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El secreter de Frida

Como objetos materiales, los libros de una biblioteca personal no sólo rinden información acerca de los gustos de lectura de sus propietarios. Huellas de uso, como una portada desprendida, una quemadura de cigarrillo, un número telefónico apuntado apresuradamente en la contratapa, despiertan datos sensibles sobre el paso del libro entre las manos. Otros signos abiertos son la etiqueta y el precio original de librería, la firma propietaria con la fecha, los dobleces de página, los subrayados, los comentarios en los márgenes y demás. Si los libros llevan dedicatorias, claro está que son de mayor interés las suscritas por el autor. Aparecen en la biblioteca personal también los libros de texto, los libros viejos de herencia familiar, otros propiedad de terceros que quizá fueron préstamos no devueltos o francos hurtos. En qué orden se agruparon en los estantes, cuál fue leído hasta quedar desencuadernado, qué otro nunca fue abierto, cuáles están repetidos en el conjunto…, esas bibliotecas aportan datos sensibles sobre el mundo y la subjetividad de sus propietarios.

La Casa Azul, hoy Museo Frida Kahlo, resguarda alrededor de 2,700 libros que pertenecieron a Frida y Diego Rivera, quienes, aunque mantuvieron libreros aparte, compartían lecturas. Entre tantos volúmenes, los escasos pero significativos que conciernen al surrealismo aportan información reveladora acerca de la relación de Frida Kahlo con ese movimiento, del que mucho quiso desligarse. En la que fuera su habitación, se alza al pie de la cama un secreter con un librerito cimero. Por norma curatorial, los libros resguardados tras su vitrina se han conservado como Frida los dejó. Puede suponerse que tenerlos a mano, a dos pasos del lecho, debió ser de su mayor interés, como lo revelan los folletos y volúmenes de medicina arrimados en el estante medio, junto a revistas y libros de política, sin que falten los de poesía. En el rincón inferior derecho del librero se halla una selecta colección de publicaciones surrealistas. Se sabe cuánto renegó Frida Kahlo de su cercanía con el surrealismo, pero ese rechazo no obstó para que mantuviera una consciente afinidad con el movimiento, orientada en particular a su iconografía. En la colección se encuentran catálogos de exposiciones y ejemplares de revistas, así como algunos libros y plaquettes que le fueron obsequiados por André Breton, Wolfgang Paalen, Alice Rahon y Benjamin Péret. Otros impresos pudieron ser reunidos por la pintora tanto en México como en Nueva York, entre ellos el catálogo The Endless Enigma de Salvador Dalí publicado por la Julien Levy Gallery de Nueva York, en 1939; el catálogo de la Exposición Internacional del Surrealismo en la Galería de Arte Mexicano, 1940; el catálogo de la exposición First Papers of Surrealism, curada por Breton y Marcel Duchamp en Nueva York, 1942; y la revista Dyn, editada por Paalen en México de 1942 a 1944. En contra de lo que hasta hace poco se suponía –debido a su machacada disconformidad con André Breton–, Frida se sintió más que atraída por un libro del poeta francés: la primera edición de Nadja, publicada en 1928, y dedicada por su autor a Frida y Diego. El estado del volumen muestra que fue consultado y releído.

En mueble aparte, en la biblioteca de Diego Rivera se halló el opúscu­lo ¿Qué es el surrealismo?,1 de André Breton. Como se sabe, en abril de 1938, a la llegada de Breton y su mujer Jacqueline Lamba a México, Rivera les ofreció hospedaje pues no contaron con apoyo económico de la embajada francesa. Frida y Diego acogieron a los Breton en sus casas modernistas de Palma y Altavista, en San Ángel, construidas unos años antes por el pintor y arquitecto Juan O’Gorman. El móvil del viaje de André Breton había sido dictar cinco conferencias en la Universidad Nacional Autónoma de México, pero su intención secreta y central era conocer a León Trotski, quien se alojaba en la Casa Azul de Coyoacán, propiedad de Frida. Breton sólo pudo ofrecer la primera de sus conferencias en el Colegio de San Ildefonso, el 13 de mayo, pues se interpusieron al plan original las vacaciones de mayo y la renuncia del rector universitario Luis Chico Goerne. Luego del reiterado sabotaje a la presencia de Breton en la Universidad por presiones de los activos estalinistas que lograron al fin reventar el ciclo,2 Diego Rivera y algunos intelectuales cercanos al grupo de Contemporáneos le consiguieron dos fechas extra en la sala de conferencias del Palacio de Bellas Artes, el 21 y el 25 de junio. Habituado a disertar en público, cuando el escritor francés redactaba sus conferencias, y sobre todo si se trataba de hablar sobre el surrealismo, tejía en su argumentación fragmentos de sus propios libros, ensayos y artículos. Aquel ¿Qué es el surrealismo? que Diego conservó en su estantería recoge la conferencia homónima de 1935 dictada en Bruselas, que a Breton le fue muy útil siempre para labores de divulgación. Al cabo de su estancia en México, que se prolongó hasta el 1.º de agosto, le obsequió ese ejemplar a Diego el día en que se despidieron. Regresaba a Francia satisfecho de su experiencia mexicana y de su trato con Trotski, cuyo fruto fue la redacción conjunta del Manifiesto por un arte revolucionario e independiente. Su dedicatoria del opúsculo a mano:

A mi enorme y querido Diego Rivera, con el gran gusto de

haberlo conocido y en la imposibilidad de dejarlo.

André Breton

Ciudad de México, el inquietante día de mi partida

El ejemplar presenta desde su primera página numerosas tachaduras a lápiz rojo y tinta verde. Alguien pudo pensar que serían supresiones de un lector exasperado, quizá de Frida. Pero no, sencillamente comprueban la poda habitual que hacía Breton al verter párrafos completos de ése en otros textos, tal cual hizo en dos de sus conferencias mexicanas.

Por supuesto que sus presentaciones en público eran la justificación oficial de su viaje, pero la trama oculta era lograr, de ser posible, la alianza con Trotski. Una década atrás, el cenáculo surrealista –con Breton y Louis Aragon a la cabeza– había pactado con el Partido Comunista Francés (PCF). Aragon se ligó definitivamente al comunismo, mientras que al poco tiempo Breton rompió con el partido y denunció los crímenes de Stalin. Al acercarse ahora a Trotski buscaba encauzar el surrealismo con la opción heterodoxa surgida de la Revolución soviética. Para lograrlo, en Francia contó con los oficios de dos amigos de filiación trotskista, Pierre Naville y Benjamin Péret. Este último –por entonces segundo de a bordo del grupo surrealista– se había adentrado en las esferas trotskistas de la guerra civil española como miliciano, mientras que el primero, militante en la izquierda antiestalinista francesa, había conocido a Trotski en Moscú, en 1927. En México, Diego Rivera aparecía como el mediador natural, por haber sido promotor del asilo político concedido por el Gobierno del presidente Lázaro Cárdenas al expatriado ruso. Antes de abordar el buque Orinoco, que habría de conducirlo junto con Jacqueline Lamba al puerto de Veracruz, Breton contaba ya con una primera conformidad de Trotski. El secretario de éste, Jean van Heijenoort había consultado con prevención, y al cabo con buen pronóstico, a Pierre Naville sobre la filiación política del líder del surrealismo. Naville le confirmó a Breton la inclinación favorable del “Viejo”, como celadamente se nombraba a Trotski.3 Una vez que el viaje se concertó, Benjamin Péret quiso sumarse a la aventura mexicana, sin éxito pues el Estado francés le negó el pasaporte. Desde la misión diplomática de México en París, el escritor Renato Leduc apuntaló el proyecto facilitando el contacto con un joven mexicano que participaba en los círculos trotskistas de Europa, Joaquín Sierra, hijo del secretario particular de Eduardo Suárez Aránzolo, secretario de Hacienda del Gobierno de Lázaro Cárdenas. El hilo se liaba, y el amparo de los Rivera allanó el camino. Diego no conocía personalmente a Breton, pero una vez que el círculo de Trotski aprobó el encuentro, le dirigió una misiva en la antevíspera de su embarque:

Mi querido André Breton:

Usted, que por medio de su actividad surrealista ha contribuido a la liberación de los hombres entregándoles la mitad de la riqueza del mundo, los dominios del sueño creador, no pase por alto a México, bella parte de esos territorios, aunque aún sometida por los cerdos imperialistas y los falsos intelectuales estalinistas, a pesar de la lucha del pueblo que tan maravillosamente grabó Posada.

Espero tenga en sus manos lo que le hemos enviado desde aquí. ¿Lo tiene ya? He visitado tres veces al Sr. Goiran,4 y siempre me ha pedido que lo salude de su parte.

Les envío un fuerte abrazo a Ud. y a Jacqueline, mi querido André.5

El traslado se coordinó entre la Universidad Nacional Autónoma de México y el Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, con el desig­nio de que Breton ofreciera sus cinco conferencias en esa casa de estudios. A principios de abril, Isidro Fabela –entonces representante de México ante la Sociedad de Naciones, y de la Universidad mexicana en Europa– le extendió la invitación académica, y gracias al apoyo tanto del secretario general del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, Alexis Saint-Leger Leger –cuyo nom de plume era Saint-John Perse–, como de Henri Laugier, director de investigación científica de Francia, a cargo del Service Central de la Recherche Scientifique (SCRS), Breton viajó con una misión de estudios en “representación extraoficial”.

Diego Rivera acudió al arribo del buque Orinoco al puerto de Veracruz el 18 de abril, ofreció al matrimonio Breton hacerse cargo de su hospedaje y les ratificó que Trotski estaba dispuesto a recibirlos. Entretanto, Frida hacía preparativos para la llegada de la pareja a la Ciudad de México. Jacqueline Lamba evocó tiempo después el primer encuentro con quien luego sería su íntima amiga, el 20 de abril, a la puerta de las casas de San Ángel, en cuyo patio deambulaba libremente un oso hormiguero: “En el umbral, la excepcional Frida Kahlo de Rivera, vestida como las mujeres de la región de Tehuantepec. Reanudando el hilo de lo imprevisto, nos dimos cuenta de que era una pintora surrealista. En torno a ella, estaban sus cuadros que se le parecían, trágicos y brillantes”.6 Durante su estancia, los Breton pararon los primeros días en casa de Guadalupe Marín, exesposa de Diego Rivera, en la calle de Tampico número 6, Colonia Condesa. Sin apresuramientos, los Trotski los esperaban en Coyoacán. Días antes, Van Heijenoort citó a Breton en el Sanborns de la calle Madero para afinar detalles del encuentro. Las amenazas de muerte contra el exlíder bolchevique exigían precauciones y la primera entrevista de Breton con él no se cumplió antes de una semana. En la esquina frontera de la Casa Azul, en la calle de Londres, se hallaba instalado un puesto de policía, y sobre el zaguán de la casa, una garita de vigilancia. Había además un piquete de guardias en la entrada. En su primera visita, a la que acudió con Jacqueline y el matrimonio Rivera, Breton quedó deslumbrado. Atravesó el jardín de la Casa Azul “colmado de ídolos y de cactos de cabellera blanca” para entrar al estudio de Trotski. “Me hallé en una pieza iluminada, entre libros […]. En el instante en que el camarada Trotski se incorporó del fondo de la pieza, cuando su presencia real sustituyó la imagen que yo tenía de él, no pude reprimir el apremio de manifestarle hasta qué punto me maravillaba encontrarlo tan joven”.7 Con esa apreciación un poco fuera de tono, se marcaba el encuentro de un rebelde con un revolucionario. La fecha puede fijarse el 26 de abril de 1938, pues Breton envió al día siguiente una tarjeta postal a Benjamin Péret: “Todo es maravilloso, la vida con Diego y Frida Rivera es de lo más apasionante. ¿Me creerás que ayer vi a tu amigo de aquí, y espero que este encuentro aporte una claridad futura?”. El referido no puede ser otro que León Trotski, y la “claridad futura”, la perspectiva de establecer un acuerdo. André y Jacqueline conocieron en esa oportunidad a Natalia Sedova, y el fotógrafo Fritz Bach les tomó varias fotos en grupo. Eran sus primeros días en México. Los Breton aún se alojaban en casa de Guadalupe Marín, en una habitación –aquí sigue la tarjeta postal– “llena de objetos musicales comprados aquí y allá, de pasmosa belleza, tanto los objetos modernos de origen popular como los otros”.8 Poco después se habrían de mudar a una de las casas de San Ángel, donde habitaban los Rivera, reconciliados luego de la separación que siguió a la infidelidad de Diego con Cristina Kahlo, hermana de Frida. Se comprueba que el sigilo debido entre Trotski y Breton era un tanto elemental y vulnerable al espionaje, pues los partidos comunistas de México y Francia estaban muy al tanto de la intencionada presencia de Breton. En posteriores juntas y paseos no se mantuvo una perfecta discreción. Apenas unos días después de la primera visita, y por indisposición de los Rivera, los Breton acudieron solos a la Casa Azul. Una misiva redactada por Diego en francés da cuenta de la rudimentaria prudencia con que envolvían sus entrevistas:

Queridos André y Jacqueline:

Frieda ha tenido que ir a buscarlos sin mí porque mi ojo me sigue molestando. Por su parte Frieda no anda bien del pie y una muchacha, Margarita Rodríguez, que vino a almorzar con nosotros, ha querido acompañarla, y no fue posible rechazarla pero tampoco explicarle, y es por eso que Frida deberá quedarse en el café a esperarlos, porque nadie que no sea de la familia puede ver a nuestros huéspedes y el sitio en que se encuentran. Les ruego que les expliquen y nos disculpen con ellos. Reúnanse después en el café y vuelvan, me dará gusto verlos por acá.9

La cálida atmósfera que desprenden estas líneas ofrece tonos de cómo la camaradería entre los Rivera y los Breton se iba transformando en amistad. En contraste, la buena fe entre Breton y Trotski no estuvo exenta de roces y disgustos, pero mantuvieron trato de camaradas y al fin encauzaron su acuerdo en el Manifiesto, redactado por ambos. Al propugnar la no sujeción de la actividad artística a los dictados de un partido político, dicho manifiesto revistió un tinte “anarquista”, término que Trotski aprobó de buena gana para que apareciera con todas sus letras en la versión final. Diego suscribió con su nombre el Manifiesto para no comprometer al Viejo ante el Gobierno mexicano. Para Breton, el documento fue la prenda más valiosa de su estadía, pues la alianza con Trotski situaba al surrealismo en la vanguardia libertaria, plantándole cara al PCF.

Rivera, con fama de tornadizo entre la izquierda comunista mexicana, y Breton, execrado primero como idealista e “irracionalista”, y luego –al inclinarse al trotskismo– como un apóstata, se asociaron en México, en un contexto internacional por demás complicado. El eje Roma-Berlín se afianzaba. Con el pretexto de evitar la guerra, Alemania se había anexado Austria y había desmembrado a Checoslovaquia. Las izquierdas denunciaban esos y otros signos de conflagración como una “guerra capitalista”, uno de cuyos objetivos sería enfrentar a las masas proletarias para que se mermaran entre sí. Aunque el trotskismo era una entidad internacionalista muy debilitada, en el flanco del arte Breton y Rivera intentarían hacer frente, en pacto con Trotski, a dos agrupaciones proestalinistas que afiliaban a los gremios culturales en Francia y México: la Association des écrivains et artistes révolutionnaires (AEAR) y la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), ambas auspiciadas por los partidos comunistas.10 La AEAR había denunciado el viaje de Breton a México para reunirse con el “rengado” Trotski, y en contubernio la LEAR boicoteó muy activamente el programa de conferencias que iba a impartir en la Universidad Nacional Autónoma de México. En cuanto a ideología, estas agrupaciones se plegaban al realismo socialista, que Stalin implantó en 1932 como política cultural oficial del Estado soviético y que imponía a la actividad artística la obligatoria expresión de la lucha de clases según las líneas que Moscú irradiaba al mundo. En oposición a semejantes dictados, Rivera y Breton fundaron en México, con el asenso de Trotski, la Federación Internacional de Artistas Revolucionarios Independientes (FIARI), que intentó abrir un frente libertario de pensamiento y creación artística en sus respectivos países.

A su regreso a Francia, Breton mantuvo en su correspondencia con Diego y Frida un trato de artistas que compartían empeños políticos. Evocaría poco después a sus amigos mexicanos: “Diego Rivera pasea cotidianamente su andar de péndulo y su estatura física y moral de gran luchador –encarna, a los ojos de todo un continente, la lucha fragorosa contra todas las potencias del sometimiento, lucha que es, a mis ojos, lo más valioso que puede haber en el mundo–, y al mismo tiempo, en cuanto a calidad humana, no conozco nada equivalente al hechizo que el pensamiento y las maneras de su mujer ejercen sobre él, ese sortilegio con que lo envuelve la personalidad feérica de Frida”.11 Diego le insistió a Breton en que escribiera la presentación para la muestra que Frida realizaría en la Julien Levy Gallery de Nueva York, del 1.º al 15 de noviembre de 1938, mientras que la idea de exponer después en París obedeció en lo fundamental a una iniciativa entusiasta de Breton, signo de reciprocidad luego del amistoso hospedaje y del pacto político al que se habían comprometido. Dispuesto a difundir la obra de Frida, Breton pisaba suelo firme, pues su pintura le pareció extraordinaria desde la primera hora. Tal como solía hacerlo con otros artistas, cifró su encuentro como un hallazgo: “la contribución de Frida Kahlo al arte contemporáneo cobra un valor de parteaguas entre las diversas tendencias pictóricas que están naciendo”.12

Durante los tres meses de intercambio cotidiano en la Ciudad de México y en paseos por la provincia con Breton y Jacqueline, Frida conoció algunas luces y sombras del movimiento. Pero ¿qué tan enterada estaba del surrealismo? El tema estaba en el aire entre los escritores y los artistas en Estados Unidos y en México. Desde principios de la década, ella había visto pintura surrealista en galerías y museos, especialmente en Nueva York, y ya en 1932 había realizado cadáveres exquisitos con Lucienne Bloch y Diego Rivera, a sabiendas de que en el mundo anglosajón esos ejercicios no eran estimados como el gran invento surrealista sino como el inocente pasatiempo de nombre “heads, bodies and legs”, juego infantil o de salón que, por decir lo menos, nada tenía que ver con la investigación del inconsciente. Con antelación, en la prensa mexicana el surrealismo había alzado cabeza desde 1928, a través de poemas traducidos y artículos polémicos de periodistas y escritores, entre ellos varios asociados a la revista Contemporáneos, como Jaime Torres Bodet, Jorge Cuesta y Genaro Estrada, e indudablemente la Nadja de André Breton empezaba a ser reconocida en el país como referencia fundamental de aquello que sin embargo no acababa de enunciarse en el mundo hispánico como “sobrerrealismo”, “superrealismo” o “suprarrealismo”, en tanto que de ordinario se lo asociaba con lo absurdo, el desequilibrio mental, la fantasía, los sueños y lo irracional. La adopción definitiva del término “surrealismo” se debió a un acuerdo entre tres artistas españoles, Pablo Picasso, Salvador Dalí y Óscar Domínguez, tal como se dio a conocer en México en 1938.13 El vocablo se lexicalizó definitivamente durante la estancia de Breton, y entre sus difusores connotados se cuentan quienes tradujeron al poeta: Rodolfo Usigli, Xavier Villaurrutia y Agustín Lazo, pero también los detractores del movimiento, como Efraín Huerta. Mucho tiempo después, en 1950, cuando ya no sostenía querellas con el surrealismo, Frida declaró que su primera obra surrealista había sido el cuadro inconcluso que hoy se conoce con el título de Frida y la cesárea, de 1929, si bien añadió: “aunque no es totalmente surrealista”.14 Frida indagó en el surrealismo por medio de la pintura, aunque debió leer aquí y allá artículos de prensa atinentes en México y Estados Unidos. Es muy probable que la primera publicación surrealista que llegara a sus manos fuera la antología poética preparada por César Moro para honrar la visita de André Breton a México.15 Este folleto, que se halla en la Casa Azul, incluye textos de Breton, Paul Éluard y Benjamin Péret, así como de Giorgio de Chirico, Hans Arp, Salvador Dalí y Marcel Duchamp, entre otros. En la conocida fotografía de una bienvenida que se brindó al matrimonio Breton en casa de Guadalupe Marín, el poeta César Moro aparece departiendo junto a Frida, Jacqueline Lamba y André Breton. Moro pudo haber obsequiado en esa ocasión su antología. Ahora bien, al revisar otras franjas del acervo de la Casa Azul, se comprueba que otra obra de un autor surrealista ingresó antes a las estanterías de Diego Rivera.

¿Qué tanto sabía Frida de la visita de Antonin Artaud a México en 1936? Es más que probable que el tema haya saltado a la sobremesa durante la estancia de los Breton. ¿En qué tono? Era un amigo venerado de Jacqueline Lamba y fue por eso que André Breton reanudó vínculos con el visionario poeta y dramaturgo cuyas facultades mentales estaban ya deterioradas. Durante sus preparativos para el viaje a México, Breton lo consultó.16 La visión que Artaud le dio sobre el país fue confusa y decepcionada: México había renegado de su pasado indígena a cambio del nacionalismo revolucionario que promovía un indigenismo oficial, mientras que la pintura sufría una postiza estilización a la europea. Seguramente Breton le preguntó si había conocido a Diego Rivera y la respuesta debió ser contundente, si no es que destemplada: sí, lo visitó y habían tenido una disputa. Artaud había arribado al puerto de Veracruz el 7 de febrero de 1936 y, en cuanto llegó a la Ciudad de México, buscó a Luis Cardoza y Aragón –con quien había departido años antes en París– y a Diego Rivera. El designio de encontrarse prontamente con el pintor se adivina tanto por los contactos en París que éste había dejado, cuanto por el interés que despertaban en Francia sus representaciones murales del México indígena. En 1935, Rivera había terminado de pintar su singular panorama del México antiguo en el Palacio Nacional, basado en la iconografía del Códice florentino de Bernardino de Sahagún. Sumábase que eran tiempos en que la Revolución mexicana aparecía, para cierta intelectualidad francesa, y frente al horizonte de la Europa amenazada por el nazismo, como una opción social exitosa. Con todo, Artaud parecía avanzar siempre a trancos más allá. Descreía a rajatabla del marxismo y se confesaba como un ser desesperado, ávido de espiritualidad. A lo largo de su vida, había sufrido fuertes depresiones y crisis paranoicas que lo llevaban a encierros psiquiátricos, en tanto se abismaba en una adicción a las drogas opiáceas. Llegó a México en busca de una cura espiritual que, imaginariamente, le sería provista al entrar en contacto con las fuentes de la vida que encontraría en los dioses de las culturas primigenias. Según esas miras, que siguió nutriendo durante buena parte de su estancia, México era el único país del mundo en que pervivían los dioses antiguos. Por eso visitó a Diego Rivera, llevándole como obsequio un ejemplar de su Heliogábalo o el anarquista coronado, libro publicado un año antes.17 Artaud esperaba hallar en Diego a un aliado. Del encuentro, o más bien desencuentro, sólo quedó la dedicatoria manuscrita que rinde la realidad sensible de una discusión en la que el explosivo poeta francés habría expuesto su interés por ir a buscar a los dioses mexicanos, mientras que el muralista se habría manifestado por la liberación del hombre en términos marxistas, más interesado en exaltar la lucha proletaria y campesina que en vivificar la perennidad de los dioses antiguos. Artaud firmó con trazo nervioso:

A Diego Rivera, para los Hombres, sí, pero a través de los Dioses, y los de México son más verdaderos que los otros. Esto es lo que pienso.

Antonin Artaud, México, 10 de febrero de 1936

A lo largo de su estancia en la capital mexicana, Artaud rompió lanzas contra el marxismo, que le parecía temiblemente diseminado por la ciudad. Hacía ya casi diez años que él se había separado del movimiento surrealista, justo cuando Breton, Louis Aragon y Paul Éluard se sumaron al PCF. Plantando cara a los defensores del realismo socialista en México –específicamente a la LEAR–, en su primera conferencia mexicana Artaud se declaró surrealista de cepa, en tanto denunciaba la contaminación bolchevique de sus antiguos cofrades.18 Además de reivindicar el primer surrealismo, aquél que acometió las irrupciones del inconsciente en la vida ordinaria, ciertamente su intento primordial en México correspondió a otro de los designios surrealistas: que la unidad de la psique humana se localizaba en el pensamiento primitivo, y por lo tanto la liberación del hombre –meollo del desacuerdo con Rivera– apuntaba a la reactivación de aquellos mecanismos psíquicos fundamentales. Artaud cumplió su intento y fue a buscar los dioses antiguos a la Tarahumara. Diego y Frida no mostraron mayor interés por el personaje. De boca de algunos amigos como Xavier Villaurrutia y Agustín Lazo, quienes le dieron referencias más bien infamantes de aquél que para ellos era, por otra parte, un poeta muy apreciable, Frida oía hablar de los desfiguros del “loco francés” que deambulaba en el centro de la ciudad por los rumbos del Café París. Su situación era lastimosa, “muy enfermo, delgado, nervioso, con el rostro demacrado, muy drogado, comía poquísimo y vivía en condiciones materiales terribles”, resume Cardoza y Aragón, y da el timbre del delirio que encarnaba Artaud en el medio mexicano: “Un día, estaba con él y Fernando Benítez en un restaurante. El local estaba lleno y todo el mundo comía. De repente, Artaud se levanta, aúlla, y se pega contra el muro como un crucificado. Imagínense las caras de los clientes […]”.19 Por lo demás, Artaud no transigió con la intelectualidad mexicana que tampoco se hizo de razones con él. Él hablaba mal de artistas y escritores en terreno poco propicio pues, a la sazón, incluso entre gente instruida, se confundía el surrealismo con el desequilibrio mental, de modo que su paso por la Ciudad de México contribuyó cuando mucho a avivar prejuicios, ya no se diga las burlas por su constante recurso a argumentar en términos de astrología, hermetismo y magia contra el racionalismo.

Diego y Frida no estaban para ocuparse de visiones, ni asimilaban el mundo indígena como un edén perdido, y luego, para colmo, en esos meses tuvieron padecimientos de salud que los alejaron de la palestra. Frida se sometió a una nueva operación del pie, y Diego contrajo una grave infección en el ojo izquierdo, por lo que estuvieron internados, a un mismo tiempo, en el Hospital Inglés de México durante más de dos semanas. ¡Qué iban a ocuparse del “loco francés”! Un solo libro obsesionaba por entonces a Diego, su propia biografía, que Bertram D. Wolfe se había comprometido a escribir. En esa circunstancia, el Heliogábalo de Artaud debió incrustarse en el librero como una bala perdida. Hoy es un valioso ejemplar de la primera edición que, no obstante, en su momento tuvo escasa recepción en el medio francés.20 Marchito como está, es un volumen muy fatigado. ¿Por quién? De primera lectura, no por Diego, quien, con su infección en el ojo, estuvo encerrado en un cuarto a oscuras donde Frida no podía siquiera visitarlo puesto que no estaba ella en condiciones de caminar.21 Puede suponerse que Artaud habría viajado con el libro a México con la intención de dar a conocer sus concepciones sobre las religiones primigenias, ahí contenidas. Compleja y por momentos desorbitada, la obra expone con desparpajo que los europeos son bárbaros de origen, que el catolicismo se alzó como un paganismo idólatra y que el monoteísmo es de naturaleza anárquica. Ajustado a los designios de Artaud sobre el México ancestral, plantea que la noción de unidad del hombre con la naturaleza es propia de todas las religiones primitivas. Así como es difícil pensar que Diego o Frida consultaran el ejemplar incluso a lo somero (Rivera optaba por leer libros de marxismo, política internacional, pintura, arqueología mexicana y novelas realistas…, Frida, quien había estudiado el francés de pasadita en la prepa, no poseía un conocimiento suficiente de esa lengua por entonces, ni fue dada a practicarla a su vuelta de París), ¿cómo es que se halla a tal punto estropeado, con la cubierta casi desprendida y el lomo roto? ¿Lo habrá leído más tarde alguien que lo lastimó a pesar de tratarse de un ejemplar dedicado a Diego? Lo más factible es que ese libro estuviera ya maltrecho cuando Artaud lo dedicó. Quizá se trate ni más ni menos que de su propio ejemplar repasado y manido, una de las escasísimas pertenencias que habría traído consigo a México y que finalmente abandonó en manos inapropiadas, tal como se deja atrás un punto de equilibrio.

A Frida y Diego les sorprendería la evocación tan aguda que hacían André y Jacqueline del extraño sujeto. El reencuentro con Artaud debió ser turbador para Breton. Después de un muy largo distanciamiento, su antiguo amigo adoptaba en la conversación un tono exaltado de víctima sacrificial, dolida y desesperada, que en su deterioro mental iba más allá de la vocación del poeta vidente que ambos habían compartido como sendero surrealista en otro tiempo. Ahora Artaud en verdad veía visiones y su discurso revelaba el fin del mundo. Ambos habían previsto el fin de una época, pero desde perspectivas muy divergentes. A Breton, las instalaciones del fascismo europeo y del comunismo soviético le urgían a hallar una vía socialista que ya no estaba en Occidente –Trotski era el faro en un puerto distante pero accesible–, mientras que Artaud se erigía en el profeta del fin de la humanidad pervertida, culpando a la razón occidental que todo lo contamina, conforme él se desfondaba en la demencia. Aceptaba que su viaje a México en busca de las fuentes del culto solar primigenio había fracasado. No obstante, halló ahí un mundo sobrenatural de magia y brujería que lo había hecho su emisario. Breton glosaría así ante Diego y Frida el despertar pesadillesco del viaje de Artaud a México, mientras que Jacqueline debió encomiar su mente, genial y opaca por igual. A Frida siempre le pasmó la profunda amistad y piedad que unía a Jacqueline con el poeta. Por ella conoció además el pavor creciente de Breton ante la locura y su aprensión ante la manía endiosadora con que Artaud lo veía y en cierto modo lo atraía. “Pronto llegará tu hora, mi querido Breton, que supiste mostrarme semejante afecto comprensivo y decidido –le había escrito poco antes, en 1937–. […] Pudiste encontrar tu lugar en la política porque la política es lo propio de los hombres y tú eres un inspirado y los Hombres jamás han querido a los inspirados. / Tu lugar estará en hacer la guerra a la política y te convertirás en el líder de un movimiento guerrero contra todos los cuadros Humanos”. Breton le había manifestado, casi sin querer, su deseo de hacer fluir al surrealismo lejos del comunismo, hacia otra solución política, y por ello Artaud lo vio como líder guerrero. “Lo Maravilloso y los prodigios van a volver a la fuerza, mediante la fuerza”. Es conmovedora la frase con la que Artaud termina su ristra de anuncios proféticos: “Esto es lo que te quería decir desde hace más de 10 años”.22 Artaud sería declarado en Francia “peligroso para el orden público y la seguridad de la gente” poco antes de la salida de los Breton a México. Se le recluyó en un manicomio, aislado con camisa de fuerza.

Jacqueline hablaba con Frida de él siempre conmovida y con un respeto casi sobrehumano, atesorando en lo más recóndito y con desa­sosiego la carta que Artaud le dirigió en noviembre de 1937, ya desde el encierro:

Tú serás vengada, querida Jacqueline, y también el ser superior de quien eres la esposa predestinada.

Eres un corazón noble, un espíritu valiente y un alma generosa. Te crees malvada, y te equivocas, es tu imaginación que crea en ti una falsa maldad puramente exterior, mas no es tu naturaleza.

Yo revelaré Misterios a tu Esposo, y le revelaré cuál es el Sublime Rango que ocupa en el orden de los Espíritus creadores de Mundo.

Él es la inteligencia activa de Brahma, el Padre, representado en la simbología de la Edad Media por el Ángel Gabriel. Es la manifestación del Espíritu puro, la Naturaleza visible y los 4 Elementos.23

La fraternidad entre Jacqueline y Artaud era tan empática como riesgosa. Ella se mantuvo solidaria a pesar de múltiples roces al visitarlo en los hospitales psiquiátricos donde se hallaba. André nunca se atrevió a acompañarla. Él, que había estudiado medicina y trabajó en hospitales psiquiátricos durante la Primera Guerra Mundial, donde conoció de cerca la locura, sería siempre reacio a ocuparse en la práctica de los enfermos mentales. Y a propósito, ¿qué era de aquella Nadja, la amante desquiciada de Breton, de la que Jacqueline le dio pormenores a Frida en México? Esa mujer también había ido a dar al manicomio. Su reclusión pareció ser un alivio para André, pues no la amaba –contaba Jacqueline–, pero se sentía culpable de haberle vuelto la espalda, nunca fue a visitarla al sanatorio y lo peor es que él vivía con la tribulación de haber contribuido a desatar su demencia. Según Jacqueline, André había escrito Nadja, en parte, para conjurar esa mortificación.

Con revelaciones semejantes, a Frida Kahlo el surrealismo se le presentó muy ajeno a un proyecto vital, al sondearlo más bien en experiencias de compañerismo, vida doméstica y conflicto. Aún así, no hay que menospreciar la importancia que tuvo en su desarrollo artístico, y conviene atender de qué manera, en su momento, ella se convirtió en uno de los personajes de la urdimbre surrealista. Si en algunas circunstancias quiso mantenerse al margen, es innegable que en otras se situó, por lo menos, en el margen interior del movimiento. Y ahí está, en su habitación, ese librerito que corona el secreter para establecerlo así. El mueble cumplió la doble función –como quiere la etimología de secreter– de separar a buen recaudo y de guardar el secreto. Al alcance de su mano, Frida mantuvo como algo importante, junto a su cama de postrada, aquel recoveco de su historia.

Hoy, las publicaciones ahí reunidas nutren de información. Entre otros impresos en el librero, se cuenta el raro y vistoso programa del estreno de la cinta de Luis Buñuel La edad de oro, de 1930, en el Studio 28, la sala cinematográfica de Montmartre donde un tropel derechista irrumpió en una proyección, poco antes de que el filme fuera prohibido duraderamente en Francia, nada menos que por cuarenta años. En su viaje a París, Frida volvería sobre los pasos de esa historia al asistir a una recepción en el hôtel particulier de los vizcondes de Noailles, que habían costeado aquel filme. El programa tiene una elegante cubierta puramente tipográfica e impresa en hoja de oro. Breton cargó con él a México porque se proponía proyectar las películas Un perro andaluz y La edad de oro como parte de sus disquisiciones sobre el surrealismo. Al cabo, sólo se exhibió la primera, ya que no hubo modo de conseguir copia de La edad de oro, reducida casi a la inexistencia por la censura. Un perro andaluz, de 1929, de Buñuel y Dalí, fue la primera película surrealista proyectada en México, y Frida asistió a su estreno en el Palacio de Bellas Artes. Al tomar la palabra en la presentación, Breton aseguró: “la cinta que ustedes presenciarán burla toda interpretación racional, lo que me lleva –dado el error que se ha cometido reiteradamente– a ponerlos particularmente en guardia en contra de una interpretación simbólica”.24 Con estas palabras, ofrecía una clave esencial para entender los vínculos entre el surrealismo y la teoría del inconsciente. Si como punto de partida los surrealistas se abrieron en sus exploraciones al freudismo, que les proporcionó amplitud de panoramas, nunca se ofrecieron en cambio como materia de análisis; su actividad no era ni un arte de los sueños ni una elaboración de diván. En aquella primera proyección cinematográfica, al apagarse las luces de la sala, el espectador mexicano pudo sumirse en el desconcierto. ¿Qué podía sacar en claro de esos clérigos (uno de ellos Salvador Dalí, en su primer cameo) arrastrados por el piso, que van jalando un piano de cola con la tapa y el teclado abiertos, sobre los que yace la cabeza sangrante de un asno? Con sus traslapes de cronología, con los desdoblamientos en que un actor podía ser sustituido por otro que representaba al mismo personaje o aparecer duplicado en pantalla actuando al mismo tiempo el asesino y su víctima, con esos fundidos en serie analógica donde el hormiguero que brota de la palma de una mano se convierte en el vello de una axila femenina, que se transforma en erizo de agudas espinas antes de resolverse en una mano cercenada y tirada en la vía pública, donde una chica de sexo ambiguo la remueve con su bastoncito, el filme debió escandalizar a más de un espectador, acaso aliviado por el escaso cuarto de hora que dura. ¿Reparó alguien en una simbolización del deseo o de las pulsiones de la vida y la muerte en esas imágenes? No era un tiempo en que Freud fuera lectura sabida, y el sentido común solía más bien descartar al surrealismo como una especie de arte onírico. Aunque no lo fuera, en esos términos Frida lo rechazaba, mientras que la vigorosa iconografía que le aportó, la impresionante condensación de sus imágenes, despertaba su interés, que al cabo ella acopió en el rinconcito. Acaso la proyección de Un perro andaluz le resultó útil para desmarcarse del surrealismo. Cuando luego insistió: “Pensaban que era surrealista, pero no estaban en lo cierto. Nunca pinté sueños. Pinté mi propia realidad”,25 redujo de nuevo, como tantos, el surrealismo al onirismo.

Saltan a la vista otros impresos en el secreter. El número 7 de la revista Cahiers GLM, de marzo de 1938, dedicado al sueño, reúne textos e imágenes recopilados por André Breton y ofrece, por su condición, una clave ineludible: sólo la segunda sección está tonsurada. Se trata de la parte iconográfica, mientras que la correspondiente a los textos nunca fue abierta. Siguiendo esta clave se comprueba que, casi por atavismo, a la pintora le atrajeron sobre todo las imágenes surrealistas y no tanto las ideas. ¿Y qué hay de los demás libros? He aquí algunos de los títulos que acompañaban a Frida: William Blake, La boda del cielo y del infierno; Bronislaw Malinowski, Una teoría científica de la cultura y otros ensayos; Arthur H. Church, The Chemistry of Paints and Painting; Salvador Díaz Mirón, Lascas; José Stalin, Problemas económicos del socialismo en la URSS; Marcel Schwob, Vidas imaginarias; Alfonso Toro, La familia Carvajal; Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa; Carlos Merino Fernández, Retablos de Huehuetlán; Samuel Ramos, Diego Rivera; Manuel Maples Arce, Andamios interiores. Poemas radiográficos; y entre las publicaciones médicas, Luis Ángel Rodríguez, La ciencia médica de los aztecas; Joseph A. Hyams, Prefibrosis at the Vesical Neck; así como ejemplares de las revistas Notas terapéuticas y Actas CIBA; el folleto ilustrado La pelvis femenina en transparencias anatómicas…

Los libros que pertenecieron a Frida y Diego –sobre todo los que tienen huellas del paso por sus manos– se convierten, a la vista y al tacto de quien los examina, casi en reliquias. Se espiga uno entre tantos.

En septiembre de 1937 vio la luz el informe preparado por la Comisión Dewey en que se consignó el veredicto de inocencia de los cargos de sabotaje y traición a la Revolución soviética promovidos contra León Trotski en los procesos de Moscú. Parte de los trabajos de dicha comisión se había llevado a cabo en la Casa Azul en abril del mismo año, donde se recabaron los testimonios para la defensa del señalado. Los resultados absolutorios se publicaron en el grueso volumen The Case of Leon Trotsky, uno de cuyos ejemplares él mismo obsequió a sus anfitriones con la siguiente dedicatoria:

To my Friends

Frida and Diego Rivera

With thanks and best wishes,

Leon Trotski

2/X/1937

Diego conservó el volumen en su biblioteca. Aunque la dedicatoria es de lo más convencional, está desplegada con plenitud: ocupa gran parte de la portadilla, acaso expresando así satisfacción, además de agradecimiento. Si alguien pudiera resentir que es parca la dedicatoria o poco entusiasta la gratitud, la holgura gráfica puede, en cambio, ser signo e invitación para ponderar otras circunstancias, y el dato patente de que este libro estuvo en las manos de Trotski, de Diego y de Frida, desata un vigor imaginario, un vigor que puede estremecer la escritura al reconstruir los hechos.

Amontonados en su rincón, ¿fueron al cabo los impresos surrealistas memoriabilia de la que haría uso Frida Kahlo en ratos de postración y soledad?, ¿al examinarlos volvía a evocar los pasos perdidos de su viaje a París?, ¿depositó en ellos –con un dibujo, con una marca, con una frase– claves confidenciales? Luego de encerrar en su páginas, durante décadas, algunas huellas de uso, esos libros, catálogos y revistas fueron las vidrieras, abiertas unas, opacas otras, que animaron la exploración contenida en este libro. Si es seguro que en sus rodeos quiso Frida al fin situarse al margen del surrealismo, es del mayor interés indagar su tránsito por la tangente. Estas páginas lo hacen como una reconstrucción ampliamente basada en documentos y rastreo de datos, pero también a través de la interpretación de los acertijos que la artista dejó tanto en sus libros como en sus papeles personales, su correspondencia postal y telegráfica, y en su diario. Ciertamente, la imaginación ha auxiliado el trenzado de los copiosos datos. Poco conocida, su estancia en París, entre enero y marzo de 1939, fundió en crisol su vida personal con acontecimientos históricos considerables. Eran apremiantes los signos que anunciaban la Segunda Guerra Mundial. A su llegada a Francia, sobrevino la derrota de la República española, desenlace de la Guerra Civil que arrojó enormes oleadas de refugiados a través de los Pirineos. Solidaria, Frida intentó conseguir asilo para trotskistas y anarquistas en México. Entretanto, Diego Rivera rompía con León Trotski y la Cuarta Internacional, poniendo en vilo la acción conjunta que había pactado con André Breton. Frida, que lograba el auge en su actividad como pintora luego del éxito en Nueva York, llegaba a París para descubrir que la exposición prometida carecía de la mínima organización. Prolongaba de facto una separación de Diego Rivera que meses más tarde los llevaría al divorcio. Con afectos duraderos o compensatorios, en esos meses mantuvo relaciones amorosas con seis o siete personas al mismo tiempo entre Nueva York y París. Para empezar la azarosa empresa de su viaje a Francia, el buque que la transportaba hacia el puerto de El Havre se internó en una tempestad marina… Ella, que se resistía, dudosa, a cruzar el Atlántico, hubiera preferido poner a flotar un barquito y sus pensamientos sobre el agua de la bañera. Pero el mar se la llevaba.

1 Qu’est-ce que le surréalisme?, Bruselas, René Henriquez Éditeur, 1934.

2 Para una crónica detallada de las dificultades que enfrentó Breton para dictar sus conferencias, véase Fabienne Bradu, Breton en México, Ciudad de México, Vuelta, 1996.

3 Toda la correspondencia secreta relativa al traslado de Lev Davídovich, “Trotski”, a territorio mexicano, alude a él como “el Viejo”, apelativo que empleaban sus leales, y que Diego y Frida, y luego André Breton y Jacqueline, utilizaron.

4 Henri Goiran, embajador de Francia en México de 1935 a 1939.

5 Nota manuscrita de Diego Rivera, s. f. Archivo Diego Rivera y Frida Kahlo, Banco de México, fiduciario en el fideicomiso relativo a los museos Diego Rivera y Frida Kahlo. [En adelante: ADRFK].

6 Arturo Schwartz, “Entretien avec Jacqueline Lamba”, André Breton, Trotsky et l’anarchie, París, UGC/Christian Bourgois, 1977, p. 204.

7 André Breton, “Visite à Léon Trotsky”, ibíd., p. 135.

8 Archivo André Breton, Biblioteca literaria Jacques Doucet, París. [En adelante: BLJD].

9 Misiva de Diego Rivera a André y Jacqueline Breton, 5 de mayo de 1938, BLJD.

10 Ambas agrupaciones surgieron como apéndices de la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios (UIER) del Partido Comunista de la Unión Soviética, 1927.

11 André Breton, Mexique, cat. exp., París, Renou et Colle, 1939 [reproducción y traducción en André Bretón, Un listón alrededor de una bomba. Una mirada sobre el arte mexicano, cat. exp., Ciudad de México, Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo, 1997, p. 206].

12 Ibíd., p. 207.

13 Letras de México. Gaceta literaria y artística, n.º 27, 1.º de mayo de 1938.

14 Frida le ajustó al cuadro fecha de 1929, aunque se ha considerado que es de 1931-1932. Véase Olga Campos, “Entretien avec Frida Kahlo”, en Salomon Grimberg, Frida Kahlo. Confidences, París, Chêne, 2008, pp. 74 y 110.

15 La poesía surrealista [1938], suplemento de la revista Poesía, dirigida por Neftalí Beltrán.

16 Alba Romano Pace, Jacqueline Lamba. Peintre rebelle, muse de l’amour fou, París, Gallimard, 2010, pp. 87-91. Mark Polizzotti afirma que Breton conoció algunos escritos de Artaud sobre México antes de emprender su viaje, en Revolución de la mente. La vida de André Breton, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica-Turner, 2009, p. 427.

17 Antonin Artaud, Héliogabale ou l’anarchiste couronné, 1.ª ed., con cinco viñetas de André Derain, París, Denoël et Steele, 1934.

18 “Surréalisme et révolution”, conferencia dictada el 26 de febrero de 1936 en el Anfiteatro Simón Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria. Reproducida en Antonin Artaud, Messages révolutionnaires, París, Gallimard, 1972, p. 17.

19 François Gaudry, “Luis Cardoza y Aragón. Un témoin du voyage au Mexique d’Antonin Artaud”, La Quinzaine littéraire, n.º 465, 16 de junio de 1986.

20 Es el ejemplar de un primer tiraje de 1,500, con cubierta blanca. La edición no se agotó en diez años. En 1946, cuando Artaud salió del sanatorio psiquiátrico de Rodez, los ejemplares sobrantes fueron subastados para apoyarlo económicamente. (Noticia extraída de la edición de Gallimard, col. l’Imaginaire, 1979, p. 135).

21 Véase la carta de Frida Kahlo a Carlos Chávez, 29 de abril de 1936, en Raquel Tibol, Escrituras de Frida Kahlo, Ciudad de México, Lumen, 2007, pp. 207-208.

22 Carta de Antonin Artaud a André Breton desde Irlanda, con sello del 5 de septiembre de 1937, BLJD.

23 Carta de Antonin Artaud a Jacqueline Lamba, con sello del 22 de noviembre de 1937, BLJD.

24 André Breton, “Presentación de Un perro andaluz”, Las conferencias de México, 1938, Ciudad de México, Auieo/Museo Frida Kahlo/Museo Anahuacalli, 2015, p. 36.

25 Véase Hayden Herrera, Frida. Una biografía de Frida Kahlo, Ciudad de México, Diana, 1985, p. 225.

Frida en París, 1939

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