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La austeridad republicana como política de gobierno

Jaime Muñoz Flores y Carlos Antonio Rozo Bernal

La estrepitosa caída hasta cero del crecimiento económico durante el primer año del actual sexenio colocó a México en la larga lista de experiencias de gobierno que han hecho evidente que la política de austeridad es una propuesta equivocada. Desde la década de 1980, el gasto público en México ha sido insuficiente, especialmente en los rubros de desarrollo social e infraestructura. El gasto público total pasó de 34.7% del Producto Interno Bruto (PIB) en 1982, a 19.6% para el año 2000, con una ligera recuperación hasta llegar aproximadamente a 27% en años recientes. Así, el argumento de que el recorte al gasto público impulsa el desarrollo ha mostrado ser falaz, al igual que lo es el plantear que las desigualdades sociales se resuelven con más crédito por medio de la inclusión financiera. Desde que se abrió la economía mexicana a la dinámica de la globalización, estas políticas han agravado el problema del bajo crecimiento y de la desigualdad. Como argumenta Blyth:

La austeridad es una forma de deflación voluntaria por la cual la economía entra en un proceso de ajuste basado en la reducción de los salarios, el descenso de los precios y un menor gasto público. Todo enfocado en una meta: lograr la recuperación de los índices de competitividad. Algo, cuya mejor y más pronta consecución exige (supuestamente) el recorte de los presupuestos del Estado y la disminución de la deuda y el déficit (Blyth, 2013).

La austeridad puede contribuir a un mayor control de la inflación al reducir la demanda agregada, pero el control de la inflación en condiciones recesivas no es un éxito que merezca el reconocimiento público.

A través de sus diversos artículos, la pretensión de este libro es mostrar que la austeridad no ha funcionado para el fomento del desarrollo y la sustentabilidad. Menos podrá hacerlo en las condiciones pospandemia que afronta el mundo. Recurrimos al planteamiento keynesiano de que la demanda es el factor determinante de la actividad económica, por lo que en tiempos de crisis expandir el gasto público es más provechoso que recortarlo. Por esta razón, Keynes advertía que no hay que confundir la necesidad de reformas estructurales –como el combate a la evasión de impuestos y cambios en la edad de jubilación de los trabajadores– con políticas de austeridad, ya que ésta no es la forma más efectiva para reducir la deuda pública y fortalecer la soberanía. En el presente artículo introductorio se pretende ubicar el concepto de austeridad dentro de la literatura económica, de manera que quede clara la orientación sobre la que se sustentan las políticas económica y social de la presente administración pública. A la vez, el recuento facilitará la comprensión de los diferentes artículos que se presentan en este volumen y de los cuales se hace un resumen en la parte final.

Tendencias recientes de la economía mexicana

La economía mexicana padeció en el segundo trimestre de 2020 la mayor contracción trimestral desde que inició su exposición a la globalización. El PIB retrocedió 17.3%, cuando en el primer trimestre ya había retrocedido 1.2%. Este trágico resultado fue en parte causado por el enfoque de pasividad relativa de la política económica del gobierno federal para enfrentar la pandemia del coronavirus. Con este enfoque se truncó la actividad laboral de 22 600 000 personas y se eliminaron más de 1 100 000 empleos formales. El crédito al consumo desapareció como factor determinante del impulso económico que se tenía hasta antes de la pandemia. Particularmente grave fue la situación desde abril de 2020, cuando la variación anual real del saldo en cartera de crédito al consumo fue 1.9% negativa, luego de que venía en descenso desde septiembre de 2019. Nuevamente México experimentó un vuelco a la seguridad como lo apuntan los registros del Banco de México, cuando entre abril y junio de 2020 la inversión directa de México hacia el extranjero sumó 5 029 000 000 de dólares, lo que implicó un incremento anual de 316%, su mayor monto para un período similar desde 2012. En dicho trimestre destacó la inversión por 960 000 000 de dólares de Inversora Carso, con la que adquirió el 15.4% de participación adicional en Fomento de Construcciones y Contratas (FCC), conglomerado español involucrado en actividades de construcción y sobresalió la adquisición por parte de Cinépolis del 6.1% de la compañía estadounidense Cinemark, transacción que se estima en más de 100 000 000 de dólares.

La crisis económica requería de políticas activas para enfrentar la pandemia con programas de apoyo laboral como de rentas básicas universales o coberturas de desempleo; invertir en infraestructura con rendimientos sociales y mayor apoyo al sector privado para desarrollar tecnologías que protegieran la salud y el bienestar de la población. Esta orientación requería de un cambio radical en el papel de la política económica contemporánea hacia una mayor intervención del Estado sobre la economía y sobre los mercados financieros que borrara lo ocurrido en la década de 1970 cuando el keynesianismo fue suplantado por la austeridad monetarista friedmaniana.

Por el contrario, se optó por ahondar en la austeridad sin movilizar al Banco Central, como lo han hecho los gobiernos con enfoques activos, para que dicha institución actuara como impulsor de mercados en un contexto de inflación a la baja que limita el impacto que puede tener la deuda gubernamental por el bajo costo de su servicio. No se puede minimizar el hecho que el problema básico del momento es la contracción en la demanda agregada por el deterioro en el balance de las empresas y de los hogares, lo cual hace que unos y otros sean más precavidos a la hora de gastar. Como la demanda tardará años en recuperarse, la inflación permanecerá bajo control.

La pandemia ha apuntalado a la desigualdad como un factor que genera vulnerabilidad en el sistema al dejar en la indefensión a los más pobres, lo que requiere de políticas que incentiven la inversión, resuelvan el problema de baja recaudación fiscal, reduzcan el alto grado de informalidad de la economía y mejoren los sistemas de salud, cuya debilidad se hizo evidente con la pandemia. Se perfila así la necesidad de un nuevo papel de la política pública, como viene ocurriendo en los países más exitosos en la lucha contra la pandemia, que no desaparecerá con el regreso a la normalidad.

En este contexto, la idea de la austeridad fiscal puede tener sentido cuando implica el uso de políticas de reducción de los presupuestos disponibles al Estado para impulsar la actividad económica privada que acelere el ritmo y la promoción del crecimiento. Este tipo de políticas se orientan a limitar y reducir los excesos en el gasto público y, en consecuencia, facilitar al Estado que cumpla con las obligaciones de deuda a fin de no perder la confianza de los mercados en la solvencia del Estado y que podría llevar a un incremento significativo del servicio de la deuda por aumentos en las tasas de interés sobre la deuda pública. Al reducir el gasto, se reduce el déficit fiscal lo que genera condiciones para crecer y crear empleos.

Sin embargo, no se puede atender la deuda pública y, simultáneamente, incrementar el gasto público. No se puede gastar sin límite para promover la prosperidad cuando se inicia desde una condición de endeudamiento. Por lo cual es equivocado argumentar que se pueden saldar deudas públicas contrayendo más endeudamiento cuando en realidad lo que ha ocurrido es un abuso del crédito por el sector privado y no un exceso de gasto público. Por el contrario, la idea de que se ha gastado en exceso y que el recorte de este gasto facilita el crecimiento es un peligroso argumento neoliberal, al igual que lo es el que las desigualdades se resuelven con más crédito por medio de la inclusión financiera. Estos argumentos han agravado el problema del bajo crecimiento y de la desigualdad que estuvo implícita en la iniciativa de acabar con el Estado de Bienestar para lograr un mayor crecimiento. Vale aquí insistir en el argumento de Blyth:

La austeridad es una forma de deflación voluntaria por la cual la economía entra en un proceso de ajuste basado en la reducción de los salarios, el descenso de los precios y un menor gasto público –todo enfocado a una meta: la de lograr la recuperación de los índices de competitividad, algo cuya mejor y más pronta consecución exige (supuestamente) el recorte de los presupuestos del Estado y la disminución de la deuda y el déficit (2013).

A lo que contribuye la austeridad es, entonces, a un mayor control de la inflación al reducir la demanda agregada pero el control de la inflación en condiciones recesivas no es un éxito que merezca el reconocimiento público. La austeridad no funciona si no se logra la reducción de la deuda ni el fomento del crecimiento económico. Lo que resulta es que las obligaciones de un gobierno en apuro financiero incrementan el riesgo por el incremento de los intereses que se cobran, ya que los bancos que los adquieren se encuentran en una situación de mayor riesgo. En el fondo de una crisis de deuda soberana lo que se tiene es una crisis bancaria que es el resultado, no la causa del problema.

Estas posiciones políticas de Keynes provienen de su consideración de que la demanda es el factor determinante de la actividad económica, por lo que en tiempos de crisis expandir el gasto público es más provechoso que recortarlo. El propósito fundamental es mantener la actividad económica para evitar condiciones de desempleo. La austeridad del gasto público aumenta la falta de los ingresos del sector privado que los mercados requieren para funcionar lo que genera aún mayor desempleo. Por esta razón Keynes advertía que no hay que confundir la necesidad de reformas estructurales, como la eliminación de evasión de impuestos y cambios en la edad de jubilación de los trabajadores, con políticas de austeridad. El factor a resaltar es que la austeridad no es la forma más efectiva para reducir la deuda pública rápidamente.

En su Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero, Keynes plantea que la demanda es básica como un factor que determina la actividad económica y el empleo mientras que lo que ocurre cuando se recorta el gasto público va en dirección de una insuficiencia del ingreso privado y las demandas del mercado, llevando a poner más personas en el desempleo. López Obrador, en este sentido, actúa como neoliberal en finanzas públicas. El problema es que para el presidente la austeridad parece constituir un imperativo moral y no una solución económica, lo cual lleva a acciones que en lugar de impulsar el empleo tienden a reducirlo, ya que la caída de la demanda lo que produce es desempleo. Se tergiversa de esta manera todo el planteamiento de Keynes, al cual el presidente recurre para defender sus posiciones.

La austeridad históricamente

A lo largo de la historia, el concepto económico de austeridad se ha relacionado con el tipo de medidas que los gobiernos instrumentan con la finalidad de mantener bajo cauce el gasto público. Los límites de dicho gasto son determinados principalmente con base en la captación de recursos fiscales. Cuando las acciones de política pública se restringen a fin de preservar el balance entre ingresos y gastos, se habla de un Estado austero. Las limitaciones del Estado austero guardan el propósito ulterior de mantener acotado el monto de la deuda soberana. La cota de la deuda suele ser marcada por los organismos financieros acreedores y/o agencias calificadoras, tomando como referencia el valor de la producción total de la economía. Mediante la limitación del gasto público, principalmente, un Estado austero controla la relación entre el valor de su deuda y el de su producción.

En principio, el hecho de que la deuda soberana sea observada bajo control reduce la incertidumbre entre los acreedores financieros, empresarios, ahorradores, así como potenciales inversionistas. La constitución de un entorno financiero favorable, a su vez, garantiza que las tasas de interés sobre la deuda soberana permanezcan estables, así como el acceso franco a futuros financiamientos.

Por el contrario, cuando un Estado excede sus límites de gasto, la deuda soberana se convierte en un factor de incertidumbre. Ésta se traduce en volatilidad de tipo de cambio, fuga de capitales, incremento de los intereses de la deuda, encarecimiento y escasez de crédito, cancelación de contratos e inversiones, y, eventualmente, contracciones de la producción, el consumo y el empleo, entre otros efectos económicos adversos.

Por ser un concepto que desde sus orígenes se ha mantenido difuso, resulta difícil ubicar con precisión la genealogía de la austeridad. No obstante, mediante asociación con otros conceptos económicos, el origen puede ubicarse en el siglo XVII, coetáneo a los precursores del pensamiento liberal. En su segundo Tratado sobre el gobierno (1689), John Locke pone marcado énfasis a la importancia de imponer límites al Estado en favor de lo que denomina el orden natural. Casi un siglo más tarde, en su magna obra Una investigación sobre el origen y causa de la riqueza de las naciones, Adam Smith plantea la necesidad de que los Estados nacionales definan límites propios, que permitan el adecuado despliegue de las fuerzas libres del mercado.

La noción de austeridad emerge desde su origen acompañada de significativas contradicciones. En las sociedades europeas de los siglos XVII y XVIII, caracterizadas por enormes desigualdades entre la población y permanentes tensiones sociales, la pretensión de procurar un “orden” que garantizara condiciones idóneas para la expansión del capital y el crecimiento económico, demandaba necesariamente la presencia de un Estado fuerte. Un Estado que, según los liberales, debía al mismo tiempo mantenerse reducido; con bajos costos de operación y limitada participación en los procesos productivos, a fin de que se preservaran los espacios requeridos para el despliegue de los agentes económicos privados. Bajo tales condiciones, en la búsqueda del beneficio propio los agentes privados conducirían a la sociedad hacia un estado de bien común. Lo anterior, guiados por la fuerza de una mano invisible.

Naturalmente, las bondades de limitar la intervención del Estado en la economía pronto se convirtieron en tema de debate. Como rescoldo de un intenso intercambio epistolar con su contemporáneo Thomas Malthus acerca del destino de la tenencia de la tierra, David Ricardo concedió relevancia por primera vez a la función del “soberano” para “destinar adecuadamente los ingresos excedentes al gasto público” (Porta, 1992).

Sin embargo, es hasta un siglo más tarde, con la gran recesión iniciada en el año 1929, que se reconocería a nivel mundial la centralidad del Estado para la contención de las crisis económicas y la reactivación de la economía. En este reconocimiento, John Maynard Keynes fue sin duda el actor principal. En el Reino Unido primero y, más tarde, alrededor de todo el mundo, las ideas keynesianas convencieron a las más altas esferas de gobierno. De acuerdo con los planteamientos de Keynes, aun a costa de un mayor endeudamiento estatal, en tiempos difíciles la inversión pública para desarrollo de infraestructura y el estímulo a la demanda de bienes y servicios conducirían a la economía hacia su recuperación.

Potenciado por la eficaz estrategia para el estímulo a la economía encabezada por Franklin D. Roosevelt, hacia finales de la Segunda Guerra Mundial la política de intervención estatal para la reactivación de la economía logró consolidarse. La visión de Keynes tomó uno de los principales sitios entre los fundamentos teóricos para el diseño de política económica. Las economías del mundo, inmersas todas en profundas crisis, no debían reaccionar ante la recesión restringiendo el gasto público. Contra lo intuitivo, la crisis económica era el peor momento para impulsar medidas de austeridad. “Keynes was right: the boom, not the slump, is the right time for austerity” (Krugman, 2011).

Por encima de los costos del incremento en la deuda pública, la expansión del gasto Estatal probó ser la medida más adecuada para llevar a la sociedad hacia la senda del desarrollo. Este éxito produjo que la escuela keynesiana se constituyera como principal contracorriente al enfoque de austeridad, que prescribía la restricción del gasto público especialmente en épocas de crisis económica (Davenport-Hines, 2010).

A pesar de que Keynes distinguía al control de la tasa de interés como instrumento principal para orientar el curso de la economía, reconoció su insuficiencia para lograr la recuperación de la demanda en puntos bajos del ciclo económico. El argumento era que en circunstancias de recesión el Estado debía reforzar el impulso a la economía mediante una política fiscal activa, sin importar que ello lo obligara a recurrir a mayores niveles de endeudamiento. Finalmente, el crecimiento económico sostenido generaría un incremento en la captación fiscal y, a la postre, la disminución relativa de la deuda.

De corte decididamente keynesiano, las medidas económicas emprendidas por los países industrializados durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial lograron enorme eficacia. No obstante, al arribar la década de los años setenta, sobrevino un período de estancamiento generalizado de la economía en un contexto de creciente inflación. Esta condición de estancamiento con inflación dio lugar a una andanada de cuestionamientos sobre los alcances de la teoría keynesiana, así como sus implicaciones en términos de política económica.

La visión liberal retomó el auge. La asombrosa capacidad de Milton Friedman para, primero, captar la atención del mundo académico y, posteriormente, la de la clase política, propició una aceptación generalizada de que la cantidad de dinero presente en la economía constituía el principal eje rector, por encima de la tasa de interés y del gasto estatal. La estanflación se aducía como prueba de falibilidad de las medidas keynesianas, pues persistió durante prácticamente toda la década de los años setenta. Durante ese tiempo, a pesar de la intensificación del manejo de la tasa de interés y expansión del gasto público, no se logró reactivar el crecimiento de la economía.

Por su parte, las nuevas propuestas y “fresca visión” de Milton Friedman confluían para revitalizar la corriente encabezada por Friedrich Von Hayek, añejo teórico y activista en favor del liberalismo de los mercados. Promovida fuertemente por los sectores de derecha al interior de los gobiernos del Reino Unido y Estados Unidos, la profunda penetración que lograron las ideas de Hayek y Friedman fue clave para que el neoliberalismo económico se extendiera rápidamente por todas las latitudes.

La crisis inflacionaria de inicios de la década de 1970, asistida por el aumento de los precios del petróleo, generó consecuencias en los niveles de deuda pública, principalmente de los países emergentes. La política de sustitución de importaciones que habían adoptado dichos países estaba operando demasiado lentamente, sin lograr una maduración que activara las esperadas industrialización y competitividad locales. La necesidad de importar productos prevalecía, pero combinada ahora con mayores dificultades para exportar. El crecimiento de las deudas soberanas derivadas de dicho desbalance puso en una situación muy vulnerable a las economías emergentes. La recurrencia a mayores créditos alcanzaba sólo para cumplir con el pago de los intereses de las acrecentadas deudas. Esto sentó las bases para que los acreedores financieros impusieran como condición para préstamos adicionales su participación en el diseño de la política económica local. A título del Consenso de Washington, se estableció entonces un conjunto de ejes de acción que no hacía sino apuntalar el enfoque liberal de política económica.

Los elementos fundamentales de dicha serie de medidas constituyen la base de lo que hoy se reconoce como política económica neoliberal (Rodrik, 2018). A saber: a) disciplina fiscal; b) reducción de la tasa marginal de impuestos; c) liberalización de la tasa de interés, del comercio internacional, del tipo de cambio y del flujo de capitales; d) privatización de servicios públicos, y e) autonomía del banco central. En suma, reducción de la presencia del Estado en la economía y la procuración de la estabilidad macroeconómica necesaria para el despegue del crecimiento.

La gran fuerza ideológica con la que se instauró, aunada a los enormes beneficios que reportaba a los grandes capitales, fueron factores determinantes para que dicho régimen se consolidara como dominante de la escena mundial. Tal condición prevalece hasta nuestros días.

No obstante, el tiempo ha demostrado que la adopción del neoliberalismo económico no conduce al prometido crecimiento sostenido. En cambio, al cabo de más de tres décadas de operación, la crisis de endeudamientos públicos se ha profundizado, acompañada por sustanciales crecimientos de las desigualdades.

La gran recesión de 2008 y el reforzamiento del régimen de austeridad

A pesar del exiguo crecimiento y creciente desigualdad que genera, el neoliberalismo ha logrado sortear las complejas pruebas a las que ha sido sometido. Hasta antes de la pandemia, la gran crisis económica de 2008 había sido, indudablemente, la más desafiante de la historia moderna. ¿Fue realmente dicha crisis producto de un brote especulativo en el mercado inmobiliario estadounidense? ¿Fueron la corrupción de las agencias calificadoras y la intermediación desregulada en los mercados de derivados la causa? O, ¿fueron vulnerabilidades sistémicas inherentes al sistema económico imperante las verdaderas causas de la peor debacle financiera de la historia?

La crisis de 2008 se extendió por todo el mundo tan rápidamente que en los meses posteriores a su estallamiento no pocos especialistas auguraron la inminente caída del sistema capitalista, al menos en sus términos conocidos. Sin embargo, el neoliberalismo económico, eje fundamental de dicho sistema, mostró asombrosa resiliencia. A pesar de la gravedad de los daños al sector financiero, punto de origen de la crisis, los mercados se recuperaron en un tiempo extraordinariamente corto como se aprecia en la Gráfica 1.


Un fenómeno análogo ocurrió con la tasa de ganancia del capital. Lejos de verse afectada, ésta última se incrementó sustancialmente con relación a los niveles registrados a inicios de los años setenta, particularmente en regiones poco desarrolladas como América Latina (Gráfica 2).


Una vez recuperados los capitales, los saldos de la gran crisis se fueron centrando progresivamente en el fenómeno de desaceleración económica mundial. A fin de sostener el gasto público y paliar mediante éste la caída de la producción de bienes y servicios, la mayoría de las economías del mundo había recurrido a sustanciales incrementos de sus deudas soberanas. Inclusive las cunas del neoliberalismo, Estados Unidos y Reino Unido, se habían visto forzados a reconocer en la intervención del Estado la única medida con fuerza suficiente para recuperar la economía. Las gigantescas deudas que produjo la crisis a los bancos privados más grandes del mundo fueron asumidas por los gobiernos de sus respectivos países de origen y transformadas en deuda pública. Intervenciones estatales de corte claramente keynesiano al rescate del modelo neoliberal.

Cabe aquí un paréntesis para destacar que el crecimiento económico acelerado ha sido siempre un objetivo que apremia en mayor medida a los países con altos niveles de pobreza y altas tasas de expansión poblacional, en comparación con aquéllos que gozan de economías consolidadas y equilibrio demográfico. Debido a ello, las principales preocupaciones poscrisis de los grandes capitales, ya recuperados, no se centraban en el exiguo crecimiento de la producción mundial. En cambio, los acrecentados niveles de endeudamiento público estaban generando gran preocupación en las esferas financieras.

Los riesgos de moratoria de buena parte de las economías soberanas aumentaban la incertidumbre de los poseedores del capital y la fragilidad del sistema financiero. Este último, centro neurálgico del modelo económico, había probado ser el punto de mayor vulnerabilidad. Así, del seno de los organismos financieros internacionales surgió una iniciativa para reorientar la estrategia de estabilización económica. Como clave fundamental, esta reorientación sería acompañada de un cambio en la narrativa sobre la etiología de la gran crisis. A partir de un intensivo uso de medios de comunicación, instancias oficiales, así como discursos y pronunciamientos en foros internacionales, entre otras acciones, los organismos e instituciones más influyentes del sistema financiero se dieron a la tarea de “explicar” los problemas de la economía mundial en función del exacerbado nivel que habían alcanzado las deudas públicas.

Si se lograba colocar en el imaginario colectivo que los riesgos de la estabilidad económica no eran consecuencia de las vulnerabilidades del sistema financiero, mismo que “experimentaba alzas y bajas, por ser ésa su naturaleza”, sino por los endeudamientos desbordados de las economías nacionales, tendría que aceptarse como medida conducente la imposición de estrictos límites a las deudas públicas, así como la instrumentación de medidas por parte de los gobiernos para racionalizar al máximo su gasto.

Impulsada por los grandes poseedores y administradores de capital, esta sagaz estrategia logró su cometido. Pronto se pudo desplazar la atención sobre los orígenes y consecuencias de la gran crisis, del sector financiero hacia la clase política. Tocaría ahora a políticos y gobernantes asumir la responsabilidad de diseñar y ejecutar las medidas necesarias para reducir las deudas soberanas.

La fórmula dictada por los organismos financieros internacionales con el objetivo de que se recuperaran niveles “adecuados” de endeudamiento público era relativamente simple: los gobiernos, en especial de las economías emergentes, debían intensificar las medidas existentes e instrumentar nuevas medidas de control del gasto público. Ello “imponía la necesidad” de instaurar los regímenes de austeridad que prevalecen hasta la fecha.

Las diferencias entre las economías dominantes y las dependientes, reforzadas por la constante transferencia de riqueza de las segundas hacia las primeras, hace que la austeridad tenga impactos sustancialmente diferenciados. El alto ingreso promedio de la población de las economías desarrolladas permite que la imposición de medidas de austeridad tenga atenuado impacto en la sociedad. Medidas como la restricción de los servicios públicos no siempre implican afectaciones críticas para los ciudadanos de los países desarrollados. La capacidad adquisitiva de la población de estos países les permite acceder a servicios privados de salud, educación, cultura, esparcimiento e inclusive seguridad.

En contraste, la adopción de esquemas de privatización de los servicios públicos resulta altamente excluyente para las poblaciones de los países emergentes. La aplicación de recortes presupuestales en estos países implica generalmente deterioro inmediato de los servicios básicos, mientras el grueso de la población carece de poder adquisitivo para buscar alternativas de atención mediante servicios privados. Para las economías emergentes, los límites que impone la austeridad al balance presupuestal primario y a la deuda soberana, simultáneamente, implican la reducción de la inversión pública y el gasto social. Lo anterior acarrea estancamiento de la economía y crecientes dificultades para amortizar la deuda soberana e inclusive la necesidad de créditos adicionales simplemente para cubrir los intereses de la deuda ya adquirida.

El doble lenguaje de la austeridad

El sostenimiento de los regímenes de austeridad se basa en una estrategia cuidadosamente articulada. La enorme influencia de los grandes capitales sobre el poder político y los medios de comunicación ha permitido que se logre resignificar el término “austeridad”. En la actualidad, en torno a dicho término gravitan nociones como: racionalidad, probidad, honestidad, responsabilidad, equidad e inclusive sustentabilidad. Bajo esta artificiosa acepción, la austeridad ha venido logrando penetración de manera progresiva, inclusive en las esferas de izquierda. Actualmente, la expresión “austeridad republicana” se asocia con un principio de gobierno que se opone a la obesidad e ineficacia de las burocracias, a los altos sueldos de los servidores públicos, así como a sus malas prácticas, abusos de poder y desvío de recursos.

Medidas tan cuestionables como la disminución de sueldos, despido de servidores públicos, reducciones de la inversión estatal y del gasto social, que claramente impactan los renglones de salud, seguridad, educación, empleo, pobreza y desigualdad, están siendo discursivamente mezcladas con otras medidas que sí son plausibles, como la corrección de ineficiencias en el ejercicio del presupuesto, la supresión de gastos suntuarios de los servidores públicos y el combate a la corrupción en el gobierno. Dicha mezcla, se enmarca en una narrativa que utiliza indiscriminadamente el término “austeridad”.

La eficacia de la actual narrativa de la austeridad se refleja en la extensa aceptación que ha logrado el este régimen en todos los sectores, incluyendo a los progresistas y población en pobreza. Bajo el velo de una moralidad gubernamental se han aplicado drásticas reducciones de plantilla, salario y prestaciones de los servidores públicos. Las dependencias públicas han suprimido un importante número de programas, algunos de ellos estratégicos. Asimismo, se ha reducido o cancelado el financiamiento a organizaciones sociales e instituciones autónomas. A pesar de ser inequívocamente neoliberales, dichas medidas son promovidas por el gobierno, y aceptadas por el grueso de la población, simplemente como medidas de austeridad. Que el gobierno se declare austero, cada día se relaciona menos con las implicaciones económicas y sociales que generan la adopción de una política fiscal pasiva, así como la reducción del Estado mexicano en la provisión de servicios públicos.

Ya que la austeridad limita el gasto social y la inversión pública, en especial en economías con elevado endeudamiento, el crecimiento económico depende de la intervención del sector privado. Ello determina una dinámica de desarrollo y un conjunto de mecanismos económicos que, como ha sido ampliamente documentado por el investigador francés Thomas Piketty, derivan en una mayor concentración del ingreso.

En la Gráfica 3 aparece la trayectoria evolutiva del valor del capital privado a nivel mundial a partir del surgimiento del neoliberalismo económico. La serie fue realizada como parte del vasto acopio de información elaborado por Piketty. El referente utilizado para dimensionar de forma relativa el crecimiento del capital es el ingreso nacional total, mismo que aparece como denominador en el cociente con el que se forma la serie ilustrada en dicha gráfica.


Por lo que se refiere a la concentración del ingreso, las series publicadas por Piketty tratan particularmente el caso de la economía estadounidense (gráfica 4).

Dado que el grado de riesgo que se asigna a las economías emergentes se relaciona con el porcentaje de deuda soberana respecto de su producto interno, no es claro que la adopción de políticas de austeridad ayude a mejorar su perspectiva de riesgo de largo plazo. De hecho, el menor crecimiento debido a la restricción del gasto público presiona la tasa de deuda respecto del PIB, no por acumulación de intereses o endeudamiento adicional, sino por el estancamiento de la producción. Paul Krugman ha ilustrado escenarios que cuestionan las estrategias de austeridad como recurso para disminuir la tasa de deuda soberana.


Considerando la inflación y el multiplicador fiscal, es posible simular la evolución del porcentaje de deuda durante un periodo sostenido de austeridad. La Gráfica 5 muestra uno de los posibles escenarios de simulación de la dinámica evolutiva de la deuda soberana respecto del PIB.


En este escenario se simula el efecto de la adopción de un régimen de austeridad por parte de una economía con alto nivel de deuda pública. La curva representa la tasa de endeudamiento respecto del PIB. Como puede observarse, en la relación (deuda/PIB) el estancamiento del PIB (denominador) hace que, en un plazo corto, la tasa se eleve aceleradamente.

Bajo circunstancias como las que enfrentan las economías emergentes, observadas por sus acreedores financieros con especial atención en los signos económicos de corto plazo, el incremento de la tasa de endeudamiento puede convertirse muy pronto en un problema crítico. Cuando el riesgo soberano aumenta a consecuencia de una mayor tasa de deuda, se presiona inmediatamente el tipo de interés sobre la deuda soberana. En consecuencia, los mayores costos de servicios financieros restringirán aún más el escaso margen para inversión pública y gasto social. Asimismo, la menor inversión fija amplificará las repercusiones negativas sobre el crecimiento, incrementando la relación que originalmente se buscaba disminuir (deuda/PIB). Dado que en los regímenes neoliberales la autoridad monetaria goza de plena autonomía, la respuesta típica al incremento del riesgo soberano consiste en un incremento de la tasa de referencia. Ello fungirá como otro factor de afectación sobre el crecimiento económico. Así, bajo el anterior escenario, entre los saldos de corto plazo derivados de la austeridad estarán la caída en la producción de bienes y servicios, así como un incremento de la deuda con respecto del PIB. Lo anterior, sin considerar todas las afectaciones sociales que acompañan a la reducción del gasto púbico.

La astringencia presupuestaria que imponen las políticas de austeridad afecta la posibilidad de ejercer el gasto keynesiano. La función de este gasto no se limita a reactivar la economía e impulsar el crecimiento. Sienta las bases para el desarrollo de aspectos fundamentales como son la reducción de brechas científica y tecnológica, la consolidación de las instituciones del Estado, así como de los mecanismos de transmisión necesarios para llevar a la sociedad los beneficios que genera el desarrollo. El gasto keynesiano es una inversión a futuro; inversión para el crecimiento económico, pero fundamentalmente para el desarrollo sustentable.

En variedad de circunstancias, el endeudamiento estatal puede ser el único mecanismo para financiar la reactivación económica. Por tanto, los estrictos límites que impone la austeridad al endeudamiento público pueden acarrear severas afectaciones al desarrollo. En países donde la planeación estatal tiene arraigo, el fortalecimiento de la probidad gubernamental, así como la eficiencia en el ejercicio del gasto público han originado que el multiplicador fiscal se eleve. Derivado de ello, y no de una política fiscal pasiva, se ha logrado que el crecimiento del producto agregado supere el aumento de la deuda soberana. Además, el gasto keynesiano reduce los rezagos en salud, educación y corrige la desigualdad en el ingreso. En un Estado eficiente y eficaz, la solución económica para reducir el cociente (deuda/PIB) no radica en suprimir el gasto estatal para acotar la deuda, sino en incrementar el PIB. El remedio definitivo para una deuda estatal gravosa es el desarrollo por vía de mayor crecimiento. Es justamente ahí hacia donde apunta el gasto keynesiano.

Las razones por las que se debe cuestionar profundamente la adopción de la austeridad como política económica generalizada son abundantes y poderosas. Entre ellas, destacan los altos riesgos de recesión que puede implicar la implementación de políticas de austeridad. Bajo el régimen de austeridad, la falacia de composición acecha a la economía mundial. Si en aras de remontar la crisis global de endeudamiento, las economías de todo el mundo persisten en la limitación del gasto público, el consumo de bienes y servicios a nivel mundial adquirirá una tendencia decreciente. A la contracción del consumo seguirá, inevitablemente, la caída del empleo formal y de los salarios. Consecuentemente, el ahorro total se reducirá, al igual que la inversión y la producción total.

John Maynard Keynes definió esta situación como la “paradoja del ahorro”. Cuando todos economizan al mismo tiempo sin que haya consumo para promover la inversión, se lleva a la economía a la falacia de composición. Ésta implica que lo que se cumple para las partes, no necesariamente se cumple para el todo. Cuando todos practican la austeridad al mismo tiempo el resultado no es positivo: se contrae la economía en todas sus actividades. Las políticas de austeridad terminan siendo contraproducentes. Keynes combatió la “austeridad impuesta”, como la aplicada en el Tratado de Versalles. La experiencia lo llevó a escribir su libro The Economic Consequences of the Peace, en el cual prácticamente predice el desenlace de otra guerra mundial como consecuencia de las imposiciones impuestas al pueblo alemán.

La Gráfica 6 ilustra dicho fenómeno. En el eje vertical aparecen el ahorro y la inversión. En el horizontal, la producción. El punto E, donde se intersectan la inversión y el ahorro, representa el nivel inicial de producción, Y0. Cuando el ahorro aumenta, la curva original S se desplaza hacia arriba, hasta llegar al nivel S1, representado por una línea punteada. Podrá observarse cómo la nueva intersección entre el ahorro y la inversión se ubica ahora en el punto H, para el cual, el nivel de producción Y1 es menor que la producción inicial Y0. El incremento del ahorro derivó en una caída de la producción. Paradójicamente, el hecho de que todo el mundo ahorre de manera simultánea lejos de beneficiar a la economía trae como consecuencia una caída de la producción. Este fenómeno, planteado de manera insigne por Bernard Mandeville en la Fábula de las Abejas, claramente se adapta a la dinámica de las economías nacionales, inclusive de las regionales, cuando se adoptan simultáneamente regímenes de austeridad.


Para evitar un efecto contrario al deseado, la compleja relación entre consumo y ahorro debe ser fiscalizada. El Estado debe intervenir oportunamente en esta relación. Es innegable que, en determinadas circunstancias, resulta necesario que las economías nacionales limiten sus gastos. Ciertamente, el desbordamiento de las deudas soberanas puede generar desbalances críticos entre ingresos y gastos. Pero cuando la austeridad se instaura como régimen generalizado, se corre el riesgo de que provoque, también de manera generalizada, severas contracciones en la producción de las economías involucradas.

La noción de que la reducción de las tarifas impositivas impulsa la inversión, el crecimiento económico y, por ende, una mayor recaudación fiscal, ha sido fuertemente impulsada por el Fondo Monetario Internacional (FMI) a raíz de la crisis de 2008 (FMI, 2012). No obstante, la evidencia empírica apunta a que el aumento de recaudación fiscal como resultado de la reducción a la tasa marginal impositiva sólo se verifica para el caso de economías consolidadas. En tales economías, la tasa marginal impositiva puede aproximarse a cero, e inclusive asumir valores negativos. La gráfica 7 que alude a la célebre curva de Laffer ilustra los efectos que pueden tener diversos escenarios fiscales en términos de niveles de captación y de crecimiento económico.


Bajo esta racionalidad se afirma que la reducción de impuestos a las empresas redunda directamente en reinversión de utilidades y, por ende, expansión económica. Sin embargo, lo anterior no necesariamente se cumple para las economías emergentes. Cuando el ámbito empresarial está invadido por empresas transnacionales, la repatriación de utilidades y expansión hacia nuevos destinos producen comúnmente que los sacrificios de ingresos públicos que representan las reducciones fiscales a las empresas terminen rindiendo frutos fuera de las fronteras. A su vez, las mermas en la captación fiscal reducen la capacidad de amortización de la deuda soberana. Cuando los países gozan de baja capacidad de pago, las variaciones de su déficit público implican, indefectiblemente, incrementos de las tasas de interés de su deuda. A consecuencia de la menor confianza, se afectan en cascada la inversión fija, el consumo interno, el tipo de cambio, el nivel de precios y el producto agregado. Dado que los acreedores financieros focalizan su atención en las variaciones de corto plazo de la relación (deuda/producción), la austeridad reduce al mínimo los grados de libertad para impulsar el crecimiento mediante expansión del gasto corriente e inversión públicos. Así, el propio régimen de austeridad tiende a constituirse como principal factor de desaceleración de la actividad económica. Krugman ha sido claro al enfatizar esta problemática: “en la medida en la que se les esté imponiendo a las economías emergentes, las políticas de austeridad estarán produciendo cada vez peores resultados” (Krugman, 17 de mayo de 2013).

No obstante, los organismos financieros internacionales continúan promoviendo las “bondades” del régimen de austeridad. Entre éstas, se ha venido enfatizando en los últimos años la sustentabilidad fiscal. Desde la visión del FMI, la búsqueda de la sustentabilidad fiscal no va necesariamente en contra de otras acciones estatales a las que comúnmente se recurre para estimular la economía. A decir del Banco Mundial (BM), los gobiernos de países emergentes cuentan con márgenes de acción suficientes para impulsar la economía bajo esquemas de austeridad. “Grandes pasivos contingentes de largo plazo, como las pensiones con garantía estatal, podrían fácilmente liberarse a través de medidas como el incremento de la edad de jubilación” (Korpi, 2003:440).

Sin mencionar la reacción social que inducen, planteamientos como el anterior soslayan cuestiones tan fundamentales como que la prolongación forzada de la vida laboral requiere previamente la resolución de las carencias de los servicios públicos de salud. Lo anterior constituye un peso adicional que gravita sobre el presupuesto estatal y que fácilmente puede superar el ahorro que se busca al elevar la edad de jubilación.

Otros rasgos característicos de la austeridad se relacionan con la inequidad en la distribución de los costos económicos y sociales que implica. La reducción del gasto público no afecta simétricamente a los distintos estratos de la población. Mientras los estratos bajos dependen vitalmente de los servicios públicos y de la existencia de programas sociales, los estratos altos cuentan con alternativas para sortear los efectos de las reducciones al gasto social. Inclusive pueden verse beneficiados si saben aprovechar financieramente las fluctuaciones en los mercados financieros que se generan con los cambios de calificación del grado de inversión y riesgo soberano.

A partir de que la austeridad comienza a generar sus primeros efectos adversos sobre el crecimiento, la reducción del grado de inversión se constituye como una amenaza adicional sobre las economías emergentes. Las primas adicionales de riesgo que se deben pagar para compensar a los acreedores financieros representan mayor carga sobre el presupuesto público. Ello estrecha aún más los márgenes de acción de la política fiscal.

El prolongado sostenimiento de un régimen de austeridad en el mundo ha revelado que los supuestos que se aducen para sostenerlo no se cumplen en general. El supuesto de la confianza del consumidor es un ejemplo. Dicho supuesto parte de que los consumidores, al observar la adopción de medidas estatales de austeridad para sanear las finanzas públicas y aligerar el peso relativo de la deuda soberana, aumentarán su nivel de gasto. Lo anterior, bajo la expectativa de que, en un futuro cercano, el gobierno, saneado financieramente, tendrá menor necesidad de cobrar impuestos. La disminución de impuestos hará entonces que los créditos adquiridos no afecten la capacidad de consumo presente.

No obstante, la realidad muestra que cuando un gobierno adopta un régimen de austeridad, la propensión del consumidor tiende a replicar la conducta austera del gobierno. “Si el gobierno se conduce de esta manera, seguramente es porque se avecinan tiempos más difíciles” (Beetsma, 2015). Así, los recursos financieros disponibles son reservados por los consumidores para cuando la situación económica se vislumbre mejor. Ello reduce el consumo total y por ende el crecimiento económico. Razones análogas hacen que tampoco se verifique el supuesto de la activación de la inversión empresarial. Inclusive las pequeñas y medianas empresas se pueden ver obligadas a contraerse como resultado del aumento de las tasas de interés vinculadas a las altas primas de riesgo que suelen acompañar a los regímenes de austeridad.

El futuro de la austeridad

Las grandes vulnerabilidades que ha mostrado el sistema económico se explican solamente por la existencia de fallas estructurales en el mismo. Los trabajos de Piketty han aportado amplia evidencia sobre la progresiva concentración de riqueza que el actual modelo económico genera. La consecuente desigualdad, extendida por todo el mundo, difícilmente podrá ser revertida en un plazo mediano. Lo anterior se acentúa en contextos de poscrisis. Los grandes capitales han encontrado eficaces fórmulas adaptativas que les permiten ir mucho más allá de su recuperación. Para tal efecto, las políticas de austeridad juegan un papel central.

Alrededor del régimen de austeridad se ha construido un metadiscurso moralista que logró penetrar en prácticamente todos los sectores de la sociedad, incluyendo a los progresistas. Ello ha contribuido a que dicho régimen adquiera paulatino arraigo. Paradójicamente, tal penetración parece darse también entre los estratos poblacionales con mayores carencias.

No obstante, para los países caracterizados por altos niveles de pobreza y desigualdad resulta vital que el crecimiento de la economía responda al intenso ritmo de su dinámica demográfica. En estos países, la creciente demanda de servicios de salud y educación, así como las cifras de jóvenes que año con año se suman a la demanda de empleo, son factores que ejercen presiones extraordinarias sobre la economía.

Pero tanto el crecimiento de la economía como el abatimiento de las desigualdades entre la población dependen fuertemente del nivel y orientación que se le dé al gasto público. La política fiscal pasiva que impone el régimen de austeridad restringe dicho gasto. Como consecuencia inmediata, el potencial de crecimiento económico se reduce.

A pesar de todo lo anterior hay que decir que existen condiciones para poner límites a la austeridad. La intervención estatal mediante inversión pública sigue siendo la mejor política alternativa. En países como México, que pasan por un período de fuerte liderazgo democrático, existe una ventana de oportunidad para que el gobierno y la sociedad construyan conjuntamente una visión alternativa de futuro. Es fundamental que en dicha construcción prime conciencia sobre los escasos beneficiarios y verdaderos costos sociales que la austeridad trae consigo.

Hasta ahora la estrategia de “austeridad propuesta para lograr los objetivos de bienestar de la 4T”, reivindicada como la óptima racionalidad en el uso de los ingresos públicos a fin de lograr los objetivos de la transformación propuesta no ha logrado mover al país en esa dirección. A más de dos años de ejercer el poder el obradorismo ha demostrado que la austeridad no mejora el bienestar social, al no responder a las necesidades de crecimiento económico y, por el contrario, ha conducido a una involución económica que se agravó exponencialmente por la pandemia del coronavirus. Los programas de bienestar social no han propiciado desarrollo, ni crecimiento económico, ni empleo ni seguridad. Lo que resalta es la ineficiencia operativa del gasto público y los “subejercicios” del gasto autorizado, debido a que no se usa el presupuesto adecuada ni oportunamente.

De hecho, la política pública se afianza en programas sociales que sacrifican el crecimiento económico y la institucionalidad requerida para lograr el desarrollo como ocurre desde que se iniciaron los programas asistenciales en el gobierno de Salinas de Gortari. Los resultados desde entonces demuestran que se transita en la demagogia política sin resolver la pobreza ni la lacerante inequidad en la distribución del ingreso. Hoy se insiste en estos programas a costa de cumplir las promesas de consolidar una infraestructura productiva y social compatible con niveles de desarrollo tecnológico para la creación del empleo que el país necesita, que no es necesariamente la de plantar árboles. Desde su inicio, estos programas han limitado las posibilidades de desarrollo al estar orientados a fines electorales, sin considerar los costos a largo plazo.

El presupuesto obradorista no responde a un modelo de desarrollo nuevo, sino a la continuidad de las políticas del priismo consistentes en buscar en el exterior las soluciones de los problemas internos por medio de la apertura que proporciona el Tratado México, Estados Unidos y Canadá (TMEC) y la dependencia de los Estados Unidos con un impulso a proyectos de infraestructura, incremento a los programas sociales que practicó el priismo desde los tiempos de Salinas de Gortari. Más gasto social sin mayor preocupación por el crecimiento económico y la generación de puestos de trabajo. Esto ha llevado a un México estancado con caída en la inversión y un gasto social disparado y un brutal recorte al gasto público en infraestructura e inversión productiva lo cual ha impulsado la desconfianza de los inversionistas y, en consecuencia, la salida de capital mexicano hacia el extranjero. A la vez que los motores internos, como el consumo interno, el gasto gubernamental y la inversión pública están apagados. Lo más grave es que no hay suficientes recursos para un presupuesto equilibrado en los siguientes años y mucho menos para cumplir con todos los apoyos prometidos.

Lo anterior lleva a considerar si la política obradorista significa la práctica de un gobierno austero como aseveran los morenistas o una simple práctica de gasto austero. La diferencia es fundamental sustentada en el razonamiento de que un gasto austero que se orienta a reducir el gasto público, incluyendo los renglones de gasto social, y lo convierte en ahorro público y no en inversión pública que contribuya a avances en bienestar y en oportunidades de trabajo para los ciudadanos es una política neoliberal, como también lo es el aferramiento por depender del comercio exterior para un mayor crecimiento y un mayor estadio de desarrollo. La gran pregunta es ¿por qué un concepto absolutamente neoliberal se convierte en el eje de funcionamiento de un gobierno supuestamente progresista? Para mejorar la posición de los más desamparados lo que se requiere es la instauración de un Estado de Bienestar como el que propuso Keynes para sacar de la encrucijada al capitalismo después de la Gran Recesión de 1929. Esta ruta implicaría un programa de escuelas que facilitan el ascenso social, programas de vivienda popular e infraestructura básica, servicios de salud y de alimentación para que los menos favorecidos dejen de serlo.

La idea de que la austeridad es una buena solución para el crecimiento por medio del desmantelamiento del Estado del Bienestar es, como afirma Blyth, “un insultante embuste y un peligroso disparate” (2010, p. 14). En la lógica neoliberal este viraje hacia la austeridad parte de la idea de la “consolidación fiscal orientada al crecimiento” que se propuso en el comunicado del g20 de 2010, cuando se consideró necesario poner fin a gastos destinados a la reactivación económica después de la crisis de las hipotecas basura cuando en realidad la política de austeridad todo lo que genera es desempleo y destrucción del Producto Interno Bruto. Igualmente relevante es la crisis del sector salud bajo el enfoque de la austeridad. En realidad, este gobierno defiende una política de austeridad como fundamento de su narrativa moral. Igualmente se propone la austeridad como la antítesis de la corrupción, aunque no sean lo mismo ya que se puede ser austero y a la vez corrupto. Más grave aún es que este planteamiento lleva a la paralización de áreas productivas y a afectar la eficiencia gubernamental. El tipo de moralidad que impulsa la austeridad atenta igualmente contra el crecimiento.

Estudios sobre la austeridad en la 4t

En el contexto general sobre la lógica y consecuencias de las políticas de austeridad se presenta en este volumen una serie de estudios que permiten visualizar algunas tendencias de los efectos que empiezan a perfilar las acciones y posibles resultados de la política de austeridad impuesta para llevar adelante la llamada “cuarta transformación” de la sociedad mexicana.

Por ejemplo, Ramírez Medina argumenta que un cambio de régimen supondría la instauración inmediata de un nuevo paradigma y concepciones del papel del gobierno y de la política pública por lo cual llama la atención que persista la ausencia de mecanismos redistributivos de la riqueza. Mediante el análisis de los impactos directos e indirectos de las restricciones y condicionamientos presupuestales se identifican y analizan las implicaciones que la política de austeridad está teniendo sobre la política de combate a la pobreza, en particular los impactos negativos sobre la actividad económica y la generación de desempleo.

La pandemia representa un gran reto adicional para la transformación pretendida al reducir los márgenes de ahorro concebidos originalmente en el marco de exigencia de racionalidad del gasto público que impone la austeridad. Más que nunca, se requiere una visión expansiva del ejercicio del presupuesto público, que permita apuntalar a los sectores estratégicos para el desarrollo y dé viabilidad a la transformación pretendida.

En ese orden de ideas, Rozo considera que el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024 se presenta como un nuevo consenso social basado en la convicción de que el quehacer de la nueva administración está en lograr el bienestar de la población, lo cual implicaría colocar en el centro de las prioridades económicas la reactivación del mercado interno por medio de un modelo de desarrollo sostenible bajo la premisa propuesta por López Obrador de que “la mejor política exterior es la política interior”, lo cual asume que la economía interna se puede modificar sin alterar radicalmente la dependencia de la globalización neoliberal. La pandemia del Covid-19 sólo confirma las dificultades de esta pretensión, ya que las dificultades provenientes del exterior existían desde antes como lo demuestra Rozo en este ensayo.

Por su parte, Constantino Toto aduce que la racionalización presupuestaria y reasignación de recursos sin argumentos contundentes que las sostengan, en la práctica implican la adopción de un régimen de austeridad con efectos negativos en sus ámbitos de su aplicación. En materia de sustentabilidad del desarrollo, la reducción presupuestaria que ha exhibido el ramo 16, con mayores énfasis en las transferencias a estados y municipios, las inversiones en infraestructura y el personal especializado, compromete la eficacia de la intervención gubernamental en la producción de los bienes públicos que se requieren para el mantenimiento de la dinámica económica del país. La transición hacia la sustentabilidad del desarrollo requiere el aprovisionamiento de los bienes públicos que inciden en la salud del patrimonio natural. Toda vez que los costos de aprovechamiento de bienes naturales provenientes de fuentes de abastecimiento degradadas son crecientes, la reducción presupuestaria encarece el proceso económico y repercute en la agenda social.

Ahora bien, incluso en el marco de un bienestar discursivo la aplicación de políticas de austeridad está erosionando capacidades fundamentales de las instituciones del Estado mexicano, particularmente en el ámbito de la salud pública. Para hondar en ello, Valle y Valencia auscultaron algunas de las experiencias internacionales en los diagnósticos ofrecidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Internacinal del Trabajo (OIT) referentes a la mortalidad en el mundo, lo que permite visualizar las implicaciones de la austeridad en México a partir de las causas generales de las defunciones registradas en el país, defunciones prematuras y defunciones entre la población económicamente activa por enfermedades no transmisibles (ENT). Los resultados sugieren una tendencia creciente de fallecimientos relacionados con ENT y el aumento sustancial de suicidios por la precarización inducida por una austeridad que genera consecuencias que van más allá de los indicadores macroeconómicos.

Finalmente, Muñoz y Briones arguyen que la austeridad republicana fue anunciada originalmente como una política gubernamental procíclica. Su objetivo consistía en generar los recursos necesarios para impulsar una nueva cartera de programas sociales y megaproyectos de inversión. Pero la realidad ha puesto en relieve facetas de la austeridad republicana que no se tenían contempladas. La cancelación de insignes programas sociales, así como fuertes recortes presupuestarios a gastos de operación e inversión en prácticamente todos los sectores se han convertido en los ejes principales de la política de austeridad. En su trabajo, analizan las repercusiones de la austeridad republicana sobre tres de los ramos de mayor importancia estratégica para el país: la generación, la transmisión y la distribución de electricidad. En primer término, discuten los enigmas que encierra el plan energético nacional, así como algunos de los cambios más importantes observados en la gestión del sector energético. Finalmente, los autores prefiguran el horizonte para el ramo eléctrico dentro de la atmósfera de incertidumbre que ha invadido a dicho sector a partir de los cambios impulsados por la 4t.

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La austeridad y la 4T

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