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IV
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Madrid, 9 de octubre de 2024
¿Cómo estáis amigos y amigas?
Hoy os voy a hablar de un tema muy personal. Ojo, que es lacrimógeno: mi padre.
Su historia sirve para entender la dignidad con la que muchos de nuestros mayores han abordado el devenir de los acontecimientos durante este bienio.
Papá tiene ochenta y un años y pese a que ha sufrido la decadencia del estado del bienestar y la perversión de la moral pública, lo cierto es que el hombre vive sin un gramo de rencor. Lo admiro por ello. Ni la clase política, ni la concatenación de gobiernos inefables, ni los amigos que desaparecieron tras la muerte de mi madre, ni esta sociedad desquiciada, ni tan siquiera el blanco más fácil, el destino, le han dejado lastre. Debe de ser la única persona de este país que vive sin resentimiento.
Se limita a ir a las manifestaciones, pasear entre la multitud y regresar a casa con la satisfacción del deber cumplido. Entiende su presencia como un gesto, una manera de engrosar la disconformidad general. Pero hasta en eso es aseado, comprensivo con las fuerzas de seguridad del Estado —o, mejor dicho, con las personas que las forman— y empático con quienes deciden no intervenir en la vida pública. Tiene una relación ejemplar con el vecindario, llama regularmente a sus amistades y me deja tanto espacio que a veces parece un ente que pudiera atravesarse sin más, hecho de aire, un fantasma que divaga entre la cocina, el salón y su propia habitación.
Podría ser mucho más hostil, pues sus esperanzas de futuro han ido derrumbándose con una insolente facilidad. Su pensión se fue reduciendo durante la última década al tiempo que nuestros derechos colectivos. Él creía que me serviría de soporte como hacían los jubilados con los precarios la década pasada, pero ha visto cómo se invertían las tornas. Primero gracias al «bocado por la patria» del gobierno, luego, cuando mamá murió —ella había trabajado en casa los últimos diez años de su vida—, se redujo el porcentaje de dependencia, y, por si fuera poco, que yo decidiera volver al redil ha jugado en su contra, pues a pesar de que cuento como neo-parado, el montante total de mis ahorros nos excluye de la asignación que el Estado destina a quienes tienen varios miembros de la unidad familiar sin trabajo.
Así, mi padre con una ayuda pírrica y yo tirando de las ganancias que acumulé antes del Gran Apagón, vivimos en este piso amplio y confortable, un lujo comparado con lo que puede permitirse gran parte del vecindario. Solo que a veces parece inhabitado, frío como la soledad. Tiene cuatro habitaciones, el sol nos ilumina las mañanas y podemos acceder a una porción de terraza casi en exclusividad. Es este mismo escenario en el que podéis ver nuestras grabaciones.
Veis, ¿no? Es una pasada. Esperad, que os enseño un poco más.
¿Por dónde iba? Ah, pues con nuestros más y nuestros menos, conmigo oteando los cuarenta y él encarando la última etapa de una vida feliz (fue periodista local, luego montó una productora de eventos socioculturales en forma de cooperativa y ahora emplea su tiempo en escribir novela negra) hemos logrado un plácido equilibrio. Somos una familia atípica, un reducto de otra época donde nuestra situación podía reflejar de forma fidedigna la idea de progreso de la sociedad. Luego todo se derrumbó, se quedaron las ruinas y desde entonces el único plan consiste en sobrevivir.
Este es el cuadro que ha quedado colgando sobre la pared. Dos hombres de diferentes generaciones sin el más mínimo interés por ampliar la familia y dedicados a sus hobbies como salvoconducto para no perder la cordura. Si me lo llegan a decir a mis veinte años hubiera dicho que ni de broma aceptaría una situación así, antes en el exilio o la muerte, y mi padre probablemente hubiera respondido en términos similares. Hoy, sin embargo, la asumimos con absoluta naturalidad.
Ese hombre, pese a todas las intimidades reprochables, es un sol. Muchas veces se lo comento: Padre, ojalá un día te hierva la sangre y salgas a la calle como en Un día de furia. Pero él esquiva mi provocación con una media sonrisa. Ojalá supiera afrontar las contrariedades con su entereza, y no conla mezcla de depresión y resignación que me caracteriza.
El viejo es un mástil de dignidad que ha quedado clavado en la tierra. Su generación está hecha del trabajo de mucha gente sepultado por la inabarcable vanidad de unos cuantos.
Es también lo que queda de mamá. A veces siento como si ella siguiera hablando a través de él. Le reconozco expresiones prestadas, consejos similares. Supongo que así les sucede a quienes pasan una vida juntos, que terminan mimetizándose hasta volverse una entidad común.
Dedicarle a mi padre uno de los primeros vídeos de esta nueva etapa era una tarea obligatoria. No se descompuso cuando la red se vino abajo y me vio tocar fondo. Primero me acogió en casa, luego me animó a salir de la habitación, más tarde me empujó a ir recuperando la vida social, a hacer deporte, a dedicarle tiempo de calidad a pintar miniaturas (se gastó un pastón comprando el material cromático) y finalmente me proporcionó esta cámara, desde donde grabo un archivo que explicará en el futuro lo que fue esta época gris de la humanidad. Una inversión de futuro que se verá recompensada con creces, no solo porque ahora sienta que el vínculo que mantengo con vosotros se fortalece a través de estos ensayos orales, sino después, cuando este material a modo de documental muestre a las generaciones venideras cómo fue nuestro largo y tortuoso camino hacia el desastre.