Читать книгу Orgullo y prejuicio - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 15

CAPÍTULO X

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El día pasó de la misma forma que el anterior. La señora Hurst y la señorita Bingley habían estado por la mañana unas horas al lado de la enferma, que seguía mejorando, aunque lentamente. Por la tarde Elizabeth se reunió con ellas en el salón. Pero no se dispuso la mesa de juego acostumbrada. Darcy escribía y la señorita Bingley, sentada a su lado, seguía el curso de la carta, interrumpiéndole repetidas veces con mensajes para su hermana. El señor Hurst y Bingley jugaban al piquet y la señora Hurst contemplaba la partida. Elizabeth se dedicó a una labor de aguja, y tenía suficiente entretenimiento con atender a lo que pasaba entre Darcy y su compañía. Los constantes elogios de esta a la caligrafía de Darcy, a la simetría de sus renglones o a la extensión de la carta, así como la absoluta indiferencia con que eran recibidos, constituían un curioso diálogo que estaba exactamente de acuerdo con la opinión que Elizabeth tenía de cada uno de ellos.

—¡Qué contenta se pondrá la señorita Darcy cuando reciba esta carta!

Él no contestó.

—Escribe usted más deprisa que nadie.

—Se equivoca. Escribo muy despacio.

—¡Cuántas cartas tendrá ocasión de escribir al cabo del año! Incluidas cartas de negocios. ¡Cómo las detesto!

—Es una suerte, pues, que sea yo y no usted, el que tenga que escribirlas.

—Le ruego que le diga a su hermana que deseo mucho verla.

—Ya se lo he dicho una vez, por petición suya.

—Me temo que su pluma no le va bien. Déjeme que se la afile, lo hago increíblemente bien.

—Gracias, pero yo siempre afilo mi propia pluma.

—¿Cómo puede lograr una escritura tan uniforme?

Darcy no hizo ningún comentario.

—Dígale a su hermana que me alegro de saber que ha hecho muchos progresos con el arpa; y le ruego que también le diga que estoy entusiasmada con el diseño de mesa que hizo, y que creo que es infinitamente superior al de la señorita Grantley.

—¿Me permite que aplace su entusiasmo para otra carta? En la presente ya no tengo espacio para más elogios.

—¡Oh!, no tiene importancia. La veré en enero. Pero, ¿siempre le escribe cartas tan largas y encantadoras, señor Darcy?

—Generalmente son largas; pero si son encantadoras o no, no soy yo quien debe juzgarlo.

—Para mí es como una norma, cuando una persona escribe cartas tan largas con tanta facilidad no puede escribir mal.

—Ese cumplido no vale para Darcy, Caroline— interrumpió su hermano —, porque no escribe con facilidad. Estudia demasiado las palabras. Siempre busca palabras complicadas de más de cuatro sílabas, ¿no es así, Darcy?

—Mi estilo es muy distinto al tuyo.

—¡Oh! —exclamó la señorita Bingley—. Charles escribe sin ningún cuidado. Se come la mitad de las palabras y emborrona el resto.

—Las ideas me vienen tan rápido que no tengo tiempo de expresarlas; de manera que, a veces, mis cartas no comunican ninguna idea al que las recibe.

—Su humildad, señor Bingley —intervino Elizabeth—, tiene que desarmar todos los reproches.

—Nada es más engañoso —dijo Darcy— que la apariencia de humildad. Normalmente no es otra cosa que falta de opinión, y a veces es una forma indirecta de vanagloriarse.

—¿Y cuál de esos dos calificativos aplicas a mi reciente acto de modestia?

—Una forma indirecta de vanagloriarse; porque tú, en realidad, estás orgulloso de tus defectos como escritor, puesto que los atribuyes a tu rapidez de pensamientos y a un descuido en la ejecución, cosa que consideras, si no muy estimable, al menos muy interesante. Siempre se aprecia mucho el poder de hacer cualquier cosa con rapidez, y no se presta atención a la imperfección con la que se hace. Cuando esta mañana le dijiste a la señora Bennet que, si alguna vez te decidías a dejar Netherfield, te irías en cinco minutos, fue una especie de elogio, de cumplido hacia ti mismo; y, sin embargo, ¿qué tiene de elogiable marcharse precipitadamente dejando, sin duda, asuntos sin resolver, lo que no puede ser beneficioso para ti ni para nadie?

—¡No! —exclamó Bingley—. Me parece demasiado recordar por la noche las tonterías que se dicen por la mañana. Y te doy mi palabra, estaba convencido de que lo que decía de mí mismo era verdad, y lo sigo estando ahora. Por lo menos, no adopté innecesariamente un carácter precipitado para presumir delante de las damas.

—Sí, creo que estabas convencido; pero soy yo el que no está convencido de que te fueses tan aceleradamente. Tu conducta dependería de las circunstancias, como la de cualquier persona. Y si, montado ya en el caballo, un amigo te dijese: «Bingley, quédate hasta la próxima semana», a lo mejor lo harías, probablemente no te irías, y bastaría solo una palabra más para que te quedaras un mes.

—Con esto solo ha probado —dijo Elizabeth— que Bingley no hizo justicia a su temperamento. Lo ha favorecido usted más ahora de lo que él lo había hecho.

—Estoy enormemente agradecido —dijo Bingley por convertir lo que dice mi amigo en un cumplido. Pero me temo que usted no lo interpreta de la forma que mi amigo pretendía; porque él tendría mejor opinión de mí si, en esa circunstancia, yo me negase en rotundo y partiese tan rápido como me fuese posible.

—¿Consideraría entonces el señor Darcy reparada la imprudencia de su primera intención con la obstinación de mantenerla?

—No soy yo, sino Darcy, el que debe explicarlo.

—Quieres que dé cuenta de unas opiniones que tú me atribuyes, pero que yo nunca he reconocido. Volviendo al caso, debe recordar, señorita Bennet, que el supuesto amigo que desea que se quede y que retrase su plan, simplemente lo desea y se lo pide sin ofrecer ningún argumento.

—El ceder pronto y fácilmente a la persuasión de un amigo, no tiene ningún mérito para usted.

—El ceder sin convicción dice poco en favor de la inteligencia de ambos.

—Me da la sensación, señor Darcy, de que usted nunca permite que le influyan el afecto o la amistad. El respeto o la estima por el que pide puede hacernos ceder a la petición sin esperar ninguna razón o argumento. No estoy hablando del caso particular que ha supuesto sobre el señor Bingley. Además, deberíamos, quizá, esperar a que se diese la circunstancia para discutir entonces su comportamiento. Pero en general y en casos normales entre amigos, cuando uno quiere que el otro cambie alguna decisión, ¿vería usted mal que esa persona complaciese ese deseo sin esperar las razones del otro?

—¿No sería aconsejable, antes de proseguir con el tema, dejar claro con más precisión qué importancia tiene la petición y qué intimidad hay entre los amigos?

—Perfectamente —dijo Bingley—, fijémonos en todos los detalles sin olvidarnos de comparar estatura y tamaño; porque eso, señorita Bennet, puede tener más peso en la discusión de lo que parece. Le aseguro que, si Darcy no fuera tan alto comparado conmigo, no le tendría ni la mitad del respeto que le tengo. Confieso que no conozco nada más imponente que Darcy en determinadas ocasiones y en determinados lugares, especialmente en su casa y en las tardes de domingo cuando no tiene nada que hacer.

El señor Darcy sonrió, pero Elizabeth se dio cuenta de que se había ofendido bastante y contuvo la risa. La señorita Bingley se molestó mucho por la ofensa que le había hecho a Darcy y censuró a su hermano por decir tales tonterías.

–Conozco tu sistema, Bingley —dijo su amigo—. No te gustan las discusiones y quieres acabar esta.

—Quizá. Las discusiones se parecen demasiado a las disputas. Si tú y la señorita Bennet posponen la suya para cuando yo no esté en la habitación, estaré muy agradecido; además, así podrás decir todo lo que quieran de mí.

–Por mi parte —dijo Elizabeth—, no hay objeción en hacer lo que pide, y es mejor que el señor Darcy acabe la carta.

Darcy siguió su consejo y acabó la carta. Concluida la tarea, se dirigió a la señorita Bingley y a Elizabeth para que les deleitasen con algo de música. La señorita Bingley se apresuró al piano, pero antes de sentarse invitó cortésmente a Elizabeth a tocar en primer lugar; esta, con igual cortesía y con toda sinceridad rechazó la invitación; entonces, la señorita Bingley se sentó y comenzó el concierto.

La señora Hurst cantó con su hermana, y, mientras se empleaban en esta actividad, Elizabeth no podía evitar darse cuenta, cada vez que volvía las páginas de unos libros de música que había sobre el piano, de la frecuencia con la que los ojos de Darcy se fijaban en ella. Le era difícil suponer que fuese objeto de admiración ante un hombre de tal categoría; y aun sería más extraño que la mirase porque ella le desagradara. Por fin, solo pudo imaginar que llamaba su atención porque había algo en ella peor y más reprochable, según su concepto de la virtud, que en el resto de los presentes. Esta suposición no la apenaba. Le gustaba tan poco, que la opinión que tuviese sobre ella, no le preocupaba.

Después de tocar algunas canciones italianas, la señorita Bingley varió el repertorio con un aire escocés más alegre y al momento el señor Darcy se acercó a Elizabeth y le dijo:

—¿Le apetecería, señorita Bennet, aprovechar esta oportunidad para bailar un reel?

Ella sonrió y no contestó. Él, algo sorprendido por su silencio, repitió la pregunta.

—¡Oh! —dijo ella—, ya había oído la pregunta. Estaba meditando la respuesta. Sé que usted querría que contestase que sí, y así habría tenido el placer de criticar mis gustos, pero a mí me encanta echar por tierra esa clase de trampas y defraudar a la gente que está premeditando un desaire. Por lo tanto, he decidido decirle que no deseo bailar en absoluto. Y, ahora, desprécieme si se atreve.

—No me atrevo, se lo aseguro.

Ella, que creyó haberle ofendido, se quedó asombrada de su galantería. Pero había tal mezcla de dulzura y malicia en los modales de Elizabeth, que era difícil que pudiese ofender a nadie y Darcy nunca había estado tan ensimismado con una mujer como lo estaba con ella. Creía realmente que, si no fuera por la inferioridad de su familia, se vería en peligro.

La señorita Bingley vio o sospechó lo bastante para ponerse celosa, y su ansiedad porque se restableciese su querida amiga Jane se incrementó con el deseo de librarse de Elizabeth.

Intentaba provocar a Darcy para que se desilusionase de la joven, hablándole de su supuesto matrimonio con ella y de la felicidad que esa alianza le traería.

—Espero —le dijo al día siguiente mientras paseaban por el jardín— que cuando ese deseado acontecimiento tenga lugar, hará usted a su suegra unas cuantas advertencias para que modere su lengua y, si puede conseguirlo, evite que las hijas menores anden detrás de los oficiales. Y, si me permite mencionar un tema tan delicado, procure refrenar ese algo, rayando en la presunción y en la impertinencia, que su dama posee.

—¿Tiene algo más que proponerme para mi felicidad doméstica?

—¡Oh, sí! Deje que los retratos de sus tíos, los Phillips, sean colgados en la galería de Pemberley. Póngalos al lado del tío abuelo suyo, el juez. Son de la misma profesión, aunque de distinta categoría. En cuanto al retrato de su Elizabeth, no debe permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podría hacer justicia a sus hermosos ojos?

—Desde luego, no sería fácil captar su expresión, pero el color, la forma y sus bonitas pestañas podrían ser reproducidos.

En ese momento, por otro sendero del jardín, salieron a su paso la señora Hurst y Elizabeth.

—No sabía que estabas paseando —dijo la señorita Bingley un poco confusa al pensar que pudiesen haberles oído.

—Te has portado muy mal con nosotras —respondió la señora Hurst— al no decirnos que ibas a salir.

Y, tomando el brazo libre del señor Darcy, dejó que Elizabeth pasease sola. En el camino solo cabían tres. El señor Darcy se dio cuenta de tal descortesía y dijo inmediatamente:

—Este paseo no es lo bastante ancho para los cuatro, salgamos a la avenida. Pero Elizabeth, que no tenía la menor intención de continuar con ellos, contestó muy sonriente:

—No, no, quédense donde están. Forman un grupo encantador, está mucho mejor así. Una cuarta persona lo echaría a perder. Adiós.

Se fue alegremente regocijándose al pensar, mientras caminaba, que dentro de uno o dos días más estaría en su casa. Jane se encontraba ya tan bien, que aquella misma tarde tenía la intención de salir un par de horas de su cuarto.

Orgullo y prejuicio

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