Читать книгу Sociales o salvajes - Javier Aranguren Echevarría - Страница 6
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
1. LAS BATALLAS DE SWIFT Y LA VERDAD EN LA GUERRA
1726. Ese año Jonathan Swift, clérigo anglicano irlandés, entregó a la imprenta Gulliver’s Travels, Los viajes de Gulliver. La mayoría de la gente de nuestro entorno piensa que se trata de un texto de literatura infantil: la novela que cuenta la historia de un hombre que viaja sucesivamente de un país de enanos a otro de gigantes. Es probable que ni siquiera sepan que nos estamos refiriendo a un libro. Habrán leído adaptaciones de doce páginas plagadas de dibujos. O visto producciones de Hollywood o ruidosos dibujos animados con ese título cuando eran niños.
Sin embargo, el libro de Swift es una obra realmente interesante. En aquel entonces, a inicios del siglo XVIII, estaba de moda la literatura de viajes. Tanto daba que fueran textos realistas como recorridos por repúblicas imaginarias. Por entonces los viajes abrían horizontes nuevos y servían para comparar las propias costumbres con otras y relativizar lo propio. Ayudaban a asombrarse con lo de allí y a agradecer lo de acá. En 1726 nos encontrábamos en los albores de la Ilustración. La literatura de viajes servía entonces de ocasión para poner en duda los dogmas, especialmente religiosos, que esa nueva edad pretendía sustituir por la luz de la razón. En 1721 Montesquieu había publicado sus Cartas Persas. En ellas narraba el viaje de unos exiliados chiítas a la sociedad occidental. Por medio de epístolas los viajeros mostraban su asombro ante las costumbres que los europeos consideraban normales[1]. Dicho asombro se centraba especialmente en materias de religión, moral y política. Es decir, nosotros podíamos ser el descubrimiento y novedad del viaje. Así abandonaba Europa su posición como centro del mundo. El viejo continente se convertía en un caso más de la pluralidad de creencias, éticas y modos posibles de gobierno.
Viajar abre los ojos. Permite mirar lo ajeno como propio y lo propio como ajeno. Viajar aumenta el horizonte de la experiencia y la comprensión. Facilita la mirada irónica sobre lo que siempre se había considerado sagrado cuando quizá no era más que un tabú, una prohibición o prejuicio sin base racional. En algo así consistió la tarea de Sócrates con los jóvenes atenienses. Les ayudó a viajar desde las apariencias del fondo de la caverna hacia lo realmente real. Algo así querría la Ilustración: animar a los ciudadanos a ‘atreverse a saber’, a superar los argumentos de autoridad[2]. ¿No será la naturaleza humana algo muy distinto de lo que dicen nuestras tradiciones? ¿No son estas tradiciones solo ‘nuestras’ y no de valor universal? ¿Hay motivos para pelear por ellas cuando pudieron haber sido completamente distintas? El viaje invita al escepticismo sobre lo propio. Desenmascara el eurocentrismo dominante en Occidente[3].
Swift, sin duda, tenía presentes estas inquietudes. Su héroe, Gulliver, encadena diversos periplos que acaban con encuentros sorprendentes. Primero visita Liliput, el país de los hombres diminutos que lo toman por gigante. ¡Todo depende del marco de referencia, del punto de vista! Seguidamente le llega el turno a Brobdingnag, el país de los gigantes. En él descubre que hasta las mujeres más bellas tienen la piel llena de marcas que parecen cicatrices, de pelos como barras de acero que en las personas de tamaños ordinarios pasamos por alto. Luego se suceden las visitas a Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, Glubbdubdrib y Japan, ciudades flotantes o islas, habitadas por científicos y otros personajes excepcionales. En estas breves etapas, Swift aporta una acerada crítica al mundo de la academia, a las torres de marfil de los filósofos y los científicos. El viajero denuncia la presunción de quienes pasan por sabios y no son más que personajes dedicados a lo absurdo, ciegos a las necesidades humanas.
Los peregrinajes de Gulliver acaban con la visita a los houyhnhnms, sabios caballos que usan la razón de forma tan pura que les hace indiferentes a todo sufrimiento y relación interpersonal. En ese país se cruza también con los yahoos, despreciables seres humanos atrapados entre la pasión, la suciedad y la miseria. Razón y pasión, dos mundos antagónicos e incomunicados. Swift parece concluir que el hombre vive en constante tensión entre el mundo del ángel y el de la bestia. Somos seres atrapados en nuestras contradicciones. Seres que, probablemente, no tienen solución. Con los houyhnhnms y los yahoos culmina el descenso de Gulliver, de Swift, hacia el pesimismo antropológico.
Querría entretener al amable lector en la consideración de un episodio del primer viaje. Gulliver ha sido hecho prisionero de los liliputientes. Movido por la curiosidad de conocer sus costumbres, decide servirles en vez de aplastarles. Desde sus ojos de gigante, las disputas de los pequeños no pueden dejar de parecerle ridículas. Hace como los sabios: adquiere perspectiva, se aleja de la inmediatez y gana la objetividad precisa para señalar el sinsentido de cosas que resultan importantes a la civilización que estudia. Un caso clarísimo es el enfrentamiento entre Liliput y el vecino reino de Blefuscu. Swift lo narra como sigue:
Los dos grandes imperios de Liliput y de Blefuscu, son dos grandes potencias que llevan empeñadas en obstinada guerra desde hace treinta y seis lunas. Empezó por el motivo siguiente: es cosa admitida por todos que la manera original de cascar un huevo para comérsele fue por el lado más ancho; pero el abuelo de su actual majestad cuando era niño, al ir a tomarse un huevo, y romperlo según la antigua práctica, se cortó en un dedo. Tras lo cual el emperador su padre, hizo público un edicto ordenando a todos sus súbditos, so pena de graves castigos, que los huevos se rompiesen por el extremo más estrecho. La gente tomó tan a mal esta ley, que cuentan nuestros historiadores que hubo seis sublevaciones por tal motivo; en una de las cuales un emperador perdió la vida, y otro la corona. Estas agitaciones civiles fueron fomentadas de manera continuada por los monarcas de Blefuscu; y cuando eran reprimidas, los que se exiliaban iban a buscar refugio en ese imperio. Se calcula que once mil personas han preferido la muerte, en diversos momentos, antes que someterse a romper un huevo por el extremo estrecho (Viajes, I, 4).
La causa de la disputa resulta ridícula: ¿el lugar por donde romper un huevo es asunto relevante? Tal vez para los británicos sí, pues les gusta desayunarlos y tienen sus manías… Seguro que no para una inmensa mayoría de los seres humanos. Es cierto que la riña comienza por un accidente. Y que este le ocurre al hijo de un emperador. Se supone que el herido, como príncipe que es, ocupa su lugar ‘por elección divina’. En consecuencia, todo cuanto le acaece debería responder a un designio eterno cuyo significado ha de ser trascendente para sus súbditos. ¿O no? ¿No se habrá exagerado el papel de los emperadores? ¿No se estarán aprovechando de la credulidad de los sencillos? ¿No será la misma monarquía, con su pompa y circunstancia, un recuerdo del pasado y una etapa a superar? Podría entenderse así el sentido satírico del texto, alineado con el hambre de cambio que sesenta años más tarde hizo estallar las revoluciones de las Colonias y de Francia.
Aunque quizá la intención en la mente de Swift sea otra. A fin de cuentas, ¿qué habían sido las guerras de religión que asolaron Europa sino otro ejemplo de discusiones bizantinas? Las disputas entre católicos y protestantes, o entre las diversas ramas de la Reforma, ¿no resultaban análogas al debate sobre dónde sería conveniente cascar un huevo? Que esa es la intención principal del autor se indica en el texto siguiente de la novela. Dice:
Se han publicado cientos de tratados sobre esta controversia; pero los libros de los extremo-anchistas hace tiempo que están prohibidos, y el partido ha sido inhabilitado por ley para ocupar ningún puesto. En el transcurso de estas agitaciones, los emperadores de Blefuscu protestaron con frecuencia a través de sus embajadores, acusándonos de provocar un cisma religioso, violando una doctrina fundamental de nuestro gran profeta Lustrog, recogida en el capítulo cincuenta y cuatro del Brundecral (que es su Corán). Esto, sin embargo, se ha considerado un mero forzamiento del texto: porque lo que dice es: que los verdaderos creyentes deben romper los huevos por el extremo conveniente. Y cuál sea el extremo conveniente, en mi humilde opinión, es algo que debe determinar la conciencia de cada uno, o al menos el criterio del magistrado supremo (Idem).
¿Cuántos tratados de teología se publicaron a partir de las disputas del cisma protestante o anglicano? ¿Cientos?, ¿miles? Y en cada reino, dependiendo de la religión del príncipe, se prohibían unos u otros textos, católicos o protestantes. Esta prohibición podía ir acompañada con pena de muerte, que se ejecutaba con medios brutales: a los católicos en Inglaterra, entre protestantes en Ginebra, a los hugonotes en Francia… ¿Qué diferencia había entre cada opción religiosa en realidad? ¿Un matiz en el contenido de un dogma? ¿La discusión acerca de la ‘presencia real’ en el pan eucarístico? ¿Detalles sobre el rol del papado? ¿No daba en el fondo lo mismo? ¿No adoraban todos al mismo Dios? ¿No es el mismo Dios el que está detrás de todas las religiones y de las ramificaciones dentro de estas? ¿No está incluso tras las buenas intenciones humanitarias de quienes se declaran ateos? ¿Deben llevar a la guerra disputas que podrían tildarse de barrocas?[4].
Swift ejemplifica un cansancio sincero que arrastra Europa. Llevan ya muchos años mezclando las discusiones dinásticas con las religiosas. Y ambas bloqueaban el andar de la historia y el desarrollo de los pueblos. ¿De verdad sería necesaria la violencia si al final ‘el extremo conveniente’ es el que cada uno considere como tal? ¿No es mucho más adecuada la ‘humilde opinión’ de que en ese tipo de cuestiones es ‘la conciencia de cada uno, o al menos el criterio del magistrado supremo’ (el que hace cabeza, cuius regio eius religio), quien debe resolverlas?
Swift subraya el carácter relativo de todas las posturas. Con planteamiento irónico, da a entender que todo fundamento, convicción o verdad fuerte, deriva hacia el fundamentalismo. Y este lleva a enfrentarse. El autor prefiere, por contra, superar la convicción de la verdad. Es mejor que prime la tolerancia[5]. Sin embargo, su pesimismo en torno a lo humano nos hace suponer que la actitud tolerante es en realidad inalcanzable: siempre se encontrarán motivos para la guerra. Como Gulliver, Swift mira desde la altura que da el uso sin prejuicios de la razón. Ve cómo se enfrentan las naciones. No puede entender que estas no se prodiguen en el diálogo, en aquello que las une (el gusto de comer huevos, la fe en Jesucristo…). No comprende que no se esfuercen en olvidar lo que las separa, cuestiones seguro que en el fondo irrelevantes. Swift desenmascara la ausencia de motivos para la guerra. No se dan cuenta de que convivir solo se hace difícil si se olvida que toda religión, moral o forma de gobierno no es más que ficción. Que lo único real es la necesidad de la paz y de la concordia.
Aunque…, ¿es esto así? Por supuesto, la discusión acerca de por qué parte hay que romper los huevos responde a esta caracterización. ¿Ocurre lo mismo con las cuestiones religiosas? ¿Tienen los hombres la tarea de hacerse una religión a medida? ¿O más bien la de ser custodios de una tradición que han recibido y que deben entender, proponer y evitar que se corrompa? ¿Existe un tesoro real, o ese tesoro lo forman los gustos y deseos individuales de cada fiel?[6]
Una de las grandes discusiones a las que invitó la reforma protestante y la contrarreforma católica fue sobre el canon de los libros que forman la Biblia. Por ejemplo, la Epístola de Santiago contradecía de frente alguna de las principales tesis de Lutero. Si la epístola era palabra de Dios, la tesis de Lutero sobre la fe y las obras quedaba falseada. «Lutero la llamó ‘carta de paja’, frente al oro verdadero del evangelio» que estaría en san Pablo[7]. Sin embargo, aunque él pensaba que se debería eliminar del Nuevo Testamento, la tradición protestante mantuvo en el libro sagrado esa epístola. Eliminarla…, ¿porque era un texto espurio, o porque no convenía para los fines del padre del protestantismo? Lutero, ¿defendía a Dios, o defendía su reforma frente a Dios?
¿Quién decide el canon? ¿Quién decide lo que hay que creer? ¿Cada Iglesia, o Dios? ¿Es la religión una creación de los hombres, o algo recibido de Dios? ¿Es Dios mismo una creación de los hombres? Si Dios existe, no puede revelar algo y su contrario a la vez. Dios no se salta el principio de no-contradicción. De ese modo, o unas Iglesias son verdaderas y otras no, o la religión solo se refiere a gustos personales. Si así fuera, «el valor supremo es en sí fruto de una elección individual, sin que sea relevante lo que se haya elegido»[8]. Lo importante es que cada uno se sienta bien y la defensa del hiperpluralismo. La religión se reduce a un sentimiento capaz de satisfacer los propios intereses. El contenido da igual. «Mi mente es mi Iglesia» (T. Paine), y lo que se cree puede ser «cualquier cosa»[9].
Algo similar a la discusión sobre el canon pasa con los contenidos del dogma. Las respuestas a las preguntas sobre quién es Jesucristo, cuáles son los sacramentos, en qué medida estos sacramentos dan la gracia o son simples rememoraciones de unos hechos enterrados en el pasado, parecen relevantes. Entre 1525 y 1527 al menos siete reformadores evangélicos publicaron veintiocho tratados contradiciendo la doctrina de Lutero sobre la Cena del Señor[10]. Quizá no se trate de discusiones bizantinas. Tal vez reflejen el deseo de escuchar la voz de Dios y, de paso, conocer dónde encontrar la salvación. Puede que esté en juego la cuestión por la verdad. La misma verdad que llevó a tantos a morir durante el imperio romano, cuando les parecía motivo más que suficiente arriesgar la vida para asistir a la misa dominical porque «la Iglesia vive de la Eucaristía»[11]. No mataban, eran muertos. Y morían por respeto a Dios y a lo que Dios había revelado. ¿Fanáticos, o personas ejemplares? ¿Locos, o gente digna de imitar? ¿Empecinados, o fieles?
2. LA PREGUNTA DE NUESTRO ESTUDIO
La necesidad de verdad podríamos encontrarla casi en cualquier asunto. Por ejemplo, en la pregunta sobre por qué viven los seres humanos en sociedad. Imaginemos que lo que da razón de nuestra convivencia es el miedo. Que todos estamos convencidos de que cualquiera es un enemigo al que solo podremos controlar si se le somete a estrecha vigilancia. Supongamos que esa convicción lleva a que cada uno ceda parte de su libertad a cambio de obtener seguridad. Y que para eso se acuerda un pacto social por el que los individuos entregan a la autoridad el monopolio de la violencia. El Estado sería interpretado como el gran Leviatán capaz de poner freno a los deseos egoístas de cada individuo. El Estado tendría como principal tarea echar su aliento amenazante contra las nucas de los temerosos súbditos. El primer capítulo del libro trata sobre la necesidad del miedo en la explicación de Hobbes sobre la razón que nos lleva a vivir en sociedad.
La visión del hombre y de lo social varía si se considera que la sociedad es un artificio que no aporta nada positivo al hombre. Rousseau, y con él una extendida sensibilidad antisistema, denuncia que la entrada del ser humano en lo social solo ha supuesto corrupción. Anhela recuperar los paraísos perdidos, lo que el ser humano era ‘al principio’, la inocencia de la naturaleza. Vivimos en una situación de nostalgia de esa sencillez. Todo lo relacionado con estructuras artificiosas sería falseamiento e inautenticidad. Es el tema del segundo capítulo.
Pero hay más propuestas. Platón considera que la formación de la polis fue para los seres humanos ocasión de diversificar tareas. Especializarse permitió crecer y mejorar. La sociedad dio pie a que el ser humano se alejara de la situación de extrema necesidad. Algunos incluso lograron las condiciones para dedicarse al cultivo de los temas del espíritu. Nacieron los diálogos interpelantes que tenían como objeto la consideración de la verdad, del bien y la belleza. Platón postula un orden jerárquico. En él unos sirven a otros, generando un círculo virtuoso. En la polis ocurre algo análogo a como se ayudan los órganos de un cuerpo: unos ciudadanos son superiores, otros inferiores, pero todos colaboran en el bien de todos y apuntan al gran fin. Este fin no es otro que la salud del conjunto, el bien, que es lo que realmente cuenta. Lo vemos en el tercer capítulo.
La doctrina platónica aspira a la grandeza del conjunto, pero siembra la duda de si es apta para los individuos humanos. Así lo considera su discípulo Aristóteles, descontento con el exceso de orden que pretendía imponer su maestro. ¿Dónde deja Platón espacio para la virtud, para la prudencia de cada ciudadano? También se pregunta Aristóteles por el sentido de la condición social: ¿somos animales políticos? ¿Cómo se combina la naturaleza y la cultura en el animal que habla? Parece que los humanos tienen que vivir en comunidad. Siendo esto algo natural, lo que resulta artificial es el modo como organizan esa comunidad. Razón, palabra, sociedad…, son elementos que apartan a los hombres de la condición de bestia o dios. Y puede ser razonable considerar al estado como la única posibilidad que el ser humano tiene a la mano para alcanzar la vida lograda. La reflexión del cuarto capítulo sigue esa senda.
Sin embargo, la visión de Aristóteles no se dirige a todos los hombres. Se ciñe a los que son ciudadanos en la polis griega. Y estos, según la cultura local, son apenas un puñado de varones: ni mujeres, ni niños, ni esclavos. Además, Aristóteles mantiene cierta tensión entre la colectividad y el individuo. ¿Es el ciudadano una célula de la sociedad?, ¿la parte de un todo? La propuesta cristiana rompe con este discurso, sin renunciar por ello a la idea de existencia en comunidad. Lo hace poniendo como principio de su comprensión del mundo la idea de persona. La persona no es un ser solitario, sino abierto a la relación. Tampoco es un caso de una especie, pues su condición novedosa la hace irrepetible, insustituible, absoluta. El quinto capítulo responde a esta cuestión.
Son cinco doctrinas bien diversas. Todas contienen intuiciones acertadas. Todas han influido en lo que somos y en cómo comprendemos y explicamos lo que somos. Pero en muchos puntos esenciales no son teorías compatibles entre sí. Según cuál de ellas se siga, varía el concepto de ser humano y el sentido de la relación que los seres humanos tienen entre ellos. En filosofía, de los errores se aprende. Con frecuencia los análisis aciertan en sus diagnósticos aunque yerren en las propuestas de soluciones. Vamos a establecer un diálogo con estos cinco planteamientos. Intentaremos aprender de todos ellos. De ese modo espero que también descubramos mucho acerca de nosotros mismos, de cómo mejorar nuestra situación. Como Gulliver, comienza nuestro viaje.
Quiero agradecer a María Lacalle y a la Universidad Francisco de Vitoria (Madrid) la confianza que han depositado en mí, y que me hayan facilitado el tiempo necesario para escribir estas páginas. Y a los alumnos de 2016 de Business Administration en Strathmore University (Nairobi, Kenia), de 2021 en Derecho en la Universidad Francisco de Vitoria (Madrid, España), y a la promoción del 2021 en el Programa Young Civic Leaders de la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno (Madrid, España). Fue con ellos con quienes ensayé las ideas que siguen.
[1] Montesquieu, Cartas Persas, Cátedra, Madrid 1997.
[2] «Sápere Aude», «¡atrévete a saber!», es el lema de I. Kant en ¿Qué es la Ilustración?, Alianza Editorial, Madrid 2013.
[3] Cf. R. Spaemann, «Universalismo y eurocentrismo. La universalidad de los derechos humano», en Anuario Filosófico 23, 1990, pp. 113—122.
[4] Sobre las consecuencias de la Reforma, tanto para la sociedad como para la misma religión, cf. B. S. Gregory, The Unintended Reformation. How a Religious Revolution Secularized Society, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge 2012.
[5] Cuarenta años antes de la novela de Swift, en 1689, había publicado J. Locke su Ensayo y carta sobre la tolerancia, Alianza Editorial, Madrid 2014. En estos textos se recogen, en esencia, estas ideas.
[6] Cf. B. S. Gregory, «Relativizing Doctrines», o. c., pp. 74—128.
[7] Cf. «Introducción a la Carta de Santiago», Sagrada Biblia. Nuevo Testamento, Eunsa, Pamplona 2004, p. 1385. Le parecía que había oposición entre la doctrina de esta carta y Gálatas 2, 16 o Romanos 3, 28.
[8] B. S. Gregory, o. c., p. 176.
[9] En inglés, whatever. Cf. B. S. Gregory, o. c., pp. 77 ss.
[10] Cf. B. S. Gregory, Unintended Reformation, o. c., p. 89.
[11] San Juan Pablo II, Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 2003. Cf. Benedicto XVI, Homilía Fiesta Corpus Christi en Bari, 2005.