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EMILSSEN GONZÁLEZ DE CANCINO*

Introducción

El cuerpo, su definición, la comprensión de sus posibles características, sus expresiones simbólicas, su inserción en la ciencia y en los imaginarios de toda índole, así como en las categorías filosóficas y jurídicas, los límites que marca al derecho como disciplina y a los derechos de cada quien –en lenguaje de los antropólogos, al “sí mismo” y a los “otros”, individuos, grupos y estados– está siendo objeto, con renovado interés, de reflexiones y debates en el amplio campo de las ciencias sociales.

El libro1 que presentamos a los lectores es el producto de la investigación que viene realizando un grupo de profesores de la Facultad de Ciencias Sociales, vinculados a los grupos de investigación “Conflicto y dinámica social” y “Cultura y sociedad”, y del Centro de Estudios sobre Genética y Derecho de la Universidad Externado de Colombia, que forman parte del grupo de investigación “Ciencias biológicas y derecho”, sobre el cuerpo humano como objeto de estudio, elemento de comunicación, entidad en la que confluyen manifestaciones culturales, pero también expresión de estas, y cuya identificación y definición son difíciles de aprehender porque comprenden a la vez su fisicidad y su construcción socio-cultural. En esta ocasión, para acentuar el carácter interdisciplinar de las investigaciones en nuestra universidad, fueron invitados a colaborar en el libro docentes investigadores de los Departamentos de Derecho Penal y Derecho Civil.

Por otra parte, en la etapa de redacción de los capítulos en que se divide esta obra, los autores tuvieron la oportunidad de poner en conocimiento de los alumnos de la Especialización y la Maestría en Derecho Médico los avances de su investigación, circunstancia que se coloca en línea con la importancia creciente que se otorga a la integración de esta con los procesos de docencia y aprendizaje, de manera especial en los cursos de posgrado.

Se abre el libro con un capítulo dedicado al análisis de los problemas jurídicos que suscitan las modificaciones permanentes del cuerpo inducidas, bien por motivos de satisfacción sexual, por la búsqueda de identidad corporal, o por visiones del mundo ancestrales, insuficientemente comprendidas por quienes no forman parte de las comunidades que las han vivido durante milenios.

Contiene dicho análisis explicaciones médicas en la medida suficiente para permitir a los legos en la materia no perder el hilo en la discusión jurídica que, como es natural, está centrada en los derechos fundamentales e ilustrada con el estudio de casos muy destacados y su resolución por juzgadores de distintos países y del derecho comunitario europeo, sobre tres puntos: a) el trastorno de identidad de la integridad corporal (BIID, por sus siglas en inglés), b) las prácticas sexuales sadomasoquistas y la apotemnofilia y c) la ablación de clítoris o mutilación genital femenina.

Este capítulo nos permite ver, una vez más, cómo las orientaciones políticas del poder, que son en esencia transitorias y mutables, influyen en las normas que regulan la corporeidad de los ciudadanos, para dirigirlas a la protección de diversos intereses o derechos; por ejemplo, la integridad física, para tomar entonces, como punto de apoyo de las decisiones legales y judiciales restrictivas o prohibitivas, el considerar si las transformaciones del cuerpo son permanentes o no, así como la medida del deterioro que puedan causar a la funcionalidad del propio cuerpo; o la misma integridad, más allá de sus límites y formas tangibles, para fundamentar las respuestas del derecho en una concepción holística de la salud; o privilegiando intereses del poder y la organización económico-social del momento que llegan a considerarse valores prioritarios, como la incidencia de la modificación corporal en la aptitud para prestar servicios militares o laborales; o valores de alto contenido social y, valga la tautología, axiológico, como la protección de la salud de la comunidad o la preservación de principios morales, de la autonomía personal, o el orden público.

En este y otros capítulos salta a la vista la importancia de la relación enfermedad-terapia para legitimar la intervención médica sobre el cuerpo –incluso sobre la mente– de otro; es decir, la consideración de quien consiente la modificación en su cuerpo como paciente de quien la realiza. Fuera de esta relación consentida, el camino sobre la cuerda floja de lo lícito, lo permitido y lo ilícito, lo prohibido, es evidente.

Si trasladamos lo anterior al ámbito de los sistemas públicos de salud, podemos intuir cómo incidirá en el cubrimiento de la intervención el calificarla de terapia –medicina de necesidad– o no –medicina de deseo–.

El autor va formulando en su escrito preguntas de gran interés para continuar el debate: ¿hasta dónde llega la libertad del individuo para construirse a sí mismo?, que nos llevaría a tomar partido por el cuerpo como categoría fluida y dinámica que, por cierto, el propio autor acoge al final de su escrito; o ¿está llamado el derecho a imponer automática o paulatinamente una concepción unánime o mayoritaria de derechos fundamentales?

El segundo de los capítulos se titula “Modificaciones corporales permanentes, un debate sobre estos tiempos”. El autor desarrolla su argumentación como quien tensa las cuerdas de un instrumento musical, pues analiza las estéticas y las contra-estéticas entre el delito, el orden y la representación; examina lo monstruoso desde la naturaleza y desde el poder, las modificaciones como restituciones o como sanación, como impugnación del saber médico y como transgresiones al poder; pone en contrapunto lo permanente y lo transitorio, lo voluntario y lo involuntario, el placer y el dolor.

Mas, como la tensión de las cuerdas no produciría buen efecto si los puntos intermedios que la llevan a los extremos no hacen sonar la nota precisa, el autor llama la atención sobre la importancia de superar clasificaciones o visiones meramente dicotómicas, para tomar en consideración, por ejemplo, lo que significan y han significado históricamente concepciones y vivencias más amplias de la vida misma y del cuerpo en particular. Así, introduce en su argumentación la dimensión espiritual y la compleja forma de existir en la comunidad de los seres vivos, propias de los pueblos indígenas habitantes de las tierras ahora conocidas como América Latina o África, en cuyas culturas las leyes de origen, revitalizadas a lo largo del tiempo y las fuerzas y potencias de la naturaleza se reúnen en el proceso de conformación del cuerpo “atado al territorio, en relación indisoluble con el mundo natural y el espiritual”.

El planteamiento anterior aparece unido a una advertencia importante para el lector, aunque el autor la dirige a los antropólogos: no pueden asimilarse las modificaciones extremas al uso en esta época, con un potencial transgresor muy concreto, con las prácticas de los grupos ancestrales que forman parte de un mundo complejo en el que habitan el cuerpo, la naturaleza y la espiritualidad como un todo prácticamente inescindible.

Podríamos decir que el análisis del autor gira en torno de la concepción del cuerpo como lienzo que sirve de medio para expresar ideas de contraste con lo usual, lo normal, lo corrientemente aceptado, tanto en su fundamentación, como en el mensaje individual, grupal y social; para él, la modificación extrema y voluntaria de aquel, aunque se proponga distintas finalidades, manifiesta que no existe distinción esencial entre el cuerpo biológico y el simbólico.

También resalto el desarrollo de la idea que nos muestra las modificaciones permanentes y extremas dentro de una dinámica que, inicialmente, permite a quien las exhibe la autoafirmación de la subjetividad, por o para lograr la adscripción y el reconocimiento dentro de un grupo, que significa en sí mismo cuestionamiento y reto frente a lo normal o normalizado, y en el que aquellas cumplen las funciones de llamada o atracción de las miradas ajenas, de expresión de poder que infunde temor y, a su vez, crean sentido de pertenencia a una comunidad dentro de la disrupción; pero, en el momento en que tales grupos alcanzan cierto grado de madurez –el ejemplo más significativo que utiliza el autor es el de las maras centroamericanas– caracterizado por su inclusión dentro de los canales socioeconómicos establecidos, en el límite que marcan la apariencia y la realidad de algunas actividades ilícitas, los propósitos iniciales no deben permanecer; en ese punto, las modificaciones extremas se someten a procesos que tratan de invisibilizarlas, de borrarlas, para ser reemplazadas por algunos símbolos menos aparentes o reconocibles. El proceso, en lugar de negar, afirmaría la importancia del cuerpo como símbolo y lienzo para la comunicación.

En clave de dinámica evolutiva presenta el autor el tema de los tatuajes que en tiempos cercanos irrumpieron con notas disonantes dentro de la estética social, comunicaron la pertenencia a grupos vinculados con el delito, para caer después en las redes del mercado, pero que aun en las nuevas circunstancias siguen siendo manifestaciones de voluntad transgresora al contar las historias y expresar los anhelos del individuo en un contexto signado por la tensión “entre lo real y lo imaginado, entre lo socialmente instituido y la autoinstitución del sujeto”.

¿Qué pasa con la monstruosidad? ¿Tiene un significado en sí misma que la diferencie de otras transformaciones corporales? Para el autor, la respuesta es afirmativa porque ella amenaza con subvertir no solo el orden normativo, sino el estético y el de la naturaleza, con lograr incluso romper la barrera de las especies; también porque algo de lo monstruoso habita en todos nosotros y por eso los monstruos nos confrontan con la posibilidad de ser producto de nuestra propia razón, que envuelve a su vez la sinrazón.

El argumento anterior es difícil de comprender para quienes no tenemos la formación del autor; sin embargo, el ejemplo parece convincente: la fascinación que ejercen las figuras monstruosas en la literatura, en el arte, en el circo o en el cine, como el innominado hombre que produjo el doctor Frankenstein.

Fuera de esos escenarios, la modificación extrema del cuerpo produce un efecto político por su capacidad de poner en jaque las categorías de lo que tenemos interiorizado como orden natural y colocar al cuerpo por fuera de los poderes establecidos por las instituciones políticas, la ciencia o la religión.

A continuación, el investigador dedica sus reflexiones al placer y el dolor como objetivos de las modificaciones corporales permanentes y extremas. Es clara su referencia a la obra de Foucault. Por tal razón, se ocupa del movimiento BDSM (bondage, dominación y sumisión y sadomasoquismo) y del fetichismo y lleva su atención hacia prácticas como el genital beading o pearling que pretenden, por el camino del dolor previo, alcanzar la recompensa del placer extremo.

Característica diferenciadora de estas prácticas es el desafío al saber profesional, al poder y a los privilegios estatales concedidos a los médicos, por cuanto se aplican por otra clase de “expertos”, en locales ni reglados ni vigilados por autoridades competentes.

Entonces los interrogantes se desplazan al balance entre poder y autonomía individual, entre libertad e imposición. El autor, en palabras que nos hacen recordar las que Stefano Rodotà escribiera en su obra La vida y las reglas2, se pregunta ¿quién decide sobre el cuerpo?, ¿el sujeto, el médico, el sistema de salud, el abogado, el Estado o la cultura? Todos los interrogantes plantean problemas trascendentales, entre otros, a la ciencia y al derecho, que involucran conceptos tan importantes como la dignidad, la libertad, la subjetividad, etc.

La última sección de este capítulo está dedicada a un problema entrañable: la actitud de las mujeres que, por razón del cáncer de seno, han tenido que dar un giro a su vida y encontraron la manera de resignificar la modificación quirúrgica de sus cuerpos con modificaciones cosméticas que expresan a la vez el pasado vivido con inmenso dolor, la esperanza en el futuro y el renacimiento de la vida. Son modificaciones para sanar y para reconstruir. El cuerpo, de nuevo lienzo con valor simbólico; mensajero y mensaje.

El autor entiende que “la posibilidad de modificar nuestros cuerpos nos recuerda una y otra vez que no hay en realidad una distinción entre cuerpo biológico y cuerpo simbólico”.

El diálogo que se desarrolla en los dos primeros capítulos en torno de las modificaciones corporales extremas y permanentes continúa en los dos siguientes sobre el tránsito de lo humano hacia lo transhumano y lo poshumano.

En el capítulo dedicado al primero de estos, el autor brinda una buena síntesis de las varias definiciones que se han dado del concepto, así como un recorrido por el desarrollo histórico de las teorías y de los diferentes movimientos que trabajan para poner en marcha el proyecto transhumanista, y su llegada a concretas agendas políticas y al trabajo de varios centros universitarios en Europa, Estados Unidos y México.

Igualmente, subraya en varias ocasiones la paradoja que establecen los grandes adelantos de la tecnología para superar dificultades físicas de las personas, curar o prevenir enfermedades, mejorar las capacidades mentales y físicas hasta límites apenas soñados, por un lado, y, por el otro, la incapacidad de la humanidad para solucionar problemas tan elementales como esenciales, valga hablar del hambre, la pobreza, la desigualdad o la falta de empatía y solidaridad.

No se trata de tomar partido por una visión unívoca; lo que se plantea es la necesidad de mirar, desde ángulos distintos, las teorías y los movimientos que, en torno de la búsqueda de un camino para llegar a la perfección soñada acelerando la evolución natural con todos los medios al alcance del hombre actual, están en boga. Mirada que no puede ser extraña al Derecho.

Tampoco intenta el autor desconocer el valor de las tecnologías y su contribución a la mejora del nivel y la calidad de la vida en los tiempos que corren; solo llama la atención sobre el necesario balance entre sus logros y los peligros anexos y sobre la aún más peligrosa adopción acrítica y falsamente democrática de todos sus fines y artilugios.

Desde siempre, el ser humano ha buscado trascender, vivir más allá de los límites corporales. La promesa de lograrlo ha sido un punto fuerte de las religiones. Como escribiera el papa Inocencio III en su tratado De miseria humanae conditio, la dignidad del hombre “es sobrenatural: la esperanza de ser salvados por Cristo y después de la muerte llegar a ser ciudadanos del cielo”3. El transhumanismo resulta ser así “el único proyecto de salvación laica, pretendidamente realizable, en este mundo”. En ello reside la fuerza de su utopía, se afirma en este capítulo.

En este sentido, resulta un tanto confusa la percepción transhumanista del cuerpo, tanto si concebimos que este se agota en la mera fisicidad, como si aludimos a él en la complejidad de su construcción individual, social y filosófica. Se diseña la manera de mejorarlo de mil maneras, pero también se predica la necesidad de prescindir de él y construir otro hardware para alojar las mejoras; la cortedad de la mente deberá ser reemplazada por programas de IA que el propio individuo no puede diseñar. La vida no será vida eterna para nosotros –para un ser específico–, será la vida o quizá las vidas de otro.

Algunas de las promesas del transhumanismo parecen solo exageraciones y apropiación ideológica de conquistas reales de la tecnología aplicada con propósitos especialmente de prevención y tratamiento de la salud. Esto pone sobre la mesa de debate la dificultad de establecer diferencias claras a la hora de tomar decisiones. Si, por ejemplo, pensamos en el caso de los cíborgs que el autor trae a colación, la instalación de la antena que le permite a Neil Harbisson superar su ceguera de los colores se dirigió a procurarle una capacidad de la cual carecía, ponerlo en condiciones de igualdad frente a los otros congéneres, pero el desarrollo técnico lo puso en condiciones de percibir una escala más amplia de colores, de apreciar el arte de “mejor” manera, ¿debió dejarse de aplicar la terapia por tal motivo? En otro sentido –volvemos a la subjetividad a la que tanto se aludió en los primeros capítulos–, si él afirma que no es persona que porte tecnología, sino tecnología pura, ¿basta esa percepción para decir que estamos ante otra especie o en la antesala de su advenimiento?

Más allá del enfoque anterior, este capítulo nos inspira otras preguntas en cuanto atañe a la salud: ¿Curar a los enfermos o evitar que nazcan? ¿Eugenesia legítima porque no obedece a programas políticos de exterminio, sino a programas de mejora y prevención? A la hora de intentar dar las respuestas, recordemos que los efectos de las intervenciones biotecnológicas en el cuerpo no siguen la lógica abstracta de las matemáticas y que sus efectos pueden afectar a distintas generaciones. Tampoco olvidemos que ni el hombre ni su cuerpo obedecen a las leyes de la mecánica y, sobre todo, que no son elementos independientes dentro del gran todo de los seres vivos y su ambiente o sus ambientes naturales, culturales, espirituales, etc. Las reflexiones deben ser profundas, la argumentación fina, extensa e igualmente profunda.

Con cita de M. Sandel, el autor nos presenta uno de los dilemas éticos en este punto: “Admiramos a los padres que quieren lo mejor para sus hijos, que no ahorran ningún esfuerzo para ayudarles a conseguir la felicidad y el éxito. ¿Cuál es pues la diferencia entre proporcionarles esta ayuda por medio de la educación y la formación, y hacerlo por medio de la optimización genética?”

Otro de los propósitos del transhumanismo que nos recuerda el autor es el de fusionar la mente con el computador de tal forma que este responda a las órdenes de aquella, sin más intermediación que el pensamiento; otra maravilla como ayuda en situaciones de extrema incapacidad del cuerpo para moverse, otro reto a los límites del derecho que la civilización ha ido construyendo a través de los siglos ¿Se sancionará penalmente a quien piense mal, puesto que la máquina actuará de inmediato?¿Cómo distinguir los actos preparatorios de los de consumación del delito? ¿En qué forma se calcularán los tiempos para la revocación o el desistimiento válidos? Y, el final, ¿será, como se nos recuerda en el capítulo que comentamos, una materialización de la mente para poder manipularla con independencia del cuerpo al que se le considera entonces un recipiente? ¿Volvemos al dualismo mente-cuerpo?

La preocupación por la garantía de los derechos fundamentales ocupa parte importante en este capítulo. Para el autor constituye gran preocupación que la primera víctima del transhumanismo pueda ser la igualdad, porque el costo de las tecnologías necesarias para hacer realidad sus postulados es tan alto que agrandará la brecha entre las personas ricas y las pobres, aun en los países más desarrollados; también porque la manipulación puede incorporar capacidades en los nuevos superhumanos que les permitan vulnerar con mayor facilidad los derechos de los demás y porque la misma existencia de superhumanos implica una estratificación social indeseada.

Culmina esta parte del libro con la enunciación, seguida de breves comentarios, de diversos instrumentos jurídicos relacionados con el asunto, así como de los más acuciantes problemas que los juristas deberán comenzar a resolver; no sin antes dejar abierto el campo para continuar los debates, al preguntarse si el fundamento del transhumanismo no significa para los humanos la comprobación de un fracaso porque no hemos sido capaces de resolver los problemas que se enunciaron al comienzo del capítulo y buscamos “tomar un atajo frente a lo que deberíamos ser capaces por naturaleza y frente a lo que ya deberíamos haber logrado”.

Esperemos, dice, que esa estrategia –el transhumanismo– “tenga previsto que este humano ‘mejorado’, a partir de su evolución artificial, desarrolle también el discernimiento para reconocer mejor entre lo que representa el bien común y lo que no, y tenga la convicción de que el derecho es un instrumento de cambio y de garantía de la permanencia de ese humano en la tierra”.

El cuarto capítulo de esta obra está dedicado al “horizonte poshumano”, cuestión que en principio parecería extraña en un libro cuyo punto central es el cuerpo humano; sin embargo, para explicar su presencia, basta observar que el punto más lejano en ese horizonte, pensado como ideal, es la posibilidad de abandonar el soporte físico, con el cual se relacionarían la mayoría de las debilidades de la especie que es necesario superar mediante la IA y las tecnologías que convergen con ella para modificar lo viviente.

Sin duda, alcanzar en la realidad lo que se plantea por los defensores de esta corriente, sería la transformación más radical de la especie humana: dejar paso a otra especie que solo conservaría el calificativo de humana como un recuerdo de quienes bajaron la bandera para dar comienzo a la carrera que hizo posible su advenimiento; para el hombre –como especie– no tendría los elementos del Renacimiento –o de cualquier renacimiento–; se parecería más al paso de una página en el libro de la vida.

Si el cuerpo físico, tal como lo conocemos en la actualidad, se reduce a una estructura molecular y el alma o el espíritu no existen, ¿lo único que importa del humano es la información? ¿Es la vida 3.0 la verdadera vida4?

El escritor, luego de señalar, como los autores de capítulos anteriores, los dilemas, las tensiones, las paradojas planteadas por el camino hacia ese horizonte, señala dos categorías principales para arrojar luz sobre estos. Opta por dos disciplinas prácticas: la ética y la filosofía política.

La tarea es difícil para ambas, entre otras cosas, porque todavía no hemos resuelto las preguntas por el origen y la definición de la vida y ya tenemos que interrogarnos por el ¿a dónde vamos?

La tecnología sabe y puede hacer muchas cosas; al respecto, el autor formula unas preguntas, no por reiteradas menos válidas: ¿Debemos hacer todo lo que somos capaces de hacer? ¿Quién lo decide? “¿Cuáles deben ser los constituyentes de la brújula ética que oriente las decisiones sobre los avances tecnológicos?”. Él nos invita a buscar “en una caja de herramientas distinta de las que estamos acostumbrados a mirar” y a inclinarnos en “favor de la necesidad de acuerdos sociales que funjan de auriga del carruaje de la ciencia y la tecnología”.

Con base en información bien documentada, también nos muestra que los científicos ignoran todavía tanto el funcionamiento del cerebro como el origen de la vida. La inteligencia artificial, la tecnología más implicada en el proyecto transhumanista, resulta ser, entonces, “la intersección de dos conjuntos cuyo elemento común es la ignorancia”. La afirmación se nos antoja tan irónica como cierta.

A pesar de lo anterior, los partidarios más radicales del poshumanismo confiesan que los humanos actuales no somos capaces de tener una noción exacta del mundo al que ellos quieren llegar, que debemos contentarnos con imaginarlo: suena como el programa para un suicidio colectivo o para crear nuestros propios amos, en un sistema de esclavitud que no es coherente con nuestras luchas por la libertad.

En el terreno de la ética, el autor nos invita al compromiso por la construcción de un ethos normativo para los nuevos tiempos, esos en que podemos aplaudir con entusiasmo muchas aplicaciones de las tecnologías convergentes sobre la vida, pero también recelar de otras y someterlas a riguroso examen. En el de la política, llama a los individuos a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos de delegación, y a las autoridades a asumir sus responsabilidades, porque no cree que se pueda desplazar la solución de las cuestiones éticas a los algoritmos de la inteligencia artificial. A pesar de ser un físico, o quizá por eso mismo, no cree que esta llegue a alcanzar la “matemática moral”. Nosotros añadiríamos ¿qué interés tendría en emprender esa tarea?

En este capítulo se examina el llamado determinismo tecnológico que confía la renovación de las sociedades a la ciencia y la tecnología. También la noción de riesgo tecnológico y sus dos fuentes principales: la opacidad y la eficiencia rampante. Los robots ocupan una parte importante del escrito, con mención de las iniciativas para establecer reglas de comportamiento y responsabilidad que, valga la verdad, parecen contar con la corporeidad de los robots, mientras los transhumanistas sueñan con superar los límites de esta.

De su “caja de herramientas” el autor saca los instrumentos, representados en la ética y la filosofía política, para insistir en la necesidad de emprender la tarea de buscar el camino para acompasar, especialmente en el diseño de las políticas públicas, “las promesas de la ciencia con las necesidades sociales”.

Le preocupa que los derechos fundamentales de los individuos se vean vulnerados, que la innovación deje al margen la brega por la igualdad y la libertad, pero también que volver la espalda a las tecnologías disruptivas, por falta de conocimiento, profundice la brecha entre los países ricos y los pobres.

Tanto este capítulo como el otro dedicado al transhumanismo desvelan puntos muy difíciles para el derecho, no solo para la teoría o la filosofía que le son propias, también para materias más concretas como la responsabilidad; quizá en investigaciones posteriores podamos tratar algunos de esos asuntos.

El cuerpo, en su dimensión más física, en su inserción más viva en la percepción propia y de los demás y en la cultura humana, se hace presente en los dos capítulos dedicados a los temas del canibalismo y la antropofagia.

El primero de ellos, escrito por una investigadora de derecho penal, se inicia con el problema siempre presente en la academia de las definiciones y sus matices. Alinderado así el tema, procede a examinar la posible inclusión de las conductas en las que un humano se come la carne de otro semejante, en los tipos penales. Como parece obvio, merecen especial atención el homicidio, las lesiones y la profanación de cadáveres, puesto que el canibalismo no constituye, de por sí, un delito debidamente tipificado.

Parte del postulado democrático de la mínima intervención del derecho penal; de su concepción como ultima ratio para la intervención del Estado en el espacio de libertad de los ciudadanos.

Después de explicar que la conducta del caníbal, desde el punto de vista de su descripción meramente fáctica, encajaría en el supuesto típico de alguno de los delitos con los que se hace su comparación, entra a describir y analizar diversos casos reales, juzgados con medida diferente por los jueces de distintos países y en diversos períodos históricos.

Las explicaciones dogmáticas correspondientes facilitarán al lector la comprensión de los elementos que se deben tomar en cuenta para el análisis. El llamado caso Meiwes, juzgado en Alemania en 2001, le da pie para hacer el examen de la ausencia de responsabilidad penal cuando el sujeto activo de la conducta cuenta con el consentimiento libre de vicios, previo o concomitante, de quien soporta la acción, así como para discurrir sobre la indisponibilidad de la vida considerada bien jurídico protegido por el derecho penal. También, para estudiar el tema de la responsabilidad en las llamadas acciones a propio riesgo. Con base en estos elementos, la autora se separa de las conclusiones que llevaron a los jueces alemanes a condenar al imputado.

Compara luego el escenario y la situación jurídico-penal de los sobrevivientes de los Andes con el del velero Mignonnette, para hacer patentes algunas diferencias esenciales: en el primero, la carne consumida procede del cuerpo del piloto ya fallecido, es decir, de su cadáver; los marineros, en cambio, matan a un grumete famélico y desprotegido, pero todavía vivo. Aunque unos y otros actúan en estado de necesidad, la causal de ausencia de responsabilidad no se configura en el segundo y, mucho menos, las de consentimiento de la víctima o asunción voluntaria del riesgo. Muy interesante resulta el paralelo entre el pacto de los uruguayos: una especie de documento de última voluntad para autorizarse mutuamente a consumir sus cadáveres en caso de necesidad extrema, y la alegada ley del mar que permitía jugar a los dados la vida de los más desvalidos.

Lo anterior explica que en 1884 los jueces ingleses hayan desestimado toda causa de justificación legal del delito e impuesto a los caníbales la pena de muerte por asesinato premeditado, mientras en América Latina la conducta de estos –la mayoría jóvenes deportistas de un mismo equipo– haya sido justificada ampliamente por la sociedad.

Antes de las conclusiones, el capítulo destaca la existencia de numerosos grupos sociales que, al parecer en muy distintos tiempos de la historia y la prehistoria de la humanidad, han consumido carne humana, por motivos rituales o de supervivencia. Uno de los más recientes descubrimientos arqueológicos, el del yacimiento de Atapuerca en España, permitió confirmar que el homo antecessor formaba parte de su propia dieta. A conclusiones similares pero actualizadas llegan los antropólogos actuales mediante el estudio de grupos humanos en diferentes continentes.

Como punto final, la penalista afirma que el consumo del cuerpo humano o, más específicamente, de sus partes no es tan extraño como parece; que existen causales que permiten afirmar, en determinadas hipótesis, bien que la conducta no es típica o no es antijurídica, o que no existe responsabilidad penal.

El tema todavía suscita muchas controversias; no en vano toca esencialmente el núcleo del derecho fundamental a la vida, entra en la esfera de la libertad que es esencia y límite de las decisiones jurídico-penales y obliga a examinar los contextos culturales y sociales en los cuales se lleva a cabo el consumo del cuerpo de un ser de la misma especie.

“Entre caníbales y antropófagos: nociones del otro, y del sí mismo, a través de metáforas eróticas y cosméticas-farmacológicas” es el sugerente título del último capítulo del libro.

Como no podía ser de otra manera, la autora comienza por explorar en qué forma y mediante qué vivencias se establece la diferencia entre los actores en los actos de canibalismo o antropofagia. ¿Quién soy yo que puedo consumir la carne o la sangre del otro? ¿Quién es el otro y por qué lo puedo comer? ¿Tomo algo del otro gracias a su consumo?

Como la profesora ha dedicado largos años a la investigación de los “mundos amerindios”, se ocupa en esta parte de analizar los imaginarios que rodean la idea del caníbal y la forma como han influido en la construcción de la identidad de los pueblos indígenas por historiadores y viajeros ajenos a su concepción del mundo.

Con base en el libro de Lévi-Strauss Todos somos caníbales, se pregunta si tenemos, de suyo, vocación para el canibalismo, para responder con una provocación afirmativa fundamentada en las metáforas eróticas que se hacen explícitas, por ejemplo, en canciones populares; cosméticas, que aseguran belleza a cambio del consumo de elementos o productos corporales humanos, o farmacológicas, para promover el uso de los mismos en pro de la recuperación o el mejoramiento de la salud. Mediante la apelación a las metáforas, establecemos diferencias sutiles entre prácticas “caníbales” que nos conducen a permitir unas y censurar otras.

Dejamos en claro que la autora adopta un sentido amplio de corporeidad y, por lo tanto, extiende el significado de antropofagia a actos diferentes de la comida y digestión de las partes tangibles de un cuerpo humano, tales como el de consumir “almas, potencias, fuerzas y dones”, actos que se mueven dentro de los sistemas simbólicos, económicos y políticos en los que estamos inmersos.

En la descripción de los imaginarios, comienza por el del “indio caníbal” al que accede de la mano de cronistas y viajeros que relataron, verbi gratia, la conquista de América en forma tal que con sus relatos construyeron la identidad de los otros, de los indios, con base en la diferencia de circunstancias fácilmente observables, sin encontrar el punto de encuentro con ellos mismos. Comparte la observación de Castro de Orellana que establece la siguiente disyuntiva: “El problema de los españoles consistía en dilucidar si los cuerpos similares se correspondían con la presencia de almas similares, mientras que la pregunta de los indígenas era si idénticas realidades espirituales podían estar presentes en cuerpos materialmente iguales”.

Las teorías sobre la evolución de las sociedades pusieron su grano de arena en esta construcción, porque se basaron en categorías propias de los europeos para separar lo “salvaje” de lo “civilizado”; así, cuestiones no esenciales, como la desnudez, pusieron a los indios en el primer ciclo; en la modernidad y en la posmodernidad han sido la literatura y el cine los arquitectos de la conservación del imaginario.

No se pasa por alto, en esta sección del libro, el uso político de esta forma de hacer la distinción entre el “sí mismo” y los otros.

En el escrito se nos habla también de la posibilidad de ampliar el espectro y superar esa visión de las innegables presencias de actos de canibalismo en los territorios descubiertos, desde el “perspectivismo amerindio”. Se exponen detalladamente las opiniones de grandes expertos, como Viveiros de Castro, Stolze Lima o Rodrigo Castro Orellana; aproximarse a ellas de mano de la autora sacude nuestra perspectiva de la antropofagia o el canibalismo; logramos entender algo que solo veíamos como la apropiación de un nombre y un atuendo. Si a ello añadimos la visión holística del mundo amerindio, las oscilantes fronteras del cuerpo, de la humanidad o la animalidad, estaremos mejor preparados para comprender lo que significa “comer al otro”.

No resisto la tentación de transcribir uno de sus párrafos:

Por más que mi cuerpo digiera y expulse residuos de ese alimento, la materialidad de la carne que se ha consumido, las características de aquel que he comido permanecen en mí: su fuerza, su capacidad para la guerra, su agilidad e inteligencia, pasan en diferentes niveles y medidas a constituirme; ese otro me habita, me potencia con sus habilidades, me hace gente, rompiendo así con los imaginarios en los cuales el canibalismo o la antropofagia es entendida como un mero acto de comer para satisfacción del hambre, como se comería cualquier otro alimento.

Luego la autora, aunque con reservas porque cree que puede ser tachada de anacrónica, amplía la lente para contemplar otras formas de construcción de la otredad en torno del eje del canibalismo: si este sirvió para negar a nuestros indios la calidad de “gente”, para negarles la humanidad, ¿estaremos haciendo lo mismo con otros grupos? o, como ella dice, ¿de qué “otros” ponemos en duda su humanidad en la sociedad contemporánea?; más aún, ¿no seremos los “otros” irracionales y salvajes de alguien más? Nosotros añadimos, recordando el capítulo correspondiente, ¿nos convertirá en esos otros el reinado de la inteligencia artificial?

Un recorrido por los mitos griegos, los cuentos populares recogidos por los hermanos Grimm, el famoso caníbal de Rottemburgo (analizado en el capítulo anterior desde la perspectiva del derecho penal), o las prácticas de los paramilitares colombianos, le sirve de base para afirmar que el canibalismo ha estado presente a lo largo de la historia y sigue viviendo entre nosotros.

Más provocadora se muestra cuando concluye que todos somos caníbales, en el estricto sentido del concepto, pero huimos de la repugnancia que nos produce, mediante las metáforas que nos anunció en el comienzo: eróticas, farmacológicas, cosméticas. No solo lo afirma en la teoría, lo prueba con ejemplos: la elevación del sexo al acto de comer, en las canciones y el lenguaje populares; el beber el batido preparado con frutas y la placenta propia, para apropiarse de su fuerza vital –como en el conocido caso de la youtuber brasileña–; o consumir productos corporales en cápsulas y ungirse con pomadas y extractos que los contienen. Es complejo comprender su postura; sin embargo, nos quedamos pensando: ¿tendrá razón?, ¿será cierto que se trata del mismo consumo, pero su “desobjetivación”, el tránsito de alimento –cuerpo– a fármaco o cosmético aleja de nosotros la repulsión física o moral que pudiéramos sentir de no haberse dado tal cambio?

Este capítulo cierra un libro que resume parte de las investigaciones de los autores, profesores universitarios, sobre el cuerpo, el derecho y la cultura, que, sin duda, enriquecerá la bibliografía sobre el asunto con interesante visión interdisciplinaria. Mas nos deja una cierta desazón porque nos hace ver que nuestra educación y la que continuamos impartiendo se queda muy corta a la hora de mostrar la riqueza de las concepciones sobre la vida, el cuerpo y la cultura.

Cuerpo, derecho y cultura

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