Читать книгу El signo del adiós - Javier Tibaquirá Pinto - Страница 5

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Una tarde de dominó, Moretti comentó que el estuche del violín semejaba una caja de lustrar y don Bornet cambió enseguida de tema para disimular la envidia que le causaba no haber imaginado el símil primero. En efecto, el estuche tiene un asa de cobre en la tapa, no al costado como la mayoría, y límites triangulares. La tapa no es plana; se trata más bien de una elevación a modo de techo de casa, aunque menos aguda, lo que hace del emplazamiento del asa un trabajo estimable. Las aldabillas, también de cobre, constituyen otra muestra de calidad: don Bornet no recuerda haberlas oído tintinar nunca. Con todo, el estuche siempre le ha parecido indecoroso para su violín, demasiado tosco por fuera y mal acolchado por dentro.

Ambos, el mago y el hombre orquesta, han bebido la misma cantidad de vino, pero Moretti luce más descompuesto, probablemente porque ha estado encadenando un cigarrillo tras otro. A ese ritmo es como si cada trago tuviera el doble de efecto en su cuerpo, incapaz de campear la borrachera igual que antes.

—Caramba —dice don Bornet, destapando la última botella—. Urge aprovisionarnos mañana, después de la función.

—A ese coso no le caben grietas. —El mago se arrebuja en su poncho—. Parece que fuera a romperse.

—Parece, pero no —corrige don Bornet, llenándole el vaso—. Pásele la mano.

—Ni que fuera perro.

—Ande, no sea remolón.

Moretti forma una mueca de extrañeza. ¿De dónde saca don Bornet esas palabras? Se recompone en la silla, cierra un ojo para enfocar mejor el estuche —el hombre orquesta se lo ha acercado con el pie— y posa el dedo sobre la base. Al sentir la madera, tersa, desliza el dedo a lo largo de la tapa, confortado ya, sin el recelo natural de las astillas, hasta que engarza el aza.

—Cutis de porcelana —presume don Bornet, sentándose en la jaula de la constrictora.

—¿Cómo es que…? —El mago calibra el peso.

—Dos veces al año le aplico lija y aceite. Y en las noches le leo poemas para que no afloje.

Entrechocan vasos, animados por el vino, y contemplan el remate de la tarde. Para poder vigilar mejor el portón y beber sin ser vistos, se han instalado detrás de los toneles apilados junto al remolque de Moretti, en lo más alto del sendero en pendiente que parte el Maché en dos: a la izquierda, la zona de remolques —excepto el de la Dirección, convenientemente estacionado cerca de la taquilla—; a la derecha, la porción plana del lote, donde están las carpas. Detrás se alza el pastizal, justo a los pies de uno de los cerros que marcan el fin de la ciudad. Y al frente, en riguroso descenso, el barrio, un laberinto de casas levantadas con ladrillo, madera y zinc, calles fracturadas, postes claveteados de monedas y tenis enredados en los cables eléctricos, a cuyo inventario de dolencias se ha añadido una plaga de retroexcavadoras que de un tiempo acá no paran de hincar sus cucharas en el suelo, anunciando progreso. En los días dorados, esta era la hora en que los animales salvajes empezaban a alternar sus rumores; el más imponente, el de los leones: una advertencia rastrera que ponía la piel de gallina. Don Bornet asegura, basándose en el oído absoluto que dice tener, que el apodo del domador no se inspiró en el color de su pelo sino en la puja del león —“ru-fo”, “ru-fo”—, lo que él nunca ha admitido ni desmentido.

—¿Se acuerda de la elefanta que descorchaba botellas? —pregunta Moretti, encendiendo un cigarrillo—. ¿Cómo era que se llamaba?

—Almera, Almira… —Don Bornet repara en las uñas del mago—. Almendra. Sí, Almendra. Linda como ninguna. Cuatro toneladas de terquedad y glotonería. Se zampaba lo que le pusieran delante, esa fue su perdición. ¿Cuántos se ha fumado?

—¿Muchos?

—Demasiados, compañero.

Moretti muerde el extremo del cigarrillo, tuerce los labios para alejar el humo de los ojos y sirve otra ronda. Por su parte, el hombre orquesta saca los sándwiches que trajo de la Dirección hace un rato. No puede evitar pensar en la carpeta de documentos que le enseñó la capitana antes de reñirlo por ponerse a beber.

—¿Atacamos?

—No, don. Yo no tomo cuando como.

—No come cuando toma.

—Eso.

—Mire que más tarde vamos a pasar de rojo a amarillo, y mezclar licores con el estómago vacío…

—¿A qué hora llegan los doctores?

—No demoran.

—Pues yo con una ranchera tengo.

—Sí, y que nos agarren cantando. Y por cantando, digo escanciando.

—¿Y entonces para qué el violín?

—Medrano pidió acompañamientos.

El mago le alcanza el vaso.

—Si no hay voluntad… —refunfuña.

—...no hay voluntad —completa don Bornet, forzando una sonrisa.

Cuando lo conoció, durante las audiciones que el fundador llevó a cabo para seleccionar el primer elenco del Maché, don Bornet simpatizó de inmediato con Moretti. Repasaba en las maneras nerviosas del prestidigitador fofo las maneras de su juventud, cuando no era músico ni pensaba serlo y había tenido que trabajar en lo que fuera para no morirse de hambre. De niño había vivido en un poblado cañero al occidente del país, entre el calor, el arado y las contiendas políticas de sus mayores. Allí habría seguido si no hubiera desarrollado una afición por los dados que lo llevó a empeñar hasta lo que no era suyo y, finalmente, a huir del poblado dejando tras de sí a su familia, unos pocos amigos y numerosos enemigos, putas y chulos incluidos.

De esos años don Bornet había conservado dos cosas: el gusto por los prostíbulos y la tendencia a mentir.

Por eso no le ha contado a Moretti gran parte de su pasado. Cómo recaló en el Maché, por ejemplo, es una historia hecha de otras que falseó desde el inicio, desde aquel día en que los dos se pusieron a conversar mientras esperaban turno de audición. A don Bornet se le ocurrió apropiarse de una biografía que había oído en la radio, la de un comerciante que, tras recorrer el país curtiendo el temperamento de menudeos y pleitos, había hallado en la música una razón para echar raíces. No anticipaba que el fundador iba a admitirlos a ambos ni que más adelante, ya instalados en el circo, Moret­ti se acordaría del relato y le pediría extenderlo. En su brega por corresponder a la admiración del mago, que no paraba de hacerle preguntas sobre su vida aventurera, don Bornet recurrió a la adaptación de radionovelas que escuchaba a hurtadillas, o de libros que sacaba en préstamo de la primera escuela del barrio, que por esa época estimaba al circo. A la larga se autoproclamó el artista más ilustrado de la compañía y, por ende, mentor de Moretti, en quien percibía un filón de insensatez, el defecto que en diversas ocasiones, reales e inventadas, había cambiado el rumbo de su propia existencia. En suma, y es algo que jamás confesará, el aprecio que lo une al mago está compuesto por una dosis de nostalgia y otra, mayor, de lástima.

La constrictora se desenrosca, malhumorada. Al sentir los palpes de su lengua a través de la jaula, don Bornet brinca.

—¡Sooo!

—¿Tendrá hambre? —pregunta Moretti, aplastando su cigarrillo.

—El que sabe es Rufo. —El hombre orquesta se encoge de hombros—. Pero no seré yo quien le pregunte.

—¿Y hasta cuándo se la encargó?

—Hasta que acicale a los jamelgos. No podía cargar con ella hasta las cuadras porque los condenados le tienen ojeriza.

—¿Medrano mandó arreglar los caballos?

—Tres solamente, por cábala. Velada musical, prólogo hípico.

—Se está tomando sus molestias.

—¡Ja! Lo que quiere es ahorrarse unos pesos, el miserable.

El hombre orquesta desocupa la mitad de su vaso y cambia de postura sobre la cuadrícula de metal.

—Su intención es anegar a los doctores en whisky —prosigue tras sacudirse los rizos—. Una garrafa del caro y otra de ocasión, para cuando no puedan notar la diferencia. Y de no ser por Maya, no habría encargado lo de picar. Los billetes que encimó apenas alcanzaron para el queso, la mortadela y las frituras de bolsa. Galletas, salchichas y palomitas había. Lo demás, fiado como de costumbre.

—¿O sea que la cena no es una cena?

—¿Ve por qué nos vendría bien un sanduchito?

Don Bornet está a punto de beber cuando los lengüeteos de la constrictora lo alteran otra vez, haciéndolo derramar el vino. Furioso a causa del líquido que escurre por su antebrazo, desmonta y encara a la serpiente.

—Sosssiégate, sssierpe —la amonesta.

—Ojo con la nariz —lo previene Moretti—. Acuérdese que sabe morder.

—Basta, que no eres la única con apetencia. ¿Te gusta la mortadela? ¿Quieres un sanduchito? A que sí…

El mago retrocede sobre su vaso.

—Pero…

—¿Pero?

—¿Por qué Medrano les dio permiso a las gemelas y los leotardos?

—Porque mientras menos bocas, mejor.

—Yo tengo boca. Usted tiene boca. Y Atlas…

—Y Rufo, y Maya, y el Bambi y Alfajor. Sí, estoy por pensar que es un rasgo de la especie.

—¿No sobramos también? Si es por ahorrar…

—Lo que pasa es que Medrano necesitaba una mano con los preparativos. Iluminación, francachela, jabonado de boñigas, vigilancia…

—Aquí ya no se meten los ladrones, don. Vándalos nomás.

El hombre orquesta sonríe, esta vez con sinceridad, se agencia el paquete y saca un cigarrillo, su segundo de la tarde. Rasgando el fósforo, se pregunta si sería apropiado, ahora que Moretti atraviesa por la fase de la perspicacia etílica, decirle la verdad: que la cena es un montaje contra Medrano y los doctores. Que ni las gemelas ni los leotardos tienen velas en este entierro; tampoco los Bullaranga, aunque a ellos fue imposible convencerlos de que se tomaran el permiso. Pero ¿cómo explicarle que hay un complot? ¿Un complot en contra de otro complot, y que el acuerdo fue que él, aun siendo uno de los más perjudicados, no debía enterarse?

—Además, esa tropa nos podría convertir la noche en una bacanal —prefiere apuntar—. Y bacanal buscarán, por su lado. Mi reino por saber en qué estado llegan al ensayo de mañana.

—¿Ensayo?

—¿No sabía? Hombre, eso le pasa por irse a mercar gazapos.

—¿Ga…?

—Conejos.

—¿Quiere verlos?

—Quiero bautizarlos. Pero primero lo primero. Avizor, que aviso: los doctores también van a venir a la función. Y eso no es lo peor. Lo peor es que Medrano quiere revivir la gran entrada.

—¿La vuelta al redondel? Si no hay con quién…

—Nos van a solfear a tomatazos. Escarnio puro y duro. ¿A usted le parece que se debe acometer una marcha no preparada en años, y sin banda?

—¿No?

—No. Los acompañamientos son los de siempre, con las florituras de siempre. Y cada uno de nosotros conoce sus sonsonetes, no hay por qué practicarlos. Pero la entrada es otra cosa. Exige pulimento, sincronización. Usted disculpe, pero ahí no hay un carajo que yo pueda hacer.

—Es-car…

—El que más protestó fue Rufo, porque no va a tener tiempo de alistar a los perros. Pero Medrano no se torció. Que, abro comillas, los perros pueden salir a marchar ya disfrazados para el primer acto, y que él retarda la transición cuanto sea necesario, por algo es el maestro de ceremonias. Una barbaridad. Tampoco aceptó cambiar el orden del programa, y eso que la capitana sugirió la moción.

Don Bornet pasea la mirada por los techos sucios del barrio. Aunque no supieran nada del complot, ¿había que permitir que Medrano les diera la noche libre a las gemelas y los leotardos? Porque, en lo que a él se refiere, los acordes le suenan más limpios cuando ha bebido; la resaca lo dota de una sensibilidad especial. Pero esos cinco, con los saltos y balanceos que han de dar… El alcohol no opera del mismo modo en un músico que en un acróbata o un trapecista, que podrá ser inmune al ridículo, pero no a una caída de quince metros.

—No cerré comillas —se reprocha.

—Ojalá los doctores nos ayuden —suspira el mago, desgarrando el paquete en busca del enésimo cigarrillo.

El hombre orquesta no da crédito a lo que oye. ¿Cómo es posible que Moretti no se huela nada, si gracias a lo que vio hace una semana Atlas y don Bornet ataron cabos y, tras implicar a Maya, chapucearon un plan —buscar pruebas en la Dirección, inventarse una “cena”— para desenmascarar a Medrano y los doctores? ¿Cómo es posible? No hace falta más que examinar el barrio, con sus calles invadidas por mezcladoras, estanques de hormigón, varillas corrugadas y pilas de ladrillos, para entender: el circo no vale el ala de una mosca, pero el terreno sobre el que yace es una mina de oro. Los doctores no son inversionistas, son compradores. No les interesa revitalizar el show sino hacerse al lote, desbrozarlo de remolques, carpas, animales y cirqueros, y echar cimientos. Increíble. La extraordinaria credulidad del mago, que le impide percatarse de la situación, contrasta con la agudeza que lo caracteriza al principio de la borrachera. Porque este hombre, tan alejado de las personas y a la vez tan dependiente de sus palabras, de lo poco o mucho que pueda obtener de ellas, es también capaz de breves momentos de claridad. ¿Acaso necesita una explicación artificiosa y descabellada para entender? Qué tipo ajeno, Moretti. Su presencia en este circo de cartón resulta tan inverosímil como las historias en que adora depositar su inagotable simpleza.

Don Bornet expulsa un último nubarrón de humo. En la cumbre de la carpa principal, los banderines ondean contra un cielo frío que se va llenando de puntitos. Cuenta los banderines: trece, como los actos del programa, el diámetro del redondel y las filas en cada gradería. Como las personas que malviven en este circo mediocre. Y es ahora, mientras termina su vino, cuando le viene a la memoria una noticia que oyó en la radio no hace mucho, y decide expiar el enfado con una nueva invención.

Coloca el vaso sobre el estuche. Arrastra la jaula, atento a los movimientos de la constrictora, y se sienta frente a Moretti apoyando los codos en las rodillas. Después cruza los dedos dramáticamente y dice, a media voz:

—Compañero, ¿usted sabe qué es un Stradivarius?

El signo del adiós

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