estrategias y formas de vida. Inversamente, una práctica puede ser integrada en un texto, e incluso en un signo aislado.
El segundo capítulo se especializa en las prácticas que manipulan textos (enunciados textuales): la praxis enunciativa propiamente dicha, pero también todas las prácticas de interpretación de textos, prácticas de lectura, prácticas de crítica y prácticas de puesta en espectáculo de los textos. Desde el punto de vista de las prácticas cuyos enunciados textuales son los instrumentos, nos centraremos principalmente en las prácticas argumentativas y persuasivas, en la perspectiva de una retórica general revisitada por la semiótica.
El tercer capítulo aborda la cuestión central de este libro: la de la organización sintagmática de las prácticas y de los sistemas axiológicos que les están asociados. Es necesario, para lograr esos objetivos, interrogar para comenzar, la epistemología de las prácticas semióticas, e identificar muy particularmente las instancias que se supone aseguran sus «regulaciones» y controlar (o no) los procesos de acomodación. El estudio de las «condiciones de eficiencia» de las prácticas desemboca en una primera tipología, fundada a la vez en criterios de modalización del hacer y en los diferentes equilibrios de tensión que se producen entre programación y ajuste. El modelo propuesto es sometido a continuación a la prueba del análisis, especialmente las prácticas amorosas y las prácticas de mesa. En todos los casos, la organización «eficiente», positivamente evaluada, implica una instancia de control estratégico en el interior de la práctica misma, que administra las interacciones con las otras prácticas concomitantes o concurrentes: se da también el entrelazamiento de la comida y de la conversación en las prácticas de mesa. Este recorrido termina con la optimización de las prácticas en la perspectiva de una ergonomía semiótica de la acción.
El cuarto capítulo está dedicado por entero al estudio de un «corpus», ejercicio práctico que permitirá probar la operacionalidad de los modelos propuestos así como verificar al mismo tiempo la pertinencia específica del plano de inmanencia de las prácticas, confrontado con el de las imágenes, con el de los objetos y con las estrategias. El «corpus» es el de los «afichajes» [colocación de afiches] urbanos (en París), en un período definido (inicio de la primavera del 2003), y en su análisis apunta a tener sistemáticamente en cuenta lo que sucede con los afiches, con los soportes del «afichaje», con las prácticas de colocación y de interacción con los transeúntes, y, para terminar, con las estrategias de «afichaje». Este estudio conduce además a una validación más precisa del modelo de las instancias de la escena práctica y de los actantes posicionales que la componen.
El quinto capítulo aborda la ética en cierto modo por la vía que le es más familiar a un semiótico: la ética de su propia práctica. Después de haber situado la semiótica, en una perspectiva histórica, entre las «artes y las ciencias», debemos rendirnos ante la evidencia: en el campo del conocimiento, la semiótica pertenece a las prácticas culturales, y especialmente a esa categoría conocida como «hermenéutica», que anda en busca de los valores de «verdad». Según eso, un rápido recorrido por los textos más significativos de Greimas revela claramente el predominio de las cuestiones éticas en la elaboración del «proyecto científico» de la semiótica que él ha construido con su equipo de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS). Y en consecuencia, podemos mostrar por qué la semiótica es una «praxeología», que comporta a la vez un «corpus» de normas (una deontología) y un ethos (una ¿etología?).
El último capítulo, consagrado generalmente a la dimensión ética de las semióticas-objetos, explora para comenzar el universo conceptual de las teorías de la ética: las dos formas del telos, primero, la idealidad y la alteridad; luego, la intencionalidad, la inmanencia o la trascendencia propias de la dimensión ética y de sus instancias de control. Por lo que respecta a los constituyentes de la dimensión ética propiamente dicha, ellos son esencialmente modales y pasionales. Pondremos particularmente en evidencia la potencia operadora del lazo de inherencia: la fuerza (variable) del «lazo» entre el acto y el actor; el lazo de inherencia otorga consistencia a la dimensión ética de las prácticas; de ahí se derivan principalmente las configuraciones respectivas de la responsabilidad y de la autonomía éticas.
Para confirmar el estatuto de «dimensión» de las semióticas-objetos, la ética debe asociar un plano de la expresión a su plano del contenido. Ese plano de la expresión es el del «ethos» del actante ético, el cual, según las concepciones y los puntos de vista, puede ser caracterizado como «hexis», «investimiento», «interés», «inquietud», etcétera. Pero son sobre todo y siempre las variaciones y la deformabilidad del «vínculo ético» fundamental las que mejor cuenta rinden de las diferentes posturas éticas: el examen de los distintos tipos de lazos entre las principales instancias de la escena práctica —acto, operador, objetivo y horizonte estratégico— permite, para terminar, delimitar y cartografiar el espacio conceptual de una «etología» semiótica, es decir, del plano del contenido de las éticas prácticas.