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Introducción

Las tribulaciones de Carolina

Durante toda su vida, Carolina vivió en Arquitecto Tucci, un barrio pobre en los suburbios de la ciudad de Buenos Aires con una elevada tasa de homicidios.[2] A los 37 años compartía una casa de dos pisos, cerca de una escuela primaria, con su esposo Raúl y sus tres hijos varones. Como suele suceder en Arquitecto Tucci, la modesta vivienda de Carolina era de ladrillo a la vista con techo de tejas y pisos de concreto sin terminar. Por las noches, dos faroles solitarios proveían escasa visibilidad en la calle sin asfaltar, que se inundaba cuando llovía. Además de ocuparse de la casa y de criar a sus hijos, tres veces por semana Carolina tomaba dos colectivos para ir a la ciudad de Buenos Aires, donde trabajaba como empleada doméstica. El viaje demoraba casi dos horas de ida y otras dos de vuelta.

Cuando nos acercamos por primera vez a Carolina para conocer los problemas más apremiantes de su barrio, aprovechó la oportunidad para hablar de lo que más le importaba: la estremecedora historia de su hijo mayor con las adicciones. “Mi hijo Damián empezó a fumar porro hace unos años y después se pasó al paco”,[3] explicó. “Lo vi totalmente dado vuelta muchas veces, y sé que no es bueno para él. Cuando está muy drogado, es como que está en otra parte, sus ojos están en otra parte. No te entiende lo que le decís, no te escucha”.

La descripción que hace Carolina de su hijo cuando fuma paco es característica de los efectos que produce esa droga. Barato, fácil de conseguir y muy adictivo, el paco es una mezcla de subproductos de la cocaína más un popurrí de otros rellenos tóxicos que provoca un “vuelo” intenso pero breve. Cuando pasa el efecto –lo cual ocurre muy rápido– los usuarios se sienten deprimidos y paranoicos y salen en busca de la próxima dosis.

Además de los cambios drásticos que Carolina observó en la personalidad de Damián, el resto de la familia también se vio afectado por sus horarios erráticos y sus problemas de salud. “Volvía [a casa] a las cuatro de la mañana. Yo no podía dormir”, nos contó. Y describió su angustia al ver la boca de su hijo cubierta de llagas: “Porque cuando fuma, se le quema la boca. Es tan triste”. Para colmo de males, los dos hijos menores de Carolina estaban expuestos a la incertidumbre y el conflicto que generaba la adicción de Damián. “Mi hijo Brian, que tiene 5 años –explicó Carolina–, lloraba muchísimo cuando el hermano desaparecía. De todos, Brian es el que más sufrió”.

Carolina se enfervorizaba al comentar sus dificultades para manejar la adicción de Damián: “Yo lo encerraba para que no saliera a fumar”. Pero sus intentos de mantenerlo encerrado en la casa fueron, en última instancia, un tiro por la culata: “Una vez saltó del balcón y se rompió la pierna. Las drogas lo estaban matando”.

Cuando Damián salía de la casa, Carolina casi nunca sabía dónde estaba o cuándo volvería. “Pasamos todo el año persiguiéndolo, día tras día abajo de la lluvia, siempre buscándolo”, recordó. “Era muy duro. Todos sufríamos. Es horrible, no te imaginás. Sentís que te tiemblan las manos y las piernas, no sabés con qué te vas a encontrar cuando salís a buscarlo”. Pero lo peor de todo era la preocupación por la violencia que Damián podía sufrir mientras compraba, consumía o se recuperaba de su “vuelo”: “Me daba miedo que lo mataran, o que lo violaran. Mi miedo más grande era encontrármelo apuñalado o baleado por culpa de las drogas”.

La impotencia de Carolina para frenar la adicción de Damián se manifestaba como frustración interna. Por ejemplo, nos comentó que cuando su hijo estaba bajo el efecto del paco ella “quería matarlo”. Y recordó que: “Una noche salí a buscarlo. Y estaba superdrogrado. Le di flor de paliza, pero él no se acuerda de nada. Te miraba como shockeado, con cara de estúpido, como si no supiera de qué estaba hablando”.

Carolina estaba convencida de que la calle –donde Damián pasaba la mayor parte de su tiempo– era el origen de su adicción. Nos explicó: “Cuando le pregunto por qué es tan difícil dejar, dice que tiene las drogas delante de la cara, que aparecen por todas partes donde va, que las drogas están en todas partes. Te las venden en la esquina, te las venden cruzando la calle. Dice que no puede salir de la casa porque las drogas están ahí nomás y lo tientan. A cualquier lugar que vaya en Arquitecto Tucci, hay drogas”.

Para alguien como Damián, la dependencia de drogas adictivas en alto grado, como el paco, era una realidad inevitable. Pero muchos otros estaban involucrados en las redes de producción, distribución y consumo de drogas ilegales y la violencia que engendran esos procesos. “Acá no podés salir a trabajar sin pensar que te van a afanar en cualquier momento”, comentaba Carolina mientras hablaba de sus largos viajes en colectivo a la ciudad de Buenos Aires. “Hay chicos que roban para tener plata para comprar droga. Yo siempre me cuido la espalda. No podés ni caminar por la calle. Vayas donde vayas, tenés que tomar un remís. No podemos vivir así”. Por si esto no bastara, Carolina tampoco se sentía protegida por las fuerzas de seguridad: “La policía no hace nada. La policía es toda transa. Agarran a un narco a mitad de cuadra y lo sueltan en la esquina”.

Al describir la adicción de su hijo y el miedo y la violencia imperantes en su barrio, Carolina da voz y carnadura a la experiencia compartida por muchos vecinos de Arquitecto Tucci. También articula lo que constituye el objeto empírico de este libro: la colaboración entre policías y narcotraficantes.

El remordimiento del sacerdote

El padre Mariano Oberlín[4] criticaba abiertamente el paco. Insistía en que la droga tenía efectos devastadores sobre la vida de los jóvenes pobres en la villa donde residía y trabajaba: una zona caliente del narcotráfico en los suburbios de la ciudad de Córdoba.

Hijo de un sindicalista y activista de la Iglesia católica secuestrado y desaparecido por las fuerzas paramilitares a mediados de los años setenta, era público que el padre Oberlín apoyaba las acciones de las Madres contra el Paco. Esta organización –muy presente en Arquitecto Tucci– está integrada por madres cuyos hijos son adictos a lo que se conoce como “la droga de los pobres”.[5] Por su alto grado de exposición, Oberlín fue amenazado de muerte por los narcos locales. “Cinco mil pesos para el que mate al cura”, oyó decir una vez mientras desmalezaba un terreno abandonado frente a la escuela del barrio.

Debido a las intimidaciones recurrentes, el gobierno local le asignó un custodio. El 22 de diciembre de 2016, según el informe policial, el sacerdote estaba cortando el pasto cerca de su iglesia cuando se le acercaron dos adolescentes y le exigieron que les entregara el celular, el rosario y la cortadora de césped. Su custodio corrió a defenderlo y efectuó varios disparos. Una bala mató a uno de los asaltantes, un chico llamado Lucas.[6] Oberlín quedó devastado por el asesinato. Al día siguiente, en un posteo de Facebook, publicó:

Nunca hubiese podido imaginar que la bala que desde hace unas semanas imaginaba que iba a impactar contra mi cabeza, podría terminar en la cabeza de un chico de 14 años. Si pudiera cambiar mi vida por la de este chico, juro que la cambiaría. Pero aunque yo muera, él no va a revivir. Hoy siento que nada tiene sentido. Ni las luchas de tantos años, ni las convicciones, ni las palabras tantas veces dichas, ni el trabajo infatigable por intentar cambiar al menos una puntita de un sistema que está podrido desde la raíz. No sé cómo seguirá la vida para adelante. Solo sé que no quiero seguir alimentando toda esta maquinaria de violencia, exclusión y muerte.

Esta historia encapsula de manera vívida las transformaciones de la violencia en los márgenes urbanos en la Argentina y buena parte de América Latina. Héctor Oberlín, progenitor del sacerdote, enfrentó las amenazas del Estado y las fuerzas paramilitares hasta que fue secuestrado y luego asesinado en un campo de concentración manejado por el Estado argentino durante la última dictadura militar (1976-1983). Su hijo Mariano enfrentó otra forma de peligro: la que representaban los narcos locales.[7]

La violencia relacionada con la droga no solo afecta a usuarios y traficantes, sino también al resto de los vecinos. Los hombres, mujeres y niños que residen en comunidades pobres suelen quedar atrapados en medio de las disputas y enfrentamientos entre narcos. Como bien sabía Carolina, la adicción y el uso de drogas generan otros tipos de agresión interpersonal: asaltos violentos en plena calle, una paliza brutal propinada por una madre desesperada a su propio hijo. Como veremos en este libro, eso que los expertos en el tema y los periodistas llaman violencia “relacionada con la droga” no se restringe a quienes participan en el mercado ilícito: por el contrario, trasciende sus confines y afecta casi todas las relaciones interpersonales, tanto en la calle como en el hogar.

Violencia en América Latina

Durante las dos primeras décadas del siglo XXI, la mayoría de los países latinoamericanos experimentaron un notable aumento de la violencia urbana, que convirtió a América Latina en la única región del mundo donde la violencia letal (medida en tasa de homicidios) continúa creciendo a pesar de no estar en guerra (Bourgois, 2015; Koonings y Kruijt, 2015; Menjívar y Walsh, 2017; Penglase, 2014; Larkins, 2015; Santamaría y Carey, 2017; UNDP, 2013). El politólogo José Miguel Cruz describe con elocuencia este proceso:

Año tras año, las estadísticas revelan signos de empeoramiento y alcanzan nuevas alturas promovidas por las guerras del narcotráfico y las pandillas callejeras. Los últimos informes consolidados sobre tasas de homicidios basados en datos de 2012 sugieren que el promedio de la región superó los 20 asesinados cada 100.000 habitantes hace mucho tiempo. En 2015, Latinoamérica y el Caribe alojaban ocho de los diez países más violentos del mundo. En algunos de los países del llamado Triángulo Norte de Centroamérica (El Salvador y Honduras), Venezuela y el Caribe (Jamaica y Trinidad y Tobago), la violencia homicida ha explotado, con tasas que van de 50 a 103 homicidios cada 100.000 habitantes. En Venezuela, por ejemplo, aproximadamente 128.580 personas fueron asesinadas entre 2001 y 2011, lo que indica un promedio de 11.689 asesinatos anuales. Guatemala, Colombia y Belice registran tasas superiores a 25 homicidios cada 100.000 habitantes. Y Brasil, con la población más numerosa de Latinoamérica, está apenas por encima del promedio regional, aunque en términos absolutos la violencia allí excede por lejos a la de cualquiera de los otros países mencionados (Cruz, 2016: 376).

Los analistas concuerdan en que la violencia interpersonal no está equitativamente distribuida en términos sociales o geográficos; en cambio, se concentra en los territorios donde residen los pobres urbanos, conocidos como favelas, colonias, barrios, comunas o villas en los distintos países del subcontinente (Moser y McIlawine, 2004; Rodgers, Beall y Kanbur, 2012; Salahub, Gottsbacher y De Boer, 2018; Wilding, 2010). La Argentina presenta niveles de violencia comparativamente más bajos que el resto de América Latina, pero muestra una aglomeración similar en las áreas pobres y entre ciertas personas, sobre todo, varones jóvenes pobres (Kessler y Bruno, 2018).

Los estudios de las ciencias sociales señalan un número de factores asociados con este carácter cada vez más ubicuo de la violencia en los barrios de bajos ingresos: pobreza, desempleo, desigualdad, acumulación de desventajas estructurales y falta de cohesión social y de control social informal (“eficacia colectiva”), a los que se suman las influencias por partida doble del narcotráfico y de la frágil legitimidad del monopolio estatal de la violencia (Brysk, 2012; Cruz, 2016; Durán-Martínez, 2018; Imbusch, Misse y Carrión, 2011; Morenoff, Sampson y Raudenbush, 2001; Ousey y Lee, 2002; Sampson, Raudenbush y Earls, 1997; Sampson y Wilson, 1995; Denyer Willis, 2015). Este libro se focaliza en la relación entre estos dos últimos factores y analiza con minuciosidad las conexiones secretas e ilícitas entre narcotraficantes y efectivos de las fuerzas de seguridad estatales.

Nos enfocamos en estas conexiones con plena conciencia de que forman parte de un universo más amplio de vínculos entre el Estado y el crimen, a sabiendas de que son centrales para comprender la espiral de violencia que azota a la región. Una vez más, Cruz lo expresa con claridad meridiana: respecto de los casos de funcionarios gubernamentales de primera línea (en México, Honduras y Guatemala) involucrados en actividades delictivas, argumenta que para comprender los altos niveles de crimen violento en América Latina es imperativo “estudiar la participación del Estado y sus operadores como perpetradores de violencia criminal” (Cruz, 2016: 376; el destacado es nuestro. Véase también Arias, 2017).

En su persuasivo llamado a reflotar una sociología comparativa de la marginalidad urbana, Loïc Wacquant (2008: 11) postula que la investigación de las ciencias sociales necesita especificar el grado y la forma de la penetración estatal en los barrios relegados, así como las relaciones cambiantes –y casi siempre contradictorias– que sus habitantes mantienen con diferentes funcionarios y agencias públicas, escuelas y hospitales, vivienda y bienestar social, bomberos y transporte, juzgados y policía. Para el autor, no es posible presuponer que estas relaciones son estáticas, uniformes y unívocas.

Prosigue Wacquant: “Entre las instituciones que estampan su impronta en la vida cotidiana de las poblaciones y el clima de los barrios ‘problemáticos’, debe prestarse especial atención a la policía” (2008: 12; véanse también Fassin, 2013; Soss y Weaver, 2017). Nuestro libro adhiere a la propuesta de analizar a fondo la “dinámica causal, las modalidades sociales y las formas experienciales que generan la relegación” (Wacquant, 2008: 7-8). En los capítulos que siguen nos ocuparemos de un modo particular de penetración estatal en territorios de marginalidad urbana –la penetración policial– y enfocaremos un conjunto específico de relaciones: los vínculos clandestinos entre policías y narcotraficantes.

Que se abra el telón

Este libro utiliza una combinación de datos única. Nuestra información incluye evidencia etnográfica recolectada durante más de treinta meses de trabajo de campo en Arquitecto Tucci y evidencia documental de varios procesos judiciales que involucran a grupos narcotraficantes en la Argentina: evidencia que abarca cientos de páginas transcriptas de escuchas telefónicas reveladoras entre estos y miembros de las fuerzas de seguridad del Estado (agentes de las policías provinciales, la Policía Federal, Prefectura y Gendarmería). A partir de estas fuentes, realizamos un minucioso análisis del contenido real de lo que se conoce como “colusión policial-criminal” y examinamos su conexión con la percepción que tienen los ciudadanos pobres respecto de las fuerzas de seguridad y la despacificación de sus vidas cotidianas.

Somos los primeros en admitir que el material en que nos basamos para componer este libro es “desordenado” y no se presta a construir los hechos estetizados y las descripciones prolijas que fundamentan buena parte de las teorías y postulados de las ciencias sociales en la actualidad. Entendemos que términos como “aparato estatal cohesivo” o “soberanía fragmentada” responden a propósitos analíticos y han sido útiles para desarrollar conocimiento sobre los orígenes y las formas de la violencia (véanse Davis, 2010; Durán-Martínez, 2015, 2018). Pero nosotros preferimos enfocarnos en los procesos microinteractivos específicos que involucran a miembros de las fuerzas policiales y a participantes en el comercio de drogas ilícitas. No lo hacemos solo porque pensamos que son dinámicas fascinantes –y muy significativas– en plena vigencia, sino porque además pensamos que podemos contribuir a la construcción de fundamentos más sólidos para la investigación sociológica de la relación entre colusión policial-criminal y violencia interpersonal. Las siguientes viñetas anticipan el tipo de datos que utilizaremos para descifrar la colusión.

En la tercera ciudad más grande de la Argentina, Rosario, un integrante de la poderosa banda narcotraficante Los Monos mantuvo una conversación telefónica con Gorra, el líder de la organización.[8] Los detectives estatales habían “pinchado” los teléfonos de ambos, pero ellos no lo sabían.

“Ahí me llamó el pibe de Automotores”, le advirtió a Gorra. “Me dijo que, eh… que los de Automotores querían ir para la calle Quinta, donde dicen que hay autos de alta gama, motos, no sé si es de ustedes, eh… Fijate, no sé de quién es eso, pero me parece que es de tu gente”. Más tarde, Gorra se comunicó por teléfono con un oficial de la policía provincial. “¿Qué onda, mañana no trabajan?”, preguntó. “Sí”, respondió el policía. “Arrancamos a las seis de la tarde, hay como doce órdenes”. Gorra quiso saber dónde se realizarían los allanamientos. “Ah listo… ¿pero para el lado de nosotros no?”. El oficial aportó detalles sobre la ubicación: “Chacarita, para el lado de allá hay una gomería, pero esa el sábado”.

En otra escucha telefónica –todas ellas incluidas en una imputación de 408 páginas contra los integrantes de Los Monos–, otro oficial de policía le dice a Gorra: “Esta tarde se rompe Mosconi [refiriéndose al búnker situado en esa calle]”.

Lejos de Rosario, en el municipio de San Martín en el oeste del Conurbano bonaerense,[9] Nélida –una de las líderes de otra banda de narcotraficantes– le preguntó al jefe de la policía de la zona cuándo pensaba allanar el local de fraccionamiento de su principal competidor. Según las transcripciones incluidas en otro conjunto de procesos judiciales, Nélida dijo: “Me andaba preguntando a ver si pasa algo con mi problemita”. Y el jefe de policía respondió: “Sí, lo que pasa es que no hay orden de detención de ninguno. Yo estoy esperando que el fiscal me la dé, ¿me entendés?”.

El Estado ambivalente

El material etnográfico y los procesos judiciales que examinamos a lo largo de este libro reflejan las nociones y opiniones de los ciudadanos comunes sobre la justicia y la ley y el (mal) comportamiento de la policía, el miedo a la violencia interpersonal que experimentan, y una variedad de interacciones entre miembros de grupos implicados en actividades criminales (específicamente, tráfico y venta callejera de drogas) y miembros del aparato represivo del Estado. Los datos analizados completan nuestra comprensión de la “colusión” o “connivencia” policial-criminal: términos que los medios repiten hasta el cansancio, pero cuya sustancia real permanece vaga e indeterminada tanto en el discurso público como en los estudios sobre el tema.[10]

Tomado en conjunto, el material que analizamos otorga forma concreta “a lo que de otro modo sería una abstracción (‘el Estado’)” (Gupta, 1995: 378). “El Estado como institución –escriben Aradhana Sharma y Akhil Gupta– adquiere fundamento en la vida de las personas a través de las prácticas aparentemente banales de las burocracias” (Sharma y Gupta, 2006: 11; destacado en el original). Los habitantes de un país aprenden qué es el Estado en la esfera de las prácticas cotidianas, como hacer fila para obtener un subsidio (Auyero, 2013), pagar una multa de tránsito, asistir a una audiencia en un juzgado o, como veremos en este libro, sospechar o comprobar que un policía viola la ley.

La investigación académica sobre el Estado moderno critica la todavía imperante dicotomía entre Estados “débiles” y Estados “fuertes” (Dewey, Míguez y Sain, 2017; Jessop, 2016). Cruz, por ejemplo, señala que “el foco excesivo en el debate sobre Estados fuertes versus Estados débiles obstaculiza la exploración de las complejidades del rol del Estado en la violencia común” (Cruz, 2016: 378). El politólogo Enrique Desmond Arias (2006a; 2017), por su parte, arguye que necesitamos examinar los tipos específicos de compromisos entre el Estado y los actores criminales. En su investigación en las favelas de Río de Janeiro,analiza con minuciosidad esos compromisos entre organizaciones criminales, asociaciones comunitarias, policías y políticos. En sus propias palabras:

Las relaciones entre policías y traficantes son violentas y desorganizadas. Los moradores informan que mientras un destacamento policial recibe pagos directos de los narcotraficantes, otros destacamentos mantienen relaciones más distantes con ellos. La mayoría de los policías no aceptan sobornos directos de las bandas. En cambio, arrestan a los traficantes, confiscan el contrabando y después cobran un rescate por la libertad de los narcos encarcelados y venden las drogas y las armas a otras pandillas (Arias, 2006a: 75).

Como con seguridad advertirán los lectores, nuestra descripción de las conexiones clandestinas entre narcotraficantes y agentes policiales comparte muchas similitudes con las de Brasil. A través del análisis minucioso de organizaciones de narcotráfico relativamente más jóvenes y niveles de violencia relativamente más bajos –en comparación con otros casos estudiados en forma exhaustiva, como Brasil, México y Colombia–, nuestro libro intenta aportar elementos para una mejor comprensión de la dinámica de la colusión examinando la información a nivel granular, interpersonal.

El argumento global de este libro postula que, cuando examinamos de cerca las interacciones entre fuerzas de seguridad y actores criminales, el Estado que emerge no es “débil” (como en las descripciones de los barrios pobres abandonados por el Estado o “vacíos de gobernanza”) ni tampoco “fuerte” (como en las descripciones de los barrios pobres como espacios militarizados controlados con firmeza por el puño de hierro del Estado).[11] El conjunto de interacciones clandestinas entre narcotraficantes y actores estatales, desenterradas y analizadas en las páginas siguientes, revelan un Estado que es por sobre todas las cosas una organización profundamente ambivalente, un Estado que hace cumplir la ley y a la vez (y en el mismo lugar) funciona como socio de lo que el propio Estado define como conducta criminal.

Cuando subrayamos el carácter ambivalente del Estado, no estamos aludiendo a la “ambivalencia sociológica”, concepto elaborado por Robert K. Merton y Elinor Barber (1976: 5) para denotar la ambivalencia que “se construye en la estructura de los estatus y roles sociales”. Nosotros utilizamos el término “ambivalente” en sentido literal, tal como lo define el Diccionario de la Real Academia Española: “Que presenta dos interpretaciones o dos valores, frecuentemente opuestos”. O como lo define el Oxford English Dictionary:

Que presenta dos valores, cualidades o significados contrarios o paralelos; que suscita emociones contradictorias (como amor y odio) hacia la misma persona o cosa; y que a veces actúa en concordancia con uno u otro de ambos opuestos; equívoco.[12]

Nos embarcamos en el proyecto de desenterrar las conexiones clandestinas entre las fuerzas de seguridad estatales y los narcotraficantes con la doble ambición de comprender no solo la violencia, sino también el tipo de Estado con el que interactúan los ciudadanos pobres en su vida cotidiana y los significados que expresan esas interacciones. En las páginas que siguen no ofrecemos una revisión abarcadora de las distintas perspectivas sobre qué es y qué hace (o debería hacer) el Estado.[13] En cambio, nuestro acercamiento al Estado emerge de un consenso general en torno a su definición como el conjunto de organizaciones que monopolizan el uso legítimo de la fuerza. El Estado se define como

un conjunto de instituciones interdependientes que se diferencian de otras instituciones de la sociedad, legítimo, autónomo, basado sobre un territorio definido y reconocido como Estado por otros Estados [y que se] caracteriza por su capacidad administrativa para conducir, para gobernar una sociedad, para establecer reglas obligatorias, derechos de propiedad, garantizar intercambios, gravar y concentrar recursos, organizar el desarrollo económico y proteger a los ciudadanos (King y Le Gales, 2012: 108).

El Estado también tiene una dimensión simbólica, en la que la producción de creencia en el Estado y su autoridad (léase legitimación y reconocimiento) ocupa el centro de la escena. Comprender esta dimensión es clave para entender las ideas que los desposeídos tienen de las fuerzas policiales y sus sentimientos de que han sido traicionados por parte de los miembros del aparato de seguridad.[14]

La mayoría de los estudiosos del Estado moderno no incluirían la coherencia entre las características que lo definen (Blanco y otros, 2014; Marwell, 2016; Morgan y Orloff, 2017). Según Bob Jessop, por ejemplo, el Estado es un “ensamblaje polivalente y polimorfo” en el que varios “proyectos de Estado” compiten entre sí (2016: 26). La ambivalencia respecto de la ley es un rasgo característico, de acuerdo con este autor, de todo Estado moderno:

Muchos Estados infringen habitualmente su propia legalidad –ya sea de manera abierta o bajo el manto del secreto oficial, y tanto en asuntos domésticos como foráneos– apoyándose en una mezcla de terror, fuerza, fraude y corrupción para ejercer el poder (Jessop, 2016: 28).

Para Pierre Bourdieu (2015), por mencionar otro ejemplo, el Estado es un campo, un terreno donde una pluralidad de agentes, grupos e instituciones están en lucha constante. En otras palabras, las tensiones y las contradicciones le son pertinentes. Y aunque actores contendientes provistos con diferentes recursos y “fuerzas inusuales” persigan diversas y a veces conflictivas agendas, todos comparten una orientación general (2015: 32). En este campo, la acción se “orienta mayormente a imponer la voluntad del Estado sobre el conjunto de la sociedad” (Steinmetz, 2014: 5).

La mayoría de los expertos en el tema quizá dirían que nuestro postulado sobre la ambivalencia del Estado es tautológico. Casi con seguridad argumentarían que los Estados siempre son ambivalentes. Estamos de acuerdo. Lo que intentaremos demostrar es que los agentes estatales simultáneamente hacen cumplir y violan la ley en el mismo espacio marginalizado y entre las mismas personas relegadas. En este libro aportamos evidencia empírica de una instancia de ambivalencia específica en las zonas más bajas del espacio social y geográfico. El Estado puede ser siempre ambivalente, pero la ambivalencia específica que vamos a develar –mediante un análisis detallado de los recursos, prácticas y procesos que vinculan a agentes estatales y narcotraficantes– modela la violencia interpersonal y produce una casi generalizada desconfianza hacia las fuerzas de seguridad.

Más aún: la acción y la intervención del Estado no están aisladas de otras instituciones. Como bien explica Jessop:

Cómo y hasta dónde se actualizan los poderes del Estado (y todas las responsabilidades, vulnerabilidades e incapacidades asociadas) depende de la acción, reacción e interacción de fuerzas sociales específicas localizadas dentro y fuera del Estado (Jessop, 2016: 57).

Aunque Jessop no pensaba en vínculos ilícitos, su afirmación de todos modos resulta válida: las conexiones clandestinas alejan a los actores estatales de su obligación de “imponer la voluntad del Estado” (como argumenta Steinmetz, 2014: 5) y los encaminan en una dirección diferente e ilícita. Como intentaremos demostrar, las fuerzas de seguridad estatales involucradas en relaciones colusivas abdican de la obligación de imponer la voluntad del Estado sobre otros y en cambio intentan imponer su propia voluntad en beneficio propio. Para hacerlo, utilizan el poder que les otorga el hecho de pertenecer al aparato estatal.

La evidencia empírica que presentamos apunta a un Estado cuya presencia en los márgenes urbanos exhibe, como ya dijimos, dos rasgos coexistentes y en apariencia contradictorios: actuar a la vez como responsable del cumplimiento de la ley y como cómplice de actos delictivos.[15] Las fuerzas de seguridad patrullan las calles, realizan allanamientos repentinos y establecen puestos de control aleatorios. Los agentes policiales utilizan tácticas violentas de detención y cacheo, y emplean fuerza excesiva para llenar calabozos y prisiones. Estos no son, reiteramos, signos de un Estado ausente o débil.[16] Y a lo largo de este libro vamos a mostrar cómo ese mismo Estado participa en forma paralela en actividades criminales en una variedad de maneras ocultas. Esa participación tiene consecuencias importantes. Como advierte Cruz (2016: 377): “Aumenta las repercusiones del delito, reproduce la impunidad, convierte a las instituciones estatales en cómplices del crimen, y transforma los parámetros de legitimidad del régimen”.

Nos proponemos desarrollar nuestro argumento sobre la ambivalencia del Estado mostrando con meticulosidad (en vez de limitarnos a mencionar y teorizar) el funcionamiento interno de las relaciones colusivas. Para descifrar la colusión, Entre narcos y policías presenta –con el mayor detalle empírico posible– los intercambios de recursos materiales y simbólicos entre narcotraficantes y agentes estatales, como asimismo las prácticas y procesos relacionales que la constituyen. Argumentamos aquí que estas relaciones ilícitas ayudan a las organizaciones del narcotráfico a establecer un monopolio económico sobre un territorio que es central para su comercio ilegal. También demostramos que las relaciones clandestinas entre policías y narcos:

1 configuran la violencia sistémica que a menudo acompaña al mercado de drogas ilegales y contribuye a la formación de lo que Janice Perlman (2010) denomina “caldo de cultivo de la violencia” en las áreas urbanas pobres,[17] y

2 modelan lo que los criminólogos denominan “cinismo legal”: la creencia compartida de que las fuerzas de seguridad “son ilegítimas e indolentes y no están capacitadas para garantizar la seguridad pública” (Kirk y Papachristos, 2011: 1191).[18]

Los pobres están convencidos de que, en lo atinente al narcotráfico y el control de la violencia relacionada con esa actividad, el Estado es inepto y tendencioso y participa en lo que llamaremos una desorganizada criminalidad organizada.

Uniéndose al “giro relacional” en las ciencias sociales, el sociólogo Matthew Desmond (2014) aboga por una “etnografía relacional” (Emirbayer, 1997; Mische, 2008; Tilly, 2002; Zelizer, 2012). Aduce que los etnógrafos deberían cambiar el foco sustantivo y analítico de su investigación –antes centrada en grupos humanos y lugares– hacia las relaciones, conflictos, fronteras y procesos.[19] En Entre narcos y policías desarrollamos una agenda de investigación que duró dos décadas y consistió en el escrutinio exhaustivo de las relaciones entre el Estado y los pobres urbanos (Auyero, 2000, 2007, 2013). Aunque dedicamos mucho tiempo y esfuerzo a intentar comprender cómo piensan, sienten y actúan –solos o en grupo– los vecinos, los policías y los narcotraficantes, nuestro objeto de análisis son las relaciones entre estos tres actores. Para ser más claros: pensemos en el aplauso. Nosotros no estudiamos las manos que se chocan al aplaudir, sino el sonido percusivo que producen –y que figurativamente subyace entre ellas–. Este libro no es un estudio de un barrio (Arquitecto Tucci), un grupo de personas (sus residentes) o una organización (la fuerza policial o las bandas de narcos), sino un estudio de las relaciones (a veces abiertas; otras, encubiertas) de conflicto o cooperación entre ellos, y de las experiencias y acciones resultantes.[20]

Es importante señalar que estas relaciones no existen en un vacío, y que son modeladas por contextos económicos y políticos particulares. Las fuerzas y estructuras económicas y políticas determinan –en el sentido de establecer límites y ejercer presiones, como diría Raymond Williams (1978)– los recursos que se intercambian, las prácticas en que participan los actores y los procesos que los vinculan. Las transformaciones en la actividad policial y el tráfico de drogas, que analizaremos en el capítulo 1, son particularmente importantes para comprender qué es lo que “constriñe, impele y define” (Salzinger y Gowan, 2018: 62) a la dinámica de la colusión.

Una nota sobre métodos: etnografía y análisis de procesos judiciales

Este proyecto es una continuación del estudio sobre violencia y pobreza urbana iniciado en el libro La violencia en los márgenes (Auyero y Berti, 2013). Aquel texto hacía referencia a la colusión entre narcotraficantes y agentes policiales, pero no examinaba la información preliminar sobre el tema. Para escribir este libro revisamos el extenso trabajo de campo de aquel proyecto, realizamos más entrevistas en Arquitecto Tucci –enfocadas en particular en los vínculos entre consumo de drogas, tráfico, violencia e (in)acción policial– y estudiamos procesos judiciales que involucraron a miembros de organizaciones de narcotráfico y de las fuerzas de seguridad del Estado.

Etnografía revisitada y nuevos análisis

Entre abril de 2009 y agosto de 2012 –con las interrupciones de los recesos escolares de invierno y verano– María Fernanda Berti, una de las coautoras de La violencia en los márgenes, registró sus actividades como maestra de enseñanza primaria en un diario de campo. Esto incluía sus experiencias en el barrio donde trabajaba, combinadas con las anécdotas relatadas por sus alumnos, otros docentes y personal de la escuela, e información compartida por los padres. Siempre usaba seudónimos para identificar a las personas que estudiaba. Agustín Burbano de Lara se unió al proyecto como asistente de investigación en 2010 y 2011. Visitó Arquitecto Tucci dos o tres veces por semana durante seis meses y forjó una relación de confianza con los coordinadores de un comedor popular del barrio. A través de ellos pudo conocer a muchos otros vecinos: primero a los que visitaban el comedor y después a otros a través de estos. Las entrevistas que condujo Agustín tuvieron un carácter más informal que el intercambio unidireccional típico de los protocolos de investigación y fueron realizadas después de semanas, e incluso meses, de conocimiento mutuo.[21]

Para el actual proyecto, revisitamos la información producida durante aquel trabajo de campo. Esta tarea implicó recodificar notas de campo y entrevistas transcriptas con anterioridad. Pero esta vez nos focalizamos en las interacciones entre policías, narcotraficantes y vecinos. Específicamente, nos concentramos en las descripciones y evaluaciones de los moradores respecto de lo que ellos llamaban el “arreglo”: la relación ilícita entre policías y narcotraficantes. En este texto utilizamos el pronombre “nosotros” al describir este campo de trabajo etnográfico para subrayar que la información fue recolectada en equipo, no para referirnos a nuestra propia presencia.

Desde la publicación de La violencia en los márgenes, María Fernanda Berti continuó trabajando como docente en Arquitecto Tucci. En 2018 condujo catorce entrevistas adicionales con cinco dirigentes políticos, el sacerdote local y ocho vecinos. Estas nuevas entrevistas se focalizaron en las experiencias personales de los entrevistados con la colusión, la violencia y la adicción y en sus maneras de manejarse respecto de las operaciones de narcotráfico y los rumores de corrupción policial. Este trabajo de campo cualitativo y el material de las entrevistas no solo inspiraron el resto de nuestro estudio, sino que orientaron el análisis de la colusión y el cinismo legal, que desarrollamos en el capítulo 3.

Documentos legales y artículos periodísticos

El grueso de nuestra investigación de archivo se basó en una exhaustiva lectura de procesos judiciales (imputaciones y transcripciones de escuchas telefónicas) que involucraban a miembros de organizaciones del narcotráfico que operaban en diferentes áreas de la Argentina, incluidos Los Vagones (Arquitecto Tucci, Buenos Aires), Los Monos (Rosario, Santa Fe), Los Pescadores (Yapurá, Corrientes) y La Banda de Raúl (San Martín, Buenos Aires). Además de estos documentos legales, recolectamos nuevos artículos relacionados con los procesos judiciales para comprender mejor el contexto de las acusaciones. Estos casos documentan la colusión entre narcotraficantes y miembros de distintas fuerzas de seguridad del Estado –entre ellas, la Policía Federal, la Gendarmería y la Prefectura–,[22] así como fuerzas policiales provinciales. En la Argentina, cada provincia tiene su propia fuerza policial, compuesta por agencias estatales y delegaciones locales. Por eso, cuando hablamos de policía local, aludimos a los agentes de la policía provincial que operan en un barrio particular.

Los casos que analizamos aquí no son los únicos que implican una relación ilícita entre policías y narcotraficantes. Nos enfocamos en estos cuatro en particular porque, con la ayuda de dos periodistas (Silvina Tamous y María Florencia Alcaraz), pudimos acceder a los procesos judiciales completos. Estos casos representan la variación existente en términos de tamaño, extensión territorial y –lo que es más importante– diversidad de relaciones con las fuerzas de seguridad entre las organizaciones de narcotraficantes.

Por razones obvias, la evidencia de los “vínculos reales entre agencias estatales y actores o actividades ilegales” no es fácil de encontrar (Dewey, 2017a: 15). Casi siempre extractada de noticias publicadas en los diarios, la información sobre las operaciones internas de las organizaciones criminales y sus conexiones con agencias estatales abunda en documentos a los cuales los investigadores sociales no tenemos rápido ni fácil acceso: nos referimos a los procedimientos judiciales y las investigaciones que los acompañan. Los registros judiciales son una importante fuente de información para el estudio de las conexiones clandestinas entre grupos criminales y agentes estatales. Por otra parte, encontramos varios cientos de páginas de transcripciones de conversaciones telefónicas interceptadas y grabadas por la policía en los documentos que revisamos, lo cual significó una rica fuente de datos. Según afirman los criminólogos Paolo Campana y Federico Varese:

La información extraída de escuchas telefónicas tiene la ventaja de capturar las conversaciones mientras estas ocurren en su ámbito “natural” y además puede ofrecer un panorama más amplio del grupo al incluir diálogos entre actores de alto y bajo nivel (Campana y Varese, 2012: 15).

Y también –agregamos nosotros– entre esos actores y efectivos de las fuerzas policiales. Sin embargo, pese a estos puntos fuertes, todavía constituyen una “fuente de datos relativamente desatendida” (2012: 27).[23]

Por supuesto que no somos los primeros en utilizar registros judiciales para develar un conocimiento casi siempre oculto a la vista del público. La “microhistoria” también se basa en esa clase de registros. Los ejemplos más notables, y nuestras principales fuentes de inspiración, fueron El queso y los gusanos, de Carlo Ginzburg, Amalia’s Tale [La historia de Amalia], de David Kertzer, y El retorno de Martin Guerre, de Natalie Zemon Davis. Pero en vez de “recuperar la historia enterrada” (Kertzer, 2008: 190), nosotros nos empeñamos en recuperar registros estatales y los pusimos a dialogar con material etnográfico y cualitativo para poder describir y teorizar la microdinámica de la colusión.

Existen tres requisitos para minimizar la parcialidad y las fuentes de error potenciales de las escuchas telefónicas: cobertura, duración y autocensura (Campana y Varese, 2012). Las escuchas telefónicas que analizamos aquí satisfacen dos de esos tres requisitos. Nuestros datos incluyen una cobertura razonablemente amplia de actores y actividades (alrededor de tres meses para cada caso). En dos de los cuatro casos principales, las escuchas telefónicas no cumplieron el requisito de “no autocensura”. Pero, aunque algunos individuos parecían ser conscientes de la vigilancia –y por ende, autocensuraban sus palabras–, nosotros interpretamos esta actitud como evidencia para comprender mejor el funcionamiento de la colusión. Más aún: si bien grabar conversaciones sin el consentimiento de los hablantes es inconsistente con nuestros estándares éticos de recolección cualitativa de datos, utilizamos esas transcripciones no como información que es producto de entrevistas exhaustivas y profundas, sino como un archivo legal producido por el Estado.

Utilizamos códigos abiertos y focalizados para codificar y analizar esos documentos judiciales y escuchas telefónicas (Emerson, Fretz, y Shaw, 1995). Nos concentramos en las actividades de esos grupos y en sus relaciones con las fuerzas de seguridad. Prestamos particular atención a los tipos de material y recursos informativos intercambiados entre los diversos actores. Cuando se mencionaban episodios violentos (un ataque a un punto de venta de drogas o un asesinato), triangulábamos las referencias con publicaciones recientes para comprobar si existía evidencia fresca en los informes periodísticos. También nos apoyamos en los reportes de noticias, sobre todo en los producidos por el periodismo de investigación, para comprender mejor las actividades del narcotráfico local y la trayectoria de cada grupo (véanse, por ejemplo, Cavanagh, 2014; Tamous, 2017; De los Santos y Lascano, 2017). Para analizar los procesos judiciales, aplicamos el criterio de evidencia que en general se utiliza en la investigación etnográfica: asignamos un valor probatorio más alto a aquellos actos o patrones de conducta individuales descriptos repetidas veces en los procedimientos judiciales y/o aludidos en las escuchas telefónicas (Becker, 1958, 1970; Katz, 2001, 2002).

Los procesos judiciales no ofrecen una visión despejada del arcana imperii: los secretos del poder del Estado. Numerosa información crucial continúa siendo inaccesible. También somos conscientes del hecho de que algunos de estos procesos judiciales, o partes de su evidencia, podrían ser resultado de una lucha de poder entre agencias de seguridad rivales, políticos y actores del sistema judicial.[24] Aunque las oscuras guerras territoriales dentro del Estado están más allá de nuestro alcance, sería ingenuo de nuestra parte no considerar el hecho –por demás obvio– de que muchos casos podrían ser resultado de una disputa entre lo que Schneider y Schneider (2003: 34) llaman “partes del Estado”. Pero esto no hace que nuestra evidencia sea irredimiblemente fabricada. En cambio, señala su carácter siempre parcial. Puesto que en diferentes lugares de la Argentina hemos analizado casos que involucran a diferentes actores estatales, así como la cobertura mediática del tema, confiamos en la validez de nuestra evidencia sobre los patrones de conducta que operan en las conexiones clandestinas.

Para nosotros, la pregunta –formulada ad nauseam a los etnógrafos en particular y a los investigadores cualitativos en general– no es si las fuerzas de seguridad se comportan como describimos aquí en otros Estados o países. Una investigación empírica exhaustiva podría responder ese interrogante. La pregunta en verdad importante para nosotros es si el enfoque analítico y metodológico que proponemos en este libro –combinar la investigación etnográfica y de archivo para descifrar la colusión y analizar con minuciosidad sus efectos sobre las vidas cotidianas de las personas pobres– puede utilizarse para estudiar otros contextos. Albergamos la esperanza de que, al finalizar este volumen, los propios lectores den una respuesta afirmativa a nuestra pregunta.

Lo que no podemos hacer con la clase de datos de que disponemos es explicar por qué algunos narcotraficantes y agentes policiales participan en este tipo de actividad ilícita, o cuándo y por qué los atrapan. La colusión tiene sus límites. Las acusaciones y juicios que presentamos más adelante son evidencia de ello. Un estudio exhaustivo sobre cuándo, dónde y por qué comienzan algunas relaciones colusivas, y cuándo y por qué terminan en un juzgado, requeriría una información que –hasta donde nosotros sabemos– no está disponible (por ejemplo, sobre el universo de narcotraficantes activos con y sin vínculos estrechos con la policía). Debido a estas limitaciones, nuestro libro estudia cómo funciona la colusión, y no cuándo y por qué se desarrolla, triunfa o fracasa. Lo mismo puede decirse de la relación entre colusión y violencia. Dada la naturaleza de nuestra información, no podemos hablar de cambios absolutos en los niveles de violencia relacionada con la droga; en cambio, mostraremos cómo la colusión modela y canaliza la violencia interpersonal.

Acerca de estudiar la pobreza y la violencia

Las áreas como Arquitecto Tucci –y muchos otros barrios pobres en las Américas– son persistentemente estigmatizadas y criminalizadas por los Estados, los medios de comunicación y otros ciudadanos temerosos. Estos lugares y las personas que los habitan suelen ser homogeneizados para evocar un “imaginario criminal amenazador” (Schneider y Schneider, 2003: 352). En cuanto a nosotros, lo último que pretendemos hacer al estudiar y publicar las historias de vida de los vecinos de Arquitecto Tucci es reproducir esos estereotipos dominantes sobre los pobres. Nos enfocamos en esas experiencias porque son cruciales para comprender la despacificación de los espacios marginados y las dificultades que deben afrontar sus moradores en el día a día. Las personas como Carolina –vale la pena repetirlo– son las que más sufren la colusión y la escalada de violencia. Y si nos embarcamos en este proyecto, fue porque queríamos entender mejor cómo los actores estatales producían y perpetuaban sus aflicciones (y las de muchos otros).

Nuestro enfoque sobre las áreas pobres y estructuralmente desprotegidas y sobre los vínculos clandestinos entre narcotraficantes y miembros de las fuerzas de seguridad (casi siempre provenientes de los mismos barrios y con desventajas similares) no pretende sugerir que las relaciones ilícitas son inherentes a –o exclusivas de– la marginalidad urbana. No lo son. Para enfatizar este punto, proponemos una paráfrasis del informe de 1993 de la Comisión Antimafia del Parlamento italiano cuando declaró que:

La consideración de las conexiones con la mafia no debe focalizarse solo en “los estratos más bajos” de la política. Es impensable que el vasto fenómeno de colusión con la mafia en las comunidades del sur pueda haberse desarrollado como lo ha hecho sin alguna clase de participación de actores políticos de los niveles más altos (cit. en Della Porta y Vannucci, 1999: 220; el destacado es nuestro).

Aunque aquí no estudiamos a la mafia italiana, la caracterización general aplica. Las relaciones ilícitas no son exclusivas de los funcionarios policiales de bajo nivel o las áreas urbanas pobres o aisladas. Las investigaciones sobre lavado de dinero y campañas electorales, por ejemplo, muestran que también existen conexiones clandestinas entre actores de alto nivel y que estas plantean un grave peligro para la integridad de la democracia.[25] Otros estudios han develado y analizado las relaciones entre políticos, miembros del Poder Judicial, policías y actores criminales en una variedad de emprendimientos ilegales.[26] Por ejemplo, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) –la organización más destacada de derechos humanos en la Argentina– advierte que tanto los agentes de policía como los actores dentro del Poder Judicial “utilizan” la ley y los procedimientos administrativos y legales de manera “discrecional e instrumental” para “proteger aliados, castigar competidores y encubrir sus propios crímenes” (CELS, 2016: 109).[27] En otras palabras, lo que el sociólogo Matías Dewey (2015) llama con acierto “el orden clandestino” se prolonga mucho más allá del foco empírico específico de nuestro estudio e incluye a otros actores, además de los policías y los narcotraficantes (Sain, 2017). Uno de nosotros ha mostrado, por ejemplo, que las relaciones clandestinas entre policías y punteros políticos han sido centrales para la producción de episodios de violencia colectiva.[28]

Nuestro enfoque del funcionamiento interno de la colusión a nivel local fue conformado, en gran medida, por lo que observamos durante nuestro trabajo de campo en Arquitecto Tucci. Los numerosos relatos de colusión y rumores de extorsión que circulaban entre los vecinos orientaron nuestra búsqueda. Nuestro enfoque también fue determinado por la disponibilidad de información en el momento de la escritura: disponibilidad que también es funcional al poder de ciertos actores para evitar que los detecten. Sin embargo, los procesos judiciales que analizamos ofrecen un panorama sin precedentes de ciertas interacciones sociales, incluidas conversaciones privadas, que a menudo permanecen ocultas hasta para el etnógrafo más astuto e integrado.

Hasta donde sabemos, este es el primer libro que combina información etnográfica con evidencia recogida de procesos judiciales y transcripciones de escuchas telefónicas. En principio, la combinación de evidencia etnográfica y judicial podría ampliarse para examinar las conexiones clandestinas entre policías y criminales a nivel provincial y federal. También podría expandirse para estudiar otras clases de conexiones, como se insinúa en el caso de Los Pescadores (capítulo 6), aunque no se desarrolla por completo en los casos presentados. Más allá de estas estimulantes posibilidades, la disponibilidad de evidencia confiable continúa siendo el primer obstáculo para cualquier emprendimiento empírico y teórico de este tipo.

Descubrir lo encubierto

En referencia al predicamento del “escritor norteamericano” en los Estados Unidos de mediados del siglo XX, Philip Roth señala que este se ve sobrepasado por “los intentos de comprender, describir y volver creíble la realidad estadounidense. Esto embota, enferma, enfurece y en última instancia avergüenza a la propia y magra imaginación” (Roth, 2017: 27). La realidad oculta que reconstruimos en las páginas de este libro planteó un desafío similar a nuestra imaginación sociológica. Al excavar diferentes fuentes de información (trabajo de campo cualitativo y documentos judiciales) buscamos establecer conexiones entre “cosas” (hechos sociales) que no suelen estar relacionadas: por ejemplo, el sufrimiento de una madre por la adicción de su hijo, una disputa doméstica y el arreglo de un policía con un narcotraficante (lo que muchos manuales de sociología política llamarían “sociedad” y “Estado”).

¿Por qué una persona sin mayor interés en la política argentina ni en la relación del Estado con los ciudadanos pobres querría leer este libro? ¿Qué podemos decirles a los lectores acerca de este tema, sin duda mucho más amplio? Estas preguntas recurrentes atormentan a los investigadores que, al igual que nosotros, residen y trabajan en los Estados Unidos, pero escriben sobre otras áreas del mundo. Para nosotros este libro es producto de un esfuerzo colectivo por develar y analizar interacciones y resoluciones encubiertas que nadie quiere que sean vistas, leídas o analizadas. Si bien los programas de televisión populares, el cine y los documentales a veces recurren al “detrás de escena” para mostrar el crimen y el castigo, los académicos que estudian la pobreza, el Estado y la violencia rara vez se orientan en esa dirección. Este libro presta atención analítica no solo a la dimensión clandestina de las interacciones entre Estado y sociedad, sino también a las maneras en que estas configuran la vida cotidiana de los ciudadanos pobres. En vez de ofrecer un postulado teórico, queremos mostrar cómo funciona la colusión.

En las páginas que siguen, incursionamos en diferentes tipos de estudios académicos. Algunos fueron producidos por sociólogos y antropólogos en la Argentina sobre la realidad argentina; otros, por sociólogos, politólogos y antropólogos que residen y trabajan en los Estados Unidos y se dedican a examinar las condiciones, problemas y dinámicas en América Latina y otras partes del mundo; y otros producidos por sociólogos residentes en los Estados Unidos sobre temas específicamente estadounidenses. Y aquí aparece otra de las lecciones de nuestro estudio. Nos apoyamos en diversas literaturas, no por afán academicista, sino porque necesitamos dar sentido al material empírico que encontramos. Los académicos, y en particular los sociólogos urbanos, podrían acompañar este intento y proponer un análisis que trascienda las fronteras disciplinarias y nacionales para acabar con el parroquialismo que todavía caracteriza a buena parte de nuestro campo. Creemos que los sociólogos urbanos en los Estados Unidos tienen mucho que aprender de lo que se escribe en otras partes del mundo. Este libro, creemos, ofrece una demostración empírica de qué tipo de estudios académicos es posible producir desde una perspectiva transdisciplinaria y transnacional.

La tercera lección de este libro está relacionada con los métodos. El trabajo etnográfico expone las virtudes de capturar la naturaleza relacional de un fenómeno determinado desde diversas posiciones: por ejemplo, entender un desalojo en Milwaukee desde los puntos de vista del desalojado y del propietario del inmueble (Desmond, 2016), o cuestionar el patrullaje policial en Los Ángeles estudiando a los policías y a los sin techo (Stuart, 2016). A veces esto puede hacerse con trabajo de campo etnográfico multisituado. Otras, dado el carácter ilícito de la actividad que se investiga (y los riesgos que conlleva investigarla), se hace necesario implementar otros métodos. Nuestro estudio muestra cómo pueden combinarse diferentes formas de recolección de datos –en este caso, trabajo de campo etnográfico e investigación de archivo– de una manera productiva.

* * *

Nuestro libro procede como detallaremos a continuación. El primer capítulo sitúa este trabajo en el marco de los estudios académicos sobre redes ilícitas entre funcionarios del Estado y organizaciones de narcotráfico. Aquí utilizamos la noción de intreccio que emplean los italianos para referirse a las conexiones entre miembros de la mafia y funcionarios estatales, con el objetivo de comprender el surgimiento y el funcionamiento interno de las “redes de extorsión apoyadas por el Estado” (Snyder y Durán-Martínez, 2009). Ambos conceptos ilustran con claridad la existencia de conexiones clandestinas entre participantes en actividades criminales y miembros del aparato represivo del Estado, conexiones a las que nuestros entrevistados denominaban, en buen criollo, arreglo.

Si bien los especialistas destacan la importancia de estas conexiones clandestinas, muy pocos trabajos académicos han analizado con minuciosidad el contenido real de estas relaciones encubiertas. Este libro no solo cubre esta importante brecha, sino que trasciende la descripción para conectar el contenido de la colusión policial-criminal con las respuestas reales de los actores involucrados y las experiencias vividas por las personas afectadas por estas relaciones. A esto le sumamos un breve contexto histórico del narcotráfico y la corrupción policial en la Argentina.

A partir de estos fundamentos teóricos y contextuales, comenzamos nuestro análisis empírico de las conexiones clandestinas desde abajo hacia arriba. Los capítulos 2 y 3 se basan primordialmente en datos etnográficos y tomados de entrevistas para detallar los encuentros cotidianos con el crimen y la violencia en las calles y los hogares de Arquitecto Tucci. En el capítulo 2 describimos las experiencias diarias de los vecinos con esta violencia y documentamos los caminos que utiliza la violencia relacionada con las drogas para entrar en sus hogares. Al igual que Carolina –cuya historia dio comienzo a esta introducción–, la mayoría de los vecinos con quienes hablamos tenían experiencias personales con la violencia, opiniones fuertes sobre la policía en el barrio, y sospechas de extorsión y complicidad policial con los traficantes. Todo esto generaba una desconfianza generalizada hacia las fuerzas de seguridad locales, como describimos en el capítulo 3.

Los tres capítulos siguientes abandonan el campo (Arquitecto Tucci) y se desplazan hacia donde está la colusión. A través de un detallado análisis de procesos judiciales que implican a participantes en el narcotráfico y miembros de las fuerzas de seguridad, nos enfocamos en las relaciones de colusión existentes a lo largo y ancho de la Argentina. Estos capítulos se trasladan desde los suburbios de Buenos Aires en el capítulo 4 –donde analizamos las relaciones clandestinas entre un grupo al que llamamos Los Vagones y miembros de la policía local– hasta los barrios pobres que rodean la ciudad de Rosario, en el capítulo 5 –donde los integrantes de Los Monos confiaban en sus estrechas conexiones con diversas fuerzas de seguridad–. En el capítulo 6 viajamos a la frontera noreste del país para estudiar una organización de narcos bien conectada a la que llamamos Los Pescadores, y después retornamos al Conurbano bonaerense para conocer el funcionamiento interno de La Banda de Raúl. En conjunto, estos tres capítulos presentan evidencia del contenido real de la colusión y muestran los importantes intercambios de material y recursos informativos que acompañan a la provisión de “protección”.

En el capítulo 7 abandonamos los casos específicos para teorizar la colusión mediante un examen detallado de los recursos, prácticas y procesos relacionales que la componen. Y señalamos que el arreglo profundo y rutinario entre narcotraficantes y miembros de las fuerzas de seguridad estudiado en este libro no es una característica perenne del sistema de gobierno en la Argentina o, para el caso, en América Latina. El cambio es posible. Conscientes de lo perniciosa que es la colusión para las instituciones democráticas, concluimos con una reafirmación del valor y la importancia de las ciencias sociales públicas y con una especulación empírica sobre maneras posibles de erradicar la colusión. La ambivalencia del Estado aquí develada no hace que las tribulaciones, la frustración y la impotencia de Carolina sean menos dolorosas. Pero tenemos la esperanza de que, al menos, las vuelvan más comprensibles.

[2] A menos que se explicite otra cosa, todos los nombres de personas y lugares fueron cambiados para proteger su anonimato. Arquitecto Tucci es el mismo barrio donde uno de nosotros realizó trabajo de campo para un proyecto anterior (Auyero y Berti, 2015).

[3] Conocido como bazuco en Colombia, baserolo en Ecuador y mono en Chile, el paco es una forma barata y sumamente adictiva de la cocaína. Acerca de cómo la propagación del paco se relaciona con la transformación de la Argentina de un país de tránsito en un país de consumo y producción de cocaína, véase el interesante informe de Taylor (2008).

[4] Nombre real.

[5] Madres contra el Paco es una organización presente en muchos barrios pobres, villas y asentamiento de ocupas en la Argentina. Hacen escraches públicos de los narcotraficantes marchando frente a sus casas, denunciando los efectos nocivos de los productos que venden los dealers y exigiendo acción judicial o política en su contra.

[6] El 28 de noviembre de 2018, el guardaespaldas, un oficial de policía de nombre Alberto Martín Murúa, fue sentenciado a dos años de probation. Véase “Robo a Oberlín: condicional al custodio y cinco años al ladrón”, cba24n, 28/11/2018, disponible en <www.cba24n.com.ar/policiales/robo-a-oberlin--condicional-al-custodio-y-5-anos-al-ladron_a5de581aed91dda498914a4ac>.

[7] La historia de Oberlín no es única. Tal como ocurrió en tiempos de dictaduras militares y gobiernos autoritarios, los sacerdotes que trabajan con y para los pobres (por ejemplo, Enrique Angelelli y Carlos Mugica en la Argentina, Óscar Romero en El Salvador y Juan José Gerardi en Guatemala) son amenazados o asesinados. Hoy por hoy, los victimarios no son solo actores militares o paramilitares sino también narcotraficantes que, en muchos casos, actúan en complicidad con funcionarios del Estado. Para una crónica esclarecedora del asesinato de Girardi, véase Goldman (2007). Sobre los recientes asesinatos de los sacerdotes mexicanos José Alfredo López Guillén, Alejo Jiménez y José Juárez, véase David Agren, “‘Narcos Alone Rule’: Mexico Shaken after Three Priests Killed within a Week”, The Guardian, 29/9/2016, disponible en <www.theguardian.com/world/2016/sep/29/mexico-catholic-priests-killed-drug-trafficking>.

[8] Dado lo conocido que es este grupo en el país, y en la ciudad de Rosario en particular, utilizamos su nombre real (Los Monos). Cambiamos los de todos los otros grupos de narcotraficantes que analizamos en este libro, así como los nombres y pequeños detalles que podrían identificar a los individuos mencionados en los procesos judiciales.

[9] El Conurbano bonaerense es un área compuesta por 33 distritos, que rodea la ciudad de Buenos Aires. Allí residen alrededor de 14 millones de personas. Aunque pequeño desde lo geográfico (apenas un 0,5% del territorio nacional), el 29% de la población total reside allí, y el 40% de los residentes están por debajo de la línea de pobreza (Ronconi y Zarazaga, 2017).

[10] Para excepciones, véase la investigación de Arias (2006a, 2017). Sobre la diferencia entre recolección de datos y producción de información desde una perspectiva teórica, véanse Bourdieu, Chamboderon y Passeron (1991).

[11] Sobre descripciones de Estados débiles y “vacíos de gobernanza”, véanse Anderson (1999), Koonings y Kruijt (2007), Venkatesh (2008). Sobre descripciones de barrios pobres como áreas extremadamente controladas por el Estado, véanse Goffman (2014), Müller (2016), Ríos (2010).

[12] En este sentido, nuestro uso está más cerca del análisis de la ambivalencia del control policial sobre el crimen en Gran Bretaña que hace Garland (1996). Focalizado en los primeros años de los noventa, identifica un “patrón remarcablemente volátil y ambivalente” (1996: 449) en las políticas de control del crimen, la retórica y el pensamiento criminológico (es decir que “la ley y el orden”, “la mano dura”, “los estallidos punitivos” y “la demonización de los delincuentes” coexisten con estrategias destinadas a “normalizar el delito” y “responsabilizar a otros”). En nuestro caso, hablamos de ambivalencia en la práctica del Estado in situ, no en la retórica o en las políticas relacionadas con la delicuencia. Durante el período de este estudio, las políticas del crimen dominantes en la Argentina enfatizaban la criminalización de las drogas ilícitas y los traficantes, políticas a menudo acompañadas por despliegues públicos de fuerza a través de publicitados arrestos y allanamientos.

[13] Sobre estudios académicos acerca del Estado, véanse Hall e Ikenberry (1989), Hobson (2006), King y Le Gales (2012), Morgan y Orloff (2017), Nelson (2006), Weiss (2006).

[14] Sobre la dimensión simbólica del Estado, véanse Bourdieu (2015), Loyal y Quilley (2017), Morgan y Orloff (2017). Como bien explican Morgan y Orloff: “[Los] Estados concentran y despliegan poderes materiales y simbólicos. Weber tuvo razón en enfatizar el control de los Estados sobre los medios de coerción en territorios geográficos específicos, pero también iluminó la centralidad de la legitimidad de cualquier forma de gobierno; ni la coerción ni la legitimidad son algo dado: ambas deben alcanzarse. La legitimidad del Estado requiere algo más que la mera fuerza; los Estados también operan a través de la penetración que tienen sobre la opinión pública. El elemento subjetivo del poder del Estado es de vital importancia, ya que los Estados no son meros escenarios donde los individuos que maximizan la utilidad cumplen sus metas. En el peor de los casos, los Estados ayudan a definir esas metas, y algunos piensan que los Estados operan en un nivel más profundo al constituir los sujetos y modelar las formas de conocimiento a partir de las cuales se desarrolla la acción pública y privada” (Morgan y Orloff, 2017: 449).

[15] Sobre argumentos análogos, véanse Arias (2006b), Arias y Goldstein (2010), Jaffe (2013), Rodgers (2006), Denyer Willis (2009, 2015).

[16] Sobre acciones policiales represivas, véanse los informes del CELS (2014, 2016). Sobre encarcelamiento, véanse los informes de la Procuración Penitenciaria de la Nación, disponibles en <www.ppn.gov.ar/?q=node/2586>.

[17] La descripción de Perlman es similar al análisis del “medioambiente criminogénico” de Bobea (2015).

[18] Sobre cinismo legal, véanse Kirk y Matsuda (2011), Kirk y Papachristos (2011), Kirk y otros (2012), Sampson y Bartusch (1998).

[19] Sobre una crítica del enfoque y su (reclamo de) novedad, véase Burawoy (2017).

[20] Sobre un énfasis similar en las interacciones en el estudio de la violencia relacionada con las drogas, véanse Durán-Martínez y otros (2015), Bailey y Taylor (2009).

[21] Más detalles sobre este trabajo de campo en Auyero y Berti (2015).

[22] Estas tres agencias federales dependen del Ministerio de Seguridad nacional y tienen jurisdicción sobre el tráfico de drogas ilícitas.

[23] Acerca del uso de escuchas telefónicas, véanse Berlusconi (2013), Campana (2011), Natarajan (2006).

[24] Sobre descripciones de conflictos dentro de las agencias de seguridad, véanse Hathazy (2016), Sain (2017). Sobre evidencia de que las investigaciones (escuchas telefónicas incluidas) pueden ser manipuladas por miembros de las fuerzas policiales, véase el caso de los narcopolicías en Entre Ríos, en Jorge Riani, “Detienen por narcotráfico al comisario que dirigía los golpes antidrogas en Entre Ríos”, La Nación, 15/5/2015, disponible en <www.lanacion.com.ar/1792937-detienen-por-narcotrafico-al-comisario-que-dirigia-los-golpes-antidrogas-en-entre-rios>.

[25] Sobre lavado de dinero y campañas electorales, véanse Casas-Zamora (2013), Ferreira Rubio (2013), González (2013). En la Argentina, la investigación confirma que los vínculos ilícitos se extienden mucho más allá de los agentes de seguridad de bajo rango. En su comparación entre regulación policial del narcotráfico en las provincias de Buenos Aires y Santa Fe, por ejemplo, el politólogo Hernán Flom señala: “Numerosos entrevistados no conectados entre sí y fuentes secundarias reportaron extendida corrupción policial vinculada al tráfico de drogas y otras actividades delictivas organizadas en varios barrios del Gran Buenos Aires (GBA). Si bien no hay evidencia de participación policial directa en los manejos de protección extorsiva, es dudoso que pudieran haber persistido sin conocimiento o protección policial” (Flom, 2018: 12). Sobre evidencia adicional de conexiones clandestinas entre políticos, funcionarios del Estado y jueces en la Argentina, véase Sain (2017). Más allá de la Argentina, abundante evidencia confirma el largo alcance de estos vínculos. Basado en un exhaustivo análisis de testimonios de testigos en tres juicios realizados en los Estados Unidos, un informe de la Human Rights Clinic (2017: 3, 6) en la Universidad de Texas en Austin devela un patrón de “complicidad, tolerancia, aquiescencia y/o cooperación estatal con el cartel Zeta” en el estado mexicano de Coahuila, el cual no solo involucraba a policías municipales y estatales de bajo rango sino también a “altos jefes de policía, fiscales estatales y federales, prisiones estatales, sectores de la Policía Federal y el ejército mexicano y políticos estatales”.

[26] Sobre descripciones detalladas, véanse CELS (2016), Sain (2004, 2008), Dewey (2012a, 2012b, 2015); también Ossona (2017).

[27] Sobre una descripción de los miembros del Poder Judicial involucrados en redes de narcotráfico, véase CELS (2016). Sobre un informe acerca de políticos involucrados en casos de narcotráfico, véase Di Lodovico (2016b). Uno de los casos más notorios es el del juez Raúl Reynoso, imputado por cobrar generosos sobornos (más de 350.000 dólares) para liberar rutas de la acción policial de modo que los traficantes pudieran trasladar sus productos y para liberar a los narcos atrapados por la policía, sin cargos. Véase “Procesan a un juez federal acusado de cobrar coimas para liberar a narcos”, Clarín, 12/1/2015, disponible en <www.clarin.com/policiales/procesan-federal-acusado-liberar-narcos_0_4yk4IDIVg.html>. Véase también Saralegui (2017).

[28] Sobre una descripción de incendios intencionales generados desde el ámbito político, véase Auyero (2012). Sobre saqueo de alimentos, véase Auyero (2007).

Entre narcos y policías

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