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CAPÍTULO I

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El anciano caminó hacia la puerta giratoria del hall del aeropuerto que daba acceso al exterior. En su andar se notaba el cansancio del largo viaje, había salido de Madrid en el vuelo de KLM que hacía escala en Ámsterdam y después de una estancia de una hora había emprendido el vuelo hasta Moscú, donde enlazaría para su destino final Ufá en la República de Baskortostán en las estribaciones de los Montes Urales. Un total de 15 horas entre vuelos y estancias

Su caminar era cansino, arrastrando los pies, encorvado por el peso de los años y apoyándose en su pequeña maleta de cuatro ruedas que le aportaban algo de estabilidad.

Al traspasar la puerta notó una ráfaga de aire frío que le hizo estremecerse, la temperatura ese mes de abril era solo de 5 grados centígrados.

Se acercó a uno de los numerosos taxistas piratas que pululaban por el exterior de la terminal y en su escaso conocimiento del idioma le dijo «Sanatoriy Zelenaya Roshcha» (Sanatorio Arboleda Verde), luego le preguntó haciendo uso de su macarrónico ruso «¿skol’ko?» (¿Cuánto?).

El taxista respondió «dólares, euros» a lo que el anciano respondió «rublos». La cara del taxista demostró su decepción. Las divisas fuertes eran muy bienvenidas, todavía, en la Rusia postsoviética. Si el cambio oficial era de 90 rublos por euro, en el mercado negro se pagaba mucho más caro.

Se encaminaron, bajo el gélido aire, hasta donde el taxista pirata tenía estacionado su vehículo; el taxista ni se preocupó de auxiliar al anciano que arrastraba sus pies por el resbaladizo suelo. Al llegar, el anciano se derrumbó exhausto sobre el asiento trasero colocando su pequeño equipaje junto a él. Al destartalado taxi le costaba arrancar, lo que hizo después de varios intentos y exclamaciones, el anciano supuso que obscenas, del taxista.

Los 20 km de distancia entre el aeropuerto y el sanatorio discurrían por una carretera angosta, estrecha y sin arcenes, con pendientes de más del 5 %. El taxi renqueaba más de la cuenta y el anciano pensaba que en cualquier momento los dejaría tirados en la carretera. Sin saber cómo, llegaron.

El personal del sanatorio salió a recibirlos y solícitos ayudaron al anciano con su equipaje y lo acompañaron hasta la recepción.

Allí, en su macarrónico ruso, dijo: «ya zabroniroval nomer», (ya tengo reservada una habitación). Y aunque el precio era de unos 24 euros la noche, él había negociado un precio de 18, ya que había hecho una reserva por seis meses. No esperaba vivir más de ese tiempo. Era su fecha de caducidad.

La habitación era pequeña pero confortable, tenía baño particular, wifi y conexión a Internet. Él no necesitaba más.

El anciano era introvertido y sus magros conocimientos del idioma no le permitían relacionarse con otros huéspedes o con el personal del centro.

Su rutina diaria era siempre la misma. Se despertaba a las cinco de la mañana (su horario habitual de toda su vida laboral), se aseaba y empezaba su repaso diario a los variados periódicos digitales de su país y resto del mundo, aunque solo miraba los titulares, hacía mucho tiempo que se había borrado del mundo, de su política y sus muchas atrocidades y mentiras, para mantener despierta su inteligencia jugaba unas partidas al solitario, no más de cinco. Reanudaba la lectura de algunos de sus muchos libros y a las nueve en punto, como un cronómetro suizo, bajaba a desayunar. El desayuno como todo en su vida era una rutina continua, zumo de naranja, café descafeinado con leche y unas rodajas de pan con mermelada sin azúcares añadidos.

Volvía a su habitación y leía hasta las doce de la mañana, cuando iniciaba como una especie de ritual religioso.

Aunque con gran esfuerzo, debido a los achaques de su avanzada edad, bajaba hasta el mirador situado unos cientos de metros alejado del hotel, allí se sentaba en su banco favorito y contemplaba extasiado la arboleda que se extendía a sus pies hasta más allá del horizonte, como una infinita alfombra verde. Le maravillaba el recorrido del río Ufimka, su paso majestuoso por los numerosos recovecos y meandros de su cauce. En abril ya se había abierto la navegación por el río que hasta entonces había estado helado. Los barcos fluviales iban y venían transportando las mercancías y alimentos que necesitaban las numerosas y populosas ciudades asentadas a lo largo de su recorrido. De vez en cuando se veían unas estelas plateadas saltar en el cauce del río; eran los numerosos peces que lo habitan a la busca de insectos que se acercaban peligrosamente a la superficie.

Pero pronto aquel idílico paisaje se apartaba de su mente para dar paso a otro más dulce pero más doloroso, estaba ensimismado en sus pensamientos cuando una voz dulce y cariñosa le susurró al oído, mientras una mano acariciaba su espalda: «Cariño, ¿te animas a bajar por el sendero hasta la orilla del río?».

El sendero era angosto, empinado y con mucho matorral, que le arañaba y le podía hacer perder el equilibrio. Pero allí iban los dos enamorados cogidos de la mano hasta descender los más de doscientos metros de bajada, solo para contemplar de cerca las grises aguas del río. Sentados en el borde pasaban las horas, aislados del mundo, viviendo su amor como colegiales en su primera cita y sin que la diferencia de edad, veintidós años, fuese inconveniente alguno. Los dos se sentían jóvenes y mayores, el mundo parecía detenerse y ellos solo vivían para ellos mismos. El cielo siempre era azul y el clima cálido, todo era maravilloso y se sentían capaces de volar.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que no escuchó la voz que le decía «dobriy den», (buenas tardes), hasta que una mano se posó en su hombro y repitió «dobriy den». Aquella voz le llevó a la triste realidad de su soledad. El sueño se desvaneció, pero lo había retrotraído al pasado.

Habían pasado veintinueve años.

Hechizo tártaro

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