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Capítulo Uno

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Un año más tarde

Necesitaba desesperadamente una aventura, pensó Natalie Trent mientras se pintaba las pestañas. Naturalmente, no le habían faltado oportunidades en los últimos doce meses. Después de todo, vivía en Manhattan, donde los hombres no sólo abundaban, sino que casi todos tenían las hormonas disparadas. No, sólo se había vuelto bastante… exigente, y todo por culpa de aquella estúpida promesa de Año Nuevo que había decidido mantener.

Se pasó la barra por los labios y se los abanicó con la mano para aligerar el secado. Tomar la decisión de no enamorarse de todos los hombres con los que salía había sido una sabia decisión en su tiempo, pero también había sido la más severa. Por lo visto, no estaba preparada para abrirse de piernas si no estaba enamorada. Un pequeño detalle que había comprendido tras trescientas sesenta y cuatro noches solitarias.

Una vez que tuvo los labios secos, se puso el abrigo y metió los tubos en su bolso dorado Fendi, junto a la invitación para el baile de máscaras venecianas de Monticello. Salió del minúsculo cuarto de baño a la igualmente minúscula habitación que usaba también como vestidor y armario. Pero a lo que su diminuto apartamento le faltaba en espacio, lo compensaba su situación. Al menos tenía vistas a la Calle 77 en el edificio rehabilitado de cinco plantas. Podría haber encontrado un apartamento mucho más barato con más espacio, pero no estaba dispuesta a renunciar a su privilegiado emplazamiento en Upper East Side, junto a Park Avenue, como tampoco renunciaría a sus zapatos de Manolo Blahnik, Jimmy Choo y Monticello.

De pie frente al espejo de cuerpo entero que había colocado junto al armario de los zapatos, pensó en cambiarse de ropa. El corto vestido dorado de Anna Molinari rozaba el límite de la decencia, por no decir de la legalidad. Debería haberse puesto el Versace negro que había recibido como regalo de agradecimiento del modisto, sobre quien Natalie había escrito un artículo para Woman. Pero entonces tampoco podría llevar los zapatos de tacón dorados de Monticello.

Se volvió y frunció el ceño al ver el reflejo de su espalda. Definitivamente, el vestido era muy llamativo y dejaba muy poco a la imaginación.

«Un momento», pensó. ¿Acaso no era ésa la idea para ponerse aquel vestido? ¿Para captar la atención de un hombre y acabar de una vez por todas con su autoimpuesto, aunque involuntario, celibato?

Se ajustó una vez más el vestido y se colgó de los lóbulos un par de largos pendientes de oro. Una sonrisa desdeñosa curvó sus labios. Después de vivir cinco años en Nueva York, había aprendido a ocultar su pasado rural. Incluso había conseguido desprenderse de sus ridículos modales de Pollyana y ser tan cínica como Isabel. Pero lo que más importaba ahora era que ningún invitado soltero a la fiesta, aparte de sus dos amigas más íntimas, descubriera que la hija única del borracho del pueblo se había atrevido a cruzar la línea de privilegio e invadir el territorio exclusivo de los ricos y famosos.

Armada con su invitación personal a la fiesta más caliente de la ciudad y unos cuantos preservativos, salió de su apartamento y rezó no sólo por encontrar un taxi, sino también por poner fin a su abstinencia. Había durado un año entero sin entregar su corazón. Poco se había imaginado al tomar aquella estúpida decisión que el resultado sería un año sin sexo. Había sufrido más de lo que sufriría cualquier mujer joven y saludable de veintisiete años. Sus necesidades la acuciaban, y no podría pasar de esa noche sin saciar su libido. Y lo haría sin perder su corazón en el proceso.

Sólo tuvo que llegar andando hasta la Quinta Avenida para encontrar un taxi y darle al conductor la dirección de Isabel. Como periodista autónoma de moda, Natalie se tomaba la celebración de esa noche más como una fiesta de trabajo que como un evento social. El Baile Monticello anual prometía abundante material para su artículo de sociedad, desde la última moda hasta los cotilleos más jugosos. Tanto Vogue como Woman le pagarían una fortuna por un artículo sobre la moda exhibida por las celebridades en la fiesta más esperada del año. Tal vez incluso consiguiera una entrevista con Rafe Monticello sobre su colección de zapatos para el próximo otoño. O quizá una entrevista con el genio creativo que se ocultaba tras el imperio, su madre, la esquiva Lucia.

A medida que el taxi se aproximaba a casa de Isabel, Natalie decidió que si iba a responder a las oportunidades sexuales que se le presentaran, tendría que adoptar una actitud más abierta hacia el sexo, igual que su amiga la modista. Isabel Parisi disfrutaba de todo el sexo que quería y nunca dejaba que su corazón se enredara con las sábanas. Por desgracia, Natalie presentía que ella tenía más en común con la contable Arianne Sorenson. Arianne tampoco entregaba su corazón, pero seguramente porque ya lo había perdido. Su amiga tenía que darse cuenta de que su corazón pertenecía al sexy y enigmático Rafe Monticello.

Una vez que el taxi entró en la calle de Isabel, Natalie sacó su teléfono móvil y marcó el número de la modista.

–Estoy de camino, Natalie –respondió Isabel.

–De camino por las escaleras, espero –dijo Natalie–. Arianne se enfurecerá si llegamos tarde, y el tráfico es terrible.

–¿Qué esperabas? Es Nochevieja.

–Cállate y date prisa –le ordenó Natalie, odiando el tono desesperado de su propia voz–. No quiero llegar tarde.

–No tengas miedo, Nat –la tranquilizó Isabel, riendo–. Tus Monticellos te estarán esperando aunque lleguemos tarde.

Natalie cortó la llamada. No eran sólo los Monticellos lo que ella esperaba que la estuviese aguardando en el baile. Aunque aquel año no pudiera conseguir su zapatilla de cristal, sí esperaba encontrar a su príncipe. Un príncipe dispuesto y bien dotado para acabar con su maldito año de abstinencia sexual.

Joe Sebastian supo que era ella en cuanto la vio entrar en el baile. Desde su estratégica posición en el bar, esperó a que sus pulmones se llenaran de aire y el corazón recuperara su ritmo normal. El tiempo no había borrado las imágenes de su memoria. Al contrario. Eran incluso más nítidas ahora que la había visto.

Una visión sobrecogedora envuelta en una tela dorada que ceñía sus curvas letales. En opinión de Joe, era la mujer más atractiva y sensual que había en la sala, y a pesar del satén, la máscara, y las plumas doradas que brotaban del costado izquierdo, habría reconocido ese cuerpo en cualquier parte. No podía ser de otro modo, ya que había sido el objeto de sus fantasías durante todo un año.

¿Lo recordaría ella?, se preguntó, y apuró el resto de su whisky escocés con agua. Sin quitar los ojos de ella, le hizo una seña al camarero.

–Ponme otro –le dijo–. Pero esta vez que sea doble. Y seco.

¿Le hablaría? No podría culparla si le arrojaba a la cabeza una de las urnas renacentistas de Rafe. No se merecía menos, después de haber desaparecido tras el rato que habían pasado a solas con una botella de champán en una de las alcobas del piso de arriba. A ninguna mujer le gustaba sentirse utilizada, y Joe imaginaba que era así como Natalie vería aquel increíble encuentro de un año atrás. A menos que lo hubiera olvidado.

Le dio las gracias al camarero y volvió a la sala de baile para mirar de cerca a la mujer que seguía grabada en su mente. El sabor de su boca, la curva de sus labios, sus cabellos sedosos… Vivas imágenes que seguían ardiendo en su cabeza y en su cuerpo. El sonido de su risa cuando la llevó a la alcoba y echó las cortinas rojas de terciopelo para tener intimidad. Sus ronroneos de placer cuando le pasó las manos por todo el cuerpo y la besó hasta que ambos casi se ahogaron de deseo… un deseo tan intenso que casi mató a Joe cuando se apartó de ella y le ofreció una excusa ridícula, que ni siquiera podía recordar ahora, y la promesa de volver enseguida.

Nunca llegó a ver su indignación, porque las despedidas estaban prohibidas para él. Se había marchado, pero nunca la había olvidado, y por primera vez en su carrera como oficial de inteligencia marina, había maldecido su juramento.

Pero, gracias a Dios, sus días de desapariciones habían quedado atrás. Después de doce años sirviendo a su país, había vivido bastantes operaciones secretas y asuntos de seguridad, y estaba cansado de vivir a bordo de un barco rumbo a un destino clasificado.

Reconocer que estaba listo para asentarse en un lugar y echar raíces era una cosa, pero tener la resistencia para permanecer en ese lugar era otra muy distinta, como también lo era saber a qué se dedicaría. En vez de licenciarse en la Marina, podría haber aceptado la oferta para convertirse en instructor de los SEAL y conseguir una pensión completa en diez o quince años. Pero mientras pudiera volver a la vida civil, ansiaba la estabilidad. Después de su última misión, cuanto más pudiera alejarse de una vida en la que ya no creía, mejor. La investigación de los delitos administrativos para la Comisión de Seguridad carecía de la emoción a la que él se había acostumbrado en los SEAL, pero al menos nadie resultaba torturado o mutilado por culpa de la avaricia corporativa.

Se abrió camino entre las parejas que bailaban bajo la bóveda pintada con frescos y llegó hasta el borde de la pista de baile, donde ella sólo tenía que mirar en su dirección para verlo. La máscara negra cubría su rostro, pero Joe era lo bastante arrogante para esperar que pudiera reconocerlo.

La rubia vestida con un elegante traje negro que estaba junto a ella le dijo algo que hizo que Natalie se girara y pasara la vista por el salón. Asintió, le habló a la morena de aspecto exótico y luego lo miró directamente a él. Desde su sitio, en el otro extremo de la sala, Joe alzó ligeramente su vaso y sonrió cuando ella puso los ojos como platos.

Natalie se volvió rápidamente y le habló a su viejo amigo y anfitrión, Rafe. Por su reacción, era obvio que no lo había olvidado y que no esperaba encontrárselo allí. De repente la noche ofrecía un sinfín de posibilidades.

Tomó un buen trago de whisky, que sólo sirvió para avivar aún más las llamas que le abrasaban el estómago. Al menos, no lo había mirado como si quisiera arrancarle los testículos por haberla dejado plantada. Tal vez incluso le permitiera compensarla acabando lo que habían empezado el año pasado.

Natalie se separó de sus amigas, agarró una copa de champán de una bandeja como si dependiera de la bebida para sobrevivir y empezó a pasearse por la sala. Joe se fijó en el sensual movimiento de sus caderas y en la suave oscilación de sus pechos mientras se dirigía lentamente hacia él. Al estar cerca de ella pudo ver que era mucho más atractiva de lo que había recordado.

Acabó su bebida mientras Natalie avanzaba por el salón de baile como si fuera la dueña de aquel lugar, sexy y muy segura de sí misma. Joe había pasado mucho tiempo en el mar si la simple visión de una mujer bastaba para provocarle una erección. Pero esa reacción no debería sorprenderlo. Llevaba un año igual. A pesar del poco tiempo que habían pasado juntos, no tenía más que pensar en ella para que su libido despegara como un F-14 de un portaaviones. El recuerdo de aquella mujer impregnaba todas sus células, algo que miles de millas oceánicas no habían conseguido curar.

Se habría puesto en contacto con ella al volver a Estados Unidos tres meses después, pero le resultó imposible, ya que desconocía su apellido. Rafe había estado fuera del país, y antes de que Joe tuviera oportunidad de hablar con él, recibió nuevas órdenes y tuvo que partir a otro destino clasificado. Después de nueve meses de misión en misión, de arreglar su licencia y de aceptar un empleo en el SEC, pensó que había pasado mucho tiempo y por tanto desistió de volver a ver a Natalie. Cuando aceptó la invitación de Rafe, no se le había pasado por la cabeza que ella estaría allí. Al verla no pudo creerse su suerte, pero eso no significaba que supiera qué decir después de tanto tiempo.

Joe no se guiaba por la suerte, pero aquella noche estaba dispuesto a hacer una excepción… siempre que ella le insinuase que seguía interesada en él.

Natalie se detuvo a escasos metros, tomó un sorbo de champán y se giró para observar a la multitud que llenaba el salón de baile. Si no hubiera sido por las miradas que le había estado echando subrepticiamente, Joe pensaría que se había imaginado la reacción que creyó ver unos momentos antes.

Le examinó el trasero y las larguísimas piernas. El dobladillo del vestido dorado apenas le llegaba a la mitad de los muslos. Ella volvió a mirarlo y empezó a dar pisadas en el suelo con la punta del pie, como si estuviera impaciente. El vestido osciló con el movimiento, desviando otra vez la atención de Joe hacia el trasero.

Luchó por respirar y se fijó con atención, pero no pudo distinguir la marca de la ropa interior bajo el vestido. Entonces se olvidó de respirar por completo y supo que estaba a punto de sufrir un ataque cardíaco.

Ella se dio la vuelta súbitamente y le clavó la mirada. Tras la máscara con volantes, sus ojos reflejaban una enigmática combinación de curiosidad y aprensión. Sin saber qué decirle, Joe se la quedó mirando embobado, enmudecido por la vista de su cuerpo espectacular, la ligera inclinación de su cabeza y el sofisticado peinado de su melena rojiza.

–Disculpe –murmuró ella, y se alejó tan rápida como un misil.

–Maldita sea –masculló él mientras ella desaparecía entre los demás invitados.

–Creo que te vendría bien esto –dijo Rafe en tono jocoso, apareciendo repentinamente a su lado–. ¿Problemas?

Joe tomó el vaso que Rafe le ofrecía y vació de un trago la mitad de su contenido.

–No los tendría si pudieras decirme el nombre de esa pelirroja para que vuelva a perderla.

Rafe y él habían sido amigos desde la universidad, cuando sus pasatiempos favoritos habían sido beber, armar escándalos y perseguir a las mujeres. Los días de bebida y escándalos habían seguido mucho después de recibir sus diplomas, pero en lo referente al sexo opuesto, Joe era un aficionado comparado con Rafe.

–Natalie Trent –dijo Rafe.

Joe frunció el ceño.

–No será una de tus… –murmuró, sacudido por los celos.

–¿Mis mujeres? –concluyó Rafe, riendo–. No. Es toda tuya, amigo mío.

–¿De qué la conoces? –no le gustaba preguntárselo, pero le costaba creer que Rafe y Natalie no hubieran tenido nunca una aventura.

–Está metida en la industria de la moda –respondió Rafe distraídamente, más pendiente de la rubia que Joe había visto antes con Natalie–. Ésa es mi contable, quien la conoce muy bien.

Por la mirada tan intensa que Rafe le dedicaba a la rubia, Joe sospechó que había algo más entre ellos que la contabilidad de las facturas.

Una vez que Rafe lo dejó, escudriñó la sala de baile en busca de Natalie. Por lo visto, también ella había aprendido a desaparecer sin dejar rastro.

Empezó a caminar por el salón. Un par de morenas esculturales lo detuvieron y le dedicaron unas sonrisas de descarado interés sexual. Una de ellas levantó tres dedos mientras su compañera apuntaba hacia el piso de arriba.

En circunstancias normales, Joe habría aceptado sin pensárselo dos veces. Pero aquella noche sólo había una mujer capaz de mantener su interés… Una pelirroja increíblemente sexy llamada Natalie Trent.

Impulsiva

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