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CAPÍTULO XI
ОглавлениеAHORA la iniciativa debía dejarse en manos del señor Elton. Ya no estaba en manos de Emma encauzar su felicidad o hacer que apresurara los acontecimientos. La llegada de la familia de su hermana eran tan inminente que, primero en la imaginación y luego en la realidad, se convirtió en el objeto primordial de su interés; y durante los diez días de su estancia en Hartfield no era de esperar -ella misma no lo esperaba-que pudiese ayudar a los dos enamorados más que de un modo ocasional y fortuito. Sin embargo, si ellos querían, los progresos podían ser rápidos; y de todos modos, tanto si querían como si no, debían progresar en sus relaciones. Y Emma ahora no lamentaba no tener tiempo para dedicarles. Hay personas que cuanto más se hace por ellos menos hacen ellos por sí mismos.
Como la ausencia de Surry del señor y la señora John Knightley había sido más larga que de costumbre, lógicamente despertaban un interés mayor que el habitual. Hasta aquel año todas las vacaciones largas que se habían tomado desde su boda las habían dividido entre Hartfield y Donwell Abbey; pero todas las fiestas de aquel otoño se habían dedicado a baños de mar para los niños, y por lo tanto habían pasado muchos meses desde la última vez en que habían hecho una visita regular a sus parientes de Surry, y habían visto al señor Woodhouse, quien era absolutamente incapaz de dejarse llevar a Londres, ni siquiera por la pobre Isabella; y quien por lo tanto se encontraba ahora nerviosísimo y lleno de una inquieta felicidad pensando en una visita que iba a ser demasiado corta.
Pensaba mucho en los peligros que el viaje podía encerrar para su hija y no poco en la fatiga que iba a producir a sus propios caballos y a su cochero, que irían a recoger a parte de los viajeros aproximadamente a mitad del camino; pero sus temores eran injustificados; se recorrieron sin ningún incidente las dieciséis millas, y el señor y la señora John Knightley, sus, cinco hijos y un número adecuado de niñeras llegaron a Hartfield sanos y salvos. El alboroto y la alegría de su llegada, la presencia de tantas personas a quienes hablar, dar la bienvenida, animar y acomodar en la casa, produjeron tal barahúnda y confusión que los nervios del señor Woodhouse no hubieran podido resistirlo por ninguna otra causa, e incluso por ésta tampoco por mucho más tiempo; pero las costumbres de Hartfield y la sensibilidad de su padre eran tan respetados por la señora de John Knightley que, a pesar de su solicitud maternal porque sus pequeños se encontraran a su gusto lo antes posible, y porque tuvieran al momento toda la libertad y todos los cuidados que requerían, y porque comieran y bebieran y durmieran y jugaran a sus anchas, a los niños no se les permitió que molestasen por mucho tiempo al señor Woodhouse; ni ellos ni el continuo trabajo que significaba cuidarles.
La señora de John Knightley era una mujercita linda y elegante, de maneras finas y reposadas, y de carácter extremadamente sensible y cariñoso; enamoradísima de su marido y encandilada con sus hijos, sentía un afecto tan vivo por su padre y su hermana que ningún otro amor más intenso, exceptuando el de estos vínculos superiores, le hubiera parecido posible. No sabía ver ni un defecto en ninguno de ellos. No era mujer de gran inteligencia ni de ingenio muy despierto; y no era eso lo único en lo que se parecía a su padre, ya que también había heredado de él su constitución física y su temperamento; era de salud delicada, preocupada con exceso por la de sus hijos, se asustaba por cualquier cosa, tenía muchos nervios y era tan aficionada a su señor Wingfield de la ciudad como su padre podía serlo a su señor Perry. Ambos se parecían también en lo bondadoso de su carácter y en una fuerte tendencia a la veneración por los viejos amigos.
El señor John Knightley era un hombre alto, de aspecto distinguido y muy inteligente; brillante en el ejercicio de su profesión, de costumbres hogareñas y de vida intachable; pero muy reservado, lo cual hacía que no todos le encontraran simpático; y capaz de tener de vez en cuando accesos de mal humor. No era hombre de mal carácter, ni sus enojos sin causa justificada eran tan frecuentes como para hacerle merecedor de tal reproche; pero su carácter no era la mayor de sus perfecciones; y lo cierto es que, con la adoración que le tributaba su esposa, era difícil que sus defectos naturales no se acrecentaran. La extremada sumisión de ella chocaba con su temperamento. Él poseía toda la claridad de juicio y la viveza de inteligencia que faltaban a su esposa, y a veces no podía evitar hacer o decir algo ofensivo o desagradable. El señor Knightley no era precisamente el favorito de su linda cuñada. Ninguno de sus defectos se le escapaban. Nunca dejaba de advertir las pequeñas ofensas a Isabella, de las que ésta jamás se daba cuenta. Quizás hubiera sido más benévola en sus juicios si él se hubiese mostrado más deferente para con la hermana de Isabella, pero la actitud del señor Knightley para con Emma era la de un hermano y amigo fríamente objetivo y cortés, sin prodigar las alabanzas y sin que le cegara el cariño; pero por mucho que él hubiese querido halagarla, difícilmente Emma hubiese podido pasar por alto lo que a sus ojos era la más imperdonable de las faltas, y en la que su cuñado incurría a veces: carecer de respetuosa paciencia para con su padre. No siempre tenía con él la paciencia que hubiera sido necesaria. Y las rarezas y las aprensiones del señor Woodhouse a veces provocaban en él palabras de sentido común un tanto bruscas o réplicas demasiado duras. Eso no ocurría a menudo, pues lo cierto es que el señor John Knightley sentía un gran afecto por su suegro, y en general era muy consciente del respeto que le debía; pero aún así era demasiado a menudo para la susceptibilidad de Emma, sobre todo porque con demasiada frecuencia tenían que estar todos con el alma en vilo, temiendo que se produjera una situación desagradable que por fin no se producía. Sin embargo, en los primeros días de cada visita suya solía reinar un ambiente muy afectuoso, y como aquella visita debía ser necesariamente tan corta, era de esperar que aquellos días transcurrieran en medio de la mayor cordialidad.
Apenas se habían instalado y acomodado en la casa, cuando el señor Woodhouse, cabeceando melancólicamente y dando un suspiro, llamó la atención de su hija acerca de los tristes cambios que se habían producido en Hartfield desde la última vez que ella había estado allí.
-¡Ay, querida! -dijo-. ¡Pobre señorita Taylor! ¡Qué lástima!
-¡Oh sí, papá, ya me hago cargo! -exclamó ella, adivinando inmediatamente sus sentimientos-. ¡Cómo debes echarla de menos! Y tú también, Emma. ¡Qué terrible pérdida para los dos! ¡Lo he sentido tanto por vosotros! No puedo imaginarme cómo podéis arreglároslas sin ella… La verdad es que es un cambio tan lamentable… Pero supongo que ella se encuentra muy a gusto, ¿no?
-Sí, muy a gusto, querida… por lo menos eso supongo… Muy a gusto… Lo único que sé es que el lugar le sienta bien, dentro de todo…
El señor John Knightley preguntó en tono apacible a Emma si había dudas acerca de la salubridad de los aires de Randalls.
-¡Oh, no, en absoluto! En mi vida había visto a la señora Weston encontrarse tan bien… ni tener mejor aspecto. Papá habla así porque le duele haber tenido que separarse de ella.