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Оглавление1 La resurrección en el judaísmo
Tanto Jesús de Nazaret como todos sus seguidores eran judíos y profesaban la religión judía. Puesto que el anuncio de la resurrección surgió dentro de este grupo originario de seguidores, cabe preguntarse qué creencias existían entre los judíos del siglo primero acerca de la muerte, qué creían que ocurría después de la misma y, más en concreto, qué pensaban sobre la resurrección.
El mundo en el que nació y vivió Jesús
En el siglo primero de nuestra era, en los territorios conocidos hoy en día como Israel y Palestina, convivían (con mayor o menor grado de aceptación mutua) diferentes pueblos que habían ido ocupando la tierra desde muchos siglos atrás. Uno de los pueblos con mayor peso demográfico en ese momento era el judío, que poseía un rasgo que lo diferenciaba de cualquier otro pueblo de la Antigüedad: creía en un solo dios, Yahvé, que era (y he ahí lo novedoso) absolutamente incompatible con cualquier otra divinidad. Los demás pueblos del mundo antiguo podían adorar a uno o a varios dioses, pero eso no significaba que negasen la existencia de los dioses de los vecinos, ni siquiera de los de sus enemigos. Los judíos sí lo hacían.
Los judíos practicaban una religión que se basaba en la creencia de que estaban ligados a Yahvé mediante un pacto del que quedaba constancia escrita en sus libros sagrados. Este pacto era bastante simple en su formulación: los judíos (hijos del «padre» Abraham) tendrían como único dios a Yahvé, y este, a cambio, entregaría a su pueblo una tierra en la que vivirían de acuerdo a las normas dictadas por Yahvé (la Ley de Moisés). Evidentemente, los reyes (judíos) que gobernasen al pueblo estaban sometidos también a este pacto. Si el rey era fiel a Yahvé, este premiaba al monarca y a su pueblo, pero si se apartaba del sendero correcto, el castigo recaía sobre todos ellos. Así se interpretaban la desaparición del reino de Israel ante los asirios en 722 a. C. y la ruina del de Judá ante Nabucodonosor en 586 a. C., que supuso el horror del destierro en Babilonia.
Siempre que estuvieron sometidos a una potencia extranjera, la sumisión o rebeldía de los judíos frente a los invasores dependió de la actitud que los extranjeros adoptasen respecto a su religión. Cuando se les permitió vivir de acuerdo a sus normas y leyes dictadas por Moisés, los extranjeros (por ejemplo, los persas en el siglo v a. C.) encontraron poca o ninguna oposición. Cuando, por el contrario, se les impidió o prohibió la práctica de la religión de Moisés (por ejemplo, los babilonios en el siglo vi a. C.), el conflicto resultó inevitable.
Los judíos vivieron sucesivamente bajo los imperios asirio (siglo viii-586 a. C.), babilonio (586-538 a. C.), persa (538-323 a. C.), macedonio (332-323 a. C.), helenístico, tanto ptolemaico como seléucida[2] (323-164 a. C.) y, por fin, romano, bien fuese bajo la égida de un rex socius de Roma como Herodes el Grande y sus hijos, bien directamente bajo un procurador romano (desde el 63 a. C. en adelante).
El único período de independencia del que disfrutaron los judíos (164-63 a. C.) fue el fruto de una rebelión liderada por una familia judía de origen sacerdotal, la macabea. El motivo de la revuelta fue la pretensión de los dominadores seléucidas (de cultura griega) de que los judíos abandonasen sus creencias para integrarse (y diluirse) por completo en su universo helenístico. La prohibición de la religión judía, la idolatría (la adoración de imágenes está terminantemente prohibida por uno de los Diez Mandamientos que Dios había entregado a Moisés en el Sinaí como parte de su ley: «No te harás escultura, ni imagen alguna de cosa que está arriba en los cielos, ni abajo en la tierra») practicada por los invasores y, la gota que colmó el vaso, la profanación del Templo de Yahvé de Jerusalén, eran cosas que los judíos más fieles reunidos en torno a la familia macabea no podían tolerar. Esta guerra de liberación nacional culminó con la independencia de Judea por primera vez en cuatro siglos. Los Macabeos fundieron en uno solo los títulos de rey y sumo sacerdote del Templo de Yahvé en Jerusalén y, de ese modo, Israel se convirtió en una monarquía al servicio del dios nacional.
Sin embargo, clara muestra de la debilidad del ser humano, este reino teocrático, nacido para luchar contra el helenismo de los extranjeros idólatras, acabó, con los años, devorado por esa misma cultura helenística que había combatido. Como cualquier otro reino de la época en el Mediterráneo oriental, Judea acabó gobernada por un monarca de cultura helenística, contó con una administración en lengua griega y con un sustrato de población helenística que impuso su forma de vida al conjunto de la sociedad, en especial en los centros urbanos.
Pero la influencia extranjera no acabó ahí. Durante el reinado de Simón Macabeo (142-134 a. C.), y a fin de contrarrestar la continua amenaza seléucida, los judíos acudieron al «primo de Zumosol» de la época en busca de protección: Roma. Fue un error del que los judíos se arrepentirían muy pronto, pues Roma lo interpretó (era habitual entre los descendientes de Rómulo) como una invitación para inmiscuirse en los asuntos ajenos. En 65 a. C. Pompeyo el Grande conquistó Jerusalén, sus soldados masacraron a miles de judíos y saquearon el Templo de Yahvé. El propio Pompeyo cometió una gran profanación al entrar en el sancta sanctorum del Templo, un lugar al que solo el Sumo Sacerdote tenía acceso una vez al año. Aquella profanación quedó marcada a fuego en el subconsciente colectivo de los judíos como la mayor afrenta sufrida jamás por su pueblo, y no volvieron a ver a los romanos como una potencia amiga.
A partir del 63 a. C., todo aquel que gobernó en Israel lo hizo bajo la protección de las legiones romanas. Tras la muerte de Hircano, último sumo sacerdote descendiente de los Macabeos, se apoderó del trono Herodes el Grande. Herodes era natural de Idumea, la región que, en la actualidad, ocupa una parte del estado de Israel, desde Belén hacia el sur, pero que en aquella época no se consideraba parte integrante del verdadero Israel. Idumea había sido conquistada y judaizada a la fuerza pocos años antes, y los judíos de pura cepa consideraban extranjeros a los idumeos o, en el mejor de los casos, judíos de «segunda división». Para legitimar su aspiración al trono de Judea, Herodes se casó con la princesa Mariamne, nieta del último Macabeo, Hircano.
Herodes el Grande, que reinó bajo la protección de Roma entre los años 37 y 4 a. C., fue un personaje ambiguo, despreciado u odiado por casi todos, pero que consiguió mantener un equilibrio entre su cultura helenística, su fidelidad hacia los romanos y sus obligaciones respecto a sus súbditos judíos. Herodes se mantuvo casi siempre en una posición intermedia que, aunque no contentaba plenamente a nadie, dejaba suficientemente satisfechos a todos. Intentó ganarse el favor de sus súbditos judíos transformando el Templo de Yahvé en Jerusalén en un gran complejo cultural de claro corte helenístico, pero que respetaba escrupulosamente todas las prescripciones judías. De este modo un extranjero dio a los judíos lo que ningún rey judío heredero de los Macabeos les había dado: un templo del que sentirse orgullosos. Este es el templo en el que tuvieron lugar varias escenas durante los últimos días de vida de Jesús, y donde se encontraba la cortina del sancta sanctorum que se rasgó en el momento de su muerte en la cruz.
En el año 4 a. C. murió Herodes, y el emperador Augusto permitió que el reino se dividiese entre tres de sus hijos. El núcleo original del reino de Judea, incluida Jerusalén, recayó sobre Arquelao; otro hijo, Herodes Antipas, recibió Galilea y Perea (en la actual Jordania), y un tercero, Herodes Filipo, obtuvo la Batanea, la Traconítide y la Auranítide, que se corresponden con los actuales Altos del Golán y parte del territorio de Siria.
Arquelao resultó ser un gobernante estúpido y torpe que heredó el carácter excesivo de su padre pero ni un ápice de su inteligencia política. Su crueldad gratuita y su escaso respeto por la ley judía irritaron a sus súbditos más allá de cualquier límite tolerable, y así, apenas diez años después de su llegada al poder, en 6 d. C., Augusto lo destituyó, y Judea se convirtió en territorio provincial romano bajo la responsabilidad de un gobernador con sede en Cesarea Marítima, una ciudad costera de carácter exclusivamente romano al norte de la actual Tel Aviv.
En consecuencia, para el momento de la predicación y pasión de Jesús de Nazaret, el territorio estaba dividido en una zona, Judea, bajo jurisdicción directa de Roma, y otras dos gobernadas por hijos de Herodes el Grande. Esta circunstancia se observa perfectamente en los relatos de la Pasión. Puesto que los hechos tuvieron lugar en Jerusalén, la máxima autoridad tras la destitución de Arquelao unos veinte años antes era el procurador romano, Poncio Pilato. Sin embargo, dado que Jesús era galileo, era súbdito de uno de los hijos de Herodes, en concreto de Antipas. Pilato y Antipas coinciden en Jerusalén y ambos participan en el juicio a Jesús porque en aquel momento se celebraba la Pascua, una fiesta religiosa en la que todos los judíos peregrinaban a Jerusalén. Herodes Antipas se encontraba allí como peregrino, pero fuera de su jurisdicción.
Así pues, durante todo el milenio anterior a nuestra era, los judíos estuvieron en permanente contacto con pueblos vecinos, la mayor parte de las veces invasores, que, pese a su carácter de enemigos, dejaron su impronta en el pensamiento de este pueblo, modelando y modificando algunos aspectos culturales, políticos y religiosos de los judíos. En este sentido, las creencias relacionadas con la muerte, el más allá y la resurrección no fueron una excepción.
Para tratar el tema de la resurrección de Jesús, parece necesario, por lo tanto, conocer cuáles eran las creencias relativas a la resurrección entre los judíos. Para ello, se estudiarán las creencias divididas en los dos grandes períodos en los que se divide la historia del pueblo judío antiguo.
El primer período se denomina del Primer Templo, y se corresponde con la época del mítico Templo de Yahvé que, según los libros del Antiguo Testamento, construyó Salomón aproximadamente en el siglo x a. C. y que fue destruido por Nabucodonosor en 586 a. C., dando origen al destierro en Babilonia.
A la vuelta del destierro de Babilonia, se llevó a cabo aproximadamente en 515 a. C. la reconstrucción del destruido santuario de Yahvé. A partir de este momento se habla del período del Segundo Templo, que en origen fue una reconstrucción más modesta que el original y que, siglos más tarde, tal como se ha mencionado, sufrió una ampliación notable en tiempos de Herodes el Grande (37-4 a. C.). El Segundo Templo es la época de las sucesivas dominaciones e injerencias de persas, reinos helenísticos y romanos en Judea-Palestina.
Las creencias de ultratumba antes del destierro en Babilonia (hasta 586 a. C.)
Para conocer las creencias del judaísmo en esta época referentes a la muerte, la vida en el más allá y la resurrección, hay que acudir, prácticamente como única fuente fiable, a los diferentes libros de la Biblia hebrea que conforman nuestro Antiguo Testamento. Los datos arqueológicos y extrabíblicos son escasos, y no resultan de especial ayuda, al menos en lo referente a esta cuestión.
¿Por qué morimos?
La muerte, tal como explica el mito de la creación en los capítulos 2 y 3 del libro del Génesis, se concibió desde el primer momento como un castigo. Tras la creación de Adán y Eva, la muerte no parecía desempeñar función alguna en su relajada existencia, más allá de su vinculación a la prohibición divina de probar el fruto del único árbol que les estaba vedado, pues «el día que comas de él morirás sin remedio». Tras infringir la prohibición, Dios le explicó a Adán su destino: «polvo eres y en polvo te convertirás».
Esta percepción del pecado original como causa de la muerte permaneció inmutable durante toda la historia judía. «De la mujer procede el principio del pecado, y por ella morimos todos», decía el libro del Eclesiástico, y acabó convirtiéndose en creencia cristiana, tal como establecía Pablo de Tarso en su epístola a los Romanos: «…a través del hombre entró el pecado en el mundo, y a través del pecado, la muerte».
Si hay castigo, hay un juicio, y unas reglas que respetar
Efectivamente, desde los primeros capítulos del Génesis encontramos la idea de un juicio divino, que consiste en la decisión final de Dios, como juez del mundo, respecto al destino de los hombres y las naciones de acuerdo a sus méritos y deméritos. La justicia y la rectitud son ideas centrales en el judaísmo y también atributos fundamentales de Dios. El redactor de Génesis pone en boca del propio Yahvé estas palabras respecto a la rectitud del primer judío, Abraham:
Porque yo le conozco y sé que mandará a sus hijos y a su descendencia que guarden el camino de Yahvé, practicando la justicia y el derecho, de modo que pueda concederle Yahvé a Abraham lo que le tiene apalabrado. (Génesis 18, 19)
Es decir, si el judío practica la justicia y el derecho, Yahvé le premiará, de donde se infiere que, al contrario, cualquier acción malvada recibirá su castigo correspondiente. Aparece, por tanto, el concepto de retribución divina, según el cual todo lo bueno o malo que le sucede al hombre es el resultado de un juicio divino conforme a sus acciones. Hay que llamar la atención aquí en el hecho de que este premio o castigo se recibe en la propia vida terrena, sin aplazarse su ejecución a una vida futura en la que, en este momento, no se creía. Apenas unos versículos más tarde, es Abraham quien expresa esta convicción al referirse al destino de los habitantes de Sodoma y Gomorra. Hay una justicia de Dios y hay una fe del creyente en esa justicia:
Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran parejos el uno con el otro. Tú no puedes. El juez de toda la tierra ¿va a fallar una injusticia? (Génesis 18, 25)
Sin duda, el ejemplo más conocido de juicio divino es el Diluvio. Yahvé decide exterminar a la humanidad porque su conducta no es adecuada.
Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahvé haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón. Y dijo Yahvé: «Voy a exterminar de sobre la haz del suelo al hombre que he creado, desde el hombre hasta los ganados, las sierpes, y hasta las aves del cielo porque me pesa haberlos hecho». (Génesis 6, 5-7)
Lo curioso del episodio del Diluvio es que en este momento, desde la cronología interna del texto bíblico, los hombres todavía no contaban con una ley que sirviese como guía y vara de medir de su rectitud o impiedad. De hecho, fue justo después del Diluvio cuando Yahvé dictó sus primeras normas a los hombres. Pero, igual que Adán y Eva habían desobedecido un mandato concreto, también era evidente que la humanidad no había seguido los designios de la divinidad.
En cualquier caso, incluso antes de las promulgaciones de la primera ley tras el Diluvio y de la ley suprema del Sinaí en tiempos de Moisés, lo que se percibe en los textos judíos es que Dios juzga al ser humano por su rectitud o pecado, y le premia o castiga en consecuencia. ¿Cómo lo hace? En el caso de los justos, su premio será una vida larga, como ocurre en el caso de los personajes anteriores al Diluvio, con el récord absoluto en poder de Matusalén, con 969 años de vida. Para los pecadores, la pena consistía en la reducción drástica (e inmediata) de sus días de vida.
En resumen, la muerte es la herramienta suprema con la que cuenta Dios para juzgar a la humanidad de acuerdo con la ecuación buen comportamiento = vida larga; mal comportamiento = vida breve. Podemos encontrar esta fórmula verbalizada en el libro del Deuteronomio:
Si escuchas la ley de Yahvé, tu Dios, lo que hoy te ordeno, amando a Yahvé, Dios tuyo, caminando por sus vías, guardando sus preceptos, leyes y decretos, vivirás y te multiplicarás […]. Pero si tu corazón se vuelve y no escucha y te dejas seducir […] os declaro que pereceréis sin remisión, no prologaréis vuestros días […]. Pongo hoy por testigos contra vosotros el cielo y la tierra; os he expuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida. (Deuteronomio 30, 16-20)
¿Qué ocurre cuando muere un ser humano?
La siguiente pregunta que nos planteamos es: para los judíos de la época del Primer Templo, ¿qué ocurría con los muertos? ¿Adónde iban? ¿Había un lugar o varios diferentes según la condición del muerto?
Evidentemente, tarde o temprano todos los seres humanos pasaban por el trance de la muerte y, tal como Dios le había anunciado a Adán, regresaban al polvo:
No existe ventaja del hombre sobre la bestia, pues todo es vanidad. Todo camina a un mismo paradero. Todo procede del polvo y todo retorna al polvo. (Eclesiastés 3, 19-20)
El destino que esperaba a todos los humanos tras su muerte era el šeol, una morada subterránea similar al Hades de la religión griega, donde moraban los difuntos, sin separación de cuerpo y alma, y sin distinción entre pecadores y bienhechores. Era, sencillamente, el estado siguiente a la vida y, a juzgar, por ejemplo, por las expresiones lastimeras de Jacob:
Todos sus hijos y todas sus hijas se aprestaron a consolarle, pero él rehusó consolarse y dijo: ¡Bajaré a donde mi hijo en duelo, al šeol! (Génesis 37, 35)
los judíos tenían de este lugar un concepto tan negativo como los griegos.
¡Hijo mío! ¿Cómo has bajado en vida a esta oscuridad tenebrosa? Difícil es que los vivientes puedan contemplar estos lugares, separados como están por grandes ríos, por impetuosas corrientes y, principalmente, por el Océano, que no se puede atravesar a pie sino en una nave bien construida. […]
¡Ay de mí, hijo mío, el más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Perséfone, hija de Zeus, sino que esta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de las ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta, y el alma se va volando como un sueño. (Odisea XI)
Aunque perteneciente a un período posterior de la historia de Israel, el libro de Job (ca. 400 a. C.) nos ofrece esta misma idea sobre el destino que esperaba a todos después de la muerte:
Mi carne se ha revestido de gusanos y costras terrosas, mi piel se ha agrietado y supura. Mis días han transcurrido más raudos que lanzadera y han cesado por falta de hilo. ¡Acuérdate de que mi vida es viento, mi ojo no tornará a ver la dicha! ¡No me divisará más el ojo del que me veía, tus ojos [se fijarán] en mí y ya no existiré! Una nube se disipa y se va, así quien baja al šeol no sube. No volverá más a su casa, ni le verá de nuevo su lugar. (Job 7, 5-10)
Para Job, el šeol era un lugar del que no se regresaba, lugar tenebroso («antes de que me vaya, para no volver, a la tierra de tinieblas y sombra, tierra de negrura como oscuridad, sombra y desórdenes, y donde la claridad misma es cual la oscuridad», señala Job más adelante), un lugar que se encontraba en un plano inferior («más profundo que el šeol»). Queda claro, en cualquier caso, que, en este momento de la historia del pensamiento judío, no existía una creencia en la resurrección de los muertos ni en un destino diferente para los justos y los malvados.
Así pues, ya que el šeol no hacía diferencias entre justos e impíos, lo que debía hacer un ser humano era vivir una vida acorde con los mandamientos divinos para que, de ese modo, Dios le premiase con una vida larga y próspera.
Ve, come con alegría tu pan y bebe con buen ánimo tu vino porque hace tiempo se complace Dios en tus obras. Que siempre sean blancos tus vestidos y el aceite no falte sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas todos los días de tu vana vida que Dios te ha concedido bajo el sol, todos tus días de vanidad, pues es tu porción en la vida y en el trabajo en que te esfuerzas bajo el sol. Todo lo que encuentres a mano, hazlo según tus fuerzas, porque no hay obra, ni razón, ni ciencia, ni sabiduría, en el šeol, adonde te encaminas. (Eclesiastés 9, 7-10)
¿Se puede escapar del šeol? Casos de resurrección y asunción
Parece evidente por la afirmación del profeta Job («quien baja al šeol no sube. No volverá más a su casa, ni le verá de nuevo su lugar»), que no hay posibilidad de eludir el destino que aguarda a todos los seres humanos.
Sin embargo, la tradición judía nos informa de varios casos de personas que escaparon del šeol y de dos modos diferentes: auténtica resurrección o por asunción gracias a la intervención divina.
Por algunas fuentes judías de época más reciente, sabemos que, desde muy antiguo, existía una creencia según la cual el alma del difunto mostraba cierta querencia a permanecer en el mundo y tardaba tres días en llegar al šeol. De ese modo, existía la posibilidad de evitar su paso definitivo a esa nueva dimensión. Visto así, resucitar a un muerto era el último recurso de un sanador. En el libro de los Reyes del Antiguo Testamento tenemos dos ejemplos de resurrección de este tipo.
El primero tiene como protagonista al profeta Elías. Estaba el hombre santo en Sarepta, ciudad fenicia cercana a Sidón, en el actual Líbano, alojado en casa de una viuda, cuando el hijo de la mujer enfermó gravemente y murió. La viuda, sospechando que había alguna relación entre la visita del extranjero y el fallecimiento de su hijo, acusó a Elías de ser el responsable de su pérdida:
¿Qué hay entre tú y yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mi casa a recordar mi culpa y matarme a mi hijo? Elías respondió: ¡Dame a tu hijo! Y, tomándolo de su regazo, se lo llevó a la habitación de arriba, donde él dormía, y lo acostó en la cama. Después clamó a Yahvé: «¡Yahvé, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda en su casa la vas a castigar haciéndole morir al hijo?!» Luego se tumbó tres veces sobre el niño, suplicando a Yahvé: «¡Yahvé, Dios mío, que vuelva el alma de este niño a su interior!» Yahvé escuchó la súplica de Elías, volvió el alma al interior del niño y revivió. (1 Reyes 17, 18-22)
El segundo ejemplo de resurrección también tiene como protagonistas a un niño y a un profeta, en este caso Eliseo, discípulo de Elías. La estructura es similar. El profeta había sido recibido en su casa por una mujer, ahora una sunamita, habitante de Sunem, un pueblo entre Samaria y el monte Carmelo. Las visitas se hicieron tan frecuentes que la sunamita y su marido acabaron por prepararle una habitación al profeta para que se quedase siempre que pasase por allí. Agradecido, Eliseo les prometió que tendrían por fin la descendencia que se les estaba negando. Efectivamente, la mujer acabó dando a luz a un niño. Tiempo después, el niño enfermó y acabó muriendo. La sunamita pidió ayuda a Eliseo, que acudió a la casa donde aún yacía el cadáver del crío:
Eliseo entró en la casa y encontró al niño muerto tumbado en su cama. Entró, cerró la puerta y oró a Yahvé. Luego, se subió a la cama y se echó sobre el niño, poniendo su boca sobre la boca de él, sus ojos con los suyos, sus manos con las suyas; y permaneció inclinado sobre él, de modo que el cuerpo del niño fue entrando en calor. Después se retiró y paseó por la habitación, de acá para allá; subió de nuevo a la cama y se inclinó sobre el niño; el niño estornudó hasta siete veces y abrió los ojos. Eliseo llamó a Guejazí, y le dijo: «Llama a nuestra sunamita». La llamó, y ella vino, y Eliseo le dijo: «Toma a tu hijo». (2 Reyes 4, 32-36)
Las dos resurrecciones siguen un patrón similar: el profeta se pone en contacto con el cuerpo del niño muerto; en realidad, parece identificarse con él al colocarse encima, imitar su postura y poner ojos con ojos, manos con manos, boca con boca. De este modo, en los primeros momentos después de la muerte, los dos niños consiguen librarse, al menos de momento, de su destino en el šeol.
Hay otro caso más de resurrección en el que también está involucrado el profeta Eliseo, aunque ocurrió después de su muerte. Unos hombres arrojaron un cadáver dentro de la tumba de Eliseo, y en cuanto el cadáver entró en contacto con los huesos del profeta, resucitó. La noticia la ofrecen dos fuentes, el segundo libro de los Reyes e igualmente, con variantes menores, el historiador Flavio Josefo, en sus Antigüedades de los judíos.
La segunda forma de escapar de la muerte consiste en que un ser humano concreto sea elevado o transportado por Dios a un plano superior en el que quedará a salvo del destino común a toda la humanidad.
En la Biblia hebrea, identificada básicamente con el Antiguo Testamento cristiano, hay dos ejemplos de asunciones. El primero es el del patriarca Enoc, padre del campeón de longevidad Matusalén. El texto del libro del Génesis dice sencillamente que «Enoc caminó en compañía de Elohim; luego desapareció, porque Elohim lo tomó consigo». Siguiendo la idea de que la muerte era un castigo como consecuencia de los pecados, resulta lógico que la interpretación de este pasaje en otros libros judíos fuese que Enoc mereció ese destino por su comportamiento excepcionalmente justo. El libro del Eclesiástico dice que «Enoc agradó al Señor y fue trasladado, ejemplo de conversión para las generaciones», y el de la Sabiduría confirma la idea: «Por ser agradable a Dios fue amado, viviendo entre pecadores fue trasladado». Queda abierta la cuestión de cuál fue el destino de Enoc. Dentro de la literatura apócrifa[3], el libro de los Jubileos aseguraba que había sido llevado al Jardín del Edén, el Libro Primero de Enoc lo situaba en «un lugar muy lejano» y el Targum Pseudo-Jonatán lo hacía elevarse hasta el firmamento.
Hay un segundo caso de elevación más conocido, el del profeta Elías, que, según el segundo libro de los Reyes, fue arrebatado por un carro de fuego. No hay textos que declaren explícitamente que Elías contaba con un favor tan especial por parte de Dios como para hacerle merecedor de un honor reservado anteriormente solo a Enoc. De todas formas, sus hechos hablan por él, y fue considerado en su tiempo, y también por la posteridad, como uno de los mayores profetas, especialmente por el celo con el que defendió a Yahvé.
No especula la tradición judía sobre el lugar al que fue a parar Elías, sino que le concede un papel protagonista en las creencias referentes al fin del mundo. Algunos pasajes de las Escrituras parecían sugerir la llegada de un profeta que anunciaría el advenimiento de los últimos tiempos, y que inauguraría una nueva época, mesiánica, en la que Israel derrotaría a las naciones de los impíos. Este profeta sería, además, precursor del Mesías, reuniría al pueblo disperso y anunciaría los hechos que ocurrirían cuando llegara el fin del mundo. Dadas estas creencias, y el hecho de que Elías hubiese sido arrebatado por Dios, se fue conformando la idea de que este profeta sería precisamente Elías, tal como acaba afirmando explícitamente el profeta Malaquías: «He aquí que yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el Día de Yahvé grande y terrible».
Esta convicción perduró durante siglos, y así, en tiempos de Jesús, los evangelistas nos presentan varios episodios en este sentido. En algunos se identifica a Elías tanto con Juan el Bautista como con el propio Jesús. Pero sin duda el pasaje más interesante en este sentido es la Transfiguración, en donde, a ambos lados de Jesús, se aparecen Moisés y, por supuesto, Elías, como señal de que el fin de los tiempos está cerca[4].
Aunque en el cristianismo actual ha perdido fuerza la figura y el simbolismo de Elías, en el judaísmo pervive como un recordatorio constante de que, en cualquier momento, puede producirse la llegada del esperado Mesías y el comienzo del fin del mundo. Así, en cualquier cena de Pascua judía que se precie se dejará una silla vacía en honor del profeta, y lo mismo ocurre en las ceremonias de circuncisión. La creencia popular dice que, desde esta silla de Elías, el profeta contempla cómo el pueblo judío continúa cumpliendo los mandamientos de la Ley de Dios.
En resumen, aunque la creencia general dentro del judaísmo anterior al destierro en Babilonia era que la muerte era el final de un proceso y que todas las almas acababan en el olvido eterno del šeol, se conocen varios casos en los que la muerte es superada de una forma u otra. Son unas pocas excepciones, pero abren una rendija a la esperanza por la que se abrirán paso nuevas ideas en los siglos posteriores.
La vida de ultratumba y la resurrección en el judaísmo entre la vuelta del destierro y la época de surgimiento del cristianismo (586 a. C.-siglo i d. C.)
En 586 a. C., Nabucodonosor II conquistó el reino de Judá, su capital Jerusalén, y destruyó el Templo de Yahvé. La pesadilla culminó con la deportación y exilio en Babilonia de gran parte de la élite judía del país, para evitar que liderase una posible revuelta contra los conquistadores.
Tras varios siglos de independencia, aunque fuese a la sombra de las grandes potencias regionales, los judíos sufrieron como un trauma la pérdida de su reino y su Templo de Yahvé. Indudablemente, algo habían hecho mal para que su dios nacional hubiera permitido aquel desastre. Se forjó la creencia de que el destierro era una prueba que Yahvé ponía a su pueblo. Si los judíos permanecían fieles a Yahvé en esas circunstancias tan adversas, este obraría el milagro, un mesías anunciaría el fin de la opresión extranjera y el comienzo de los últimos días en los que el pueblo judío recuperaría su independencia. De hecho, la caída de Babilonia ante los persas y el Edicto del rey persa Ciro en 538 a. C. que permitía a los judíos regresar a su hogar nacional y reconstruir su templo, aunque fuese bajo tutela persa, se interpretó según este esquema, y hubo quien incluso vio en Ciro al esperado mesías.
Así afirma Yahvé a su ungido Ciro, a quien he cogido por su diestra para sojuzgar delante de él a las naciones y desceñir los lomos de los reyes: «Yo avanzaré delante de ti y allanaré las montañas, quebraré los batientes de bronce y destrozaré férreos cerrojos». (Isaías 45, 1-2)
Como complemento a esta visión, se conformó la imagen de la «muerte» de Israel y sus huesos machacados por los babilonios. Sin embargo, Yahvé devolvería la vida a esos huesos secos, es decir, «resucitaría» al pueblo de Israel. El profeta Ezequiel es el encargado de expresarlo en un texto un poco largo, pero fundamental para la formación de la creencia en la resurrección corporal:
La mano de Yahvé vino sobre mí, y me llevó en el Espíritu de Yahvé, y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Y me hizo pasar cerca de ellos por todo en derredor; y he aquí que eran muchísimos sobre la faz del campo, y por cierto secos en gran manera. Y me dijo: Hijo de hombre, ¿vivirán estos huesos? Y dije: Señor Yahvé, tú lo sabes. Me dijo entonces: Profetiza sobre estos huesos, y diles: Huesos secos, oíd palabra de Yahvé. Así ha dicho Yahvé el Señor a estos huesos: He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé. Profeticé, pues, como me fue mandado; y hubo un ruido mientras yo profetizaba, y he aquí un temblor; y los huesos se juntaron cada hueso con su hueso. Y miré, y he aquí tendones sobre ellos, y la carne subió, y la piel cubrió por encima de ellos; pero no había en ellos espíritu. Y me dijo: Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Así ha dicho Yahvé el Señor: Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán. Y profeticé como me había mandado, y entró espíritu en ellos, y vivieron, y estuvieron sobre sus pies; un ejército grande en extremo. Me dijo luego: Hijo de hombre, todos estos huesos son la casa de Israel. He aquí, ellos dicen: Nuestros huesos se secaron, y pereció nuestra esperanza, y somos del todo destruidos. Por tanto, profetiza, y diles: Así ha dicho Yahvé el Señor: He aquí que yo abro vuestros sepulcros, pueblo mío, y os haré subir de vuestras sepulturas, y os traeré a la tierra de Israel. Y sabréis que yo soy Yahvé, cuando abra vuestros sepulcros, y os saque de vuestras sepulturas, pueblo mío. Y pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis, y os haré reposar sobre vuestra tierra; y sabréis que yo, Yahvé, hablé, y lo hice, dice Yahvé. (Ezequiel 37, 1-14)
Rediseño del šeol
Paralelamente a la resurrección colectiva de Israel, a partir del regreso del destierro aparecen indicios de que la resurrección comenzaba a ser contemplada como un anhelo individual, una forma de escapar del lúgubre destino del šeol. Y no solo eso: se establecía una distinción entre justos y pecadores, buenos y malos, que recibirían un trato diferente tras la muerte. El šeol quedaba como lugar para los malvados, mientras que los justos serían transportados a un lugar mejor:
Pero Elohim rescatará mi alma, del poder del šeol, ciertamente, me tomará. (Salmos 49, 16)
Mientras que los pecadores, los enemigos de Dios, no gozarían de esa gracia. En el siglo ii a. C. el libro de Daniel ya establecía claramente esta separación y destinos diferentes:
Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, estos para la vida eterna, aquellos para oprobio, para eterna ignominia. (Daniel 12, 2)
La razón de esta transformación es evidente. La experiencia humana dictaba que aquel esquema de vida virtuosa = vida larga y vida de pecado = castigo y muerte no se cumplía siempre, ni siquiera con cierta frecuencia, lo que causaba cierto escándalo entre los piadosos:
Eres demasiado justo, Yahvé, para que discuta contigo; sin embargo, te formularé demandas: ¿Por qué prospera la conducta de los impíos y viven en paz todos los que cometen traición? Tú los has plantado y hasta han arraigado; progresan, incluso dan fruto. (Jeremías 12, 1-2)
Pero en el judaísmo seguía imperando la postura mayoritaria de confianza en la justicia inmediata y terrenal de Dios. Así pues, para este momento había dos corrientes de opinión dentro del judaísmo:
1) La «oficial», seguidora de Deuteronomio 30, 16-20 (véase más arriba), que sostenía que Dios trataría a cada uno según su conducta en esta vida, sin aplazar el premio o el castigo, y que el šeol era igual para todos.
2) La «alternativa», que constataba cómo los impíos progresaban en la vida terrena y, por tanto, creía que el premio o castigo por la conducta de cada uno se aplazaría al más allá, con la consiguiente esperanza en una vida futura y resurrección de mejor calidad.
Este equilibro se inclinará mayoritariamente en favor de la segunda opción a partir de la revuelta de los Macabeos (167 a. C.) con la aparición de un nuevo fenómeno sin demasiados precedentes en la historia judía: el martirio.
Los mártires de Yahvé
Desde 200 a. C. Judea formaba parte del imperio seléucida, uno de los reinos herederos de la gran aventura de Alejandro Magno que había dejado todo el Mediterráneo oriental en manos griegas. El libro bíblico de los Macabeos cuenta cómo, en 168 a. C., el rey seléucida Antíoco IV decidió que todos los súbditos de su enorme imperio gozasen de los mismos privilegios, pero también que abandonasen sus creencias religiosas particulares para abrazar la religión griega oficial. Antíoco no era Alejandro, y no supo ver la diferencia entre ofrecer un marco de convivencia común basado en la aceptación de unos acuerdos mínimos y la imposición de unas creencias y normas por la fuerza. A pesar de que algunos judíos se adhirieron a sus reformas, renunciando así a sus propias tradiciones, Palestina se convirtió en un polvorín. La prohibición de la religión judía, las prácticas idólatras que proliferaban en la tierra de Yahvé y, por último, la profanación del Templo de Jerusalén, fueron los detonantes de una gran revuelta popular.
Una familia judía de origen sacerdotal, la macabea, se encargó de dirigir la resistencia. La chispa que prendió la llama fue una visita de las tropas seléucidas a la ciudad de Modín, hogar de los Macabeos, un pueblo cercano a Jerusalén, con la intención de hacer cumplir las normas dictadas por el rey. Estando allí los soldados, un sacerdote llamado Matatías vio cómo un judío se acercaba a un altar para hacer un sacrificio idolátrico, cumpliendo así las órdenes del rey Antíoco. En ese momento, Matatías se vio invadido por el «celo de Yahvé» y, abalanzándose sobre él, lo degolló sobre el propio altar.
Este concepto de «celo» (de la palabra griega zelos «celo, amor ferviente, obsesión») sería muy importante en las luchas de liberación de los judíos que tendrían lugar en los siguientes siglos. El celo se consideraba una de las virtudes del fiel israelita, y se basaba en personajes prototípicos del Antiguo Testamento como Pinjas y Elías, que, en su celo por cumplir la ley de Yahvé, habían llegado a arrebatar la vida a algún infiel. Tal «virtud» justificaba el homicidio en nombre del cumplimiento de la Ley de Dios, transformando así cualquier conflicto en una guerra santa, y se convirtió, a la postre, en la base ideológica de los grupos revolucionarios judíos que se enfrentaron al poder romano en tiempos de Jesús. De hecho, los más violentos de entre estos se hacían llamar zelotas (que significa «celoso, devoto, obsesionado»).
Si la cara de este celo era la justificación de la violencia, la cruz se mostraba en la terca negativa a aceptar aquello que no fuese acorde con la Ley de Dios, incluso si eso suponía entregar la propia vida antes que violar los mandamientos de Yahvé:
A las mujeres que habían circuncidado a sus hijos, les dieron muerte de acuerdo con el decreto, colgando a los niños de sus cuellos, y lo mismo a sus familiares y a los que habían circuncidado. Sin embargo, muchos en Israel se mantuvieron fuertes y dieron prueba de firmeza no comiendo nada impuro. Prefirieron morir para no contaminarse. (1 Macabeos 1, 60-62)
El libro segundo de los Macabeos proporciona los dos ejemplos supremos de esta actitud de sacrificio y «resistencia pasiva». Por un lado, un anciano de nombre Eleazar, que prefirió morir antes que comer carne de cerdo, y, por otro, y muy especialmente, la terrible historia de la madre y sus siete hijos:
Arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios de buey para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: «¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres». Fuera de sí, el rey ordenó poner al fuego sartenes y ollas. Las pusieron al fuego inmediatamente, y el rey ordenó que cortaran la lengua al que había hablado en nombre de todos, que le arrancaran el cuero cabelludo y le amputaran las manos y los pies a la vista de los demás hermanos y de su madre. Cuando quedó completamente mutilado, el rey mandó aplicarle fuego y freírlo; todavía respiraba. Mientras el humo de la sartén se esparcía por todas partes, los otros, junto con la madre, se animaban entre sí a morir noblemente diciendo: «El Señor Dios lo contempla, y de verdad se compadece de nosotros, como declaró Moisés en el cántico de denuncia contra Israel: Se compadecerá de sus servidores». Una vez que murió el primero de este modo, llevaron al segundo al suplicio; le arrancaron el cabello con la piel, y le preguntaron: «¿Comerás antes que te atormenten miembro a miembro?» Él respondió en su lengua materna: «¡No comeré!» Por eso también él sufrió a su vez el martirio como el primero. Y cuando estaba a punto de dar su último suspiro, dijo: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna, ya que nosotros morimos por su Ley». Después se divirtieron con el tercero. Le pidieron que sacara la lengua, y lo hizo enseguida, alargando las manos con gran valor. Y habló dignamente: «Del cielo las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo modo de él». El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió este, torturaron de modo semejante al cuarto. Y cuando estaba próximo a su fin, dijo: «Es preferible morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. En cambio, tú no resucitarás para la vida». Después sacaron al quinto, y lo atormentaron. Pero él, mirando al rey, le dijo: «Aunque eres un simple mortal, haces lo que quieres porque tienes poder sobre los hombres. Pero no te creas que Dios ha abandonado a nuestra nación. Espera y ya verás cómo su gran poder te tortura a ti y a tu descendencia». Después de este llevaron al sexto, y cuando iba a morir, dijo: «No te equivoques. Nosotros sufrimos esto porque hemos pecado contra nuestro Dios; por eso han ocurrido estas cosas extrañas. Pero tú, que te has atrevido a luchar contra Dios, no pienses que vas a quedar sin castigo». Pero ninguno más admirable y digno de recuerdo que la madre. Viendo morir a sus siete hijos en el espacio de un día, lo soportó con entereza, manteniendo la esperanza en el Señor. Con noble actitud, uniendo un ardor varonil a la ternura femenina, fue animando a cada uno, y les decía en su lengua: «Yo no sé cómo aparecisteis en mi seno; yo no os di el aliento ni la vida, ni ordené los elementos de vuestro organismo. Fue el creador del mundo, el que modela la raza humana y determina el origen de todo. Él, con su misericordia, os devolverá el aliento y la vida si ahora os sacrificáis por su Ley». (2 Macabeos 7, 1-23)
El problema que planteaba esta conducta era que suponía una alteración de los valores tradicionales del judaísmo. Si en los siglos anteriores se había extendido la creencia de que Yahvé concedía larga vida al justo y se la arrebataba como castigo al malvado, ¿cómo era posible ahora que, precisamente por seguir la ley divina, uno perdiese la vida? Evidentemente, si el premio a la fidelidad no estaba en esta vida, debería encontrarse en otro sitio.
La inspiración se encontraba al alcance de la mano, en el texto ya mencionado de Ezequiel: «He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé».
Justo en los años posteriores a la revuelta de los Macabeos, se escribió el libro de Daniel, donde ya se exponían con toda claridad las nuevas teorías relativas al final de los tiempos insinuadas de manera fragmentaria en varios libros bíblicos de épocas anteriores, muy en especial en Ezequiel. Al final de los tiempos, que contemplarán la culminación del mal, tendrá lugar el día de Yahvé. Daniel tiene una revelación sobre este día y el juicio que se celebrará:
Mientras yo contemplaba, se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura, blanca como la nieve; los cabellos de su cabeza, puros como la lana. Su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego corría y manaba delante de él. Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él. El tribunal se sentó, y se abrieron los libros. Miré entonces, atraído por el ruido de las grandes cosas que decía el cuerno, y estuve mirando hasta que la bestia fue muerta y su cuerpo destrozado y arrojado a la llama de fuego. A las otras bestias se les quitó el dominio, si bien se les concedió una prolongación de vida durante un tiempo y hora determinados. Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás. […] Yo contemplaba cómo este cuerno hacía la guerra a los santos y los iba subyugando, hasta que vino el Anciano a hacer justicia a los santos del Altísimo, y llegó el tiempo en que los santos poseyeron el reino. (Daniel 7, 9-22)
Una vez establecida la creencia en la resurrección y el reparto de castigos y recompensas de acuerdo a la conducta mostrada en vida, quedaba por dilucidar una última cuestión. ¿Cómo sería esa resurrección? ¿Afectaría únicamente al alma o también al cuerpo?
Los judíos que vivían en territorio palestinense y que estaban más arraigados en la cultura oriental, pensaban que la resurrección sería completa, corporal, tal como declaraba el tercer hermano de los siete al ser torturado («Del cielo las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo modo de él»). Esta creencia se extendió invariable hasta época de Jesús y más allá. En el siglo segundo de nuestra era la creencia general era que el cuerpo de un ser humano resucitado sería exactamente el mismo que tuviera en el momento de la muerte, lo que incluía posibles defectos, deformidades, amputaciones, etc., pero, si eran encontrados entre los justos en el Juicio Final, serían sanados y restituidos en la perfección de la juventud.
Por otro lado, aquellos judíos que vivían en la diáspora (es decir, fuera de Judea-Palestina), por lo general, en ciudades dentro de territorios profundamente impregnados de la cultura helenística y, en consecuencia, más receptivos a las ideas propias de la filosofía griega, pensaban que la resurrección afectaría únicamente al alma, parte incorruptible del ser humano que habita dentro del envoltorio corporal y que se libera de él una vez finalizada la vida terrenal y regresa a Dios, de donde procede. El libro de la Sabiduría, representante de esta corriente helenística dentro de la Biblia, lo expresa así:
Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del Diablo y los de su partido pasarán por ella. Pero las almas de los justos están en manos de Dios y no las tocará el tormento. A los ojos de los necios pareció que habían muerto, consideraban su tránsito como una desgracia, y su partida de entre nosotros, como destrucción, pero ellos están en la paz. Aunque a la vista de los hombres parezca que cumplen una pena, ellos esperaban de lleno la inmortalidad; sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores, porque Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él. (Sabiduría 2, 23-3, 5)
Ambas concepciones de la resurrección, la corporal y la meramente espiritual, convivieron durante siglos dentro del judaísmo y llegaron a la época de Jesús de Nazaret.
Sin embargo, la sociedad judía nunca se caracterizó por ser monolítica en sus planteamientos, y de este modo, veremos que, en el siglo primero de nuestra era, momento que nos ocupa para la cuestión de la resurrección de Jesús, no todos los judíos pensaban lo mismo.
Creencias sobre la resurrección en tiempos de Jesús
A partir de la época macabea hay un nuevo elemento a tener en cuenta a la hora de estudiar las creencias judías sobre la resurrección. Fruto de las numerosas influencias a las que estaba expuesta la sociedad judía (muchas de ellas consideradas idolátricas y perniciosas, pero que, aun así, acabaron calando de una forma u otra en la ideología política y religiosa del judaísmo posterior al exilio), surgieron diversos grupos, sectas y corrientes de pensamiento diferentes, cada uno de ellos con su correspondiente naturaleza y creencias específicas.
El punto de partida para una descripción de la sociedad judía de los siglos próximos al cambio de era son dos textos del historiador judío Flavio Josefo, que escribió su obra después de la derrota en la primer guerra judía contra Roma (66-70 d. C.). En sus Antigüedades de los judíos, Josefo, que se dirigía a un público romano de cultura clásica que desconocía prácticamente todo sobre su pueblo, describía de este modo la sociedad judía:
En esta época había entre los judíos tres sectas que tenían opiniones diferentes en relación a los asuntos humanos; una, la llamada de los fariseos; otra, la de los saduceos, y la tercera, la de los esenios. Los fariseos dicen que solo algunas cosas son obra del destino, no todas, puesto que depende de nosotros mismos que algunas ocurran o no. La secta de los esenios declara que el destino es dueño absoluto de todas las cosas y que no hay nada que suceda a los hombres de acuerdo con su decreto. Los saduceos suprimen el destino, afirmando que este no existe y que, por tanto, no se cumplen los acontecimientos de los hombres según el mismo; creen que todo depende de nosotros mismos, como si fuéramos los responsables de las cosas buenas y recibiéramos las peores por culpa de nuestra irreflexión. (Antigüedades de los judíos XIII, 5, 9)
Y en otro pasaje añadía:
Judas Galileo fue el fundador de la «cuarta secta»; esta secta conviene en todo con la doctrina farisea, con la excepción de que tienen una pasión incontenible por la libertad; convencidos de que el único Señor y amo es Dios, tienen en poco someterse a las muertes más terribles y perder amigos y parientes con tal de no tener que dar a ningún mortal el título de «Señor». (Antigüedades de los judíos XVIII, 23)
Para el tema que nos ocupa, las creencias sobre un Juicio Final y especialmente sobre la resurrección, las diferencias entre estos grupos serían las siguientes:
• Los fariseos, la corriente principal dentro del judaísmo de la época, practicaban un legalismo extremo en el que concedían una enorme importancia al cumplimiento de la ley dictada por Yahvé a Moisés hasta sus más mínimos preceptos. Creían en la inmortalidad del alma, en la resurrección de los muertos y en un estado de recompensa o castigo tras la muerte de acuerdo a los merecimientos de cada individuo. Ahora bien, la doctrina farisea no era homogénea. Por una parte, Flavio Josefo señala en otro pasaje que «piensan que el alma es imperecedera, que las almas de los buenos pasan de un cuerpo a otro y las de los malos sufren castigo eterno», es decir, una creencia en la transmigración de las almas más que en una verdadera resurrección, y limitada únicamente a los justos. Esto es lo que parece reflejarse en algunos pasajes de los Evangelios, cuando Jesús pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es él, y le responden que algunos creen que es Juan el Bautista o Elías[5]. Hay textos posteriores que parecen extender esta creencia a todos los difuntos, aunque sigue sin quedar claro que la resurrección se limitara al alma y prescindiera del cuerpo. Los indicios sobre una fe en la resurrección de la carne son, como poco, débiles y escasos.
• La otra gran corriente judía, opuesta a los fariseos, era la de los saduceos, la nobleza sacerdotal del Templo de Yahvé en Jerusalén. Los saduceos eran la casta dirigente (y, por tanto, conservadora) de la sociedad judía, los encargados de la escrupulosa observancia de las leyes relativas al Templo y el culto. Como suele ocurrir con las élites sacerdotales de cualquier religión, los saduceos sabían que no había mejor vida que la que vivían en la tierra, y, por tanto, no creían ni en una retribución por las obras terrenales en una vida futura ni en la resurrección de los muertos, y se mantenían fieles a las creencias más antiguas dentro del judaísmo. Tal como señalaba Flavio Josefo, «los saduceos enseñan que el alma perece con el cuerpo».
• Los esenios, a diferencia de los fariseos y los saduceos, constituían una auténtica secta con una organización muy rigurosa. Practicaban una comunidad de bienes en la que no había dinero y que estaba dirigida por unos administradores que se encargaban de satisfacer las necesidades de todos los miembros del grupo. Tenían un calendario de fiestas diferente al del resto de los judíos y algunos de ellos vivían en comunidades apartadas del mundo. Sin duda, la comunidad que habitó los restos del cenobio de Qumrán, donde en 1947 se descubrieron los Manuscritos del Mar Muerto, era esenia, de manera que, además de las opiniones de Flavio Josefo, contamos con ese enorme tesoro bibliográfico para conocer su pensamiento, aunque lamentablemente no resulta excesivamente esclarecedor. Que los esenios creían en un Juicio Final con recompensas y castigos se deduce de varias declaraciones desperdigadas por los Manuscritos del Mar Muerto. Por ejemplo, la Regla de la Comunidad promete a los justos, denominados Hijos de la Luz, «gozo eterno con vida sin fin, y una corona de gloria con un vestido de majestad eterna», que compartirían con los ángeles. Quedan más dudas sobre qué tipo de resurrección esperaban. Para Josefo, solo creían en la inmortalidad del alma («Ellos tienen la convicción de que el cuerpo es corruptible y la materia que lo compone insubstancial, pero el alma es inmortal, imperecedera, vive en el éter sutilísimo y penetra en los cuerpos, donde queda aprisionada, atraídas por un hechizo natural. Cuando el alma se desprende de los vínculos de la carne, una vez liberada de su larga esclavitud, emprende gozosamente el vuelo hacia las alturas»). Pero algunos textos hallados en Qumrán dejan más dudas. El Apocalipsis Mesiánico anuncia que Dios «curará a los heridos y revivirá a los muertos». Así pues, debemos conformarnos con tener por segura la creencia en la resurrección entre los esenios, aunque sin saber con certeza cómo la veían.
• La cuarta secta, mencionada por Flavio Josefo en el segundo texto, es la de los zelotas, una facción procedente, desde un punto de vista religioso, del judaísmo farisaico, pero que mostraba unas actitudes mucho más extremas que los fariseos respecto a la política y a la lucha de liberación frente al yugo romano. Los zelotas habían hecho de la liberación nacional un principio religioso, y consideraban inaceptable la sumisión al poder de Roma, pues creían que esta actitud representaba una traición a Dios similar a la idolatría. Igual que los fariseos, creían que el futuro estaba, al menos en parte, en sus manos, y que podían forzar el devenir de los acontecimientos por medio de cualquier tipo de acción. Suponían que, si ellos daban el primer paso, Dios ayudaría a aquellos que intentasen cumplir su voluntad. Las consecuencias de esta ideología fueron las continuas incitaciones a la rebelión y a la lucha armada contra los romanos, dando por buena la pérdida de la propia vida si con ello cumplían su sagrado deber de liberar la tierra de Israel del dominio gentil y devolverla a su único y legítimo propietario, Dios. Eran los herederos naturales del espíritu de la revuelta macabea y, hoy en día, podría comparárseles con los actuales yihadistas musulmanes, que esperan un premio en la otra vida por sus acciones violentas contra los enemigos de su Dios en este mundo.
Ahora bien: sobre este esquema hay que hacer varias puntualizaciones. La primera es que Josefo ofrece una especie de «foto fija» de la sociedad judía de la época que parece consistir en cuatro compartimentos estancos que no se influyen mutuamente. Hay que recordar que Josefo escribía para un público romano, y lo que quería era ofrecer una imagen que les resultase comprensible, simplificando, si era necesario, la realidad, y ofreciendo modelos que resultasen familiares a sus lectores. Por eso, sus explicaciones desprenden cierto aroma de ideas propias de la cultura grecolatina que quizás no se ajustasen por completo a la realidad escrita. El caso más claro es la creencia farisea en la transmigración de las almas que se asemeja enormemente a la metempsicosis defendida por algunas escuelas filosóficas griegas, como los órficos y los pitagóricos.
La segunda observación es que estos cuatro grupos (en realidad tres, porque los zelotas no eran más que el brazo armado del fariseísmo) no constituían más que una pequeña porción de la población judía palestina, y aún más ínfima en la judería de la diáspora diseminada por multitud de ciudades del Mediterráneo oriental y el Próximo Oriente. Los esenios eran unos 4.000, según el propio Flavio Josefo, los saduceos eran únicamente aquellos vinculados al servicio del Templo, por lo que no serían más de unos pocos miles, y los fariseos otro puñado de miles. La inmensa mayoría de la población, estimada entre medio millón y un millón para el siglo primero, constituía lo que en hebreo se denominaba am ha-arets, la «gente de la tierra», personas que bastante tenían con sobrevivir un día tras otro como para preocuparse por ciertas minucias teológicas.
Por lo general, se considera que esta «gente de la tierra» seguía básicamente las doctrinas fariseas, más que nada por eliminación, puesto que los esenios eran una auténtica secta, con la restricción de acceso que eso implicaba, y los saduceos eran un grupo endogámico que carecía de sentido fuera del contexto del Templo de Yahvé en Jerusalén. Lamentablemente, las obras literarias no nos informan sobre las creencias generales de la población judía, así que quizás haya que buscarlas en otras fuentes: los restos materiales procedentes de enterramientos, tanto tumbas como recipientes para los muertos, y las inscripciones funerarias. Lo cierto es que las inscripciones de las tumbas y su iconografía tampoco parecen mostrar una fe en la resurrección corporal muy extendida entre la población judía.
A modo de resumen
Podría decirse que, en tiempos de Jesús de Nazaret, la población judía no era monolítica en sus creencias respecto al más allá. Desde muchos siglos atrás, se había forjado la creencia de que las almas de los muertos acababan en el šeol, un lugar tenebroso sin escapatoria, «tierra de tinieblas y sombra, tierra de negrura como oscuridad, sombra y desórdenes, y donde la claridad misma es cual la oscuridad». Para aquel judaísmo primitivo, no existía una creencia en la resurrección.
Durante el cautiverio en Babilonia y después del mismo surgió la idea, metafórica, de la resurrección nacional, de los huesos de Israel cubriéndose de nuevo de nervios y carne y regresando a la vida por gracia de Yahvé, tal como lo expresó el profeta Ezequiel, y esta idea se extendió a la aspiración individual de que existiera otra vida en el más allá. La aparición del fenómeno del martirio dio un vuelco al esquema, ya cuestionado con anterioridad, según el cual el justo tenía una larga vida y el pecador moría a consecuencia de sus malos actos. Surgió entonces de manera nítida la creencia en una segunda vida al final de los tiempos, cuando, tras la resurrección para comparecer ante el tribunal de Dios en el juicio final, los justos se verían premiados con una vida eterna y los pecadores regresarían a la lóbrega hondura del šeol.
En tiempos de Jesús, la sociedad judía estaba dividida en diferentes corrientes de pensamiento, algunas de las cuales, como los saduceos, ni siquiera admitían esta creencia en la resurrección y seguían aferrados a la creencia más primitiva de que toda vida acababa en el šeol. El resto de grupos sí compartían, al parecer, esa fe en una vida de ultratumba, aunque de ningún modo parezca la opinión mayoritaria la de una resurrección de la carne. Más bien al contrario, hay muchos más testimonios sobre la creencia en la inmortalidad del alma y la corruptibilidad del cuerpo. Es decir, no todos los judíos creían en la resurrección, y aún menos en la resurrección de cuerpo y alma de manera conjunta.