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Un primer balance de fuerzas. España dividida en dos

Tanto el Gobierno como los sublevados pensaban que la suerte del país se dirimiría en pocos días. Sin embargo, lo que sucedió en tres dramáticos días de julio fue que el alzamiento transformó las confusas pasiones de principios de verano en alternativas elementales y en entusiasmos rudimentarios. Aunque muchos intentaron la neutralidad, hubo que elegir, al final, entre uno de los bandos. En esos tres días lo único que quedó claro fue que ni el pronunciamiento había triunfado por completo ni tampoco había logrado imponerse el Gobierno.

La sublevación se inició en Marruecos. El clima en el protectorado era muy tenso, por lo que no puede extrañar que finalmente la conspiración se adelantara. En el protectorado, como en otras partes de España, el enfrentamiento con el adversario se veía como una especie de “carrera contra reloj” en la que quien se retrasara podía perder su oportunidad. El papel de las masas necesariamente había de ser mínimo frente al de la guarnición. Las tropas mejor preparadas del Ejército, los Regulares y el Tercio se inclinaban claramente hacia la sublevación, e idéntica era la postura de los oficiales más jóvenes. Las autoridades oficiales, tanto civiles como militares, pecaron de exceso de confianza: el general Romerales y también un primo hermano de Franco fueron fusilados, señalando el rumbo de lo que se convertiría en habitual en toda la geografía peninsular. Los sublevados se impusieron rápidamente en tan solo dos días (l7 y l8 de julio). Entre los dirigentes de la sublevación había militares que desempeñarían un papel fundamental en la guerra, pero la dirección le correspondió a quien era, antes de que se iniciara la sublevación, el jefe moral del ejército de Marruecos, el general Franco, comandante militar de Canarias, donde se impuso también sin dificultades. El día l9 se trasladó a Marruecos en un avión inglés alquilado por conspiradores monárquicos.

A partir del l8 de julio la sublevación se extendió a la Península, produciendo una confrontación cuyo resultado varió dependiendo de circunstancias diversas. El grado de preparación de la conjura y la decisión de los mandos implicados en ella, la unidad o división de los militares y de las fuerzas del orden, la capacidad de reacción de las autoridades gubernamentales, el ambiente político de la región o de su ciudad más importante y la actitud tomada en las zonas más próximas fueron los factores que más decisivamente influyeron en la posición adoptada. Allí donde la decisión de sublevarse partió de los mandos y su acción fue decidida, el éxito acompañó casi invariablemente a su decisión. Si el Ejército se dividió y existió hostilidad de una parte considerable de la población, el resultado fue el fracaso de la sublevación.

Las dos regiones en que en principio cabía esperar un más decidido apoyo a la sublevación, tanto por sus mandos militares como por el carácter conservador de su electorado, eran Navarra y Castilla la Vieja. En la primera, la sublevación lanzó a la calle a las masas de carlistas, y Mola, que dejó escapar al gobernador civil, no tuvo dificultades especiales para obtener la victoria. En Castilla la Vieja, la resistencia que se produjo en algunas capitales de provincia y pueblos de cierta entidad fue sometida sin excesivas dificultades por parte de los sublevados.

En cambio la situación de Andalucía era radicalmente opuesta, porque el ambiente era caracterizadamente izquierdista. Cuando el general Queipo de Llano, encargado de sublevar esta región, realizó sus primeros contactos descubrió pocos puntos de apoyo entre las guarniciones. Un papel decisivo le correspondió en la sublevación a Sevilla, conquistada por Queipo con muy pocos elementos y a base de una combinación entre audacia y bluff. En Cádiz, Granada y Córdoba también las guarniciones se sublevaron pero, como en Sevilla, la situación inicial fue extremadamente precaria, pues los barrios obreros ofrecieron una resistencia que no desapareció hasta que llegó el apoyo del ejército de África. El campo era anarquista o socialista y, por lo tanto, hostil a la sublevación, y las comunicaciones entre las capitales de provincia fueron nulas o precarias, en especial en el caso de Granada, prácticamente rodeada. Otro rasgo característico de los decisivos días de julio en esta región fue el impacto que tuvo en ellos la constitución del gobierno de Martínez Barrio, del que más adelante se hablará. El general Campins al frente de la guarnición de Granada se volvió atrás; el hecho no tuvo consecuencias porque la guarnición se impuso a él y acabó fusilado, pero, en cambio, en Málaga las dudas del general Patxot acabaron teniendo como consecuencia el triunfo del Frente Popular.

La suerte de Cataluña y de Castilla la Nueva se jugó en Barcelona y Madrid, respectivamente. En ambas ciudades el ambiente político era izquierdista, los mandos de la guarnición militar estuvieron divididos y los sublevados cometieron errores; estos tres factores unidos a un cuarto, consistente en la actuación de masas izquierdistas armadas, explican lo acontecido, que no fue sino la derrota de los sublevados. En Barcelona la conspiración hubo de enfrentarse con autoridades decididas a resistir. Los principales organizadores de la resistencia fueron Escofet, Guarner y Aranguren, responsables del orden público en la capital catalana, todos ellos militares. La colaboración de la CNT, con la que las fuerzas leales mantuvieron solo una “alianza tácita”, fue “sustancial pero de ninguna manera determinante”. Finalmente el decantarse la Aviación y la Guardia Civil a favor de las autoridades supuso la liquidación de la sublevación, a pesar de que Goded llegó desde las Baleares. Éstas, con la excepción de Menorca, se sublevaron y las resistencias resultaron fácilmente dominadas. En la última fase de los combates de Barcelona se produjo un hecho que habría de tener una importante repercusión: la CNT consiguió la entrega de armas procedentes de los cuarteles y en adelante sus milicias controlaron la capital catalana.

En Madrid la conspiración estuvo muy mal organizada. La acción más decisiva fue la toma del Cuartel de la Montaña, en donde los sublevados, en una actitud más de “desobediencia activa” que de verdadera insurrección, permanecieron acuartelados sin lanzarse a la calle y fueron pronto bloqueados por paisanos armados y fuerzas de orden público. Ni siquiera la totalidad de los encerrados era partidaria de unirse a la sublevación, y cuando se expresó divergencia con banderas blancas los sitiadores acudieron para ocupar el cuartel y fueron recibidos a tiros. La toma se liquidó con una sangrienta matanza.

En el norte, el País Vasco se escindió ante la sublevación: en Álava el alzamiento militar fue apoyado masivamente, incluso por parte del Partido Nacionalista Vasco. En cambio en Guipúzcoa y en Vizcaya la actitud del PNV fue alinearse con el Gobierno, en parte por la promesa de concesión del Estatuto pero también por el ideario democrático y reformista en lo social que el PNV había ido haciendo suyo con el transcurso del tiempo. La tradición izquierdista de Asturias hacía previsible que allí se produjera un alineamiento favorable al Gobierno, pero en Oviedo el comandante militar Aranda, conocido por sus convicciones democráticas, consiguió convencer a los mineros de que debían dirigir sus esfuerzos hacia Madrid, asegurándoles su lealtad para acabar sublevándose luego. Su posición fue muy precaria desde un principio, prácticamente rodeado en medio de una región hostil. Una situación peor fue la experimentada por la guarnición de Gijón, que acabó con la victoria de las fuerzas de la izquierda, tras un asedio que se prolongó semanas. En Galicia también triunfó la rebelión, pese a la oposición de las autoridades militares y la resistencia en determinadas poblaciones como Vigo y Tuy.

En Aragón y Levante el resultado de la sublevación fue inesperado, teniendo en cuenta las previsiones de los conspiradores y el juicio habitual acerca de las autoridades militares. El general Cabanellas, máximo responsable del Ejército en Aragón, había sido diputado radical y era miembro de la masonería, pero se sublevó arrastrando a la totalidad de las guarniciones aragonesas. El caso de Valencia fue un tanto peregrino pero también descriptivo de las dificultades para tomar una decisión. Durante dos semanas los cuarteles comprometidos mantuvieron una especie de neutralidad en equilibrio precario, a pesar de que el número de los comprometidos en la sublevación era elevado. El decantamiento final se produjo en un momento en que la República y el gobierno del Frente Popular parecían haber obtenido una situación ventajosa. En la importante base naval de Cartagena fueron los cambios de mandos militares los que explican el fracaso de una sublevación que aquí parecía contar con apoyos importantes. En Extremadura la decisión a favor de la sublevación, en Cáceres, o en contra de ella, Badajoz, dependió de las fuerzas de orden público.

En suma, durante unos cuantos días de julio, sobre la superficie de España quedó dibujado un mapa de la sublevación en que las iniciales discontinuidades pronto empezaron a homogeneizarse. Los ejemplos de este fenómeno que pueden ser citados son abundantes: Alcalá de Henares y Albacete, por ejemplo, originariamente sublevados, fueron rápidamente sometidos, mientras que el regimiento de transmisiones de El Pardo, también sublevado, se trasladó a la zona contraria. La geografía de la rebelión así resultante tenía bastante semejanza con la de los resultados electorales de febrero de 1936, prueba de la influencia del ambiente político de cada zona sobre la definición ante la insurrección. Había, por supuesto, excepciones, como la de Santander, demasiado próxima al País Vasco y Asturias como para decantarse en sentido derechista, o la de las capitales andaluzas, controladas por sus respectivas guarniciones.

Entre estas dos Españas existía todavía el l9 de julio una última posibilidad de convivencia. Esa fecha supuso, en efecto, la definitiva desaparición de la posibilidad de una transacción. De Azaña partió, en definitiva, la iniciativa más consistente –pero tardía– para evitar el enfrentamiento. Quizá pensaba que el Frente Popular era una fórmula que los acontecimientos en el verano de 1936 habían convertido ya en poco viable. Los acontecimientos acabaron demostrando que ya era demasiado tarde para hacerlo, pero Azaña, cuyas culpas en la situación parecen evidentes, tuvo el mérito de intentar en ese último momento evitar la guerra. El gobierno de Casares Quiroga había tratado de mantener la legalidad republicana evitando la entrega a las masas izquierdistas de las armas almacenadas en los cuarteles. La extensión de la sublevación, el exceso de confianza mostrado ante las denuncias sobre la conspiración y, en fin, su propio carácter e imprudentes manifestaciones imponían su dimisión. El l8 de julio Azaña trató de que se formara un gobierno de centro; el encargado de presidirlo fue Martínez Barrio, que venía a ser algo así como el representante de esta actitud en la política española de aquellos momentos. De acuerdo con el encargo de Azaña, debía excluir a la CEDA y a la Lliga por la derecha y a los comunistas por la izquierda. Martínez Barrio tenía la posibilidad de convencer a los más moderados o los más republicanos de los dirigentes de la sublevación, como, por ejemplo, Cabanellas. “Sería difícil –dice en sus memorias– pero se podría gobernar”.

Pero no tuvo la oportunidad de hacerlo. No pudo convencer ni a Mola ni a Largo Caballero de la necesidad de una transacción, pues ninguno de ellos consideraba remediable (ni tampoco deseable) evitar la guerra civil. Mola, con quien habló Martínez Barrio, le respondió que ya era tarde, como si esto justificara no tomar en serio la posibilidad de evitar la conflagración. Lo mismo debían pensar las masas que seguían a Largo Caballero o simpatizaban con lo que él representaba, porque interpretaron el propósito del dirigente de Unión Republicana como una traición a sus intereses. “Se repetía el mismo fenómeno alucinatorio de la rebelión de Asturias –interpreta Martínez Barrio–, creer que en España la voluntad de una clase social puede sobreponerse y regir a todas las del Estado”. En definitiva, fue la actitud de esas masas populares, “irreflexiva y heroica”, como la describe él mismo, la que hizo inviable su propósito. En estas condiciones fue ya imposible detener a medio camino el estallido de la guerra civil. El gobierno presidido por Giral presuponía su existencia y actuó de acuerdo con ella al aceptar que se entregaran armas a las masas revolucionarias.

En realidad, antes incluso de que se hubiera formado el gobierno de Giral hubo ya en los medios gubernamentales de segunda fila quienes, gracias a mantener una actitud que consideraba el enfrentamiento inevitable, contribuyeron de manera importante a que el balance inicial del conflicto no fuera positivo para los sublevados. Los testimonios de algunos de los principales dirigentes militares republicanos son, en este sentido, muy significativos. Tagüeña dice, por ejemplo, haber pasado en los últimos tiempos “casi todas las noches de guardia en el puesto de mando de las milicias socialistas en espera del golpe militar” porque llegar al enfrentamiento era un “deseo acariciado largo tiempo”. En la flota, la acción espontánea de un oficial radiotelegrafista llamado Balboa, que envió desde el centro de comunicaciones de la Armada telegramas a las tripulaciones en favor del Frente Popular, consiguió la rebelión de buena parte de ellas en contra de la oficialidad. Si existía una organización militar conspiratorial con las siglas UME, también había otra, denominada UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), tan minoritaria como la citada pero vigilante respecto a los intentos conspiratoriales antirrepublicanos.

A la altura del l9 de julio no solo era patente el fracaso de los intentos de llegar a una transacción sino también el del pronunciamiento imaginado por Mola, lo que hacía ya inevitable la guerra civil. Esos tres días no habían sido en absoluto resolutivos, tal como habían pensado ambos bandos. El Ejército no había actuado unánimemente y había encontrado resistencias muy fuertes de carácter popular, lo que, además, prueba que la actitud gubernamental fue mucho menos pasiva de lo que se suele afirmar. Por eso sería incorrecto presentar lo sucedido como una sublevación del Ejército o los generales en contra de las instituciones. Aunque fueran generales los principales dirigentes del bando sublevado y le dieran una impronta característica, no faltaron oficiales en la zona controlada por el Gobierno. Como ya se ha señalado, los mandos habitualmente no se sublevaron y el número de generales afectos al régimen fue elevado. Es muy posible que las diferencias de comportamiento entre la oficialidad en el momento del estallido de la sublevación derivaran de diferencias generacionales, que se sumaban a las ideológicas. Fueron los oficiales más jóvenes los que se sublevaron, hasta el extremo de que en las últimas promociones de la Academia General Militar el porcentaje de los que lo hicieron se aproxima al 100%. De todos los modos al gobierno republicano no le faltaron en un primer momento oficiales, puesto que, de los aproximadamente quince mil en activo, la mitad quedaron en la zona controlada por él. Esta cifra, sin embargo, resulta engañosa por la sencilla razón de que luego el Ejército Popular no hizo uso de ellos por desconfianza respecto a sus intenciones. A los oficiales en activo se sumaron los retirados dispuestos a colaborar, y en total se puede calcular que el Ejército Popular pudo contar con unos 5.000, cifra que era inferior en un 50% a los que combatieron en el otro bando, pero que no revela indefensión por parte de las autoridades republicanas.

En efecto, en esos momentos iniciales de la guerra la situación no era ni mucho menos tan favorable a la sublevación como lo hubiera sido en el caso de que ésta hubiera sumado a la totalidad del Ejército. El balance estaba en realidad bastante equilibrado e incluso, desde más de un punto de vista, si alguien tenía ventaja era el Gobierno. Un cómputo realizado por algunos historiadores militares afirma que aproximadamente el 47% del Ejército, el 65% de los efectivos navales y aéreos, el 5l% de la Guardia Civil, el 65% de los Carabineros y el 70% de los Cuerpos de Seguridad y Asalto estuvieron a favor de los gubernamentales. La división del Ejército en casi dos mitades idénticas oculta la realidad de que su porción más escogida, la única habituada al combate y dotada de medios, la de Marruecos, estaba en su totalidad en manos de los sublevados. En cuanto a los medios navales, medidos en número de buques ofrecen un panorama todavía más aplastante, porque 40 de los 54 barcos estaban en manos de los gubernamentales. Sin embargo los sublevados pronto contaron con unidades modernas (los cruceros Canarias y Baleares) y, sobre todo, los gubernamentales no pudieron hacer patente su superioridad por tener en contra a la práctica totalidad de la oficialidad. De unos 450 aviones, el Gobierno contó con más de trescientos, pero los aviones italianos, al ser mucho más modernos, equilibraron la superioridad gubernamental.

En lo que era patente ésta era en lo que respecta a los recursos humanos y materiales de los que inicialmente se partía. En un discurso radiado, Indalecio Prieto afirmó que “extensa cual es la sublevación militar que estamos combatiendo, los medios de que dispone son inferiores a los medios del Estado español”. Prieto insistió especialmente en dos hechos: el oro del Banco de España permitía al Gobierno una “resistencia ilimitada” y además el Gobierno tenía también a su favor la mayoría de las zonas industriales, de primordial importancia para el desarrollo de una guerra moderna.

¿Cómo se explica entonces que el resultado de la guerra civil fuera tan distinto de las previsiones de Prieto? Al mismo tiempo que el Estado republicano hacía frente a la sublevación militar e impedía que ésta triunfara, se enfrentó también a una auténtica revolución social y política surgida en las mismas regiones y sectores sociales que se decían adictos. El resultado de esta situación fue que esas ventajas iniciales, tampoco tan abrumadoras, se esfumaron.

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